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jueves, 25 de abril de 2019

Crónicas cubanas (III)


“Con pantalón largo, en la Conferencia en donde Cuba se dispone a defender su soberanía nacional”

Por Mariano Pacheco, desde La Habana
para Resumen Latinoamericano


“No hay por qué dejar los protocolos a un lado en el socialismo”… parece ser una consigna que le sienta bien al periodismo cubano. O tal vez sea así en todo el mundo y el carácter “cabeza” del cronista sea el que haga que no tenga en cuenta ciertos formalismos. La cuestión es que apenas pasaditas las 10.30 horas ya estaba en el Teatro Minrex, tal como me recomendó Graciela –mi contacto de Resumen Latinoamericano en Cuba--, carnet de periodista internacional en mano listo para acreditarme y participar de la Conferencia de Prensa que el Ministerio de Relaciones Exteriores convocó para las 11 horas. Incluso me demoré unos minutos, cambiando la malla azul que uso cada día como bermuda, para ponerme la de jean, y me saqué una de mis típicas remeras de Los Ramones para utilizar la única negra, lisa, que uso en ocasiones especiales. Pero no. No hubo caso.

--¿A dónde va, señor?– escuché que decía alguien por ahí. Obviamente seguí subiendo la rampa de ingreso, un poco en el apuro, otro tanto porque evidentemente inconscientemente no suelo responder al llamado de “señor”. El hecho es que el joven mulato, uniforme verde, volvió a interceptarme –amable pero firmemente--, ya en la puerta de ingreso del lugar.

--¿Señor, a dónde va?– Ahí reparé que el señor era yo, y que evidentemente algo andaba mal. Credencial en mano y no colgada, pensé por un instante, lo primero que hice fue identificarme.

--Es que así no puede entrar a la cancillería—dijo mirando mis piernas.
La mujer que tenía la carpeta con hojas y lapicera en sus manos me dice que vaya por un pantalón largo y vuelva, que me apure, que en veinte minutos empieza la conferencia. Así que vuelta al hotel bajo el sol, a toda velocidad por “Avenida G” (como le dicen los locales a la Avenida de los Presidentes), rumbo a Avenida 23 para subir los tres pisos hasta la habitación N, ponerme el pantalón y retornar por Avenida G hacia el Malecón, ésta vez por suerte con camino en bajada.
De vuelta en la cancillería el muchacho de verde oliva me saluda amablemente, pero la mujer ya no está. En la recepción me dicen que está hablando el ministro y que no se puede interrumpir. Muerto de vergüenza por mi distracción, acalorado por la caminata, me dispongo a esperar en los sillones en donde me dijeron que me podía sentar. Estaba por sacar el libro de poesía cubana que me compré en la librería Centenario días atrás (“siempre hay que llevar un libro en la mochila”, es mi lema de cabecera, porque uno nunca sabe qué puede pasar en el andar, y cuando el destino deparará que uno se quedé un buen rato parado o sentado en algún lugar) cuando la mujer que tenía la carpeta con las hojas y la lapicera en la mano sale de una sala y me hace pasar. Entre las cámaras de televisión la veo, sonriente y espléndida como siempre que la he visto, a Yaimi –la fotógrafa cubana de Resumen Latinoamericano--, así que la saludo, atino a sacar mi libretita de Nietzsche para anotar pero recuerdo que hace unos días descubrí como tomar notas en el celular, así que empiezo rápidamente con mi apunte digital.


“PREVALECERÁ LA DEFENSA DE NUESTRA SOBERANÍA”
Quien habla en el Teatro Minrex es Bruno Rodriguez, ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, quien enfatiza que el país goza de una amplísima solidaridad mundial, producto de sesenta años de coherencia en su política exterior, mientras que la política de agresión sostenida por el gobierno norteamericano está aislada internacionalmente.
Ante las declaraciones guerreristas del gobierno de Estados Unidos de los últimos días, el gobierno cubano se vio obligado a emitir su voz, y a hacerlo con firmeza y claridad. Bruno Rodriguez recuerda que Cuba sostiene cooperación médica a 70 país y que cuenta con más 100 representantes extranjeros en La Habana, en un intento por desarmar el relato yanqui que –entre otras cuestiones—acusa a Cuba ser responsable por lo que pasa hoy en día en Venezuela, además de sostener que el país caribeño viola los derechos humanos, ataca al personal diplomático norteamericano y promueve conflictos regionales.
El ministro recuerda la región de América Latina y el caribe decidió hace unos años transformarse en zona de paz y advierte que hoy, la actitud de la Casa Blanca, pone en riesgo esa decisión.
En un intento por rebatir las hostilidades, Bruno Rodriguez repasa algunas cifras: 650.000 ciudadanos estadounidenses visitaron la isla, así como medio millón de residentes cubanos en Estado Unidos y advierte que los últimos anuncios de Donald Trump conculcan “la ya muy limitada libertad de viajar a Cuba”. También advierte que el anuncio que se propone limitar también el envío de remesas a Cuba no solo lastima la situación económica de muchas familias cuentapropistas sino que lesiona la libertad y el derecho de poder ayudar a sus familiares o personas conocidas. “Las medidas anunciadas castigan a todas las cubanas y cubanos y a todas las personas estadounidenses de buen corazón”, subrayó, no sin dejar de llamar la atención acerca del hecho de que las familias cubanas residentes en estados Unidos pasen a ser rehenes de las internas intestinas entre demócratas y republicanos”.
Respecto de esta especie de “retorno a la era del hielo”, el ministro sostuvo: “No moverán un ápice la voluntad de resistencia del pueblo cubano, ni podrán derrocar a la revolución para manejar al país”.
Por último, Bruno Rodriguez convocó a intelectuales, artistitas, académicos, movimientos sociales y políticos de todo tipo a solidarizarse con Cuba, como el país lo ha hecho por sesenta años como rasgo distintivo de su humanismo revolucionario.
Ante la agresión contra una pequeña isla sostenida por quienes fueron caracterizados como una potencia imperial, el ministro de Relaciones Exteriores advirtió que Cuba, guiada por la unidad y el valor de su pueblo, y por el simbolismo de su historia, confía en que nuevamente se imponga la verdad, y la justicia.


miércoles, 3 de abril de 2019

Un ensayo sobre Kurt Cobain

Algo (se perdió) en el camino
Por Mariano Pacheco
(@PachecoenMarcha)


Pasaron 25 años desde que el 5 de abril de 1994, el líder de de la banda punk norteamericana Nirvana, Kurt Cobain, se transformara en el “suicidado por la sociedad”.

Hay algo de la escena punk-rocker que va asociado con la juventud, y otro tanto, con el suicidio. De Sid Vicious de Sex Pistols a Ricky Espinosa de Flema, pasando --obviamente-- por Kurt Cobain de Nirvana, la hipótesis puede argumentarse con datos empíricos. Pero en este texto no quisiéramos perdernos en los laberintos de ninguna sociología (psicologizada) de la cultura, sino más bien adentrarnos en una crítica política de la cultura burguesa, tan cuestionada por la invasión del 77, que tanto tuvo que decir una década más tarde, con esa nueva invasión ruidosa que se presentó en ese entre-mundos (el del fin de la bipolaridad y los Estados de Bienestar y el unicato del Nuevo Orden Mundial).
¿Qué pasa con los cuerpos cuando transcurre el tiempo? ¿Cuanto logran --o no-- resistir los cuerpos a los imperativos categóricos de una sociedad que impone la seriedad para la adultez y hace de la madurez un linkeo directo con el ideal de éxito, como si se tratara de una especie de fatalidad natural? La edad de la razón --para decirlo sartreanamente-- sería aquella en la que todas las rebeldías se dejan a un lado, las relaciones se estabilizan (se monogamizan), las pasiones se adormecen y los encuentros se encaminan más a reproducir que a producir.
En sus famosas “Tesis sobre el cuento”, el crítico argentino Ricardo Piglia sostiene --muy hegelianamente-- que es el final lo que otorga sentido a una historia (narrativa). ¿Debe ser así, necesariamente, en el devenir de una existencia humana?
La cuestión del suicidio en Kurt Cobain --como en Ricky Espinosa-- es recurrente, es cierto, y es un tema espinoso, desde su tratamiento por el filósofo Baruch Spinoza hasta las declaraciones de la Organización MUndial de la Salud, que en 2014 lo declaró epidemia mundial (una persona se suicida cada 40 segundos en el mundo, en la mayoría jóvenes). ¿Pero eso implica, necesariamente, que debamos tamizar toda la vida de Kurt Cobain desde ese episodio final? Está bien: la muerte, el suicidio, recorrían la vida del líder de NIrvana como un espectro que no dejaba de acecharlo (“el suicidio de su tío, los primos y otros amigos, fueron las imágenes con las que Cobain tuvo que lidiar desde muy temprano”, escribe Esteban Rodríguez Alzueta en su “Kurt Cobain suicidado por la sociedad”). Pero no es tanto en ese episodio final en donde quisiera concentrar la atención de este escrito, sino en lo que está en el medio, en su vida plena de creación artística.

El desamparo existencial


La primera vez que Kurt Cobain escuchó una canción suya en la radio no lo pudo creer. Era como si se cumpliera un sueño. “Ahora voy a poder pagar el alquiler”, pensó.
La música había sido su forma de crearse un mundo ante el desamparo social, económico y familiar que lo rodeaba, a él, y a la generación de jóvenes de Aberdeen.
“Tenía diecisiete años y estaba en tercero del bachillerato, aunque se saltaba la mayoría de las clases. Nunca había trabajado, no tenía dinero y todas sus pertenencias cabían en cuatro bolsas de basura. Tenía claro que se iba, pero no sabía adónde”, puede leerse en Heavier than heaven. Kurt Cobain: la biografía, el libro de Charles R. Cross (las resonancias Cobain/Espinosa son permanentes, y en este caso basta recordar la canción “Mucho mejor que en casa”, de Flema, en donde Ricky canta: “no importa donde estás, no importa donde vas si es lejos de tu casa...”).
Para entonces la vida familiar de Cobain se había convertido en una prisión, y llevaba ya una década. Según los relatos (propios, y de cercanos), no puede decirse que la vida de Kurt fuera infeliz desde su nacimiento. Más allá del autoritarismo de su padre (“el miedo permanente de que no esté todo perfecto”) las escenas infantiles recuperadas por Kurt con el paso del tiempo son las de su madre leyéndole y ayudándole con sus dibujos; las de su tía introduciéndolo en el mundo de la música (a los ocho años le regaló una guitarra con un parlante, y discos de Los Beatles), como puede verse en el film Montage of heck, de Brett Morgen. Pero luego, el divorcio de los padres, una madre extremadamente joven que empieza a beber, un padre que --según sus propias palabras-- “se rindió” (respecto a él). “Pienso que mi generación fue la última generación inocente”, se escucha decir a Kurt en la entrevista radial que sostiene con Michael Azerrad, y que sirve de base para el film About a son.
El divorcio de sus padres a mediados de la década del 80 del siglo XX expresa algo más que un fracaso familiar de los Cobain. Es la expresión del fracaso de un modo de vida conservador, que en su reverso, se planteaba el ideal del progreso. “Mi historia es exactamente igual al 90 % de la gente de mi edad”, comenta Kurt.
Los dilemas en el joven Kurt siempre encontraban una vía de escape… y luego, la madriguera taponada nuevamente. Yirar por la ciudad, dormir en el banco de un hospital o en el sofá n algún garage. Volver a lo del padre, tocar la guitarra y encontrar un modo de tolerar la vida a través de la música. Pero las presiones no se hacen esperar: hay que estudiar o trabajar, y sino… hay tabla (la tercera opción siempre es la peor, en este caso, alistarse en el Ejército). La fuga religiosa y la posibilidad de un nuevo hogar. Un techo, amistades y una familia que lo pueda cobijar (los Reed). Pero enseguida llega el mandato productivista. Kurt ingresa como lavacopas a un restaurant, pero pronto se corta un dedo y deja el empleo. Las drogas y el alcohol, y un nuevo episodio desafortunado que lo lleva a las calles nuevamente.
A los diesiocho años, por tercera vez en dos años, otra vez sin hogar. Otra vez la opción de estudiar o trabajar (o servir a la patria imperialista, que contempla, y luego descarta). De nuevo a yirar, a dormir en el asiento trasero de un auto, o en cualquier lugar. El descontrol y el desacato a la autoridad. La falta de dinero, incluso la cárcel.
En ese contexto el punk no es mero pasatiempo, como cada quien se puede imaginar. Componer o dibujar, ensayar con la guitarra o leer una revista o fanzine son una forma de activar, de trazar nuevos rumbos.

Something in the way
“Algo se perdió por el camino”, anota Blake, el personaje que el actor MIchael Pitt interpreta en Last Days, el film de Gus Van Sant  inspirado en Kurt Cobain.


Podemos verlo allí, encorvado, sentado en una silla, sus pelos rubios sobre el rostro, pullover de franjas rojas y negras, como escribe en el cuaderno aquella frase que nos remite a “Something in the way”, la canción incluida en Nevermind (1991) que hace referencia a los tiempos en que Cobain yiraba por ahí, y terminaba durmiendo debajo de un puente. Pero entonces, con todas las adversidades y el desamparo encima, Kurt se encontraba en el camino, dejando cosas atrás, pero con un mundo por delante que conquistar (conquista en el sentido de imprimir formas).
A los veinte años Cobain por fin se va de su ciudad natal. Olympia, a unos 100 km de Aberdeen, ya es capital de Estado, ciudad universitaria donde feministas se cruzan con rebeldes con vocación de cambiar las cosas, y diversos artistas encuentran un ecosistema favorable para convidar sus creaciones. La moneda, esta vez, no cayó del lado de la soledad.
“En Olympia su vida interior artística se desarrollaría más que nunca”, redacta su biógrafo. Escribir diarios o componer canciones, dibujar o pasarse horas frente a la pantalla de TV en búsqueda de quién sabe qué, lo mismo da.
La relación con Tracy, su primer amor (con quien estuvo tres años), lo lleva a emprender la construcción de una heterodoxa (para el modelo patriarcal familiar) nueva dinámica familiar: ella trabaja, él cocina y se encarga de las tareas del hogar. Todo marcha sobre ruedas, pero la madriguera se vuelve a taponar. Kurt vuelve a trabajar. Pero esta vez, el dinero del trabajo asalariado tendrá una utilidad: contribuir a fomentar la experiencia musical.

En busca de la perfección


El dinero que Kurt juntó de su trabajo sirvió para financiar --en enero de 1988-- el primer demo de NIrvana, que ya venía tocando en varios lugares desde 1987, pero no siempre con el mismo nombre. La grabación de las diez canciones sirvió en gran medida para reconfirmar la vocación de Kurt y edificar el mito de origen de Nirvana, la banda que lleva el nombre de esa búsqueda budista de la perfección, según lo entendía aquel joven rockero de veinte años.
Lo que sigue después es lo más conocido: Kurt se separa de Tracy y al tiempo conoce a Countrey, una joven como él, rockera, atravesada por desamparos afectivos, acostumbrada a andar de casa en casa (e incluso en reformatorios), con quien ráìdamente tiene una hija (Frances).
El proceso de ascenso de la banda es explosivo: Nirvana graba Bleach en 1989, Nervermaind en 1991 e In utero en 1993. Rápidamente comienzan las giras, atravesadas por los períodos de adicción de Kurt a la heroína; sus permanentes dolores de estómago; el aislamiento de la fama; el malestar de ciertas dinámicas sociales para quien entiende que el lujo es vulgaridad y cultiva cierta austeridad.
A la fama sobreviene el escándalo, la sobredosis y, finalmente, la muerte, cuando recién tiene 27 años.
Como Ricky Espinosa en Argentina, Kurt Cobain seguramente --por heterodoxo-- fue el último punk de habla inglesa.
Sin crestas ni camperas de cuero, ni borceguíes, ni pelos parados, cultivando una escucha del género para más allá de él (incluyendo pop y heavy metal en su repertorio) Cobain rompió los códigos de la propia estética y estilo punk. Sus ropas viejas siempre envolviendo ese cuerpo flaco, sus ojos de mirada triste y su voz dulce acompañan la fortaleza de unas canciones que vienen a expresar un último grito de rebeldía en el momento en donde las desobediencias comienzas a ser aplastadas en todo el mundo.
El líder de NIrvana dijo alguna vez que con el punk (más realista que el simple rock) se había dado cuenta de quién era. “El punk puso mis valores en perspectivas”, expresó el Kurt Cobain que hoy, 25 años después de su muerte, sigue contribuyendo a poner en perspectiva los valores de quienes no nos resignamos a obedecer el orden que se nos impone, y seguimos apostando a que las desobediencias devengan rebelión y, por qué no, también insurrección.
*Nota publicada en La luna con gatillo.

martes, 2 de abril de 2019

La crítica rozitchneriana a la guerra de Malvinas

 DE LA GUERRA SUCIA A LA GUERRA LIMPIA

Por Mariano Pacheco
(@PachecoenMarcha)


Desde su exilio en Caracas, León Rozitchner escribió en 1982 un lúcido ensayo -editado en formato libro en 1985 por Centro Editor de América Latina- titulado Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política

El texto circulará por las redes de exiliados como un baldazo de agua fría, señalando aquellos puntos que entonces, en un contexto de realzamiento del patriotismo, nadie parecía muy dispuesto a cuestionar.
Rozitchner denuncia en su escrito que ese realzamiento del patriotismo por parte de las FF.AA no busca otra cosa más que limpiarse el rostro, simulando participar de una guerra limpia luego de años de desarrollar puertas adentro la guerra sucia (“guerra que prolongó el horror del genocidio en el envío de cientos de adolescentes a la muerte”). Por eso en 2005, al reeditar el libro, el legendario integrante del grupo Contorno va a subrayar que Malvinas es todavía una cuenta pendiente; porque es –dice– entre muchos otros, “uno de esos eslabones que atenacea el secreto político de una cadena férrea de ocultamientos y engaños que ciñe el cuerpo  despedazado y tumefacto a que ha quedado reducido esto que llamamos patria”.
Sus reflexiones no dejan lugar a dudas: el Ejercito Argentino –sostiene– es una fuerza que se ha formado y se ha definido en los límites que el propio enemigo le proporcionó. “Si hasta las categorías de la guerra son producto del enemigo, y forman parte de su doctrina de guerra, que es de Contrainsurgencia y Seguridad Nacional, que fundamenta su plan de guerra”. En este sentido, las Fuerzas Armadas Argentinas se constituyeron como fuerza de ocupación –antinacional– en el propio territorio, buscando implantar por la fuerza, en el propio país, la dominación que permitiera el despojo de sus habitantes, sobre todo de sus clases populares. De allí que resultara absurdo que después se pretendiera, en nombre de la unidad nacional, que esos mismos sectores pelearan junto a sus opresores. Los Pichis, los protagonistas de Los Pichiciegos de Fogwill, son un claro ejemplo de esa paradoja. La contracara de esa guerra. De allí que resulte sugestiva la pregunta que, en determinado momento de la novela, surge en la Pichicera: ¿Por qué las trincheras están llenas de “cabecitas negras”? La respuesta salta a la vista: porque el Ejército Argentino, desde Caseros en adelante, se convirtió en el ejército de una clase, con un discurso que pretendió elevarse al discurso de la Nación entera. Una clase que, según Rozitchner, responde a intereses económicos que son transnacionales. Y es por eso, entre otras cosas, que la guerra estaba perdida antes de comenzarla: ¿cómo ganarla si su existencia dependía de aquellos a quienes debía combatir?
Rozitchner ataca el argumento de que el enfrentamiento interno con la Junta pase a ser de carácter secundario, en el marco de un enfrentamiento más amplio con los “enemigos principales”, a saber, los imperialistas yanquis y británicos. De allí que sostenga que “el éxito del poder militar del ejército de ocupación argentino significaba la derrota del poder –moral y político y económico- del pueblo argentino”. Ahora bien, esta posición, ¿coloca necesariamente a quienes no desean el triunfo de la Junta en Malvinas junto al bando imperialista? No, sostiene Rozitchner, porque no había ninguna posibilidad de vencer en esta guerra ni “recuperar” ninguna isla contra nuestros enemigos externos, hasta tanto no hubiéramos recuperado previamente nuestro propio territorio nacional de nuestro enemigo principal: las fuerzas armadas de ocupación. Esas que fueron a Malvinas en un “como si” de guerra, puesto que no se tuvieron en cuenta ninguno de los principios básicos del enfrentamiento bélico, como por ejemplo, que a todo ataque, a toda ofensiva, le corresponde un golpe del otro bando. Una guerra fantaseada, en donde se ataca sin sufrir las consecuencias.
Queda claro que Rozitchner interpela, que pone el dedo en la galla. Y digo pone, y no puso, porque sus reflexiones de ayer no han quedado en el pasado, sino que continúan operando en el presente. Porque interrogarse sobre el activo apoyo a la recuperación de Malvinas es además preguntarse por el rol civil de apoyo a la Junta, no sólo en la coyuntura Malvinas sino también antes. Es asumir que nuestro pueblo está integrado por mujeres y hombres que ofrecieron resistencia activa, que no colaboraron, pero no sólo. También está integrado por quienes miraron para otro lado, o pero aun, prestaron el necesario apoyo para que suceda lo que sucedió.

lunes, 1 de abril de 2019

Malvinas según Fogwill

ACERCA DE LOS PICHICIEGOS 

Por Mariano Pacheco
(@PachecoenMarcha)


Los Pichis, los protagonistas de esta novela, son los que habitan la pichicera, ese espacio construido en dos semanas, cuando ya los muertos eran llamados “helados” y “fríos” los que habían sido heridos. Cuando algunos se habían cansado de que les dieran la comida fría (para ahorrarse carbón), y otros ya se había vuelto medio locos. Le pusieron Pichicera por los pichis, esos bichos que viven de noche, bajo tierra, y que hacen cuevas. La pichicera tiene la particularidad de ser una trinchera situada a mitad de camino. En ella no hay batalla o combate directo, tan sólo lucha por la subsistencia. Así, rechazados por los británicos, dados por muertos, presos del enemigo o “desaparecidos” por los argentinos, los pichis se la van rebuscando para sustraerse del enfrentamiento, porque bien saben que, de volver, serán arrojados hacia el campo de batalla, es decir, los mandarán al matadero. Los pichiciegos se constituye así en un libro polémico, que no busca encajar en las narraciones típicas y políticamente correctas. Partiendo del fuerte imaginario que hace hincapié en la cuestión nacional, cuestiona cierta lógica de homogeniedad típica de identidad. Porque los pichis no son un desprendimiento de las tropas argentinas que continúan hostigando al enemigo desde otro sitio (una suerte de guerra de guerrillas), pero tampoco traicionan plenamente a su propia fuerza y se incorporan al otro ejército (si traicionan es sólo en función de sus propios intereses, para garantizar su subsistencia). Entonces, ¿cuáles son sus enemigos? ¿Los británicos o los argentinos? En todo caso, tanto unos como otros: cualquiera que se oponga a su persistencia en el tiempo que dure la guerra. Porque los Pichis se mantienen desplazados del teatro de operaciones donde las fuerzas en pugna se enfrentan y abren un espacio en el tiempo durante el cual se prolongue el enfrentamiento. En ellos no hay causa nacional. Porque la suya “es una guerra sin línea de batalla, sin enfrentamiento y retaguardia… sin batalla”, como han señalado Gilles Deleuze y Félix Guattari a propósito del Gó, un juego que es “pura estrategia…”. En este caso, la estrategia es simple lógica de supervivencia.
Si para la identidad nacional de los militares las lógicas jerárquicas de la forma-Estado son fundamentales, en cambio, para los Pichis, la jefatura recae en un grupo de cuatro o cinco (a quienes denominan Los Reyes Magos), que no son más que sus pares en esa penumbra que les toca vivir. No son un aparato especializado de poder. Tampoco tienen, los Pichis –como sí tiene una identidad sólida– ni una historia común, ni un mito de origen. Tampoco una proyección futura. Duran lo que dure esa guerra. Y es todo. También por la parodia se cuestiona en esta narración la identidad nacional. Si hasta Gardel –símbolo por excelencia de la argentinidad– es cuestionado en este libro. Él también era un Pichi, dicen. “Un pichicatero”. Gardel: francés, o uruguayo o argentino. No importa. Como tampoco importa la marca de los cigarrillos. Se fuman ingleses o franceses. O argentinos. De allí que Beatriz Sarlo remarque la paradoja de esta guerra, que se hizo para fortalecer una identidad sostenida en la unidad nacional, y finalmente, el accionar del Ejército Argentino no hizo más que debilitar, disolver lo nacional como identidad. Paradoja que se produce, también, porque el Ejército Argentino es una fuerza que se ha formado y se ha definido –siguiendo las reflexiones de Rozitchner– en los límites que el propio enemigo le proporcionó, como ya veremos más adelante. Los Pichis, en este sentido, son un claro ejemplo de esa paradoja. La contracara de esa guerra. De allí que resulte sugestiva la pregunta que, en determinado momento del relato, surge en la Pichicera: ¿Por qué, siendo tantos los porteños, son ahí tantos los “provincianos”? ¿Por qué las trincheras están llenas de “cabecitas negras”? La respuesta salta a la vista: porque el Ejército Argentino, desde Caseros en adelante, se convirtió en el ejército de una clase (de la oligarquía), con un discurso que pretendió elevarse al discurso de la Nación entera.
Es por esto, también, que en este libro se puede leer a la guerra de Malvinas en clave de farsa. Porque no se sostuvo ni siquiera desde las categorías clásicas de la guerra. Porque se pensó a la guerra real en términos de “representación” de guerra. Cuando se planteó la batalla en términos de “recuperación” del territorio: ¿se pensó en la respuesta a esa recuperación? ¿Se pensó en los factores favorables y desfavorables? O para decirlo en términos de Mao Tse Tung: ¿no se pensó en que una ofensiva táctica no cambiaría mágicamente las relaciones de fuerzas?