El Mayo argentino de 1969: lucha de calles y batalla de ideas. La cuestión de la subjetividad. Lxs trabajadorxs de la salud mental y el psicoanálsis, lxs escritorxs y el compromiso revolucionario
POR MARIANO PACHECO
Lucha de calles, lucha clases… y batalla de ideas. Las
implicancias de “El Cordobazo” en la discusión librada al interior del
pensamiento crítico de la época. Filosofía, literatura y psicoanálisis en
debate. León Rozitchner y la intersección filosófica entre marxismo y
psicoanálisis: la dimensión de la subjetividad en la lucha revolucionaria, la
problematización en torno a qué implica formar la militancia y las categorías
con las que pensamos la actualidad, la historia y los procesos de cambio;
Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, militancia y escritura en en la búsqueda de
la palabra justa: el debate en torno a la novela, la emergencia del periodismo
de investigación/denuncia/testimonio. La Asociación Psicoanalítica Argentina en
la encrucijada: los psicoanalistas en huelga y la trasmisión extraacadémica del
saber. La revuelta en las ideas. Apuntes para una discusión.
Lucha de calles, lucha de
clases… y batalla de ideas
Los
hechos históricos que pasaron a la historia bajo el nombre de “El Cordobazo”
son por demás conocidos: la CGT había convocado a un Paro Nacional para el 30
de Mayo de 1969, y en Córdoba se decide llevar adelante la huelga desde el día
anterior a las 11 horas, con modalidad “activa”. La alianza entre los
sindicatos de Luz y fuerza –dirigido por Agustín Tosco– y SMATA –cuyo líder era
Epidio Torres– garantizaron la unidad del movimiento obrero local, más allá de
las diferencias ideológicas, políticas, metodológicas. El vínculo estrecho con
la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) y la intervención del Ejército
para intentar calmar las aguas de una protesta inédita –pero que venía con
antecedentes parciales a nivel provincial y nacional– terminan por diseñar un
mapa cuyo rasgo distintivo es el carácter popular de la revuelta.
El
contexto nacional, Latinoamericano e internacional de la rebelión también es
por demás conocido, así que no ahondaremos demasiado, más allá de una simple
enumeración, a modo de “ayuda-memoria”: triunfo de la Revolución Cubana en
enero de 1959; caída del comandante Ernesto Che Guevara en octubre de 1967 en
Bolivia; Masacre de Tlatelolco en octubre de 1968 en México, año en que la
revuelta adquiere un carácter mundial, con epicentro en la lucha de la
comunidad negra en Estados Unidos y de la juventud (obrera y universitaria) en
Francia (emblemático Mayo en París), que suman así a los “países centrales” a
la pelea anti-imperialista mundial, que ya venían librando numerosos pueblos, y
cuyo símbolo más emblemático pasa a ser el Vietcom, quien acaudilla al pueblo
vietnamita que enfrenta a las tropas norteamericanas (luego de haber derrotado
antes a Francia). En una perspectiva más de largo plazo, podemos leer la
coyuntura 68/69, como el momento de mayor desarrollo de un proceso que, de
algún modo, es el que abre el siglo XX: me refiero al triunfo de los
bolcheviques en Rusia en 1917 que abre la secuencia que se sigue con la
rebelión espartaquista en 1919 en Alemania; la Revolución China en 1949; la
derrota de Francia en Argelia en 1961, etcétera.
El
contexto de lucha de clases a nivel mundial tiene en Argentina su especificidad peronista, en la que no nos
meteremos, pero que no puede obviarse a la hora de pensarse los procesos de
radicalización de las luchas del movimiento obrero tras los bombardeos a Plaza
de Mayo que buscaban aniquilar al presidente Juan Domingo Perón, los
fusilamientos llevados adelante por la dictadura (“Revolución libertadora”) y
la proscripción del peronismo, que dan inicio al proceso de resistencia que
incluyó huelgas y sabotajes, accionar de comandos, organización sindical
clandestina, primeras experiencias de guerrilla rural (Uturuncos en 1959; Taco
Ralo en 1968), momentos de tipo insurreccional (toma del frigorífico Lisandro
de la Torre en 1959) y emergencia de “figuras de frontera” entre la experiencia
peronista y las ideas/apuestas socialistas-revolucionarias, como lo fueron John
William Cooke y Alicia Eguren.
Figuras
como las de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, luego del fin de la Segunda
Guerra Mundial, introducen con fuerza –en occidente– la discusión acerca de
cuál iba a ser el compromiso de la intelectualidad crítica respecto de los
proyectos políticos que los distintos pueblos del mundo llebaban adelante
entonces en sus ansias por liberarse. El apoyo de Sartre a las revoluciones en
Cuba y en Argelia dan paso a un cruce fructífero entre tradiciones diversas. En
Argentina, por su parte, la caída del peronismo habilita una relectura del
fenómeno, que muta a pasos agigantados en ese movimiento que va de la gestión
del Estado a la resistencia silvestre.
Para
fines de la década del ´60 el mundo entero es un volcán en erupción, y las
ideas no permanecen ajenas a la lava roja que se esparce por aquí y por allá.
El nido de víboras de la
subjetividad
En
1972 –el mismo año en que Gilles Deleuze y Félix Guattari publican en Francia
el Antiedipo, primer tomo de Capitalismo y Esquizofrenia— León
Rozitchner publica en Argentina su Freud
y los límites del individualismo burgués, libro en el que aborda dos obras
“sociales” del fundador del psicoanálisis (El
malestar en la cultura y Psicopatología
de las masas y análisis del yo), según sus propias palabras, para indagar
“el núcleo de verdad histórica”
que es cada sujeto; trabajo que continuará años después –ya en el exilio–
cuando brinde una serie de conferencias que luego serán publicadas, en 1981,
bajo el título de Freud y el problema
del poder.
Así
como resulta fructífero leer el AntiEdipo en
serie con el “Mayo Francés”, también resulta potente y es altamente
recomendable leer el Freud de
León en serie con el “Mayo Argentino”.
Para
León –que estudió durante años en Francia y conoce bien las jergas europeas– se
trata de volver a determinados clásicos, como son Freud y Marx –también
Clausewitz– pero no para detenerse en elucubraciones de una abstracta verdad
universal, transhistórica, sino para –precisamente– recuperar ese materialismo
presente en los grandes textos de la tradición del pensamiento occidental: la
indagación de una verdad concreta, situada, capaz de transgredir los límites
que la época se empecina en imponer. De allí que la introducción de 1972
advierta sobre el riesgo de dejarse colonizar por las modas de los centros
europeos (“Es allí otra la verdad que se grita y no la nuestra”).
Se
trata, para Rozitchner, de realizar un retorno al sujeto luego del temporal
estructuralista a partir del cual lo impersonal disolvió la responsabilidad
personal (“Dejamos de hablar para ser hablados”). Por eso la Introducción
funciona como una gran provocación a la hegemonía cultural de las izquierdas de
entonces. León, él también –como cancheramente afirmó Louis Althusser– declara
la culpabilidad de su lectura, de su escritura: éste es un libro con sujeto
–afirma Rozitchner–, escrito en primera persona. Una primera persona del
singular que se interroga sobre la eficacia –personal y colectiva– en el ámbito
de la actividad política.
¿Que
qué tiene que ver todo esto con el Cordobazo? Rozitchner lo dejará en claro
desde el primer párrafo de su Freud:
“¿Cómo
justificar, entre nosotros, un libro más? La pregunta no es retórica: ¿es
posible escribir sin pudor otra cosa que no sea sobre la tortura, el asesinato,
la humillación y el despojo cuando el orden de la realidad en que vivimos se
asienta sobre ellos? Y sin embargo es sobre eso de lo que aquí se escribe, es
sobre su fondo lo que aquí pensamos. Pero tampoco se trata de un desplazamiento
de la violencia hacia el campo de los signos. Un libro violento debe sonar a
burla para quien enfrenta realmente la tortura y la muerte. Hay, en toda
expresión literaria, un paso no dado todavía, una distancia que ninguna palabra
podrá superar, porque ese paso existe en un más allá hacia el cual la palabra
apunta; aquel por donde asoma la presencia de la muerte si se osara darlo”.
El
desafío del Freud de León es
claro: se trata de unir lo más individual con lo más colectivo, tal como ya
venía haciendo en intervenciones anteriores, como su texto “La izquierda sin
sujeto” (publicado en la revista La
rosa blindada en 1966) y su ponencia presentada en Cuba –en enero de
1968– en el marco del Congreso Cultural de La Habana.
Obviamente
–como también sucede con la lectura de la obra de Deleuze y Guattari– no puede
entenderse este subrayado de la cuestión de la singularidad sino a la luz de
las discusiones de la época, donde el cuerpo queda muchas veces “sacrificado”
en función de un “ideal”, de una apuesta que lleva por nombre un proyecto
centrado en la terrenalidad pero que no deja de ser una trascendencia (nos
referimos a las versiones dogmáticas del marxismo, no al marxismo en general,
obviamente); a la luz de experiencias históricas del socialismo devenido en
proyecto autoritario de Estado, con lógicas homogeneizadoras y opresivas
(stalinismo). Por eso, de algún modo, hoy se trataría de hacer una lectura en
donde el subrayado esté puesto en el elemento colectivo, más que en el
individual. Pero la operación de poner a Marx –y las apuestas teórico-políticas
de la revolución, sea lo que sea que ello implique hoy– en serie con la
pregunta por las formas de subjetivación, sigue siendo la misma (o al menos, una
muy parecida): “para comprender qué es la cultura popular, qué es la actividad
colectiva, qué significa formar un militante”.
Si
en 1972, para León, se trataba de combatir el “empobrecimiento de la teoría”,
que resaltaba entonces “el momento objetivo de la estructura de producción como
único enemigo”, dejando de lado “el problema de los sujetos por ella
determinados”, hoy –2019– los emprobrecimientos de la teoría viran hacia otras
latitudes, dando por enterrados –por ejemplo– algunos conceptos fundamentales
de la crítica marxista, cuando no se trata directamente de encerrar en un baúl,
bajo cuatro llaves, el conjunto del archivo europeo y el legado
nacional/Latinoamericano, es decir, cuando se trata de enterrar la producción
de conceptos críticos para librar la batalla, también –como insistía Fidel
Castro– en el terreno específico de las ideas.
Lucha
de clases –entonces– en el terreno de la teoría, para deshacer –como insiste
León– las trampas que la burguesía incluyó en nosotros como su eficacia más
profunda. Esa que produce, a su vez, nuestra ineficacia, “a pesar del declarado
intento de destruirla”. El remate de Rozitchner en la Introducción a Freud y los límites del individualismo burgués no
tiene desperdicio; y no puede cobrar tanta relevancia en la actualidad: “¿cómo
pensar efectivamente el tránsito hacia la revolución si hemos sido hechos con
categorías de la burguesía?”.
Aquí,
precisamente aquí, es donde el planteo “Deleuze/Guattari” entra en diálogo con
el marxista desarrollado por Lenin: se trata de asumir, en todas sus
consecuencias, que la batalla por emanciparse del yugo de la
explotación/dominación/opresión (de clase/género/raza) es simultáneamente una
lucha económica y política, pero también de ideas (y afectos). Es decir, que no
alcanza con la organización social de base, la disputa política por los modos
de organizar la sociedad, sino que además es necesario crear los propios
conceptos desde los cuales criticar el orden del capital, y pensar el propio
proceso de transformación.
***
“´El
Cordobazo´ marcó un antes y un después en la Salud Mental. A partir de ese
momento se transformaron las luchas ideológicas y teóricas. La política tomó el
centro de la escena. Fue el fin de una época y el inicio de otra”, relatan
Enrique Carpintero y Alejandro Vainer en el primer tomo de Las huellas de la memoria. Psicoanálisis y salud
mental en la Argentina de los ´60 y ‘70, libro en el que destacan que la
denominación misma de Trabajadores de la Salud Mental (TSM) es uno de los
emergentes de la rebelión protagonizada por el pueblo de Córdoba el 29 y 30 de
Mayo de 1969.
Para
entonces, Buenos Aires ya llevaba una larga década de transformaciones
socio-culturales. En 1957, de la mano de ciertos aires “desarrollistas” típicos
de esos años, se fundan al interior de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires (UBA) las carreras de Psicología (cuyo antecedente
se había producido dos años antes en Rosario) y Sociología (tiempo después se
abrirán, también, las carreras de Antropología y Artes). “La Facultad de
Filosofía y Letras, como en los años ´20, volvió a ocupar un lugar central en
el mundo intelectual”, cuentan Vainer y Carpintero, a la vez que destacan que
entonces, dicha casa de estudios estaba situada sobre la calle Viamonte (luego
trasladada a Púan), zona donde por otra parte funcionaban las oficinas de la
revista Sur, la librería “Verbum”
y algunos bares en los que se congregaban estudiantes (y en donde también,
tiempo después, se instalaría el Instituto Di Tella); años –aquellos que de algún
modo daban inicio a la década del ´60– en los que funcionaban revistas como Contorno (que venía saliendo desde
1953 pero que da un importante giro tras la caída del peronismo) y El grillo de papel (1957/1960). Por
otra parte, a inicios de 1958 se funda el Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET).
Para
entonces, el joven Oscar Masotta –lúcido lector de Karl Marx y Jean Paul Sartre
que provenía de la revista Contorno—
se topa –vía Enrique Pichón Riviére– con la teoría de Lacan, autor que empieza
a trabajar, de manera autodidacta, hasta que en 1964 participa en unas jornadas
realizadas en la Escuela de Psiquiatría Social –fundada por Pichón–
interviniendo con una ponencia titulada “Jacques Lacan o el inconsciente en los
fundamentos de la filosofía”, texto que será publicado al año siguiente en Pasado y Presente, la revista fundada por
José María Aricó y Juan Carlos Portantiero tras romper con el Partido
Comunista. Es el inicio de la introducción de la teoría lacaniana en el país, y
el comienzo del fin de la hegemonía médica en el ámbito del psicoanálisis. Nuestros años sesenta se cierran de
algún modo en Mayo de 1969, momento en que Masotta se encuentra preparando sus
Seminarios sobre Lacan, que dictará entre julio y agosto en el Di Tella (luego
compilados en el libro titulado Introducción
a la lectura de Jacques Lacan).
La
intersección entre filosofía, psicoanálisis y política está entonces en su
momento más fructífero. Y El Cordobazo no es un hecho ajeno a este proceso. El
28 de mayo de 1969, de hecho, la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA)
–adherida a la Asociación Psicoanalítica Internacional fundada por Sigmund
Freud en 1910– emite una declaración, a través de su Comisión Directiva, en la
que alerta “a los poderes públicos” por la situación que atraviesa el país,
signada por una “represión violenta e indiscriminada que ya ha costado vidas”.
La APA declara para el día siguiente la única huelga de su historia, que
coincide con El Cordobazo. De allí la importancia de destacar aquello que
recuerdan Carpintero y Vainer, a saber: que a partir de la rebelión en Córdoba,
el compromiso político pasa a ser el eje de todas las discusiones (algo similar
veremos a continuación que sucede también en el ámbito de la literatura). Para
muchos ya no se podía seguir solamente encerrados en la práctica profesional
(especificidad que de todos modos tenía momentos más que interesantes, como la
experiencia desarrollada en el Hospital Lanús desde los años cincuenta en el
marco del Servicio de Psicopatología, bajo la dirección de Mauricio
Goldemberg). Y la conclusión es evidente: los Trabajadores de la Salud Mental,
“tenían que aportar de alguna manera al cambio social”.
En busca de la palabra
justa
“Los
hechos producidos en Córdoba y en Rosario proveen a la novela un nuevo centro
de verdad… Los hechos son los que importan en estos días. Pero más que
escribirlos, hay que producirlos”, anota Rodolfo Walsh en su diario, el día 6
de junio de 1969. Si uno lee Ese hombre
y otros papeles personales –el diario, entrevistas, extractos de
textos de Walsh compilados por Daniel Link– encontrará parte de las discusiones
de la intelectualidad de la época expresadas en una suerte de desgarramiento
por el que atraviesa el propio cuerpo del autor de Operación
masacre. Algo he tratado ya en el libro Cabecita
negra. Ensayos sobre literatura y peronismo, donde le dedico un extenso
capítulo al autor de “Esa mujer”, pero no quisiera dejar de subrayar aquí ese
itinerario de autoreflexión y de discusiones con sus pares.
En
enero de 1969 Walsh abre las anotaciones de su diario con unas reflexiones
sobre el vínculo entre literatura y militancia:
“Ahora
mismo fantaseo que la novela es el último avatar de mi personalidad burguesa,
al mismo tiempo que el propio género es la última forma del arte burgués, en
transición a otra etapa en que lo documental recupera su primacía”.
La
misma idea repetirá Walsh en la ya hoy famosa entrevista que le hace Ricardo
Piglia tiempo después. Para entonces Walsh ya se ha politizado e ingresado a la
militancia de la mano de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). Pasó de ser ese
periodista curioso y solitario, interesado por los cuentos policiales, el
ajedrez y las traducciones –de la época de Operación
masacre— a ser el director del periódico CGT, ese
moderno y audaz experimento político-periodístico lanzado por la combativa CGT
de los Argentinos dirigida por el gráfico Raymundo Ongaro. Dirigente sindical
con quien Walsh discute, y se lamenta –en su diario– por la posición que éste
tiene respecto de la literatura, y por cómo entiende su relación con el mundo
obrero. Aunque asume que las críticas que le hace Raymundo contienen un núcleo
de verdad. El centro del debate gira en torno a las posibilidades (o no) de
escribir literatura para los
obreros y no para los burgueses. ¿Pero qué ejercicio narrativo implicaría eso?
Walsh asume que sus “guiños al lector culto” fastidian al dirigente sindical,
pero también le critica a éste que piense que la literatura para obreros sean
los best-sellers y los textos
que se construyen desde una narrativa “fácil” que subestima al lector (“debe
ser posible, sin embargo, escribir para ellos”).
En
el periódico CGT Walsh
dirige, piensa la prensa (lee los escritos de Lenin sobre el tema) en sus
múltiples aspectos: formas de redacción, contenidos, tipo de diagramación,
esquema de distribución, modos de devolución de qué piensan los lectores
(fundamentalmente obreros) de aquello que están haciendo. Allí también publica
una serie de notas que luego será reunidas en el libro titulado ¿Quién mató a Rosendo?, que cierra la
trilogía abierta por sus textos sobre los fusilamientos de 1956 y que continúa
con El caso Satanowsky (donde
indaga sobre los vínculos entre las servicios d einteligencia y el periodismo).
Pero
también el Walsh de fines de los ´60 es el que regresó de Cuba (donde participó
activamente de la experiencia de la Agencia Prensa Latina) y lejos de ingresar
de inmediato a una organización revolucionaria, se puso a escribir cuentos (hoy
por hoy obras maestras de la literatura nacional), por los cuales fue premiado,
reconocido en la República de las Letras y, por lo tanto, también exigido por
sus lógicas (“¡Que escriba una novela para demostrar que es un gran escritor!”,
se dice, paradójicamente, en el país donde su figura literaria central es Jorge
Luis Borges, escritor reconocido internacionalmente, traducido a varios
idiomas… ¡Quien nunca escribió una novela!).
Desde
esa tensión hay que poder leer su diario, y sobre todo, las anotaciones de
1969. Walsh comenta –como hemos visto– que se resiste a escribir la novela por
motivos político-ideológicos. Pero también remata sus reflexiones subrayando:
“Pero tampoco estoy seguro de esto, que puede ser una excusa para mi momentáneo
fracaso”.
La
tensión pasa por entender que también las formas de escritura son susceptibles
de cambios, si el mundo se transforma. Comenta Walsh en una entrevista que sale
publicada en la revista Siete
días en junio de ese año del Cordobazo:
“En
este momento vivo en un movimiento oscilante entre el periodismo de acción, que
me exige estar en la calle, escribir con grandes apuros y terminar, tal vez, un
capítulo o dos en un día, y el repliegue para escribir ficción”.
Está
claro que en Walsh, como en gran parte de los escritores en ese momento, el
periodismo opera en las líneas exteriores y la literatura en las interiores,
cada una con sus lógicas y sus ritmos, sus temporalidades
(vanguardia/retaguardia). “Una novela sería algo así como una representación de
los hechos, y yo prefiero su simple presentación”, comenta en la mencionada
entrevista. Y un mes después escribe en su diario: “comprendí que había
renunciado a escribir, por lo menos en la forma en que me había acostumbrado a
pensar que lo haría”.
***
“Empuñé
un arma porque busco la palabra justa”, escribió alguna vez Francisco “Paco”
Urondo, poeta, escritor, guionista, dramaturgo, quien confluiría con Walsh en
Montoneros una vez que la organización a la que pertenecía, las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (FAR), se fusionara con aquella, y también se adhirieran al
mismo nombre los Descamisados y una parte de las FAP.
Después
del Cordobazo, y de una reflexión profunda respecto del rol de la guerrilla
urbana en países como Argentina, Uruguay y Chile, la opción de la lucha armada
fue muy palpable para muchos escritores. Otros, sin ingresar en las filas de
las fuerzas que confrontaban también en el plano militar, mantuvieron asimismo
su activismo en el marco de distintas revistas y organizaciones políticas de
izquierda. De allí que prácticamente ningún escritor contestatario se
mantuviera al margen de estas discusiones.
Parte
de estos debates (crisis de la novela; primacía de lo testimonial en la
escritura; preponderancia del elemento documental) quedaron registrados en una
breve nota que, bajo el nombre de “Escritura y acción”, Urondo publicó en La opinión literaria, en agosto de 1971.
Allí recopila las opiniones de importantes escritores, como Haroldo Conti,
David Viñas, Nicolás Casullo, Germán García, Miguel Briante, Manuel Puig,
Alicia Steimberg y Jorge Carnevale.
Urondo
destaca la importancia de esta discusión en países en donde “el pasaje de un
tipo de sociedad a otra pareciera inevitable”. Y cita los testimonios de los
distintos entrevistados.
Puig
plantea que, por el hecho de que una novela lleve tanto tiempo de elaboración,
conduce a que, “cuando uno la termina, la realidad del país ha cambiado
totalmente en relación con lo que era cuando se inició el trabajo”. Conti, por
su parte, destaca que la presión de los hechos parece conducir a los escritores
hacia una literatura de testimonio. “Por ese lado podría buscarse una salida a
la crisis de la narrativa”, comenta. Y agrega: “en este momento, quizás lo que
tenga vigencia sea una novela de tipo testimonial; hay que buscar formas más
vitales, más rápidas; por ejemplo, haciendo cine, uno siente que está en el
mundo”. “Si escribir supone una actitud lúcida con respecto a la realidad, está
bastante claro que la realidad lleva a sentir la necesidad de reaccionar
políticamente y descubrir que la novela no es una de las armas más eficaces
para la acción”, expresa Briante, quien agrega: “una novela no es una
ametralladora”. García caracteriza la época como de “crisis en la forma
tradicional de leer novela” y relaciona dicha crisis con el momento político,
donde –dice– “la lectura de la realidad pasa por otro tipo de textos:
ensayística, economía, política, etcétera”. Para Casullo, el escritor debería
asumir “otro tipo de escritura”, o al menos, “no la escritura de ficción solamente”.
“Pero en este momento, el escritor que asume la participación en el proyecto de
cambio social debe encontrar los espacios de la palabra escrita más eficaces
para colaborar en ese proyecto”, remata. Carnevale insiste en que, para el
escritor con aspiración política, “la solución de la dicotomía entre literatura
y política puede darse en el pasaje de la tarea individual y reconocida, la
tarea de propiedad privada, a una tarea anónima colectiva; en última instancia,
clandestina”. Steimberg (finalista del premio Monte Ávila de ese año), subraya
el “llamado de afuera” que dice sentir: “necesitaría dejarme penetrar por los
hechos”. Viñas, finalmente, se refiere a ese tiempo como un momento “en que el
héroe es cuestionado”, tanto en la política como en la literatura, y concluye
en que, por lo tanto, hay “algunas ventajas” en los colectivos de trabajo,
donde no hay “roles fijos, cristalizados”, porque el que manda rota.
Como
puede verse, tras el Cordobazo, no fue sólo la estrategia política general la
que entró en debate en el campo intelectual, sino también las estrategias
concretas que cada quien se debería dar en el terreno específico en el que
intervenía (o dejaría de intervenir, llegado el caso).
Violentar el pensamiento
No
se trata de idolatrar el pasado, de caer el el gesto nostalgioso de adoración
de tiempos pretéritos. Ni de hacer ejercicios contrafácticos, ni tampoco
renunciar a la intervención presente en nombre de un desencanto que no puede
ser otro si se compara la era del realismo capitalista contemporáneo con los
momentos de mayor avance de las luchas de clases a nivel internacional. Si algo
enseñan el mejor psicoanálisis (los momentos más lúcidos de producción del
Profesor Freud) y el mejor marxismo (con momentos de creatividad extrema como lo
son las Tesis sobre el concepto de
historia de Walter Benjamin) es que desde una perspectiva
revolucionaria no se puede medir y entender el tiempo de la misma forma en que
lo hace la burguesía. De lo que se trata, entonces, es de medirnos, aquí y
ahora, con la época, y apostar por cambiar –insistimos– todo lo que deba ser
cambiado.
Si
hay un legado que nos deja el “69 Argentino” (y el 68 mundial) es precisamente
el de recuperar la audacia, no sólo para la acción, sino también para el
pensamiento.
Ya
no se trata de dilucidar hoy si lo que hay que hacer es comprender el mundo o
transformarlo, sino que la apuesta por cambiarlo todo implica comprender para
transformar, transformar para comprender. Hay que diagnosticar e intervenir
(tratar) sobre el fondo de un mundo que no deja de enfermar, de producir dolor
en los demás.
Violentar el pensamiento, diríamos un poco
parafraseando el título del libro que José Luis Pardo le dedicó a Deleuze,
implica hoy también ejercer la crítica a los modos burocráticos del saber, a
los apologistas del solipsismo y los onanistas que pretenden monopolizar el
quehacer intelectual.
Ya
no se trata, entonces, sólo de dar vuelta la tortilla, sino de voltear lo dado
pero no para realizar una simple inversión, sino para revolver, para ejercer la
revuelta (“punto en el que una cosa se desvía, cambiando de dirección”, según
la tercera acepción de la palabra que aparece en el Pequeño
Larousse Ilustrado).
Sólo
así podremos quebrar la hegemonía de la época, la que se sostiene en el mito de
los consensos democráticos. Sólo así podremos violentar las ideas,
insurreccionar el pensamiento, y hacer de “El Cordobazo” un legado activo para
los tiempos por venir.