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miércoles, 31 de enero de 2024

Saer: discusión sobre el término zona

 


Lugar: Un restaurant de nombre «El dorado», del otro lado del puente colgante, sobre el camino de la costa; en rigor, un cubículo desparejo de lata, dividido en dos por un tabique de madera, con una galería de madera que da sobre el camino y un patio trasero lleno de árboles, separado del río por una baranda de troncos. Después de la baranda viene un declive abrupto, la barranca, y en seguida el río. En la otra orilla, casas elevadas sobre pilares de madera dan sus fachadas frágiles al agua.

 

Época: Un día de febrero de 1967, a las dos de la tarde.

 

Temperatura: Treinta y siete grados a la sombra.

 

Protagonistas: Lalo Lescano, y Pichón Garay. Han nacido el mismo día del mismo año, 1940, pero mientras que miembros de la familia Garay sostienen descender del fundador de la ciudad, Juan de Garay, el día en que Lalo Lescano nació unas vecinas tuvieron que hacer una colecta para mandar a la madre de Lalo al hospital ya que su padre, que era mozo en un restaurant, se demoró muchas horas antes de volver a su casa, se supone que en las carreras de caballos.

 

Circunstancia: Comida de despedida, porque Garay saldrá dentro de unos meses para Europa, donde se quedará a vivir unos años.

 


La discusión comienza cuando Garay dice que va a extrañar y que un hombre debe ser siempre fiel a una región, a una zona. Garay habla mirando hacia el agua —están sentados a una mesa defendida del sol por la sombra de los árboles— mientras amasa con el índice y el pulgar un pedazo de papel de diario, que ha servido de envoltorio a los pescados a la parrilla. Ni Lescano ni Garay son sibaritas, pero van a ese restaurant (ninguno de los dos lo confiesa), porque saben que años atrás lo frecuentaban Higinio Gómez, César Rey, Marcos Rosemberg, Jorge Washington Noriega y otros que pasaban por ser la vanguardia literaria de la ciudad. Cuando el pedacito de papel está bien amasado, Garay lo tira en dirección al río, sin cuidarse de mirar dónde cae. Lescano sigue la trayectoria de la bolita gris con la mirada, y dice entonces que no hay regiones, o que es más bien difícil precisar el límite de una región. Y explica: ¿Dónde empieza la costa? En ninguna parte. No hay ningún punto preciso en el que se pueda decir que empiece la costa. Pongamos por ejemplo dos regiones: la pampa gringa y la costa. Son regiones imaginarias. ¿Hay algún límite entre ellas, un límite real, aparte del que los manuales de geografía han inventado para manejarse más cómodamente? Ninguno. Él, Lescano, está dispuesto a admitir ciertos hechos: la tierra es diferente, tiene otro color, y en tanto que en la pampa gringa se siembran trigo, lino, alfalfa, en la costa, en cambio, pareciera que la tierra es más apta para el arroz, el algodón, el tabaco. Pero ¿cuál es el punto preciso en que se deja de sembrar trigo y se empieza a sembrar algodón? Étnicamente, la pampa gringa está compuesta más bien por extranjeros, italianos sobre todo, en tanto que en la costa predominan las familias criollas. ¿Pero acaso no hay italianos en la costa y criollos en la pampa gringa? La pampa gringa es más fuerte desde el punto de vista económico, y sabemos con precisión que mientras que ella está más cerca de Córdoba, la costa en cambio limita con Entre Ríos y con Corrientes. Todo esto supone un principio de diferenciación, admitido. Pero ¿no existe también la posibilidad de definir la pampa gringa como una costa que está más lejos de Entre Ríos (la parte de la costa más alejada de Entre Ríos, digamos), una costa en la que por las características de la tierra se siembra más trigo que algodón? Yo admitiría que se trata de una región diferente si hubiese la posibilidad de marcar un límite con precisión, pero esa posibilidad no existe. La proximidad del río no es un buen argumento, porque hay partes de la costa que no están en la proximidad del río, y se las llama sin embargo la costa. No hay ningún límite preciso: el último arrozal está ya en el interior de los campos de trigo, o viceversa. Pongamos, si te parece, otro ejemplo: la ciudad. ¿Dónde termina el centro y dónde empiezan los arrabales? La línea divisoria es convencional. El boulevard Gálvez, digamos. Pero cualquiera de nosotros sabe muy bien, porque ha nacido aquí y ha vivido aquí y conoce por lo tanto la ciudad de memoria, que al norte del boulevard Gálvez hay muchísimas cosas que podrían estar, tranquilamente, en el centro: casas de varios pisos, monoblocs, negocios, buenas familias. Y la ciudad ¿dónde termina? No en la caminera, porque la gente que vive más allá de la caminera dice, cuando le preguntan dónde vive, que vive en la ciudad. Por lo tanto, no hay zonas. No entiendo, termina Lescano, cómo se puede ser fiel a una región, si no hay regiones.

 

No comparto, dice Garay.

 

martes, 30 de enero de 2024

Truman Capote por Ricardo Piglia

Otras fotos, otras guitarras


Incluido en el libro Escritores norteamericanos

 

En 1948, la foto de un adolescente lánguido, de sonrisa blanda y chaleco bataraz, delicadamente reclinado sobre un diván, los ojos casi borroneados por un mechón de pelo rubio, servía —más que para anunciar una novela-para horrorizar puritanos a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.

El joven que enfrentaba tan cómodamente la cámara, aún no había cumplido los 24 años, pero ya era famoso: autor de una esplendida novela, ganador (a los 18 y 19 años) del premio O. Henry el mejor cuento del año, el mundito literario de Nueva York se disputaba su presencia con el mismo fervor con el que las revistas le pagaban sus cuentos. Nacido en el Sur, escribía desde los 15 años, se llamaba Truman Capote y estaba contento: “Soy un Paganini semántico. Toda mi vida supe que podía tomar un puñado de palabras y que al tirarlas al aire descenderían en el sitio apropiado”.

Cuando, vestido con su mejor traje pero en pantuflas, se lo dijo a Miss Wood, su vieja profesora de retórica inglesa que lo miraba embelesada, ninguno de los dos sospechaba que iban a pasar casi veinte años, antes de que pudiera volver a probarlo.

Porque después de este comienzo deslumbrante (1948: Otras voces, otros ámbitos; 1949: sus cuentos, reunidos en el volumen Un árbol nocturno) su obra, esperada con fuegos de artificio y premoniciones venturosas, empezó de golpe a crecer con desgano y sin esplendor. Su siguiente obra de ficción la publico recién en 1958 (dos novelas cortas: Desayuno en Tiffany y El arpa de pasto).

El niño prodigio se había empacado. Nacido para suceder a Faulkner, no le disculparon la pedantería de negarse a obedecerlos. El culpable pareció ser el jovencito díscolo: todos (hasta el mismo Capote, a ratos) arremetieron contra él. Primero se habían deslumbrado con su desparpajo; traicionados, pedían lecciones de humildad: Capote les respondía con lucidez: “La tragedia de los escritores norteamericanos es que se queman por no arriesgar, por reincidir en lo que les salió bien. No tienen una segunda oportunidad”.

A primera vista parece una disculpa: A sangre fría (1966) demuestra que no lo era.

Se trataba de su segunda oportunidad: encontrarla le llevo la mitad de su vida. “Fue durísimo, uno se acostumbra tanto a capitular”.

Todos pensaron que la había conquistado a cambio de sí mismo: costaba reconocer en ese hombre gastado y semi calvo al luminoso adolescente del mechón rubio. Sin embargo no lo habían aplastado del todo: se lo adivinaba en esa mirada socarrona que iluminaba su rostro mofletudo, en su orgullosa seguridad.

Se había jugado el todo por el todo, pero había sobrevivido y lo sabía:

No envidio a ningún escritor norteamericano viviente. Pude haber escrito tres novelas en el tiempo que me tomo hacer este libro y las hubiera escrito mejor que cualquiera de ellos. Necesite toda mi imaginación y el coraje del mundo para lanzarme a la aventura.

A Sangre Fría es un reencuentro: fiel a sí mismo Capote ha revolucionado la novela moderna, ha inaugurado la non-fiction pero, sobre todo, ha rescatado lo mejor del universo de sus primeras narraciones: lo ha endurecido y concentrado, pero sin traicionarlo. La inocencia perdida y la culpa siguen siendo las leyes que tejen los símbolos mas profundos de sus obras: en la investigación periodística o en el ritmo tumultuoso de su prosa mórbida y barroca, la historia es siempre la misma: la gratuita eficacia de Perry Smith y Richard Hickok, destroza la bucólica paz de Holcolm; o la cautivante perversidad con que Miriam desbarata el orden prolijo y aséptico de Mrs. Milles, esconden una sola lección: lo que intenta Capote (y con esto se liga a la mejor tradición de la narrativa norteamericana desde Melville a Faulkner) es construir (o descubrir) mitos; iluminar y no copiar la realidad. Por eso, después el crimen, el mundo de Holcomb parece inventado por Capote: esos hombres y esas mujeres que han conocido el Mal y han perdido la inocencia, que han sido expulsados del Paraíso a un mundo de luces perpetuamente encendidas y cerrojos corridos, de terror y recelo, son un símbolo (como lo era Otras voces, otros ámbitos, como lo fueron sus mejores cuentos), un nuevo mito erigido para demostrar que la realidad es siempre más compleja, que en el orden más reconocido y manso se ocultan rincones en los que, al tantear confiadamente, sentimos bullir una araña contra la palma de la mano. Y que cualquier noche, al darnos vuelta en la cama podemos encontrar la mirada loca de ese hombre de cara “compuesta de pedazos mal encajados” y piernas deformadas que nos mira desde el cañon de una escopeta gatillada.

Es esa fidelidad secreta y honda al eje de su obra lo que nos permite presentar esta Guitarra de Diamantes como una metáfora de esa otra, desvastada, brutalmente tallada a navaja, que Perry Smith arrastraba como a un pedazo entrañable de sí mismo, a lo largo de los inhóspitos caminos de Kansas. Porque las dos son -en el fondo- una cifra, una prueba de la fidelidad y la aventura que definen la (admirable) obra narrativa de Truman Capote.

 

viernes, 26 de enero de 2024

Alicia Eguren: heroína del peronismo revolucionario

 


Un día como hoy, 26 de enero, pero en 1977, Alicia Eguren era secuestrada por una “patota” de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) para convertirse en otro de los emblemas que se nuclean bajo el número símbolo de 30.000. Luego de un paso por el Centro Clandestino de Detención la poeta y militante del peronismo revolucionario fue asesinada en uno de los siniestros “vuelos de la muerte” implementados por la dictadura que llevó adelante el plan sistemático del terrorismo de Estado.

 

Alicia fue una militante, conocida por su activismo sobre todo en la Resistencia Peronista, y por haber unido su vida, desde 1955, a John William Cooke, en aquello que Mabel Bellucci caracterizó como la prefiguración de “un modelo de pareja activista”.

Eguren también había estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras, de donde egresó como profesora de Literatura. Luego ejerció la docencia y durante el primer gobierno peronista escribió y publicó cinco libros de poemas: Dios y el mundoEl canto de la tierra inicialPoemas del siglo XXAquí, entre magias y espigas El talud descuajado. También publicó algunos ensayos y editó la revista Nombre, primero, y después Sexto continente, una revista de ideas nacionalistas donde publicaron desde hombres de la más tradicional derecha argentina hasta forjistas como Raúl Scalabrini Ortiz.  De aquellos años data el “cabecitas negras”, rescatado del olvido por Gito Minore, quien en 2011 lo incluyó en el libro “Poetas depuestos”, poema que reproduzco en mi libro “Cabecita negra. Ensayos sobre literatura y peronismo”, publicado en 2016 (ambos por editorial Punto de Encuentro).


En 2023 Colihue publicó sus “Escritos”, un extenso libro compilando cartas, artículos y otros textos. En 2022, la misma editorial había publicado “Alicia en el país. Apuntes sobre Alicia Eguren y su tiempo”, biografía del ensayista, historiador e intelectual militante Miguel Mazzeo en la que se destaca que pocas mujeres, como ella, lograron en la historia argentina traspasar “los límites de la femineidad hegemónica de su tiempo”, y que por eso puede detectarse en su figura una suerte de “feminismo práctico”, legado de los cuerpos en acción”.

jueves, 25 de enero de 2024

Primer paro general contra el gobierno de Milei

 

24-E: una variopinta manifestación popular


Por Mariano Pacheco (Revista Zoom)


Empobrecimiento social + autoritarismo político + desintegración comunitaria, el tríptico con el que el gobierno de la Libertad Avanza busca llevar adelante en democracia un verdadero Proceso de Reorganización Nacional. Las centrales sindicales, los movimientos populares, y el entramado de una sociedad en movimiento que busca frenar esta ofensiva contra las grandes mayorías combinando una fuerza que se exprese en el parlamento, en los medios de comunicación y –sobre todo– en las calles. La importancia del primer paro general con movilización al gobierno de Javier Milei, a un mes y medio de su asunción.

Pasados apenas diez minutos de la una del mediodía toda la zona del Congreso se torna intransitable. Del lateral derecho, del lado del Cine Gaumont, las organizaciones de la economía popular. Más hacia el centro los partidos de izquierda y del otro lateral, adelante del escenario y, sobre todo, por Avenida de Mayo y hasta la 9 de Julio, obreros, empleados, trabajadores y trabajadoras de múltiples oficios, encolumnados con sus sindicatos.

No sólo la plaza colmada, como después pudo verse en las imágenes captadas por algún dron, sino todas las calles de alrededor del Congreso son un hervidero al mediodía: Rivadavia, Bartolomé Mitre, Paraná, Uruguay, del lado norte, Yrigoyen, Sáenz Peña, Alsina, Santiago del Estero, del lado sur: por todas las calles van y vienen personas en ambas direcciones. Algunas llegan, otras se van, unas cuántas buscan algún lugar para ir al baño, un kiosco o supermercado abierto para comprar algo fresco de tomar o un rincón de sombra para descansar un rato, teniendo en cuenta los más de 30 grados de sensación térmica que hace en la ciudad. Pasan columnas de jóvenes, de asambleas vecinales, de artistas, de activistas de la diversidad sexual. Padres, madres e hijos, hijas, abuelos y nietos, grupos de amigues y hasta personas que, solas, sostienen alguna pancarta en la plaza o en sus calles adyacentes, conforman así un variopinto contenido popular a la movilización convocada por las centrales sindicales, en las que el grueso de las columnas son de trabajadores y trabajadoras agremiados. El sindicato de la carne coloca una bolsa enorme de consorcio sobre el techo de un auto y quienes pasan caminando son invitados a llevarse un choripán. Suenan bombos, redoblantes y trompetas y una multitud se sintetiza en la consigna “La patria no se vende”.

La policía, concentrada en las avenidas 9 de Julio y Entre Ríos, obsesionada con hacer cumplir el “protocolo”, permanece en toda esta zona contigua a la plaza Congreso replegada en las veredas, mientras la multitud ocupa las calles.

Las columnas finalmente se repliegan en orden y en paz, tras el cierre del acto, en los que la dirigencia sindical, de la mano de Héctor Daer y Pablo Moyano, hace un llamado a la dirigencia política –sobre todo peronista– a no claudicar, a no dejar pasar este atropello institucional contra el pueblo impulsado por el Ejecutivo.

 

¿Una nueva etapa?

¿Abre este paro general con movilización? ¿Qué cierra? ¿Qué puede una huelga en tiempos en los que más de la mitad de quienes viven de su trabajo no realizan sus actividades bajo convenios colectivos, no tienen delegados, no los representa ninguna entidad sindical? No entraremos aquí en el debate de si fue correcto o no garantizar el transporte público para que, quienes quisieran, pudieran asistir a la movilización (en el Congreso de la nación para quienes habitan en AMBA, esa palabrita que nos quedó de la pandemia y que indica la concentración poblacional más numerosa del país). Lo cierto es que, a diferencia de otras épocas, en que se medía en la conversación pública cuánta masa laboral se adhería a la huelga, hoy el foco está puesto en la cantidad de gente movilizada, y en la apuesta del gobierno por restringir la protesta, criminalizarla, condenarla a través de la estigmatización de sus dirigentes.

Les guste o no no les gusta, por más que finjan demencia– a un mes y medio de su asunción, Javier Milei/ Victoria Villarruel/ Patricia Bullrich, enfrentan el primer paro general, del que son parte todas las organizaciones sindicales del país. ¿Qué cierra entonces esta jornada? Cierra el ensueño de pensar que a un gobierno que ganó un ballotage con el 56% de los votos, pero que desde el vamos dejó en claro que venía a realizar reformas regresivas de manera profunda y veloz, se le puede dar el tiempo de que ponga en marcha su plan, sin que el 44% restante de la población le obstaculice sus intenciones sólo por el hecho de que llegó al poder por la vía electoral. ¿Qué abre? La conformación de una amplio bloque de fuerzas sociales, conducido por las organizaciones sindicales (centralmente la CGT, pero que tiende puentes hacia las dos CTA y las organizaciones de la economía popular), que marcan el ritmo de la discusión parlamentaria, al menos puertas adentro del peronismo, que más allá de su crisis de conducción y los riesgos de “balcanización” que acarrea, sigue siendo el espacio político-institucional, la memoria social mayoritaria que puede reencarrilar a futuro los destinos del país en una orientación que busque conquistar mayor justicia social y ampliar los márgenes de soberanía nacional.

Al cierre de esta nota se confirma que el tratamiento en el Congreso de la Ley ómnibus se pospondrá por unos días. También que los diputados nacionales por el “peronismo tucumano” conformaron un nuevo bloque, dando a entender que votarán junto al oficialismo.

Mientras tanto, sectores del radicalismo y otras fuerzas que no son ni oficialistas ni peronistas navegan en un mar de dudas que dejan abierto el escenario de qué pueda pasar en los próximos días. En este contexto, el gobierno nacional, con su presidente Javier Milei a la cabeza, parece querer mostrarse públicamente como impolutos ante la protesta en las calles. Pero más allá de que en su mirada tecnocrática del poder, “la gente” no vota en el parlamento (y que consideren que en donde sí votan en las urnas– ya lo hizo en noviembre pasado para validar este proyecto), lo que no tiene en cuenta este personaje de redes sociales y presuntos saberes académicos es que el rumor de la calle suele transformar el humor social más rápido de lo que tantas veces los gobernantes han calculado o quisieran, y que ese bullicio hace también tambalear muchas posiciones de quienes sí levantan la mano en ambas cámaras, porque al menos desde 2001 saben que el descontento suele llegar hasta las puertas mismas de los despachos de Senadores y Diputados.

Frente a esto parece quedar claro que la salida a la encerrona de desigualdad y dependencia no puede ser corporativa (económico-social), sino que debe ser política. Dicho de otro modo: hay que derrotar el DNU y esforzarse por bloquear la Ley ómnibus.

Pero no hay política popular, con una perspectiva plebeya en Argentina, si no es capaz de recrear una nueva columna vertebral.

Una salida política, entonces, que desde hoy tiene claras condiciones de sustentarse en la movilización del Movimiento Obrero Organizado, los Movimientos Populares de matriz territorial-comunitaria y el bloque de alianzas que se pueda gestar con artistas, profesionales, inquilinos, activismos ambientales, feministas, de la diversidad, estudiantes, colectivos culturales, escritores y editores y todos aquellos que se vean afectados en esta coyuntura por el programa de gobierno, que busca consolidar el modelo de país que tiene su linaje en Martínez de Hoz, Cavallo-Menem-De La Rúa, Macri... Proyecto que en Argentina expresa este nuevo fenómeno de libertarismo reaccionario, pero que no es ajeno del avance de las derechas en distintas latitudes. Seguramente por eso el paro fue acompañado por diversas manifestaciones en distintos puntos de Nuestra América y Europa: Santiago de Chile, Caracas, Montevideo, Berlín, Barcelona, Bélgica, Roma, Bruselas, París, Toulouse, que junto con las movilizaciones y concentraciones que también se realizaron en las principales capitales de provincias de nuestro país, muestran que hay condiciones para no regalar la Argentina a las empresas multinacionales que viene por sus recursos, como en otros sitios ya ha sucedido, y como pretenden que acontezca en gran parte del mundo.

Como en tantas otras coyunturas, también ahora la lucha es nacional, latinoamericana e internacional. Y en ese orden. De allí la importancia del paro y movilización de este 24 de enero. Y de la solidaridad que suscitó a nivel latinoamericano y mundial.

 

 

martes, 23 de enero de 2024

Sartre: ¡viva la libertad, esclavos!


Por Mariano Pacheco

(Perfil Cultura)

 

 

“Libertad, igualdad y fraternidad” fueron las palabras claves de la Revolución francesa de 1789; “Tierra y libertad” las banderas que guiaron la Revolución Mexicana de 1910; una “Patria Libre, Justa y Soberana” el tríptico que dio nacimiento al peronismo en Argentina. Hoy la libertad vuelve a ser un término en los debates y conversaciones públicas en este país, que supo a través de la editorial Losada, durante décadas, rescatar la obra de Jean Paul Sartre, el autor que luego del fin de la Segunda Guerra Mundial (1945), junto a su compañera Simone de Beauvoir, puso a la libertad en el centro de la escena de la producción filosófica y literaria, no sólo de Francia, de Europa, sino de muchos rincones del mundo. Varias generaciones de escritores se vieron atravesados por la conmoción existencialista. Y no era para menos, ya que el prolífico Sartre tiene en su haber una obra que abarca un libro de cuentos (El muro), cuatro novelas (La náusea y tres volúmenes de Los caminos de la libertad), al menos dos tratados filosóficos que marcaron el siglo XX (el voluminoso El ser y la nada y los dos tomos de Crítica de la razón dialéctica), otros dos libros que hicieron lo suyo con la crítica literaria (el extenso San Genet, comediante y mártir y el desmedido El idiota de la familia) y decenas de obras de teatro y miles de artículos y entrevistas publicadas, muchas, muchos, bajo el nombre de Situations.


“Jamás fuimos tan libres como durante la ocupación alemana”. La frase es muy conocida y supo desatar cierto escándalo, ya que en su texto titulado “La república del silencio” hacía de la libertad su concepto-bastión incluso en medio de las condiciones más desfavorables, como la que vivieron los franceses mientras permanecían colonizados por los nazis. Es más: decía que es precisamente en las “situaciones límite” como esa en donde el Hombre debía poner a prueba que era un ser libre o, más bien, que se hace libre, si atendemos a sus consideraciones de El existencialismo es un humanismo, donde puede leerse esa frase tan efectista que sostiene: “la existencia precede a la esencia”.

Si un “hombre viviente” es ante todo un “proyecto”, una “empresa”, como sostiene en “París bajo la ocupación”, podemos entender mejor que la libertad, en tanto concepto “técnico y filosófico” –como afirma en El ser y la nada– significa autonomía de la elección. “Ha de advertirse, empero, que la elección sigue siendo idéntica al hacer, supone para distinguirse del sueño y del deseo, un comienzo de realización”. En su concepción de libertad, entonces, no hay distinción entre el elegir y el hacer, y eso determina a no distinguir entre intención y acto. “Somos una libertad que elige pero no elegimos ser libre: estamos condenados a la libertad”, subraya Sartre, para quien la libertad se define en el escapar a lo dado, al hecho.


Por eso el hombre no puede ser más que una situación, como escribirá luego en ¿Qué es la literatura?, texto en el que sostiene que, en el interior de esa elección libre, la situación, como sobredeterminada, se hace determinante: “totalmente condicionado por su clase, su salario y la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta de sus sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su condición y de la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado un porvenir de humillación sin tregua o de conquista y de victoria, según se elija resignado o revolucionario. Y es de esta elección de lo que es responsable. No es que tenga libertad de no elegir; está comprometido, es preciso apostar y la abstención es una elección”. Así, a través de la acción, cada quien se compromete y en ese camino descubre su libertad.


Por eso es siempre la situación la que desarma la lógica de una relación entre el hombre y lo absoluto, porque al elegir se atraviesa siempre un desgarramiento. Claro que Sartre no postula que haya que elegir entre un fin u otro, porque los fines –al fin y al cabo– se inventan. Hay que inventar cada día, incluso en la escritura, y también en los modos de leer. Así, el “Sartre-crítico literario” entiende que escribir es ejercitar un oficio para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo. De allí su teoría del compromiso en la escritura.  


¿Con qué finalidad escribes? ¿En qué empresa estás metido y por qué necesita esa empresa recurrir a la escritura?, son algunas de las preguntas que guían la reflexión de Sartre hasta llegar a la conclusión de que escribir es actuar. Y porque la palabra es acción, puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra, así, es una empresa y un llamamiento. “La libertad de escribir supone la libertad de del ciudadano. No se escribe para esclavos. El arte de la prosa es solidario con el único régimen donde la prosa tiene un sentido: la democracia. Cuando una de estas cosas está amenazada, también lo está la otra. Y no basta defenderlo con la pluma”.


“Acción por revelación” es el nombre que Sartre utiliza aquí para referirse a ese modo de acción secundaria que caracteriza al prosista. De allí que insista en la legitimidad de preguntar entonces qué aspectos del mundo quiere el escritor revelar; qué cambios quiere producir en el mundo con esas revelaciones. “El escritor comprometido sabe que la palabra es acción; sabe que rebelar es cambiar y que no es posible rebelar sin proponerse el cambio”.


La obra de arte, tomada en la totalidad de sus exigencias, no es entonces mera descripción del presente, sino juzgamiento de ese presente en nombre de un porvenir, de allí que todo libro encierre un llamamiento. He aquí el argumento “libertario” de nuestro autor, utopía que persigue al escribir para transitar los caminos de la libertad hacia una “sociedad sin clases”, en donde la literatura sería “el mundo presentado a sí mismo”, en suspensión, en un acto libre y ofreciéndose al juicio de todos los hombres, en fin, “la presencia reflexiva en una sociedad sin clases ante sí misma”.

 

 

 

 

 

Un Lenin para el siglo XXI

Desmesura y emancipación


 Por Mariano Pacheco

(Revista Resistencias)

 

 

¿Por qué recuperar a Lenin para la actualidad del siglo XXI? ¿Qué tiene para aportarnos, cien años después de su muerte, a las militancias populares que pujamos por la emancipación?

 

 

Hoy se conmemoran cien años transcurridos desde la muerte del líder de los bolcheviques en Rusia. Un siglo en el que la humanidad ha vivido los cambios más acelerados y profundos de su historia. Este aniversario se conmemora en una época atravesada por lógicas de instantaneidad en la que todo proceso queda viejo al poco tiempo, en el que la misma idea de proceso se pierde en el mar de colección de imágenes de episodios que se nos presentan desconectados unos de otros y ante los cuales las personas –incluso quienes nos inscribimos en dinámicas de militancia– nos vemos envueltas muchas veces en situaciones que vivenciamos más en términos de espectadores que de agentes de la historia. ¿Qué interés tiene entonces Lenin en la actualidad de quienes pretendemos recrear el imaginario (y la estrategia) de una izquierda nacional, popular, democrática, que no descarte a la carpeta de spam o de correos no deseados las perspectivas de revolución?

 

 

 

1917: Lenin se encuentra exiliado de su país Rusia, en el contexto en que éste se ve envuelto en la Primera Guerra Mundial, luego de que hayan fracaso los intentos revolucionarios de una década atrás en Rusia y a cuatro décadas de que haya sido aplastado a sangre y fuego el primer intento de construcción de un gobierno obrero en Europa (“la forma política por fin descubierta” por la clase obrera, tal como Karl Marx caracteriza a la Comuna de París). Las grandes masas populares de Rusia están hambreadas y son analfabetas, si bien existe un proletariado concentrado y un tejido social, político y cultural de vanguardia muy pujante (Rusia parió en unas décadas corrientes como la de los populistas, marxistas profundamente involucrados con la elaboración teórica y el compromiso con la revolución, y venía de contar con la presencia de escritores de la talla de Dostoievski y Tolstoi). En ese momento Lenin se estudia La lógica de Hegel, venía de estudiar rigurosamente El capital de Marx. Es un dirigente político a la vez que un filósofo militante. Su gran virtud, como la de los grandes revolucionarios comunistas, es la de combinar una gran capacidad de elaboración teórica, de estratega político y de constructor de la fuerza capaz de llevar adelante grandes cambios sociales.

Pero no nos interesa aquí resaltar las virtudes personales del personaje, sino erigir a Lenin como el gran maestro del método revolucionario, que hoy puede pensarse como parte de los desafíos colectivos a abordar por quienes no pretendemos mejorarle la vida a la gente, sino construir la fuerza política popular capaz de protagonizar grandes transformaciones epocales en sentido emancipatorio, transformar la situación de las masas oprimidas y explotadas por el capital, políticamente dominadas y subjetivamente sujetadas por las lógicas de patronazgo en un cuerpo político capaz de darse a sí mismo una perspectiva para cambiar la sociedad.

 

 

Lenin funciona entonces, así, como nombre singular de una epistemología proletaria: el punto de vista que permite pensar una formación económico-social específica en los marcos de las mutaciones del capitalismo a escala global; proceso de conocimiento (crítica del orden existente) que se nos presenta inseparable del conflicto de clases, de las luchas que constituyen esa relación social, de las estrategias que componen un modo de organización a través del cual las ideas devienen fuerza material capaz de cambiar las relaciones de fuerzas e imponer una direccionalidad del proceso. Teoría sobre la totalidad social desde una posición específica: la de la clase que padece la explotación y se rebela contra ella para construir un orden nuevo, eso es el leninismo: ciencia proletaria capaz de otorgar una explicación racional del proceso, elaborar los argumentos que permitan salirse de esa situación a través de la lucha y capacidad política de conectar con el nervio que mueve una fuerza militante capaz de direccionar la lucha de masas hacia un determinado objetivo emancipatorio.

 

 

 

Estos cien años han sido crueles con Lenin: el proceso que lideró devino en formas de burocratismo de un Estado que lejos de “extinguirse” con la desaparición de las clases se transformó en una gran maquinaria que no sólo enfrentó y derrotó al nazismo en la Segunda Guerra Mundial (jugando el Ejército Rojo un papel destacado en esa cruzada contra la barbarie) sino que también aniquiló a lo más dinámico de la Revolución; el “rey de la táctica”, astuto lector de los cambios bruscos de la realidad y audaz constructor de tácticas capaces de reposicionar las fuerzas a gran velocidad para no perder eficacia y detectar los momentos precisos que abren las posibilidades de cambios fue transformado en dogma de estáticas y trans-históricas posiciones de burocráticas estructuras que, lejos de dinamizar y posibilitar la participación de las grandes masas en los procesos de cambio, pretendieron sustituirlas en nombre de un saber elitizado. Para mal de males, la condena a su figura (o simple y necia ignorancia de sus magistrales aportes) primó entre las militancias que buscaron nuevos caminos para las ideas y las prácticas de las izquierdas.

 

 

¿Por qué recuperar a Lenin para la actualidad del siglo XXI? ¿Qué tiene para aportarnos, cien años después de su muerte, a las militancias que pujamos por la emancipación?, nos preguntábamos al comienzo de este breve texto de homenaje.

Creo que hay algo de la desmesura de Lenin que quizás convenga ser hoy rescatado, junto a la necesaria cuota de “prudencia spinozista” que permitan cuidar las fuerzas populares frente a la arrogancia homicida de los poderes dominantes actuales.

En la antigua Grecia antigua el término “hybris” designaba la transgresión de los límites impuestos por el orden, concebido en términos naturales. Su traducción como desmesura, y sus usos frecuentes, psicologizados, en el mundo contemporáneo, suelen darle mala prensa, como suele decirse. Sinónimo de narcicismo, de arrogancia, de desequilibrio, de irracionalidad… todas características que la “mala prensa” supo adjudicarle al líder bolchevique.

Me gustaría pensar aquí a Lenin como símbolo de la desmesura en tanto vocación excesiva, asunción de que todos los grandes cambios en la historia (de la historia) implican alguna dimensión de desproporción respecto de lo que se nos presenta como posible.

Este cronista no estudió griego, no cuenta con doctorados ni licenciaturas siquiera de filosofía ni de ninguna otra índole. Tampoco con credenciales de afiliación partidaria a ninguna de las estructuras “tradicionalmente” filiadas al comunismo como identidad. No se trata entonces de rigurosidades académicas ni de lealtades partidarias, sino de incitaciones teórico-políticas: leer a Lenin casi como una programática epocal, que implique el desafío de elaborar archivos, de combatir tanto la nostalgia como el culto al presentismo, de no dejar ir a los fantasmas, para poder –como insistía el propio Lenin–, seguir soñando, pero a condición de creer en nuestros sueños.

 


jueves, 11 de enero de 2024

ESCRITURAS SINTOMÁTICAS: Laboratorio de experimentación narrativa

 TALLER VIRTUAL Y A LA GORRA

 Filosofía y literatura como iniciativas de salud




 COORDINACIÓN: Mariano Pacheco *


¿Querés largarte a escribir? ¿Ya escribís y querés trabajar sobre el proceso creativo, corregir y editar los apuntes de word o del cuaderno? Este espacio busca compartir lecturas y conversaciones en torno a lo que escribimos o queremos escribir.

 

PROPUESTA

La literatura y la filosofía como iniciativa de salud, posibilidad de vida, contra los estados de enfermedad que producen una interrupción del proceso creativo. Desde este enfoque nos proponemos combinar en este espacio el despliegue de la imaginación con un trabajo sobre nuestras propias experiencias de vida y las observaciones que podamos realizar de nuestro entorno, para desde allí producir ensayos, relatos, crónicas, prosas breves en las que asumamos que no se puede escribir sin ser interrumpido por la vida, y lejos de leer allí un obstáculo, hacer de ello una potencia de producción artística.

Siguiendo las pistas de quienes plantearon que la experiencia es inseparable de la memoria, buscamos que las lecturas con las que contamos, las películas que hemos visto, las canciones que hemos escuchado, las conversaciones que hemos presenciado, las calles que hemos caminado, los conflictos que hemos atravesado, puedan ser tomados como astillas de experiencia para armar una determinada imagen (de escritura) a través de la cual encontremos y narremos nuestro mundo, que nunca es un mundo individual sino de encuentros, de concordancias y discordancias, de composiciones y descomposiciones de relaciones.

En este sentido, escrituras sintomáticas se propone partir de la propia experiencia de vida (singular/ colectiva) para ejercitar la narración, tomar la propia biografía y los ejercicios de memoria que podamos realizar como puntos de partida para emprender la escritura, no en términos de un refuerzo del yo, sino como inspiración para una construcción que transforme eso que vimos, escuchamos, imaginamos, vivenciamos, en un material de escritura.

Apostamos a que cada sesión virtual funcione como lugar de encuentro: para leer y reflexionar sobre la escritura, incitar a la elaboración de los propios textos, corregir y reescribir, compartir el placer de la lectura, la escritura y la conversación, en la búsqueda de seguir el rastro de nuestros síntomas y conquistar con la escritura lo desconocido que llevamos dentro.

 

MARIANO PACHECO



Escritor, investigador, periodista, militante. Director del Instituto Plebeyo. Coordino cursos de Filosofía y Talleres de Escritura. Escribí varios libros de filosofía, crítica literaria y genealogía de las luchas populares en Argentina

Fui secretario de Cultura del Sindicato de Prensa de Córdoba (CISPREN), editor de la revista de cultura del Sindicato del Subte de Buenos Aires (AGTSyP) y fundador del colectivo cultural-comunicacional La luna con gatillo, que aún integro. Actualmente publico mis textos en varios medios de la Argentina.

Autor de los libros: “La democracia en cuestión: la larga marcha hacia la emancipación”; “2001. Odisea en el Conurbano”; “Desde abajo y a la izquierda. Movimientos sociales, autonomía y militancias populares”; “Cabecita negra. Ensayos sobre literatura y peronismo”; “Montoneros silvestres (1976-1983). Historias de resistencia a la dictadura en el sur del conurbano”; “Kamchatka. Nietzsche, Freud, Arlt: ensayos sobre política y cultura”; “De Cutral Có a Puente Pueyrredón, una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados”; coautor de “Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo”.

 

 

 

Autobiografía (Rodolfo Walsh, 1965)


 

Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó.

Nací en Choele–Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres.

Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.
Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1945, y otro nos dejó como única herencia. Este se llamaba “Mar Negro”, y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero ésta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.

Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.

Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo, es no haber terminado mi profesorado en letras.

Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura aunque sí en la diversión y en el dinero. Me callé durante cuatro años más porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que en todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.

En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.

 

 

Autobiografía de Roberto Arlt


 

He nacido el 7 de abril del año 1900.

He cursado las escuelas primarias hasta el tercer grado. Luego me echaron por inútil.

Fui alumno de la Escuela de Mecánicos de la Armada. Me echaron por inútil.

De los 15 a los 20 años practiqué todos los oficios. Me echaron por inútil de todas partes.

A los 22 años escribí El juguete rabioso, novela. Durante cuatro años fue rechazada por todas las editoriales. Luego encontré un editor inexperto.

Actualmente tengo casi terminada la novela Los siete locos. Me sobran editores.

Lecturas actuales: Quevedo, Dickens, Dostoyevski y Proust.

Curiosidades cínicas: Me interesan entre las mujeres deshonestas, las vírgenes, y entre el gremio de los canallas, los charlatanes, los hipócritas y los hombres honrados.

Certidumbres dolorosas: Creo que jamás será superado el feroz servilismo y la inexorable crueldad de los hombres de este siglo.

Creo que a nosotros nos ha tocado la horrible misión de asistir al crepúsculo de la piedad, y que no nos queda otro remedio que escribir deshechos de pena, para no salir a la calle a tirar bombas o a instalar prostíbulos. Pero la gente nos agradecería más esto último. El hombre en general me da asco, y tengo como única virtud el no creer en mi posible valor literario sino cinco minutos por día.

Borges y yo (Jorge Luis Borges)



Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario bibliográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y lo infinito, pero esos juegos son de Borges y ahora tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cual de los dos escribe esta página.


Memorias de una joven formal (Simone de Beauvoir, extracto de inicio)


 

 Nací a las cuatro de la mañana el 9 de enero de 1908, en un cuarto con muebles pintados de blanco que daba sobre el Bulevar Raspail. En las fotos de familia tomadas el verano siguiente veo a unas jóvenes señoras con vestidos largos, con sombreros empenachados de plumas de avestruz, señores con ranchos de paja y panamás que le sonríen a un bebé: son mis padres, mi abuelo, tíos, tías y soy yo. Mi padre tenía treinta años, mi madre veintiuno, y yo era la primogénita. Doy vuelta una página del álbum; mamá tiene entre sus brazos un bebé que no soy yo; llevo una falda tableada, una boina, tengo dos años y medio y mi hermana acaba de nacer. Sentí celos, según parece, pero durante poco tiempo. Por lejos que me remonte en el tiempo encuentro el orgullo de ser la mayor: la primera. Disfrazada de Caperucita Roja, llevando en mi cesta una torta y un tarro de manteca, me sentía más interesante que un lactante clavado en su cuna. Tenía una hermanita: ese bebito no me tenía. De mis primeros años sólo encuentro una impresión confusa: algo rojo y negro y cálido. El departamento era rojo, rojo el alfombrado, el comedor Enrique II, la seda acanalada que tapaba las puertas ventanas y en el escritorio de papá las cortinas de terciopelo; los muebles de ese antro sagrado eran de peral ennegrecido; yo me cobijaba en el nicho que se abría bajo el escritorio y me enroscaba en las tinieblas; estaba todo oscuro, hacía calor y el rojo de la moqueta gritaba dentro de mis ojos. Así pasó toda mi primera infancia. Yo miraba, palpaba, aprendía el mundo, al amparo. Le debía a Louise la seguridad cotidiana. Ella me vestía por la mañana, me desvestía de noche y dormía en el mismo cuarto que yo. Joven, sin belleza, sin misterio, puesto que sólo existía –al menos yo lo creía– para velar sobre mi hermana y sobre mí, nunca elevaba la voz, nunca me reprendía sin motivo. Su mirada tranquila me protegía mientras yo jugaba en el Luxemburgo, mientras acunaba a mi muñeca Blondine bajada del cielo una noche de Navidad con el baúl que contenía su ajuar. Al caer la noche se sentaba junto a mí, me mostraba imágenes y me contaba cuentos. Su presencia me resultaba tan necesaria y me parecía tan natural como la del suelo bajo mis pies. Mi madre, más lejana y más caprichosa, me inspiraba sentimientos amorosos; me instalaba sobre sus rodillas, en la dulzura perfumada de sus brazos, y cubría de besos su piel de mujer joven; a veces, de noche aparecía junto a mi cama, hermosa como una aparición, con su vestido vaporoso adornado con una flor malva o con su centelleante vestido de lentejuelas negras. Cuando estaba enojada me miraba con ira. Yo temía ese fulgor tempestuoso que desfiguraba su rostro; tenía necesidad de su sonrisa. A mi padre lo veía poco. Se iba todas las mañanas "al Palacio", llevando bajo el brazo un portadocumentos lleno de cosas intocables llamadas expedientes. No usaba ni barba ni bigotes, sus ojos eran celestes y alegres. Cuando volvía al anochecer le traía a mamá violetas de Parma; se besaban y reían. Papá también reía conmigo, me hacía cantar: Era un auto gris... o Tenía una pierna de madera; me dejaba boquiabierta sacando de mi nariz monedas de un franco. Me divertía y me alegraba verlo ocuparse de mí; pero no tenía en mi vida un papel muy definido. La principal función de Louise y de mamá era alimentarme; su tarea no era siempre fácil. Por mi boca el mundo entraba en mí más íntimamente que por mis ojos y mis manos. Yo no lo aceptaba entero. Las insulsas cremas de trigo verde, las sopas de avena, las pastas lechosas me arrancaban lágrimas; las grasas untuosas, el misterio blanduzco de los mariscos me sublevaban; sollozos, gritos, vómitos, mis repugnancias eran tan obstinadas que renunciaron a combatirlas. En cambio, aprovechaba apasionadamente del privilegio de la infancia para quien la belleza, el lujo, la felicidad, son cosas que se comen; ante las confiterías de la calle Vavin quedaba petrificada, fascinada por el brillo luminoso de las frutas abrillantadas, el tono más apagado de los bombones de fruta, la flora abigarrada de los caramelos ácidos; verde, rojo, naranja, violeta; yo codiciaba los colores por sí mismos tanto como el placer que me prometían. A menudo tenía la suerte de que mi admiración termi5 6 SIMONE DE BEAUVOIR MEMORIAS DE UNA JOVEN FORMAL nara en placer. Mamá mezclaba peladillas en un mortero, mezclaba el polvo granulado a una crema amarilla; el color rosado de los bombones se degradaba en matices exquisitos, hundía mi cuchara en una puesta de sol. Las noches en que mis padres recibían, los espejos de la sala multiplicaban las luces de una araña de caireles. Mamá se sentaba ante el piano de cola, una señora vestida de tul tocaba el violín y un primo el violoncelo. Yo hacía crujir entre mis dientes la cáscara de una fruta abrillantada, una pompa de luz estallaba contra mi paladar con un gusto de casis o de ananá: yo poseía todos los colores y todas las llamas, las bufandas de gasa, los diamantes, los encajes; yo poseía toda la fiesta. Los paraísos donde corren la leche y la miel nunca me han atraído pero envidiaba las casas de caramelo: si este universo en que vivimos fuera totalmente comestible, ¡qué fuerza tendríamos sobre él! Adulta, hubiera querido comer los almendros en flor, morder en las peladillas del poniente. Contra el cielo de Nueva York las luces de neón parecían golosinas gigantes y me sentí frustrada. Comer no era solamente una exploración y una conquista sino el más serio de mis deberes. "Una cucharada para mamá, una para abuelita... si no comes no crecerás." Me ponían contra la pared del vestíbulo, trazaban al ras de mi cabeza una raya que confrontaban con otra más antigua: tenía dos o tres centímetros más, me felicitaban, yo me enorgullecía; a veces, sin embargo, me asustaba. El sol acariciaba el piso encerado y los muebles pintados de blanco. Yo miraba el sillón de mamá y pensaba: "Ya no podré sentarme sobre sus rodillas." De pronto el porvenir existía; me transformaría en otra, qué diría yo, y ya no sería yo. Presentí todos los rompimientos, los renunciamientos, los abandonos, y la sucesión de mis muertos. "Una cucharada para abuelito..." Sin embargo, comía y me enorgullecía de crecer; no deseaba ser siempre un bebé. Debo de haber vivido ese conflicto con intensidad para recordar tan minuciosamente el álbum donde Louise me leía la historia de Carlota. Una mañana Carlota encontraba sobre una silla junto a la cabecera de su cama un huevo de azúcar rosada, casi tan grande como ella: a mí también me fascinaba. Era el vientre y la cuna y, sin embargo, una podía comerlo. Como rechazaba cualquier otro alimento, Carlota se achicaba de día en día, se había vuelto minúscula: estaba a punto de ahogarse en una cacerola, la cocinera la tiraba por descuido en el tacho de la basura, una rata se la llevaba. La salvaban; asustada, arrepentida, Carlota comía tan glotonamente que se hinchaba como un odre: su madre llevaba a casa del médico a un monstruoso globo. Yo contemplaba con juiciosa apetencia las imágenes que ilustraban el régimen recetado por el doctor: una taza de chocolate, un huevo pasado por agua, una costillita dorada. Carlota recobraba sus dimensiones normales y yo emergía sana y salva de la aventura que me había reducido a feto y me había transformado en matrona. Seguí creciendo y me sabía condenada al destierro: buscaba auxilio en mi imagen. Por la mañana, Louise enroscaba mi pelo alrededor de un palo y yo miraba con satisfacción en el espejo mi rostro encuadrado de largos rizos: las morenas de ojos claros no son, según me habían dicho, una especie común y yo ya había aprendido a considerar preciosas las cosas singulares. Me gustaba a mí misma y me gustaba gustar. Los amigos de mis padres alentaban mi vanidad: me alababan cortésmente, me mimaban. Yo me acariciaba contra las pieles, contra los vertidos sedosos de las mujeres; respetaba más a los hombres, sus bigotes, su olor a tabaco, sus voces graves, sus brazos que me levantaban del suelo. Me importaba particularmente interesarles: tonteaba, me agitaba, acechando la palabra que me arrancaría de mis limbos y me haría existir, de veras, en el mundo de ellos. Una noche ante un amigo de mi padre rechacé con terquedad un plato de ensalada cocida. Sobre una tarjeta postal enviada durante las vacaciones él preguntó con ingenio: "¿Siempre le gusta a Simone la ensalada cocida?" La letra escrita tenía a mis ojos aun más prestigio que la palabra: yo exultaba. Cuando nos encontramos con el señor Dardelle en el atrio de Notre Dame des Champs, yo esperé bromas deliciosas; intenté provocarlas: no hubo eco. Insistí; me hicieron callar. Descubrí con despecho lo efímero de la gloria.