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jueves, 19 de diciembre de 2013

Esa manía de nombrar

Sobre la Estación Darío y Maxi, ex Avellaneda

¿Cómo hacer para que la voces populares –la de las gentes comunes y de a pie– sean tenidas en cuenta como palabras, y no como meras voces? 

Por Mariano Pacheco

Es decir, ¿cómo hacer para que ese murmullo de la protesta y la lucha callejera, de la organización de base en las barriadas, en los lugares de trabajo, de estudio y de apropiación para creación cultural, sean tenidas en cuenta como palabra política y no como mero ruido? Porque la lucha política –tal como ha resaltado Eduardo Rinesi en ese libro magistral que ha titulado Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo– es siempre, también, una lucha por la palabra y, antes que eso aún, por la definición misma de qué cosa debe ser entendida como una palabra.
Si la lucha política no es sólo una lucha que involucra los cuerpos en las batallas callejeras, en las disputas cuerpo a cuerpo con la patronal, los burócratas y los punteros, sino que además es una lucha por definir los sentidos y los nombres que se le otorgan a las prácticas y los espacios, entonces, la intervención en el plano simbólico, la batalla cultural en general, es –debe ser– un componente imprescindible de los combates que tenemos que librar, en este largo camino por conquistar nuestra emancipación.
Renombrar lugares, inventar otros nuevos y darles nuevos nombres, una tarea de primer orden. Gestar dinámicas que rompan los típicos monólogos apabullantes, construir organizaciones capaces de hacer escuchar las palabras de quienes, por lo general, suelen ser silenciados, otra tarea fundamental.
De allí que la recuperación de espacios (de fábricas recuperadas por sus trabajadores; de predios recuperados por organizaciones territoriales para levantar centros sociales, culturales, de carácter comunitario; etc.), haya sido y siga siendo un elemento central y dinamizador de la construcción de dinámicas, miradas y expresiones contrahegemónicas.
De allí que se nos hinche el pecho de orgullo al ver que una estación de trenes del sur del Conurbano, como fue Avellaneda, hoy se llame Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Un largo y paciente proceso de lucha lo hicieron posible. Así que como alguna vez escribimos conjuntamente con Miguel Mazzeo, “la imaginación indisciplinada, y esa riqueza simbólica que fomenta con rituales los lazos igualitarios”, hoy encuentran un nuevo lugar donde cobijarse, para tomar nuevas fuerzas y seguir en la batalla.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

Muhammad Alí por Osvaldo Soriano

“A sus plantas rendido un país”
El 30 de octubre de 1974, un Muhammad Alí de 32 años, por el que nadie daba ya un peso, subió a un ring en Zaire para enfrentar a un George Foreman de 25 años, con 40 peleas invicto y amplio favorito. Con el nocaut al final del 8º round, Alí hizo mucho más que recuperar la corona que le habían quitado por los medios más viles. Por eso, un entonces joven e inédito Osvaldo Soriano publicó en el número de diciembre de la revista Crisis esta nota, hasta ahora nunca republicada, que anticipa un libro que recopilará otras tantas de aquellos años, y en la que ya se vislumbran algunos de los grandes temas de sus futuros libros: boxeadores, perdedores y hombres que encarnan el destino trágico de un pueblo.

El derechazo de Alí. El inmenso cuerpo de Foreman que se derrumba a sus pies. Siete millones de negros musulmanes que enmudecen. O estallan de alegría. Veinticuatro minutos de pelea bastaron a Muhammad Alí para sacudir la historia del boxeo moderno. Los ojos del Zaire vieron cómo ese nieto de esclavos –que alguna vez llevó el nombre del propietario de su abuelo, Cassius Marcellus Clay– brindaba al mundo una de las más grandes lecciones de fe, de dignidad, de vida, de que es capaz un hombre.


Final del 8° round: Foreman en la lona y Alí en la gloria.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de humillaciones.
Los medios de comunicación se apresuraron a difundir una imagen ligera, inocente, del triunfo de Alí. Como lo hicieron siempre que les tocó hablar de ese hombre rebelde que reúne –juntas– dos condiciones intolerables en los Estados Unidos: es negro y habla demasiado.
Gritó durante toda la pelea. Provocó a Foreman, lo sacó de sus casillas ayudado por el público negro que gritaba “matalo, Alí” como si ésa fuera la consigna de toda su raza. Y el bueno de Foreman, invicto hasta entonces, comenzó a flaquear, quemó sus energías en unos instantes hasta quedar a merced de quien siempre fue el verdadero dueño de la corona mundial.
Es posible que el formidable peso de la historia haya fulminado a Foreman. Cuando apareció en el ring y oyó a sus hermanos de color reclamar la corona robada por los norteamericanos hace siete años, no pudo sino entregarla. Para ello soportó desaire y vergüenza. Alí se sentó en las cuerdas, al acecho, y antes de derribarlo lo rezongó, se burló de él y hasta lo hizo embestir las sogas, ciego de furia e impotencia.
La chance de George Foreman se basaba, ante todo, en la presunta decadencia física de Alí. Muy pocos contaron, en cambio, con que la inteligencia del líder musulmán se había robustecido con el tiempo. Los apostadores que pensaban llenar sus bolsillos con el definitivo ocaso de Muhammad no quisieron ver la potencia que el odio había acumulado en sus músculos. El odio de una raza vejada durante cuatrocientos años en el Nuevo Mundo.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de humillaciones: la oportunidad de vengar las afrentas, de proclamarse soberano como hombre negro. De mostrar que no hay milagros sino realidades.
El triunfo de Alí fue el de los musulmanes negros, el de los objetores de conciencia atormentados y encarcelados por negarse a pelear en Vietnam. Pero no fue la suya una empresa individual, solitaria. Muchos hombros negros apuntalaron su fe y alimentaron su obsesiva ambición de ser el campeón para demostrar que la ley blanca era impotente ante la furia de uno de sus esclavos.
“Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento habida entre nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación”, ha escrito Norman Mailer. Parece exagerado. Sin embargo, el éxito de la cruzada emprendida por Alí hace siete años –que casi todos los expertos calificaron de utopía– parece dar la razón a Mailer.
La historia de Cassius Clay es común a casi todos los boxeadores negros, sólo que más brillante. La de Muhammad Alí está llena de grandeza y miseria.
El 28 de abril de 1964, Clay venció a Sonny Liston –un rey de los bajos fondos– en seis asaltos. Un año más tarde comenzaría la persecución: el 25 de mayo de 1965, la comisión de boxeo le quitó el título por primera vez, acusándolo de haber combatido ante Liston sin la debida autorización. Para reconquistarlo tuvo que esperar hasta el 6 de febrero de 1967 y vencer a Ernie Terrel, un blanco mediocre que había sido designado titular de la categoría.
La corona estuvo sobre su cabeza sólo dos meses. El 28 de abril, las autoridades le retiraron su licencia de boxeador y lo despojaron nuevamente del título mundial por negarse a ingresar al ejército norteamericano que iba a destinarlo a Vietnam.
“Con los impuestos que pago por cada pelea, un soldado norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago en un año es posible construir bombas como para quemar una aldea. Con todo esto, ya soy culpable. ¿Tengo además que matar con mi propia mano?”, dijo entonces. Se declaraba objetor de conciencia, se confesaba integrante de los Black Muslims; eso bastaba para que los medios de comunicación elaboraran una imagen de monigote, de payaso, más digestiva para el público.
El 20 de junio de 1967, en Houston, Texas, el Tribunal Federal del Distrito Sur del Estado lo declaró culpable de negativa a ingresar al ejército y lo condenó a cinco años de prisión más una multa de 10 mil dólares.
A fuerza de apelaciones, Alí eludió el calabozo. Pero no dejó de hablar: “Los negros estamos presos hace cuatrocientos años –dijo–. Por eso no pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy”.
Había ganado 4 millones de dólares, aunque el fisco embolsó el 80 por ciento. Con el resto compró una casa para su madre en Louisville –donde había nacido– y otra para él en Chicago por 100 mil dólares; el divorcio con su primera mujer le costó 50 mil dólares más una renta mensual de 1200 durante diez años. Los honorarios de sus abogados ascendieron en poco tiempo a 50 mil dólares. La persecución amenazaba con llevarlo a la bancarrota. Sin embargo, sus honorarios como socio de una cadena de puestos de salchichas en los barrios negros le permitieron salir adelante. Su figura –su inteligencia quizá– le abrió las puertas de las universidades donde dictó conferencias por las que cobraba mil dólares.
Los periódicos underground comenzaron a publicar sus respuestas. “¿Odia a los blancos?”, le preguntaron una vez. “No odio a nadie –contestó–, soy una víctima del odio. Soy demasiado limpio para este deporte. Soy demasiado bueno para mi tiempo. Esa es la razón por la que han decidido librarse de mí.”
Había otros motivos, más contundentes, para que los zares del boxeo lo echaran a la calle. Alí, el más grande boxeador de todas las épocas –según opinión de Joe Louis–, había sido un mal negocio. No había rivales para él; cualquier pelea era un juego de niños. Nadie pensaba seriamente en vencerlo. El público lo sabía y comenzó a quedarse en sus casas. Alí peleaba solo. Así, el más genial boxeador quedaba marginado por su propia grandeza.
Resultó una víctima ideal: molesto, fanfarrón, irritaba al periodismo con sus declaraciones, horribles poemas e insidiosas canciones. Cuando se negó a ir a la guerra, quedó absolutamente indefenso.
El 6 de mayo de 1968, el 5º Tribunal de Apelaciones confirmó la culpabilidad de Clay. Sus abogados sostuvieron más tarde que la condena se había basado en la exposición de cinco conversaciones telefónicas sostenidas por Alí e interceptadas por el FBI. El gobierno admitió haber tomado las charlas que, dijeron los fiscales, “afectaban la seguridad nacional”. Los tribunales dieron marcha atrás y el ex campeón tuvo su respiro.
Entretanto, su cintura perdía la armoniosa línea que le había permitido bailotear por el ring como un gato. Aunque varios estados norteamericanos habían anunciado que le concederían permiso para combatir, ningún político se animó a ver de cerca a ese negro contestón. Quiso pelear en el extranjero, pero le impidieron salir del país. El 6 de julio de 1970, el Tribunal de Apelaciones anunció que las charlas telefónicas no habían influido para condenarlo. Dos días más tarde, en Charleston, Carolina del Sur, le prohibieron hacer una exhibición. El 2 de septiembre, por fin, subió a un ring en Atlanta, Georgia, para cruzar guantes amistosamente con varios sparrings. Doce días después, el juez federal Walter Masfield, de Nueva York, decidió que la prohibición para actuar en su estado era “arbitraria e irracional”, y ordenó que le restituyeran los derechos. Otro tanto ocurrió en Atlanta, donde se concertó su pelea contra Jerry Quarry para el 26 de octubre. Muhammad Alí venció con facilidad y abrió el camino hacia el retorno. En su segunda pelea volteó al argentino Oscar Bonavena y más tarde a Jimmy Ellis. Así ganó el derecho a enfrentar a Joe Frazier por la corona mundial.
El combate –que Frazier ganó por puntos– pareció enterrar definitivamente a Muhammad Alí. Sin embargo, su ánimo no decayó. Para él, la derrota ante el campeón había sido injusta: exhibía como prueba su fortaleza al final del combate, mientras el vencedor debió ser internado en un hospital a causa de la paliza recibida.
El verdadero drama de Alí era moral. Elijah Muhammad, el máximo jerarca de los Black Muslims, había decidido expulsarlo de la congregación por negarse a abandonar el boxeo. Alí discutió con su maestro, pero respetuosamente acató la decisión. No obstante, jamás renegó de los Muslims: estaba seguro de que si recuperaba la corona, ellos serían los beneficiados. La Nación del Islam –así la denominan ellos– plantea el apartheid económico y racial del pueblo negro por medios pacíficos.
En noviembre de 1971, Muhammad Alí vino a Buenos Aires para realizar una exhibición en la cancha de Atlanta. Entonces montó su habitual show de verborragia y amenazas. Vicki Walsh y el autor de este artículo lo entrevistaron para conversar sobre su prédica religiosa y política.
“Somos 30 millones de negros contra 170 millones de blancos; no tenemos munición ni armamento adecuados y, sin embargo, nuestra revolución sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros no tendríamos la menor chance en los Estados Unidos, porque ni siquiera controlamos los abastecimientos. Seríamos como un toro enfurecido corriendo hacia un tren: sólo quedarían su carne y su sangre sobre las vías.” Esta era su posición frente a la violencia de los Black Panters, aunque agregaba: “No condeno a ningún hombre por defender aquello que cree está bien, especialmente si está dispuesto a dar la vida por ello. Muchos revolucionarios negros han dado ya su vida”.
Quienes conocían a fondo las ideas de Alí ansiaban verlo en las tribunas, predicando la fe musulmana, lejos definitivamente del ring. Es que pocos creían en sus posibilidades de recuperar la corona. Sin embargo, en los tres años siguientes, este negro empecinado fue hacia una y otra costa del país para derribar a boxeadores de categoría menor en busca de una nueva oportunidad. Hasta tuvo que sufrir la fractura de su mandíbula frente al mediocre Ken Norton. Ya no brillaba como antes: había perdido su estilo felino, sus movimientos serenos y armoniosos. Ahora ponía sobre el ring la experiencia, la astucia; medía cada uno de sus pasos para no derrochar energías.
Cuando el título cambió de manos y el joven Foreman –un invicto temible por su pegada– se erigió en el nuevo coloso, los expertos opinaron que nadie podía dar un dólar por la chance de Alí. Sin embargo, Frazier cayó a sus pies, Norton tuvo que verlo levantar los brazos y los empresarios comenzaron a planear el gran combate.
Alí insistió para que se realizara en el Africa. Lo que parecía una mera especulación comercial, iba a adquirir un sentido magnífico el día de la victoria: el 30 de octubre, en Kinshasa, ningún negro dejó de levantar a Alí como un estandarte de libertad.
Curiosamente, las agencias noticiosas insistieron en la versión de un Alí payasesco, casi odioso. Nadie recordó que alguna vez dijo: “Un día levantaré mi puño vencedor para que mi pueblo negro diga, como yo, que es el más hermoso y el más fuerte”.
Al terminar el combate, gritó: “Fue Alá quien dio los golpes, era él y no yo quien estaba sobre el ring”. Era toda una raza la que esa noche estaba allí.
Con Foreman cayó el último Tío Tom del boxeo estadounidense. Es posible que Joe Louis haya visto vengada su miseria, Sonny Liston su muerte degradada. Aún no es posible saber si Alí abandonará el boxeo o buscará ganar dólares en una revancha. Poco importa ahora qué hará.
El deporte permitió que la raza negra erigiera a dos de los suyos como los hitos mayores de este siglo: Edson Arantes do Nascimento (Pelé) y Muhammad Alí. El brasileño renegó de su negritud, sirvió a la dictadura implantada en el Brasil en 1964 y aconsejó a los niños negros que tomaran Pepsi-Cola y fueran buenos con los blancos. Alí se negó a juzgarlo: “Es mi hermano de raza”, dijo. Pelé, en cambio, despreció siempre al boxeador.
“Ser campeón de peso pesado en la segunda mitad del siglo XX (con revoluciones negras a lo largo y ancho del mundo) representa algo parecido a ser Jack Johnson, Malcolm X y Frank Costello en una sola pieza”, ha dicho Norman Mailer. Es posible que nadie lo sepa mejor que Alí. De allí su afán casi salvaje por coronarse nuevamente.
Hemos tenido el raro privilegio de asistir al momento cumbre de la historia del boxeo. Más allá de la dudosa calidad del combate, millones de personas de todo el mundo vieron cómo Muhammad Alí recuperaba a puñetazos lo que el Tío Sam le había quitado por decreto.



miércoles, 4 de diciembre de 2013

Córdoba: la narco-policía fue premiada luego de auto-acuartelarse

La policía de Córdoba, una fuerza que cuenta con más de 22.000 efectivos en su haber, y un instrumento que le brinda una cobertura legal a sus abusos de poder (el Código de faltas), se manifestó en abierto desacato contra las autoridades gubernamentales de la provincia.


Por Mariano Pacheco (desde Córdoba, para el Portal de Noticias Marcha)




Alrededor de 200 heridos fueron recibidos solamente en el Hospital de Urgencias; más de 1.000 comercios afectados por los robos; un joven de 20 años perdió la vida tras ser baleado en Ciudad Evita. Luego de un día y medio de conflicto, el auto-acuartelamiento policial en Córdoba finalizó con un acuerdo firmado entre las esposas de los miembros de la fuerza y autoridades gubernamentales de la provincia.
Entre los elementos más destacables de los 14 puntos acordados figuran el del monto adicional de $2.000 que, de manera transitoria, cobrará todo el personal policial y penitenciario activo en dos cuotas (diciembre de 2013 y enero de 2014); la pauta salarial que tendrá vigencia a partir de los sueldos del mes de febrero de 2014, a partir del cual se fijará un salario básico de $8.000 para las categorías iniciales y la realización de gestiones tendientes concretar créditos blandos para viviendas.
Lo que no se dijo aun, es cómo se financiará semejante acuerdo. Tal vez el gobernador José Manuel De la Sota esté pensando en realizar un fututo reclamo al gobierno nacional, tal como lo hizo anteriormente con la diferencia de dinero que la provincia le reclama a la Nación a propósito de la caja de jubilaciones. “El próximo martes voy a estar a las 9 en la Casa Rosada para que el Gobierno nacional nos pague lo que nos debe”, sostuvo ayer el mandatario. No fue el único reclamo. También había declarado ante la prensa, horas antes, que las tropas de Gendarmería no fueron enviadas por el Gobierno Nacional por las diferencias políticas que mantienen ambas administraciones. El Jefe de Gabinete de Ministros Jorge Capitanich replicó por su parte que el problema de la seguridad era de córdoba, y negó que hubieran recibido alguna llamada de parte de los funcionarios provinciales. Eso sí, por su cuenta de twitter, DLS había escrito entre gallos y medianoches: “Desde las 20 hs solicitamos envío Gendarmería por acuartelamiento policial. Saqueos en ciudad de Córdoba amerita urgente respuesta.”. El hecho es que recién ayer miércoles, casi a las nueve de la mañana, el gobierno de Córdoba envió un fax solicitando el envío de gendarmes.

Pases y facturas
Cuando se desató el conflicto, el gobernador se encontraba en Colombia. No es la primera vez que las papas queman en la provincia y “El Galleo” De La Sota no está presente en el territorio. De todos modos, desde hace tiempo parece que el justicialista federal se siente más cómodo en los territorios virtuales que en los reales.
Que la Policía de la provincia de Córdoba se haya autoacuartelado, a solo tres meses del “narco-escándalo” que entre otras cosas se llevó puesto al jefe de policía Ramón Frías y al Ministro de Seguridad Alejo Paredes, no parece ser casualidad. Tal vez por eso, más que aumento salarial, lo que parece estar detrás del conflicto es una búsqueda por parte de la policía, de legitimar su desprestigiado rol ante la sociedad cordobesa (hace apenas tres semanas 20.000 personas marcharon por las calles de la capital provincial repudiando su accionar, en la séptima edición de la “Marcha de la gorra”).
Se sabe, en el sistema político en el que vivimos es el Estado quien detenta el poder de monopolizar el uso legal de la violencia. Si las fuerzas encargadas de custodiar el orden se reservan el derecho de no actuar, el vacío de poder es inconmensurable.
Sin comercios, ni bancos, ni shopings, ni supermercados, ni escuelas, ni dependencias públicas abiertas; sin transporte público en funcionamiento, Córdoba pareció durante las últimas horas a una ciudad devastada.
Luego de 14 años en el poder, la primera línea del delasotismo se mostró totalmente ineficaz ante la ausencia de su principal conductor, que se encontraba en Colombia cuando el conflicto se desató de manera abierta. Mientras que el Hospital de Urgencias colapsaba por la cantidad de heridos que recibía, el Ministro de Gabinete provincial Oscar Félix González se mostraba en vivo por los canales de televisión, exclamando que “por suerte no había que lamentar daños en la integración física de los cordobeses”. Era tan profundo el contraste entre sus dichos y la realidad que hasta los periodistas le tuvieron que repreguntar por los heridos. González se limitó a decir que no tenía “datos oficiales”, pero que asimismo repetía que “era una suerte” no tener que lamentar víctimas. La Ministra de seguridad Alejandra Monteoliva tampoco se mostró con todas sus luces. Incapaz de sobrellevar la situación, tampoco tuvo reflejos para solicitar a tiempo refuerzos de fuerzas nacionales que pudieran ayudar a encuadrar el desborde.

Coyuntura y contexto
No es que todo tenga que ver con todo, como se dice popularmente, pero es un dato innegable de la realidad provincial que el conflicto policial se desarrolló en un contexto atravesado por un profundo malestar social, no solo por las repercusiones del narco-escándalo, sino también por los recientes hechos de violencia protagonizados por una “patota sindical” de la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA) contra asambleístas que mantienen un acampe contra la empresa multinacional Monsanto, que ha comenzado a edificar una nueva planta en la localidad de Malvinas Argentinas y por la denuncia de fraude presentada por el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT), luego de las últimas elecciones legislativas nacionales del 27 de octubre. También durante los últimos meses los conflictos salariales de los judiciales, del sector público y la salud se hicieron presentes una y otra vez en las calles de la ciudad, sin obtener ningún tipo de solución a sus demandas.
Eso sí, a diferencia de las crisis políticas, económicas y sociales que el país atravesó en 1989 y 2001, esta vez no pareció ser ese el elemento determinante a la hora de desatarse los desmanes en las calles. Si bien Córdoba presenta uno de los índices más altos de desocupación a nivel nacional (que asimismo se mantienen en un piso no menor al 7%) y la precarización laboral –como en todo el país– es un mal que castiga a casi la mitad de la población trabajadora, los robos a supermercados, almacenes, negocios minoristas de todo tipo y a personas particulares (en la vía pública y hasta en sus propias casas), dan cuenta más de un vacío dejado por la ausencia de presencia policial que por una cuestión social.
De todos modos, tal como se preguntó ayer Susana Fiorito (presidenta de la Biblioteca Popular Bella Vista), en un texto que circuló por las redes sociales virtuales, lo que resta analizar y evaluar “es la denunciada relación entre las organizaciones del narcotráfico y la institución policial y en qué medida el  ´desmadre´ de anoche es un aviso de lo que pasa cuando el ´poder´ político pretende socavar las fuentes de ingresos de su propio aparato represivo”.
 

martes, 3 de diciembre de 2013

La política en la literatura argentina

De El matadero al Bicentenario

En el inicio de la literatura argentina nos encontramos con la violencia y la política. Desde entonces y durante casi dos siglos, las letras nacionales han puesto de manifiesto el conflicto (muchas veces descarnadamente violento) presente en nuestra sociedad a lo largo de su historia.

Coordinación: Mariano Pacheco (*)
Lugar: Hora Libre (Urquiza 57, Alta Gracia-Córdoba)
Primer encuentro: viernes 13 de diciembre a las 18.30 horas
Dinámica: encuentro mensual de debate y lectura de textos breves


En el inicio de la literatura argentina nos encontramos con la violencia y la política (tanto El Facundo de Sarmiento, como El matadero de Echeverría son piezas literarias brillantes, a la vez que documentos descarnados de cómo los escritores, los intelectuales vivieron/sintieron aquellos acontecimientos políticos). Desde entonces y durante casi dos siglos, las letras nacionales han puesto de manifiesto el conflicto (muchas veces descarnadamente violento) presente en nuestra sociedad a lo largo de su historia. Los poemas de Raúl González Tuñon durante la década del 30; los cuentos de Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges durante el peronismo; los nuevos modos de narrar la violencia política inaugurados por Rodolfo Walsh tras el derrocamiento de Perón; la conmoción de la literatura y el arte durante las décadas del 60 y del 70; las formas de desafiar el horror y el terror durante la última dictadura cívico-militar hasta los abordajes actuales de los conflictos que conmueven la Argentina contemporánea, son algunos de los momentos que nos proponemos abordar, con textos cortos, en este taller que no pretender más que ofrecer un espacio para que el deseo y el placer por la lectura atraviesen a las reflexiones que podamos entablar, en un diálogo que no tiene otro objetivo que intentar revisitar los mitos políticos fundamentales de la historia nacional.