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miércoles, 28 de septiembre de 2022

Guattari: “Necesidad y pertenencia”

 


Por Mariano Pacheco

(Suplemento Cultura del diario Perfil, 18-09-2022)

 

Conocido mundialmente por sus libros escritos a cuatro manos con Gilles Deleuze, se cumplen tres décadas del fallecimiento de Félix Guattari, analista heterodoxo, militante político y una de las conciencias críticas de Francia con mucho que decir para nuestros tiempos apocalípticos y rizomáticos. Legado presente de un pensador del futuro.

 

Michel Foucault supo decir que el siglo XXI sería deleuzeano y quizá no se equivocó, aunque podríamos agregar que también es guattariano. Este año se conmemoran los cincuenta años de la salida de El AntiEdipo –ese primer libro escrito de manera conjunta entre ambos autores–, y treinta años del fallecimiento de Félix Guattari, el más contemporáneo de nuestros filósofos, sobre todo después de la pandemia del covid-19, que acechó a la humanidad y puso en el centro de la escena pública mundial la discusión sobre la salud mental, los padecimientos y malestares, la crisis ecológica, las mutaciones en las formas del trabajo, la emergencia de nuevos agentes y agendas en sociedades totalmente convulsionadas y conmovidas por la concentración de las riquezas, el aumento de la pobreza y la cada vez más intensa sujeción subjetiva al patrón cultural que rige el mundo actual, más allá de la variedad de colores y perspectivas de los diferentes gobiernos nacionales. Todos estos temas fueron abordados, pensados y problematizados por Guattari en su trabajo conjunto con Gilles Deleuze, pero también en sus propias elaboraciones anteriores y posteriores a ese período. Por lo general, toda esa apuesta intelectual, que fue a la vez una empresa vital, nunca la realizó en soledad. Más allá de la firma singular, de su nombre estampado en los libros y artículos que escribió, de las conferencias en las que habló, siempre fueron iniciativas llevadas adelante desde una confluencia de entramados clínicos, filosóficos y políticos que compartía con diversos compañeros y compañeras de ruta. 

Como un reloj que se adelanta. En Kafka, para una literatura menor, otro de los libros que Guattari escribió junto a Deleuze, aparece una reivindicación del gesto vanguardista del escritor checo de asumir la literatura en términos performativos, es decir, no tanto representando la época (versión realista) sino siguiendo las líneas que arrastran lo contemporáneo hacia el porvenir. Algo de eso también está presente en la “filosofía del mediodía” de Friedrich Nietzsche en contraposición a la clásica idea hegeliana de que la filosofía es como el búho de Minerva (“levanta vuelo al anochecer”), y más allá de que supo ser más trabajada por Gilles que por Félix, la rescatamos aquí para pensar la propia trayectoria de Guattari. Al fin y al cabo, fue Félix quien ya en la década del 80 elaboró, con su tesis de las “tres ecologías”, muchos de los planteos que hoy circulan en discusiones, debates y prácticas de nuestra sociedad. 

Guattari sostenía que feminismos y ecologismos debían marchar junto a la lucha obrera, en cualquier perspectiva de cambio social, que en su caso ponía un especial énfasis en lo que denominaba “revolución molecular”. “Ecología ambiental”, para replantear el vínculo entre la humanidad (específicamente su acción depredatoria) y el planeta; “ecología social”, para repensar las luchas de clases contemplando las mutaciones del mundo obrero y, finalmente, una tercera dimensión, la “ecología mental”, para abordar el capitalismo en su fase neoliberal, y contemplar cómo este profundiza la angustia, la tendencia a la soledad, al individualismo y la neurosis, separando a los sujetos del campo social y privatizando el malestar. “No hay oposición entre las tres ecologías –escribe Guattari–. Toda aprehensión de un problema medioambiental postula el desarrollo de universos de valores y, por lo tanto, de un compromiso ético-afectivo”.

Esta propuesta, incomprendida por las izquierdas de entonces, ponía el foco en la necesidad de efectuar una “reconversión ecológica” de la “acción sindical”, no para negar la centralidad que la clase trabajadora tiene en las luchas emancipatorias, en sociedades regidas por la lógica del capital, sino para problematizar cuestiones fundamentales como el corporativismo, el machismo, la homofobia (y a veces también la xenofobia) obrera y el afán productivista que rigió a gran parte de “Estados socialistas”, en una carrera de disputas con el capitalismo que en gran medida reprodujo esquemas similares en relación con un modelo humano en su vínculo con el planeta. 

Por todo esto es que para Guattari (también para Deleuze) la revolución molecular debía estar en el centro de la escena en ese entonces. Claro que su época está marcada por las revoluciones totales, desde la soviética en la Rusia de 1917 a la sandinista en la Nicaragua de 1979, pasando por los procesos triunfantes de las izquierdas en China, Cuba, Vietnam y otros tantos países, a diferencia de hoy en día, donde el concepto y el proyecto de revolución parecen haber quedado enterrados en el pasado, con lo cual no puede dejar de plantearse la necesidad de repensar el concepto mismo de revolución molecular y su puesta en relación con los anhelos de llevar adelante “procesos de cambio” en sentido emancipatorio. Pero más allá de estas transformaciones –fundamentales– en los contextos, la obra de Guattari no deja de ser un legado importantísimo para pensar las dimensiones micropolíticas de nuestras sociedades. 

Fuera de la norma. A inicios de la década del 80, mientras en Argentina los militares se retiraban del gobierno que habían usurpado en 1976, dejando un tendal de muertos y vidas “desaparecidas” que se simbolizarían en el número 30.000, en Brasil comenzaba a conformarse el Partido de los Trabajadores, y un conjunto de experiencias políticas, sociales y culturales pujaban desde abajo, con fuerza, en el intento por replantear la vida, en un continente (sobre todo en su Cono Sur) donde el terrorismo de Estado había arrasado con los vientos de cambios tan presentes en las dos décadas anteriores. A ese bullicio del país vecino, el escritor, pensador y poeta argentino Néstor Perlongher lo llamó el “Brasil menor”, recuperando la visita y las charlas que Félix Guattari brindó por entonces allí. Perlongher, que había sido fundador del Frente de Liberación Homosexual (FLH) en Argentina, una década antes, recordará con su prosa plebeya que la idea de “lo menor” –tan presente en Deleuze y Guattari– nunca debe entenderse en términos numéricos, como muchos (mayorías) y pocos (minorías), sino como “cualidad de dominación”: en cada sociedad existe una “norma” que rige mayoritariamente los comportamientos, estableciendo una moral para la cual una determinada cantidad de cuestiones pasarán a estar mal. De allí que la propuesta “deleuzeano-guattariana” de “devenires minoritarios” pase por buscar quebrar ese patrón, esa norma, esa moral de las “buenas costumbres”, para abrir paso a un proceso de experimentación de la vida menos estereotipado, más abierto a lo inesperado, a lo posiblemente explorado. 

El concepto de  revolución molecular, por lo tanto, no puede sino ser pensado en íntimo vínculo con el de devenires minoritarios, sin desconocer por supuesto que, tal como Deleuze y Guattari sostienen en Mil mesetas –segundo tomo de Capitalismo y esquizofrenia–, toda política es siempre y al mismo tiempo micropolítica y macropolítica. 

Luego de casi cuatro décadas de Encuentros Nacionales de Mujeres, de Marchas del Orgullo Gay y de conquistas de leyes como la de Matrimonio Igualitario, Igualdad de Género y de Interrupción Voluntaria del Embarazo, junto a fenómenos de expresión masiva como el grito de #NiUnaMenos, Argentina es un país donde las luchas por la igualdad y el respeto a la diversidad de género han marcado agendas, incluso más allá de las fronteras nacionales (como fueron los paros internacionales de mujeres convocados por el movimiento feminista en los últimos años), sin haber perdido a su vez toda una herencia obrera que fue característica de estas tierras durante todo el siglo XX y que aún hoy, a pesar de las mutaciones en el mundo del trabajo (de la desindustrialización y la desindicalización proveniente de los años de la última dictadura cívico-militar), sigue contando con niveles altísimos de sindicalización y movilización de la clase trabajadora asalariada, amén de que también aquí se le ha puesto nombre y apellido, pero también organización territorial, comunitaria y sindical, a todo ese fenómeno de “descarte social” que produce el capitalismo actual: la “economía popular”, ella misma atravesada a su vez por los planteos introducidos por el movimiento feminista en torno al trabajo productivo y reproductivo, las tareas de cuidado, la feminización de la pobreza y de las actividades sociales y laborales. También, en gran medida, estas economías populares incorporan en sus planteos muchos paradigmas ecologistas, provenientes de años de luchas ambientales. 

Así y todo, la advertencia de Guattari en torno al necesario trabajo a realizar para que el neoliberalismo (él entonces se refería a un “capitalismo mundial integrado”, incluso antes de la caída del Muro de Berlín) no fragmente esos procesos, haciendo que cada uno marche por su lado, separado de los otros, acecha como un espectro toda la coyuntura actual, no solo de nuestro país, de la región, sino de todo el mundo. Anudar lucha obrera con perspectiva feminista y paradigma ecológico, prestando particular atención a las cuestiones subjetivas, es el gran legado que la obra y la trayectoria militante, clínica y filosófica de Guattari deja para nuestro inquietante siglo XXI. 

Félix Guattari: el más contemporáneo de nuestros pensadores

Fue un sábado 29 de agosto de 1992. Contaba con 62 años y tras una cena con su hija Emmanuelle se metió en su pequeño despacho de la clínica Le Borde. Allí murió, horas después, de un ataque al corazón, rodeado de sus libros, de sus anotaciones, de lo que había constituido el centro de sus reflexiones, ligadas íntimamente a una práctica que se desplegó en múltiples direcciones.

Guattari resultó siempre más conocido por ser el nombre que acompaña al de Deleuze en los cuatro libros conjuntos que por su prolífica obra y trayectoria. Félix tuvo una politización precoz. En 1952, con 22 años, abandona el hogar familiar para irse a vivir solo. Desde la adolescencia ya había comenzado a escribir: poemas, historias, sueños. De aquellos años de la primera juventud consta su paso por el Partido Comunista Internacionalista, fracción francesa de la Cuarta Internacional (trotskista). Primero estudió Farmacia y luego –lecturas filosóficas mediante– llegó a los seminarios de Jaques Lacan, de quien también fue “paciente”. De la mano de su amigo el psiquiatra Jean Oury, Guattari logró combinar tempranamente su pasión por la militancia con lecturas ligadas a la filosofía, la psiquiatría y el psicoanálisis. En abril de 1953, Oury funda Le Borde, la clínica que abre sus puertas en julio de 1956 y rápidamente entra en bancarrota. Guattari entra en acción y con tan solo 25 años se hace cargo de las finanzas de la institución, la salva y se convierte en su director de hecho. La experiencia persiste hasta el día de hoy. 

En 1965 Guattari participa de la fundación de la Sociedad de Psicoterapia Institucional, funda y dirige grupos de investigación y revistas sobre cuestiones vinculadas a su práctica clínica, mientras en simultáneo interviene políticamente, primero en la organización y el periódico La Voie Commnunista y luego en la Oposición de Izquierda. El Mayo Francés lo encuentra siendo protagonista, como militante político y como psiquiatra, cuando el Teatro del Odeón es “tomado” por asalto por un movimiento en el que confluyen artistas e intelectuales, profesionales de la salud mental y usuarios, junto a una multitud anónima que escribe en el hall de entrada: 

“Cuando la Asamblea Nacional se convierte en un teatro burgués, todos los teatros burgueses deben convertirse en Asambleas Nacionales”. 

En medio de ese “clima de mayo” tiene lugar el encuentro con Deleuze, con quien escribirá El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980), los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia, además de Kafka, para una literatura menor (1976) y ¿Qué es la filosofía? (1989), y de tramar una profunda amistad.

Hacia fines de los años 70, Guattari traba amistad con el filósofo y militante comunista italiano Antonio Negri, luego encarcelado por ser acusado de “ideólogo” de las Brigadas Rojas. Cuando en 1977 el italiano llega a París, huyendo de las autoridades, Guattari lo recibe en su casa, donde se queda a vivir. “Félix se ocupó de mí como un hermano”, supo decir Negri. 

Para la misma época se produce un intenso movimiento de “radios libres” en Francia. Y allí estará Guattari intentando abrir una grieta en la comunicación hegemónica. Participa activamente del movimiento y, junto con un grupo, funda la Radio Libre París (en 1980 pasará a llamarse Radio Tomate), que emite las 24 horas, y además de los programas culturales (teatro, música, cine) cuenta con un programa semanal de debate político, que coordina el propio Guattari. Las problemáticas de las “minorías” (como los ocupantes ilegales de casas) de Francia tienen un lugar. Incluso, las minorías de otros países: palestinos, irlandeses… Finalmente la policía detecta las trasmisiones de las radios libres y las saca del aire.

La década del 80 encontrará a Guattari siendo un activista e intentando pensar y escribir sobre cuestiones ecológicas. Son años de intensos debates en un mundo que está pronto a realizar un viraje de 180 grados, crisis de las izquierdas y revolución tecnológica capitalista de por medio, y Félix escribe numerosos textos para distintos medios de comunicación, muchos de los cuales se han traducido, compilado y publicado recientemente en Argentina bajo el título ¿Qué es la ecosofía?

 

 

Las manos sucias de Sartre

 

Por Mariano Pacheco, para Tierra Roja

 

La reciente puesta en escena de Las manos sucias en el Teatro San Martín de Buenos Aires nos permite revisitar la emblemática figura de Jean-Paul Sartre, su fascinante literatura y su pensamiento provocador. Los personajes mentados por el filósofo francés dejan dudas por todos lados, cosas sin acabar y obligan a quien asiste al teatro a elaborar sus propias conjeturas sobre la cuestión. Cada uno de ellos no expresa más que un punto de vista entre muchos.

 

Un teatro en situación

Técnicamente hablando, Las manos sucias (1948) es una “comedia dramática que emplea la lengua común”. Así la definió, en declaraciones a Le Figaro, el propio Jean-Paul Sartre. Allí, el filósofo francés explica que buscó poner en escena “el conflicto que opone a un joven burgués idealista a las necesidades de la política”. La acción de la obra está situada en un país imaginario llamado Illiria. Y tal como su propio autor aclaró en su momento ante el periódico Combat, todo el dilema se dirime por entero al interior del partido proletario. 

Algo de eso puede respirar el espectador, la espectadora, al ingresar al Teatro San Martín de Buenos Aires y ver en una de las paredes los retratos de Marx, Trotsky y del propio Sartre. “Pensé al Hall como un ágora y, en esa repetición dentro del escenario, también como una pesadilla y un laberinto sin salida”, dijo la directora Eva Halac en una entrevista concedida recientemente a la agencia Télam. 

La escena de tres personas en un sitio sin salida nos remite, a su vez, a otra obra sartreana: A puerta cerrada, estrenada en 1944, en la que los personajes permanecen atrapados, sin darse cuenta –por largo rato— de que están en el purgatorio, y de que el infierno será, para cada uno, permanecer junto a los otros eternamente. Según supo aclarar Sartre a partir de la popularización de la frase “el infierno son los otros”, que se desprende de dicha pieza, una obra acerca de “la imposibilidad de quebrar, muchas veces, el círculo infernal en el que nos encontramos”.

Los siete actos de Las manos sucias trabajan sobre otro dilema. A saber: si en nombre de la eficacia, un revolucionario se puede arriesgar a comprometer su ideal y “ensuciarse las manos”. Sostiene también, de todos modos, esa atmósfera de tensión en el encierro entre los tres personajes. 

Sartre no brinda respuestas al dilema planteado, puesto que, para él, el teatro “debe plantear los problemas y no resolverlos”. Tal como argumenta en Teatro popular y teatro burgués, lo que importa en su dramaturgia es “situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas”. En ese caso, la pregunta que atraviesa la obra es si el partido proletario debe sacrificar 300.000 vidas humanas o si, en esa coyuntura, debe pactar tácticamente con sus enemigos, a sabiendas de que “la liberación” está cerca, con el Ejército Rojo a poco de ingresar a la ciudad. 

“El revolucionario está en situación”, argumentará el autor tiempo después en otro texto, el ensayo titulado “Materialismo y revolución” (reunido en Situations III), donde vuelve sobre la idea –tan presente en esta obra de teatro— de que la verdadera exigencia revolucionaria consiste en “unir pensamiento y realismo”, y que es en la acción que se produce el descubrimiento de la realidad. Una realidad que se “descubre” al mismo tiempo que se “modifica”. 

A más de setenta años de su estreno, la reciente puesta en escena de Las manos sucias en el Teatro San Martín nos permite no sólo asistir a ese mágico mundo de las puestas en escena, sino también volver a releer y recomendar la literatura de Sartre, quizás el lugar más potente en donde se expresa su pensamiento filosófico y político. 

Parecen ser piezas de museo sus palabras sobre el compromiso de la escritura, en donde expresa que la literatura arroja al escritor, a la escritora, a la batalla y que en su ejercicio se busca revelar determinados aspectos del mundo, para producir determinados cambios con esa revelación. Sin embargo, tal como expresa en Situación del escritor en 1947, esas obras que supo construir presentan personajes situados, que dejan dudas por todos lados, cosas sin acabar y que obligan a quien asiste al teatro a elaborar sus propias conjeturas sobre la trama planteada. Los personajes no expresan más que un punto de vista entre muchos. 

 

Entre Lenin y Dostoyevski 

Podríamos pensar Las manos sucias como una obra donde Dostoyevski se cruza con Lenin. Hugo Barine es un joven veinteañero que se acerca a un maduro líder partidario, Hoederer (Daniel Hendler) con la intención de matarlo. Logra quedar como su secretario personal, habitando una casa junto a Jessica, su mujer (Flor Torrente), el máximo dirigente y sus escoltas armados, con lo cual la relación que se establece entre ellos es muy estrecha. Esta situación provoca en el muchacho fuertes contradicciones. 

En la puesta en escena porteña, el Hugo de la actualidad de la historia es interpretado por un actor (Guido Botto Fiora), mientras que el Hugo del pasado está encarnado por otro (Ramiro Delgado). Como en un juego de máscaras, los personajes de Hugo asumen diferentes perspectivas que se expresan, a su vez, en un cruce de rostros y temporalidades. Retomando el propio guión de Sartre (que se sostiene prácticamente al pie de la letra durante toda la obra), Hugo hace referencia explícita al nombre que había adoptado durante algunos momentos de su vida política:

Hugo: –¿Cómo te llamas?

Iván: –Clandestinamente, soy Iván. ¿Y tú?

Hugo: –Raskolnikov.

Iván (riendo): –Vaya nombrecito.

Hugo: –Es mi nombre en el Partido.

Iván: –¿Dónde lo pescaste?

Hugo: –Es un tipo de una novela que se llama así.

Iván: –¿Qué hace?

Hugo: –Mata.

Iván: –¡Ah! ¿Y tú has matado?

Hugo: –No.

No todavía, podríamos agregar, puesto que finalmente Hugo ejecuta a Hoederer, justo en el momento en que había decidido no hacerlo (momento parcialmente spoiler, incitamos al lector a que vaya a ver la obra, o la lea, y descubra por sí mismo los motivos de esa dubitación). Y este “preferiría no hacerlo” (para decirlo en los términos del “Bartleby, el escribiente”, de Melville), es el que liga la pregunta leninista del ¿Qué hacer? con el sentimiento de culpa de los personajes dostoievskianos, sobre todo los de la emblemática novela Crimen y castigo, donde Raskolnikov termina entregándose a la policía luego de haber asesinado a la viejita de la pensión donde vivía, y atravesado el período tormentoso producto de la culpa que le carcome el alma. 

 

El hacer hace al ser, esa es la cuestión

Uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, hacia el final de la obra, resulta fundamental a la hora de experimentar esa sensación que busca provocar la literatura existencialista: que no hay una posición que está bien y otra que está mal, sino que ambas tienen sus luces y sombras y que es en ese dilema que cada quien debe resolver qué hacer (nada que se parezca al relativismo actual: en los personajes sartreanos lo que se pone en juego es una búsqueda de la verdad a través de la acción, en la que cada quien se compromete). 

En ese caso, ese momento decisivo se produce en torno a uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, donde el primero dice que si no se quiere correr riesgos no se debe hacer política. A lo que el segundo retruca que no a cualquier precio está dispuesto a entrar en ese juego. 

Entre los argumentos de Hugo aparecen las ideas que se sostienen desde la militancia de izquierda, por la que han muerto ya otros camaradas; en Hoederer, la insistencia en que el partido es un medio que hace política de y para los vivos, con el objetivo de tomar el poder y cambiar la situación. Hugo rescata la honestidad, el hecho de no mentir –contrariamente a lo que ha visto en su familia burguesa desde que era un niño— pero rápidamente el personaje se da cuenta de que le está mintiendo a Hoederer, haciéndose pasar por su fiel secretario y, también, que está por cometer un crimen con el que no solo se ensuciará las manos, sino que convertirá a las órdenes del partido en un medio para otros fines que se reclaman superiores (al fin y al cabo hará todo lo contrario a lo que sostiene en sus palabras). Hugo acusa a Hoederer de traidor, por negociar con el gobierno y éste le retruca, a su vez, que el partido lo desaprueba por considerarlas inoportunas, no por una cuestión de principios.

La conversación se torna estremecedora. Hugo afirma que entró al Partido porque consideraba su causa justa (la palabra aparece en itálicas en el texto del libreto) y que se iría si dejara de serlo. 

Hugo: –En cuanto a los hombres, lo que me interesa no es lo que son, sino lo que podrían llegar a ser. 

Hoederer: –¡Cómo te importa tu pureza chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes con nosotros? La pureza es una idea de faquir y de monje. A vosotros, los intelectuales, los anarquistas, burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que puedes gobernar inocentemente?

El espectador, la espectadora (o el lector/ lectora), puede sentir como son los propios argumentos de Hoederer, sostenidos en una posición realista que apela a la eficacia (“todos los medios son buenos cuando son eficaces”), los que pueden condenarlo a muerte.

 

Legado

Las manos sucias fue estrenada por primera vez en 1948. Para entonces, Sartre no sólo había publicado su primera novela, La náusea (1938), y su primer libro de cuentos, El muro (1938), junto a su monumental obra filosófica, El ser y la nada (1943), sino también su ensayo ¿Qué es la literatura? (1948), en el que argumenta su postulado de “compromiso” del escritor (“Pero cómo –dicen- ¿es que eso de escribir compromete?»). 

Son los años inmediatamente posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial y Sartre tiene aún una década larga en la que su figura y su obra gozarán de una buena salud, no sólo en Francia y Europa, sino en muchos lugares del mundo (en Argentina, por ejemplo, la editorial Losada tradujo y publicó tempranamente sus libros). Tiempo después, otras grandes figuras del pensamiento francés, como Michel Foucault o Louis Althusser, ocuparán la escena y serán reacios al viejo existencialista, con excepciones cómo las de Gilles Deleuze y, sobre todo, Félix Guattari. 

En nuestro país, Sartre contó con tempranos e importantes simpatizantes y lectores, como John William Cooke, David Viñas o el joven Oscar Masotta, pero la dictadura de 1976 barrerá con cualquier tipo de sartrismo y su obra no será estudiada en ninguna carrera universitaria. Con excepción de los trabajos de divulgación filosófica en medios de comunicación realizados por José Pablo Feinmann (o la reivindicación que siempre ha realizado el sociólogo Eduardo Grüner), su figura no será rescatada ni en medios literarios, ni filosóficos, ni políticos. 

“Nos veíamos sumergidos por las circunstancias de nuestro tiempo”, escribe Sartre, como dejando en esas palabras un testamento, un legado, que como sucede en esta obra, plantea nuevos dilemas ante otros contextos, pero que sostiene sin embargo una misma tensión: la de tener que tomar posición, decidir con cuál de las posiciones en pugna se siente mayor afinidad, cuál produce repulsión y cómo sobrellevar la angustia de saber que toda decisión implica dejar atrás la posibilidad alternativa de aquello que hubiese podido ser. Pero experimentando a su vez el goce por saber que ese dilema es la existencia humana misma

Como dijo en su conferencia de 1955, El existencialismo es un humanismo, para Sartre la existencia precede a la esencia. Es decir que, en última instancia, cada quien puede decidir si resignarse ante las crueldades e inmundicias de este mundo, como el que actualmente habitamos, o resiste, se rebela. Y, en esa rebelión, construye la imagen de un tipo humano para el cual el envilecimiento no puede ser naturalizado al punto de ser soportado, porque entiende a la experiencia humana abierta a las mil y una posibilidades de experimentación singular o colectiva; algo que este capitalismo niega cada día a millones de personas, porque se perpetúa condenando a millones –como dice Joseph K, el personaje de Franz Kafka en El proceso— a tener que morir como un perro. 

En la apuesta por que las y los hacedores de literatura nos coloquemos “al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo” (hoy ya no decimos el Hombre, sino la humanidad), el legado sartreano cuenta con su mayor vigencia. Las manos sucias, qué duda cabe, nos remontan al dilema del qué hacer concreto del contexto histórico específico que plantea la obra, pero también al nuestro, tensionando entre los principios que buscamos sostener, y la capacidad de ensuciarnos las manos para comprometernos en una empresa real y no imaginaria de transformación social, que siempre es económica pero también política, y por supuesto, subjetiva, cultural.

Ilustración: Juan Puerto