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miércoles, 20 de abril de 2011

Jovenes y política

¿Borrón y cuenta nueva?
El papel de los jóvenes en la política contemporánea

POR- Mariano Pacheco
 Para Topía, revista de psicoanálisis, cultura y sociedad, abril de 2011



“En la narración conviene siempre aplicar los secretos del arte de la lencería. Una historia seduce siempre más por lo que oculta. Lo que sugiere siempre es más revelador que aquello que se exhibe”.
Guillermo Sacomanno, La lengua del malón

Palabras preliminares

Rumiando, así proponía Nietzsche acercarse a los textos. Una manera parecida quiero sugerir en estas líneas para arrimarnos, ya no a una textualidad, sino a ciertos procesos políticos de nuestro país. Postales de un recorrido por los procesos de politización de la juventud argentina en la última década y media. Ahora que parece –o que ciertos comunicadores sociales parecen haber descubierto– que no toda la juventud argentina se comió el versito del éxito neoliberal (aun para pobres, porque el exitismo como modelo también tiene un lugar para los desplazados del centro de la producción y el consumo). Por  eso intentaré seguir en estas líneas aquello que Rosana Reguillo Cruz ha definido como el enfoque socio-cultural: aquel que parte de miradas de largo plazo, restituyendo a los procesos su historicidad.
En este sentido, habría que decir, en primer lugar, que lo que hoy aparece como una novedad es sin lugar a dudas que un sector importante de la juventud se organice, se movilice, construya un proyecto de militancia en base al apoyo a un gobierno, puesto que fue el conjunto de la clase dirigente (política, sindical, etc.) la que entró en crisis y fue cuestionada en 2001. Por supuesto, trazar una genealogía de la politización de los jóvenes implica intentar, al menos, acoplar estas experiencias con las del resto de sectores populares, ya que hablar  de los jóvenes como de una unidad social, de un grupo constituido, que posee intereses comunes, y referir estos intereses a una edad definida biológicamente –como alguna vez señaló Pierre Bourdie– constituye una manipulación evidente. Esto, a su vez, implica desde el vamos asumir que no hay una juventud, sino juventudes atravesadas por las luchas de las clases que constituyen la sociedad. Esto, que no es más que el piso (hoy que se habla tanto de ellos), una obviedad, es necesario remarcarlo, porque existe una tendencia muy fuerte en sectores ya no reaccionarios sino “progresistas”, que suelen olvidarla, ocultarla, ponerla en lateralidades tales que se nos borran del horizonte. Entonces, tal como suele plantear Eduardo Gruner, cabe preguntarnos, aquí también, qué clase de lucha es esa lucha de clases.

Del 96
Las jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre de 2001 funcionan como símbolo insoslayable de todo aquel proceso de insubordinación al modelo neoliberal que se venía dando desde hacía algunos años en nuestro país.
En Nuestra América, con la emergencia del zapatismo en México, a partir de la rebelión indígena producida en la Selva Lacandona en 1994, un nuevo horizonte se abre para todos aquellos que no se resignaban a aceptar que la mundialización capitalista debería seguir por siempre así, triunfante y sin oponentes, tal como se presentaba tras la caída de los socialismo reales. El zapatismo fue, en este sentido, un componente fundamental en el proceso de politización de los jóvenes en toda América Latina. Fueron ellos, además, quienes tuvieron la capacidad de poner sobre la mesa la necesidad de abordar el desafío de articular lo local (allí donde se producía la invención de una mirada y un territorio), junto con lo nacional y lo global (y también la necesidad de articular las tradiciones populares con la emergencia de las nuevas tecnologías).
En Argentina, 1996 es un año clave.
Por un lado, en marzo de 1996, se produce una gigantesca movilización de repudio por los 20 años del golpe. Es el comienzo de la desarticulación de la teoría de los dos demonios, que había primado en el sentido común de nuestra cultura durante más de una década. Es además el momento de emergencia de HIJOS. Los Hijos por la identidad, la Justicia, Contra el Olvido y el Silencio, tienen la misma edad que tenían sus padres al ser detenidos-desaparecidos. Luego de dos décadas de lucha de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, ahora son estos jóvenes quienes toman en sus manos la continuidad de las banderas de sus abuelas, pero también de sus padres. Tienen una consigna potente: Si no hay justicia, hay escrache. Y junto con sus métodos de protesta contra un sistema judicial que no funciona y el escrache social de los responsables de los crímenes, estos muchachos y estas chicas inundan de colores, de ritmos y alegrías todas sus batallas.
Toda una nueva narrativa literaria y cinematográfica comienza a surgir, asimismo, por esos años.
También en 1996 se producen las primeras puebladas (De Cutral Có y Plaza Huincul a Tartagal y Mosconi), que fueron contagiando el entusiasmo y la eficacia, mostrando que la protesta social obtenía conquistas materiales que posibilitaban hacer menos difícil la extremadamente difícil situación por la que atravesaba una porción enorme de la población trabajadora del país, ahora sin trabajo. El piquete y la asamblea se extenderán rápidamente por todo el país, dando surgimiento a los nuevos movimientos sociales, de fuerte base territorial y matriz comunitaria. Ante cada protesta, el menemismo despliega las fuerzas de Gendarmería para reprimir. Y son los jóvenes los grandes protagonistas de los piquetes, de la resistencia (con piedras y gomeras) que logra evitar el desalojo o recuperar la ruta luego de intensos combates callejeros que a veces duran todo un día o toda una noche.
A partir de 1996 (y durante todo el 97 y el 98), van a producirse además importantes luchas contra la Ley Federal de Educación. Actos, movilizaciones y cortes de calles. Nuevamente, luego de varios años de inexistencia, surgirán Centros y Coordinadoras de Estudiantes en los colegios secundarios. Diversas conmemoraciones (los 24 de marzo y los 16 de septiembre, sobre todo) irán chocando contra los directivos de las escuelas y un todavía sentido común antisubversivo instalado en muchos padres. Esos jóvenes, protagonistas de aquellas experiencias, ligarán su intervención en los colegios con los acercamientos a las barriadas populares, realizando apoyo escolar y recreación con niños, junto con una búsqueda por expresar culturalmente sus rebeldías (fanzines, programas de radio, recitales, etc. Toda una movida juvenil, además, contra el gatillo fácil).
El activismo en las universidades comienza, también en esos años, a dar sus primeros pasos de combate contrahegemónico, librando batallas contra la Ley Superior de Educación e intentando contrarrestar el discurso neoliberal. Son las experiencias (de izquierda) que a partir del nuevo milenio le arrancarán varias federaciones (la de La Plata y Buenos Aires, por ejemplo) a la conservadora Franja Morada.
Será toda esa juventud la que va a confluir en la rebelión de diciembre de 2001. Todos aquellos nucleados en agrupaciones estudiantiles, culturales, en movimientos sociales, que junto con otros miles de jóvenes trabajadores (entre los que no se puede dejar de destacar, por su participación activa y su firme decisión de enfrentar la represión, a los “motoqueros”) y de sectores medios y populares de la ciudad y el conurbano (no necesariamente jóvenes), protagonizarán aquellas jornadas que reclamaron primero que se vayan todos y luego pregonaron por la unidad de los piquetes y las cacerolas.
Experiencias a las que se le van a sumar las de las fábricas recuperadas y el emergente sindicalismo de base, junto con las experiencias de resistencia contra el saqueo de los recursos naturales y la contaminación; el avance del feminismo y de las asociaciones que fueron haciendo cada vez más visible la lucha por la diversidad de géneros; la emergencia de colectivos culturales y comunicacionales que comenzaron a cuestionar el monopolio de la producción y circulación de la información y el autoencierro del arte en sus propias lógicas. En fin, todas esas experiencias que en Argentina emergieron desde abajo y a la izquierda, junto con los importantes avances populares producidos en el resto de Nuestra América, han sido elementos fundamentales en la emergencia de una nueva manera de entender el mundo y de intervenir sobre él.

El año del Bicentenario
El 2010 fue el año del bicentenario primero y de la muerte de Néstor Kirchner después. Dos hitos a partir de los cuales los voceros oficiales (oficialistas) insistieron una y otra vez con la nueva argentina, la que había recuperado la política gracias al  ex presidente y que comenzaba a ser parida ahora por jóvenes que despertaban tras largos años de estupidismo neoliberal. Es curioso que la reinstalación de los parámetros tradicionales de la política (sus formas estatales de entenderla, de practicarla, de enunciarla) sea resimbolizada como la recuperación de la política, poniendo en el lugar de la no política a todas las experiencias que en 2001 buscaron, precisamente, sacar a la política del lugar de la gestión de lo existente y colocarla nuevamente en el horizonte de los cuestionamientos al orden social vigente y sus intentos de cambiarlo.
Por supuesto, también 2010 es el año de las tomas de colegios secundarios y universidades en Córdoba y Buenos Aires (dos ciudades que, si bien no son la Argentina, convengamos que representan históricamente dos núcleos claves de la geografía nacional), del asesinato de Mariano Ferreyra por parte de una patota sindical de la CGT y de la muerte de otros hermanos en Formosa y Lugano. Hechos, estos últimos, que pusieron sobre el tapete que tras 8 años del nuevo modelo el problema principal de los sectores populares (la precarización de la vida: el trabajo y la vivienda, pero también el transporte en el que hay que trasladarse día a día para ir de un sitio al otro) sigue sin poder resolverse, en un país con crecimiento y ganancias empresariales record. ¿Qué perspectiva de futuro puede construirse un joven que no puede construir su propia casa ni zafar de trabajos siempre de segunda o tercera categoría?
En fin, quería destacar que estas últimas luchas, sobre todo en las movilizaciones de los secundarios, podían visualizarse toda una rebeldía, una creatividad, una alegría, una voluntad de pelea que nos hace sospechar que todo el recorrido del período 2000-2003 no está sepultado, no es sólo parte del pasado.
Recuerdo que hace dos años (en septiembre de 2008), cuando se dio una coyuntura de lucha educativa similar, con paros de docentes universitarios y secundarios en reclamo de mejoras salariales y mayor presupuesto para infraestructura, acompañados  por varias tomas de facultades en la Universidad de Buenos Aires  (Sociales; Filosofía y Letras; Psicología), conjuntamente con una serie de tomas de colegios secundarios en la Ciudad (exigiendo mejoras edilicias y la restitución de becas para estudiantes, quitadas por el ejecutivo conducido por Mauricio Macri), recuerdo –decía– que escribí unas líneas en la cuales afirmaba que se solía insistir con frecuencia en que éramos una generación adormecida, atontada, estupidizada por los mensajes de textos de los celulares (ahora con twiter), los programas televisivos tipo Tinelli (ahora hay que sumarle nuevamente Gran Hermano), la Playstation, el chat y el tránsito permanente por la web (ahora con Facebook); que jóvenes con impulsos revolucionarios eran los de los 60´ y ´70 y no como hoy en día, que como mucho se pelea cuando la soga ya se la tiene por el cuello (ahora, con el seisieteochismo a la cabeza, pareciera que los jóvenes por fin tenemos un lugar para hacer realidad los sueños de esa generación desaparecida. Por supuesto, tal como sostiene Florencia Peña: ¡todo se lo debemos a Néstor! ¡Cómo si entre 1996 y 2003 nada hubiese pasado en este país).
En fin, también el tema de los 70 es un tema escabroso. Por supuesto, no hay que ni detenerse en las estupideces que puedan decir tipos como Jorge Lanata (y que luego tienen ecos en personajes tan disímiles como Martín Caparróz, Susana Gimenez o Mirta Legrand), pero sí hay que prestar atención a la disputa presente por los significados actuales de aquellas apuestas de transformación. La de esas mujeres y esos hombres que hoy nos ayudan a descubrir y definir “el pasado olvidado de las batallas reales, de las victorias efectivas, de las derrotas que dejan su signo profundo”, como alguna vez supo escribir Michel Foulcault. Nos ayudan a corrernos de la efeméride vacía, del ritual estéril, del fetiche de las placas y las conmemoraciones, y a colocar en primer lugar la voluntad que apuesta por una transformación radical de la sociedad y no por conformarnos con mejorar un poco la situación actual. En este sentido, que actualidad cobran las palabras sostenidas por Walter Benjamin en sus Tesis Sobre el concepto de historia: “Encender en el pasado la chispa de la esperanza... [porque] tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (Tesis VI). Chispa que nos ayude a tender esos puentes, para que las luchas de antaño funcionen en el presente como una suerte de “inspiración”. Porque la reivindicación de los muertos (los desaparecidos de ayer y los de hoy -¿dónde carajo están Luciano Arruga y Jorge Julio López?-, los asesinados por la dictadura y los caídos en las luchas durante la “democracia”, desde Teresa Rodríguez a Maximiliano Kosteki, Darío Santillán y Carlos Fuentealba, pasando por los caídos durante el 19 y 20 de diciembre de 2001), decía, que la búsqueda testaruda por no olvidar a nuestros muertos, no tiene por qué ser una cuestión moral, ya que es una cuestión política. Memoria ligera, entonces, capaz de continuar con sus luchas y multiplicar esos ejemplos. La de todas aquellas, todos aquellos que se rebelaron, que tuvieron voluntad de luchar por transformar la sociedad.

domingo, 17 de abril de 2011

Publicado en la Revista Herramienta N° 46

Notas sobre la emergencia de una Nueva Generación Intelectual en la  Argentina
 (Dossier "2001-2011: una década en disputa", abril 2011)


A modo de introducción
Como en la historieta de Héctor Germán Oesterheld, El Eternauta, para quienes nos sentimos parte de la Nueva Izquierda Autónoma, las jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre de 2001 funcionan como símbolo insoslayable de un héroe que es colectivo. Tanto las experiencias que surgieron entonces como las que se venían desarrollando y se fortalecieron con la rebelión, dan cuenta de un proceso de insubordinación al modelo neoliberal y de revisión de las apuestas revolucionarias de transformación social. La revuelta permitió volver a entender la política en una clave creativa y no subordinada a los poderes hegemónicos. Puso en cuestión la lógica estatal, pero también, las visiones vanguardistas, partidocéntricas e intelectualistas a las que tan apegadamente se encontraron siempre ligadas las experiencias de la izquierda tradicional.
De alguna manera, en diciembre de 2001, se puso de manifiesto aquello que se venía amasando desde el subsuelo de la historia: que la política (de emancipación) necesita de los cuerpos en movimiento y de la emergencia de nuevas subjetividades. De allí la importancia que tuvieron las puebladas que desde 1996 se dieron en el país (Desde Cutral Có en adelante)[1] y la emergencia del zapatismo en México en 1994, junto a las luchas antiglobalización que se produjeron en los países centrales.
Desde entonces, la recuperación de empresas por parte de sus trabajadores y su puesta en funcionamiento bajo lógicas cooperativas y autogestivas; los piquetes que parieron a las organizaciones territoriales en las villas, asentamientos y barridas populares; las cacerolas que dieron emergencia a las asambleas barriales en las principales ciudades del país; la recuperación de algunos cuerpos de delegados y comisiones internas que fueron gestando interesantes expresiones de un nuevo sindicalismo de base, democrático y participativo; la reconquista de algunos centros de estudiantes y federaciones universitarias; la explosión de luchas de los estudiantes secundarios; la emergencia de experiencias de resistencia contra el saqueo de los recursos naturales y la contaminación; los escraches de los HIJOS en continuidad con la pelea emprendida tiempo antes por las Madres y las Abuelas por la memoria, contra el olvido y por la justicia en relación a las atrocidades cometidas durante la última dictadura cívico-militar; el avance del feminismo y de las asociaciones que fueron haciendo cada vez más visible la lucha por la diversidad de géneros; la emergencia de colectivos culturales y comunicacionales que comenzaron a cuestionar el monopolio de la producción y circulación de la información y el autoencierro del arte en sus propias lógicas. En fin, todas esas experiencias que en Argentina emergieron desde abajo y a la izquierda, junto con los importantes avances populares producidos en Venezuela y Bolivia, han sido elementos fundamentales en la emergencia de una nueva manera de entender el mundo y de intervenir sobre él. Como parte de este proceso, entiendo, se ha ido gestando, también, una nueva generación de intelectuales de izquierda.

Partisanos (Los intelectuales como activistas y trabajadores de la cultura)

“Era muy joven y no sabía que el mundo académico era más peligroso que el de los espías. En el mundo de los espías existen algunos agentes dobles; en el académico, todos los agentes son dobles”.
Pablo De Santis, La traducción

Nueva generación intelectual. Las incitaciones y ensayos de Omar Acha abrieron un horizonte de debates al interior de un sector de la intelectualidad contemporánea. Entre la fecha de publicación de su libro (2008) y hoy (2011), se han producido una serie de textos que han contribuido a profundizar este debate. Entre ellos, los publicados en el dossier de la revista de la cual el propio Acha es miembro del Comité Editor: El Nuevo Topo (N° 6, 2009). En paralelo, Maristella Svampa propició la figura del “intelectual anfibio” y una serie de intelectuales se nuclearon en torno a Carta Abierta.[2]
Un breve repaso por ciertas aristas de los planteos mencionados pueden ayudarnos a profundizar este debate, y continuar afirmando que una Nueva Generación Intelectual (de Izquierda), está emergiendo en nuestro país, en nuestro continente.
Acha plantea en su libro algo que hoy me parece central: no se puede continuar hablando del intelectual en términos clásicos. Quienes filman, diseñan escenarios, actúan, son tan intelectuales como quienes escriben o editan libros (así como quienes se dedican a las prácticas artísticas –músicos, malabaristas, murgeros–, periodísticas –sean del blog o del papel– o docentes). Teniendo como punto de partida el ánimo de ruptura del período de crisis del 2001-2002 (momento en el cual la “generación anterior” se mostró incompetente, conservadora), la nueva generación de intelectuales se encontraría aun en un momento de emergencia. Claro que para Acha el tema de los 70 es central (de ahí que ameriten un balance crítico, que permita “atravesar” los problemas allí planteados), entre otras cosas porque como generación nos vemos marcados por una ausencia (la de una generación diezmada por la dictadura y silenciada –como proyecto– por los “consensos democráticos”), con la cual poder polemizar. Pero eso no quita que asumamos que somos una generación de nuevo tipo: tal vez la primera que no piensa, siente y crea apelando a una filosofía de la historia progresiva, a ideas trascendentes y liderazgos carismáticos. Bien, pero entonces: ¿qué nos une? La asunción grupal de una situación histórica; la vocación de hacer una obra colectiva, dice Acha, y aclara enseguida que no tiene que ser, necesariamente, unitaria, homogénea ni uniforme, sino que basta con que tenga una serie de temas comunes alrededor de los cuales articularse. En fin, una generación que, a diferencia de la anterior (y Acha remarca una y otra vez que no se trata de décadas de nacimiento sino de las maneras en que se encara la praxis cultural), entusiasmada hoy en día con la narratividad kirchnerista, no pretenda “restaurar el mito de la Argentina normal”. Una generación que asuma el desafío de pensar, sentir, actuar por fuera de la lógica binaria hegemónica, esa que parece condenarnos a tener que optar siempre entre el obrerismo marxista o el caudillismo peronista. Una generación que, desde una perspectiva latinoamericana, contribuya a gestar un movimiento de revolución cultural.
Por su parte –y en consonancia con buena parte de los planteos de Acha–, Ariel Petruccelli destaca esta cuestión de que lo que importa (lo que nos importa), es la definición política y no tanto sociológica del concepto. Es decir, cómo pensar a una nueva generación de intelectuales... de izquierda. Una intelectualidad que, a diferencia de la de épocas precedentes, no privilegie (no busque privilegiar tanto) las grandes figuras, sino más bien que se empeñe en gestar colectivos, grupos, asociaciones de trabajo intelectual, que se ligen –que se acoplen– a otras prácticas militantes. De allí (o por eso mismo) que la Nueva Generación de Intelectuales de Izquierda no pueda pensarse desligada de la emergencia de una Nueva Izquierda –según destaca Mazzeo: una “Nueva nueva izquierda”– parida al calor de la protesta social, de la acción directa y los procesos de autoorganización popular del período 2000-2003. Una nueva intelectualidad que reivindique una hermenéutica situada.
Partisanos. Incómodos en la academia –sitio por excelencia donde se promueve, se cristaliza la relación saber-poder– no podemos sentirnos parte de lógicas que nos resultan casi por completo ajenas (habitar la academia tal como un obrero habita su fábrica, y no su sindicato –la metáfora sólo es válida en caso de que no sea un organismo burocrático, está claro–). Si bien no se debe emprender la marcha cuando no se conoce bien la topografía del territorio enemigo, también es cierto (siguiendo los consejos de Sun Tzu), que los territorios en el interior del reino enemigo son estratégicos,  mucho más que los cercanos a sus fronteras. De allí que no sea muy prudente descartar, de antemano y por purismos conceptuales, la intervención en la academia. Pero es una disputa al interior de un dispositivo que pretendemos cambiar de raíz. Porque a diferencia de lo que promueve la intelectualidad radical (son nuevamente palabras de Mazzeo) la academia estandariza opiniones, moldea la producción, obliga a la especialización, busca adaptar todo a su lógica burocrática. De allí que, tanto los horizontes como los lenguajes de una y otra, permanezcan a universos antagónicos. Y es ese antagonismo el que nos hace sentirnos un tanto ajenos a los postulados de Svampa, para quien el intelectual (anfibio) es aquel capaz de “habitar y recorrer varios mundos, y desarrollar por ende, una mayor comprensión y reflexión sobre las diferentes realidades sociales y sobre sí mismo” (2008; p. 31). Por supuesto (y en esto tiene razón), que se corre el riesgo de que el “investigador militante” se convierta en un activista tiempo completo, descuidando la práctica específica.
Bien. Ahora sí, para ir cerrando –y tomando ya un poco de distancia del arte de la guerra oriental– podemos acercarnos más a la idea de duelo. Claro que ya no será un duelo de características tradicionales (individualizado y aristocrático), sino uno más acorde a nuestra época. Un duelo entre fuerzas sociales y políticas, pero que a diferencia del combate, no pretenda evitar una estrategia de aniquilamiento del enemigo, aspirando sólo a la capitulación de sus fuerzas, sino que recupere el propósito manifiesto del duelo: “que una de las dos partes –según lo expresó un gran duelista literario–, al menos, resulte herida, cuando no muerta inmediatamente”. Más adelante, en la misma novela, el autor afirma: “Preguntados si la situación estaba zanjada esta vez, emitieron su convicción de que se trataba de un asunto que sólo lo estaría cuando una de las dos partes cayese sin vida sobre el campo del honor” (Conrad: 1977; pp. 18-60). Claro que –retomando nuevamente los planteos del ancestral teórico chino– es importante descubrir a los agentes del enemigo que se hayan infiltrado en el ejército propio, así como sembrar discordias en sus filas (caos), apelando a la astucia y al engaño para debilitarlo y aumentar las propias fuerzas, en la búsqueda del triunfo.

Perversos y polimorfos

“Avanzaron en la línea de la mecánica nacional (copiar-adaptar-injertar-inventar)”
Ricardo Piglia, Blanco nocturno

¿Cómo definir, entonces, nuestra posición actual? Tal vez podamos apelar a algunos adjetivos para dar cuenta de lo que se está tratando de decir. Polifónicos, polifacéticos, policromos, polígrafos... en fin: perversos y polimorfos. Hurgando en los significados de estas palabras se me vinieron a la cabeza algunos ejemplos que pueden venir bien para ilustrar estas ideas.
Polifonía (varias voces). El grupo musical Contraviento[3] ha creado, con el devenir de sus presentaciones en distintos sitios, una canción de canciones, donde los instrumentos musicales se van entremezclando con las voces principales, las del coro, y las del “público” (va entre comillas, porque es cierto que en determinados momentos, cuando los músicos se mezclan con su público, es difícil diferenciar quien es quien), y lo que surgió como un himno de lucha callejera aparece ahora como el fragmento de una canción más larga, donde se incluyen melodías que incitan a emociones encontradas.
Polifacético (varias fases). Desde hace varios años, para las jornadas de resistencia cultural que todos los 25 y 26 de junio se organizan en el distrito de Avellaneda (en la ex estación de ferrocarril Avellaneda, hoy Estación Darío y Maxi, transformada en una Escultura Popular),[4] decía, en esas actividades que se realizan en conmemoración y homenaje de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki (jóvenes asesinados en 2002, en la represión a la movilización sobre Puente Pueyrredón), se ha confeccionado una bandera de banderas. Cada organización, colectivo, movimiento (“piquetero”, pero también cultural, feminista, estudiantil, sindical...), ha puesto lo suyo: una bandera, o pedazo de bandera, con su color, su símbolo, su nombre. Así se ha gestado esa bandera gigante, sucia, desprolija, hecha de retazos, con la cual los integrantes de los distintos  grupos se mezclan en la movilización.
Policromo (varios colores). No resulta un dato menor que los colores rojo y negro, celeste y blanco, violeta, azul-verde-amarillo-rojo-violeta-blanco-naranja, aparezcan mezclados en una misma columna movilizada. Es más, no es que confluyan distintos colores que identifican a distintas organizaciones en una única columna, sino que esos colores aparecen mezclados, muchas veces, en un mismo movimiento, y aun en una misma bandera. Tal vez esa mezcla sea un rasgo distintivo de la Nueva Izquierda (Autónoma) que se viene gestando en nuestro país en la última década.
Poligrafía (o escritura en diversas materias). ¿Qué tipo o género de escritura es ese que lleva en su nombre la identificación con lo provisorio, lo previo a un texto definitivo? ¡El ensayo! El ensayo. ¿Un género? En caso de serlo: un género de batalla. Aun con su propio estatuto dentro del sistema literario. Los ensayistas como duelistas. O como partisanos. El ensayo como forma de escritura que posibilita ir y venir entre distintos “géneros” y diversas “disciplinas” (seguramente por eso es considerado muchas veces un “género menor”). Porque el ensayo es una práctica que se propone conjurar –cuando no enfrentar de manera directa– el “terrorismo académico”. Y su escritura, una práctica que se propone actualizar (mediante su lectura), los recorridos de lecturas que hemos emprendido en distintos momentos, urgidos por distintas preocupaciones, atravesados por distintos deseos y diferentes coyunturas. ¿Qué otra cosa es el ensayo sino una conversación entre lectores? Gestar nuevas conversaciones, con nuevos lectores, entonces, es uno de los propósitos de la ensayística. O para decirlo con las palabras de Malraux (mediadas por la lectura y la escritura de Grüner), el derrame sobre el mundo de las reflexiones que provocan las lecturas, no es otra cosa que el pasaje del tratado al ensayo, de la ciencia a la conversación. En ese sentido, la ensayística es un tipo de escritura mucho más afín a nuestros propósitos. Por su impureza, mezcla, dislocamiento; escritura apasionada, desestabilizadora, anticlasificatoria. Por todo esto es que hago (hacemos) esta reivindicación apologética del ensayo.
Perversión-polimórfica (diversas formas, distintas a la norma). Lo perverso polimorfo, en clave psicoanalítica (o freudeana, para ser más preciso), remite a lo atípico, lo otro de lo normal[5] (Laplanche y Pontalis: 1997), es decir, remite a toda desviación respecto de la norma. Según el fundador del psicoanálisis, perversiones sexuales son  la homosexualidad, la peidofilia, la bestialidad, el fetichismo, el travestismo, el vouyerismo, el exhibicionismo, el sadomasoquismo, entre otras (Freud: 1984). No está de más remarcar que aquí la lectura del psicoanálisis es político-cultural (otra, muy otra, es la discusión “psíquica” en relación a las prácticas de la salud mental, según me dijeron mis amigos psicoanalistas rosarinos, Verónica y Esteban Fridman). Es que todas las idas y venidas, las vueltas y rodeos del profesor Freud en textos como el citado Tres ensayos..., nos llevan a un modelo de sexualidad machista, heterosexual, monogámico. Por más que el doctor vienés haya reconocido que todo individuo, sin excepción, puede elegir un objeto del mismo sexo (es más, no sólo que puede, sino que inconscientemente todos, todas, alguna vez, hemos efectuado esta elección), no deja de ser, esta, una sexualidad marcada por la normativa. Bien: ¿pero qué tiene que ver todo esto con la cuestión político-cultural? Tal vez nada, aunque no se puede ignorar el peso que el psicoanálisis ha tenido (y aun tiene), a la hora de efectuar estos análisis. En fin, y para concluir, se podría decir que estas conceptualizaciones psicoanalíticas nos vienen bien para (invertidas), pensar (desmoralizadas, como lo hizo el mismo Freud), las coordenadas político-culturales que pongan en cuestión la normatividad social vigente.

Glosa (I)

“Yo adoro sus contradicciones –“yo me traiciono a mi mismo”–. Su rechazo del Nobel. Sus diferentes devenires que imposibilitan su “captura”. Su definición. Sartre fue sólo Sartre”.
Eduardo Pavlovsky, Resistir Cholo, cultura y política en el capitalismo

Perversa y polimorfa si las hay, la figura de Jean Paul Sartre no deja de interpelarnos.
¿Cómo no hacernos eco de frases como “nuestra intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea” o “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo”? Ambas frases pertenecen a su clásico libro de posguerra, ¿Qué es la literatura?, publicado como Situation IV. Libro en el cual también arroja esta otra frase canónica: “¿Cómo –dicen– es que eso de escribir compromete?”. El compromiso del escritor, he aquí el inicio de un mal entendido. Porque más allá de su posición personal durante los 60 y 70 (su visita a la Cuba revolucionaria, junto a Simone de Beauvoir; su prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon; su rol durante el mayo francés; sus discursos a los obreros en la puerta de la fábrica Peugeot –subido a un barril– mientras se desarrolla un conflicto sindical, por marcar sólo los hitos más conocidos, más destacados), su teoría del compromiso poco y nada tiene que ver con lo que suele “divulgarse” bajo el mote de intelectual comprometido. En primer lugar, porque el compromiso es una posición existencial, que excede la opción política (léase: es comprometido quien dice tener ideas de izquierda). Se puede estar comprometido con la derecha o, más aun –nos dice Sastre– la abstención de posición también es una elección. Veamos, además, que Sartre habla de “contribuir” y “colocarse al lado”. Nada que ver con esa figura vanguardista del intelectual comprometido como aquel que ejerce la dirección del proceso.
No sólo se le ha criticado a Sartre que esa figura del compromiso estaba teñida de un intelectualismo vanguardista, sino que se sostuviera sobre principios de una libertad incondicionada, eterna. Sin embargo, cuando se refiere a este tema, sus conclusiones son contundentes (en sentido contrario al que se le critica). Dice: “Totalmente condicionado por su clase, su salario, la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta en sus sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su condición y la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado su porvenir de humillación sin tregua o de conquista y de victoria, según se elija resignado o revolucionario; y es de esta elección de lo que es responsable” (1981; p. 22). Como se ve, el obrero también está comprometido. Y algunos años más tarde (en 1955), en una entrevista realizada a propósito de su obra teatral Nekrassof, sostiene: “Hoy lo que importa es situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas. Nuestros temas deben ser sociales, pues son los temas mayores del mundo en el cual vivimos...” (1979; p. 54).
En cuanto a escribir, Sartre nunca deja de sostener que es un oficio. ¿Qué es un escritor? Simple: un hombre entre los hombres (2000; p. 159). Escribir, nos dice, es actuar. Y porque la palabra es acción, puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra puede ser un arma en el combate por la emancipación. Claro, se podrá objetar: ¡Mientras unos actúan poniendo el pellejo otros lo hacen desde su escritorio! Pero también en esto Sartre es claro, no vacila: “Llega el día en que la pluma se ve obligada a detenerse y es necesario entonces que el escritor tome las armas... La escritura lanza al escritor a la batalla”. Lo arroja al combate, entre otras cosas, porque la literatura (en sentido amplio), es como un llamamiento. Se escribe para que otros lean. Por eso, porque no se escribe para esclavos, es que escribir es, también, cierta forma de querer la libertad, de luchar por ella. No es que haya que elegir entre un fin u otro. Los fines se inventan –insiste Sartre–. “El hombre tiene que inventar cada día” (ibídem; p. 251). Una utopía, sí, puede ser: escribir para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo. Una utopía que no niega, sin embargo, los desafíos organizativos y políticos que presenta la guerra. De hecho, alguna vez supo señalar que la necesidad de formar cuadros para intervenir en funciones especializadas como la industria, el periodismo, etc., entraban en tensión con el principio de una comunidad que produce sus valores (1977). Tensiones que, más que dejarlas a un lado, fueron incorporadas como parte constitutiva de sus intentos narrativos. Por ejemplo, con su propuesta de narrativa situada: que no ofreciera respuestas tranquilizadoras, sino que inquietara; que dejara dudas y esperas por todas partes, que obligara al lector a gestarse sus propias conjeturas (que fueran, a su vez, un punto de vista más entre las perspectivas de los personajes), en fin, obras que irritaran porque proponen tareas incumplidas, inconclusas, obligando al lector a asistir a “experiencias cuyo desenlace es incierto” (1979; p. 208).
Finalmente, Sartre nos interpela –también– porque no puede dejar de resonar en nuestras cabezas su otra célebre frase, esa de la Crítica de la razón dialéctica: “el marxismo, lejos de estar agotado, es aún muy joven, casi está en la infancia, apenas si ha llegado a desarrollarse. Sigue siendo, pues, la filosofía de nuestro tiempo; es insuperable porque aún no han sido superadas las circunstancias que lo engendraron” (1995; p. 34). Mucha agua ha pasado ya por debajo de los puentes y no me animaría a sostener, hoy, que definirse como marxista allane muchos caminos, ni que facilite mucho las cosas. Sin embargo sigue siendo (el marxismo) indispensable, si es que pretendemos continuar sosteniendo una perspectiva de clase, no dogmática, pero sí radical, en cuanto a no dejar de reconocer la centralidad que el conflicto entre el trabajo y el capital tienen en nuestra sociedad.
En este sentido (¿heterodoxo?), podemos rescatar las palabras de nuestro compatriota Eduardo Grüner, quien hace algunos años planteó algo similar. Dijo –en pleno avance de las ideas conservadoras en el mundo tras de la caída del Muro de Berlín– que había que redefinir tanto la teoría como las prácticas que bregaban por la transformación; que ya no se trataba de el socialismo, de el Estado, de el proletariado, sino de una “puesta en cuestión” de esas identidades “monolíticas, tributarias de un pensamiento maniquéo y perezoso” (1996). De todos modos, insistía –insistimos– esta “puesta en cuestión” puede hacerse, aun, desde el interior de un pensamiento marxista que se encuentra (asimismo) en una permanente reconstrucción de su identidad. Porque esa es una de sus virtudes: ser, en el campo de las ciencias sociales, uno de los pocos pensamientos capaces de “ponerse en crisis desde  su interior”, recogiendo y reprocesando otros (y valiosos) discursos “exteriores” (ibídem; p. 72). En fin, como señala Grüner en otro lado, el marxismo, por sí sólo, no basta para pensar la historia. El mejor marxismo lo supo siempre. El mejor marxismo –los mejores marxismos, puesto que hay tantos– nunca fueron solamente marxismos” (2007; p. 38).
En fin: por todo esto es que Sartre continúa siendo una figura clave para repensar las posibilidades de labor intelectual, de izquierda, que apuesten a revolucionar la sociedad. Una figura como la de él puede ser criticada, entre tantas otras cosas, por su excesiva exageración del rol individual, aunque no por su actitud prolífica. Dan cuenta de ello los 10 tomos de Situaciones; sus 10 obras teatrales; sus 5 novelas; sus cuentos; sus guiones cinematográficos; su autobiografía; sus obras filosóficas; sus textos de crítica literaria o las notas y entrevistas sobre teatro; sumado a su activismo político y su permanente labor periodística, cuyo símbolo emblemático fue la revista mensual Les temps modernes.
Esta laboral prolífica y multi (o trans) disciplinaria, se torna central a la hora de pensar las tareas para una Nueva Generación Intelectual.

Perspectiva afirmativa

“Según Nietzsche lo trágico nunca ha sido comprendido: trágico=alegre. Otro modo de plantear la gran ecuación: querer=crear. No se ha comprendido que lo trágico era positividad pura y múltiple, alegría dinámica”
Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía

Cuando Federico Nietzsche realiza la distinción tajante entre pensador obrero y pensador artista, hace un gran aporte a las formas de concebir la producción de sentido. Claro, para quienes hoy –desde abajo y a la izquierda– pretendemos aportar, contribuir a la gestación de expresiones de resistencia cultural (de disputas con el sentido hegemónico), nos puede resultar chocante esta terminología nietzscheana. Ahora, si procedemos de manera desprejuiciada y nos ponemos “a la escucha” de esos conceptos (es más, podríamos ir más lejos e invertir los nombres con los que Nietzsche designa cada uno de esos términos), conseguiríamos –quizás– apropiarnos activamente de algunos de sus planteos.
Por ejemplo, cuando Nietzsche menciona la moral de esclavos y la diferencia de la aristocrática, no necesariamente tenemos que pensarla en términos “sociológicos”. Es más, nos va a resultar contraproducente, porque vamos a terminar generando un proceso de identificación con paradigmas que nada tienen que ver con las perspectivas de emancipación. Tomás Abraham supo destacar que se puede ser amo-proletario y esclavo-burgués, porque la micropolítica de los cuerpos no depende de la clase social, sino del sitio pulsional del que deriva el deseo.
La especie aristocrática (nótese que no es una clase social, sino un tipo de personalidad), es la que se presenta a sí misma como creadora de valores. Su arte peculiar es el del reino de la invención (Nietzsche: 2007; p. 224). Es el filósofo artista, precisamente, el que tiene como tarea crear valores, el que se sabe poseedor de fuerzas configuradoras. El pensador obrero, por el contrario, sólo reproduce lo existe. Es como aquel profesor que da clases en la Universidad (pongamos por caso la de Buenos Aires, pero puede ser cualquier otra), y que durante años (décadas aun), repite siempre el mismo monólogo ante su auditorio de estudiantes. Claro: se presenta como una eminencia, porque repite (y pretende que todos escuchen bien, tan bien que luego –previo atolondramiento de anotaciones en cuadernos o libretas– puedan vomitar todo ese conocimiento acumulado en los exámenes, donde se evaluará su capacidad de retención), decía, la eminencia repite todo ese saber que posee, porque se ha leído todo. Maquinaria perversa del aparato académico: uno que habla, muchos que escuchan y anotan para luego repetir y, en un futuro, con suerte (porque al menos en la UBA, un gran porcentaje de los docentes trabajan ad honorem, es decir, gratis), cambiar de rol, estar allí, en las mismas aulas, ya no escuchando y anotando sino hablando.
En fin, nuestro profesor (o profesora, porque la igualdad de género aquí viene bien al caso), el que repite hasta los mismos chistes, es sólo un ejemplo actual del pensador obrero.[6] Pero hay muchos más. Podría hacerse una colección de cuentos o relatos, de índole kafkiana, inspirados en las historias de los y las investigadores de CONICET: sus paseos por congresos, sus papers, sus proyectos de investigación mismos, muchas veces. Como decía, basta detenerse a pensar un minuto o dos, y saldrán varios de ejemplos más.
La perspectiva afirmativa no es, de todos modos, la del optimista boludo, que dice a todo sí y que no sabe decir no (es el asno el que sólo sabe decir y hacer sí; que dice sí a todo a lo existe, como supo señalar Zaratustra). La creación no es la resultante entre las fuerzas activas y reactivas, sino las fuerzas mismas configuradas de determinada manera.

Palabras finales
Seguramente porque el ensayo es un género que lo permite, en estas líneas he tratado de abordar distintos enfoques, distintas perspectivas disciplinares y corrientes teóricas (una teoría es exactamente como una caja de herramientas, supo decirle Deleuze a Foucault). También han estado presentes experiencias del activismo político, porque estoy convencido de que ellas tienen mucho que aportar a la reflexión y la producción teórica. En este sentido, no está de más recordar las palabras que Foucault le dijera a Deleuze: “Hay un sistema de poder que obstaculiza, que prohíbe, que invalida el discurso y el saber de las masas”. Si entendemos que la producción intelectual de izquierda no debe hacer seguidismo de las masas, pero tampoco caer en la ilusión vanguardista de pretender transmitir saberes ya preestablecidos y dirigir desde la posición del que ya se las sabe todas, porque tiene conciencia, porque conoce el funcionamiento que rige la lógica del capital, etcétera, etcétera, entonces –decía– la tarea de esta Nueva Generación Intelectual que ha parido la resistencia a la ofensiva capitalista de las últimas décadas, tiene como objetivo central revisar las coordenadas estéticas, éticas y teórico-políticas que guiaron el accionar de las generaciones precedentes.
Tal vez como bisagra, entre nuestra generación y las anteriores, se encuentren algunos de los planteos de Deleuze y Guattari. Por eso quisiera hacer aquí sólo un breve recorte de su vasta y prolífica obra. Tan sólo recuperar algunas de sus preguntas, que sospecho serán centrales para nosotros en los próximos años: ¿Es posible sustraer el pensamiento del modelo del Estado? ¿Existe algún medio para conjurar la formación de un aparato de Estado (o sus equivalentes en un grupo)?
Las hipótesis que ensayan en uno de los tomos de Capitalismo y esquizofrenia (en la meseta titulada “Tratado de nomadología: La máquina de guerra”) me resultan sumamente provechosas. Veo allí una enorme potencia para un pensamiento revoltoso, insubordinado, subversivo.
Ellos advierten sobre las complicidad, las mutuas implicancias que se establecen entre la forma-Estado y el modelo hegemónico del pensamiento. Si para el pensamiento es interesante apoyarse en el Estado (porque logra así una gravedad que nunca tendría por sí sólo, transformándose en un centro gracias al cual todo –incluido el propio Estado– parecieran existir gracias  a su eficacia y sanción), no menos interesante es para el Estado desplegarse en el pensamiento, y recibir de él la sanción de forma única, universal. “En efecto, la forma-Estado gana algo esencial al desarrollarse así en el pensamiento: todo un consenso. Sólo el pensamiento puede inventar la ficción de un estado universal de derecho”. El Estado proporciona así una forma de interioridad al pensamiento, pero éste proporciona al Estado la forma universal. Curioso intercambio entre la razón y el estado, dicen: “la razón realizada se confunde con el estado de derecho, al igual que el estado de hecho es el devenir de la razón” (2004: p.p. 380-381).
Por eso van a rescatar a Nietzsche y sus aforismo, a diferencia de la máxima que, en la república de las letras, funciona como un acto orgánico de Estado. El aforismo, dicen, siempre espera su sentido de una nueva fuerza exterior, de una última fuerza que debe conquistarlo o someterlo, utilizarlo.
Inventar, entonces, he aquí el núcleo central del pensamiento. Ahora bien, el intelectual, tal como lo estamos entendiendo ahora desde la Nueva Izquierda Autónoma, no sería un especialista en conceptos. En todo caso, su rol filosófico (digamos) consistiría en crear conceptos. “Crear conceptos siempre nuevos”, insistirán Deleuze y Guattari años más tarde, porque “los conceptos nuevos tienen que estar relacionados con problemas que sean los nuestros, con nuestra historia y, sobre todo, con nuestros devenires” (2009; p. 33). Es decir, una creación inmanente a las experiencias. Producidos, o co-producidos, junto a las luchas y los procesos de organización que como clase nos vamos dando. No refugiados en una cátedra, detrás de un escritorio sino en la calle. Calles –como señaló alguna vez Cortázar– muchas veces llenas de barricadas y ásperas confrontaciones.
Por supuesto, se podrá criticar mucho todo lo expuesto en este trabajo. De todos modos, no importa. O sí, y ¡bienvenido sea! ¿O no es, acaso, parte de las tareas del propio ensayo gestar polémicas y debates? Porque más que atender a  un propósito individual, tal como remarcó Susana Gómez, “el ensayista político pregunta sobre las preguntas que están en discusión sobre un tema particular” (Gómez: 2007; p. 19). Y las respuestas, o la elaboración misma de esas preguntas, conlleva siempre una posición, que entra en discusión con otra. Alguna vez –y lo menciono porque un poco en ese espíritu está escrito este ensayo– ante sus detractores, Freud escribió: “¡Son muchas acusaciones de una vez! Pero estoy preparado para rebatirlas todas…” (Freud: 1984; p. 241). Un poco en este espíritu, decía, estas líneas pretenden intervenir en los debates (en las preguntas inconclusas, las respuestas truncas) que nos atraviesan como generación. Porque de alguna manera necesitamos un poco más de irreverencia y audacia si pretendemos hacer oír nuestra voz  luego de los efectos del terror (¿O acaso no ha sido ese el signo de la época postdictatorial?). Irreverencia y audacia como la que se vio en las calles durante las jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre de 2001. Así también en el espacio textual, comprendiendo a la literatura como un cross a la mandíbula (Arlt: 1997; p. 386), poniéndonos los guantes para refutar los ideales (Nietzsche: 2006; p.), tal vez lleguemos a conquistar un pedazo de ese suelo anhelado. O tal vez, por qué no, ponernos los guantes para refutar a quienes se empecinaron (y aun se empecinan, tras un discurso progresista que se conforma con arreglar un poco lo existente, sin transformarlo de raíz), decía, darle un cross a la mandíbula a quienes niegan que en nuestra época, aún, es posible tomar el cielo por asalto.

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[1] Puede consultarse Pacheco, Mariano, De Cutral Có a Puente Pueyrredón, una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados, Desdele subte-El colectivo, Buenos Aires, 2010.
[2] No ahondaré en este tema por cuestiones de espacio.
[3] Puede consultarse sobre esta experiencia cultural en: http://suenacontraviento.blogspot.com (Pacheco, Mariano: Contraviento y marea, septiembre de 2010).
[4] Puede consultarse sobre la reapertura de la Estación en: http://www.profanaspalabras.blogspot.com  (Pacheco, Mariano: Multiplicar su ejemplo, continuar su lucha, diciembre de 2010).
[5] En otro ensayo,(Nietzsche, Freud y Roberto Arlt. Notas y reflexiones encontradas (en prensa), desarrollo con mayor amplitud este tema. De todos modos, quisiera destacar aquí que fue la discípula argentina de Leplanche quien ha destacado -en lecturas contemporáneas- que la perversión debía ser pensada ya en otra clave: como proceso de goce basado en la des-subjetivación del otro. Es decir, la perversión como un ejercicio sobre el cuerpo del  otro, despojándolo en su capacidad de acción, no sólo sexual sino intersubjetiva. En sus propias palabras: “No se trata ya de la transgresión de la zona, ni del modo de ejercicio de la genitalidad, sino de la imposibilidad de articular, en la escena sexual, el encuentro con el otro humano” (Bleichmar: 2005; pp. 115-116).
[6] La docencia –¡y no sólo en las Universidades!, también los colegios secundarios y aun en los primarios–puede ser (es) un oficio y una trinchera. Hay experiencias muy interesantes que se viene desarrollando desde espacios gremiales, pero también por fuera: desde la intervención (tanto en las formas como en los contenidos) en las aulas hasta la elaboración y ejecución de proyectos de extensión, de publicaciones, pasando por grupos de estudio, de investigación, de lectura y reflexión. También están las experiencias de docencia en el marco de los Bachilleratos Populares y el desarrollo de talleres de diverso tipo, con niños, adolescentes, jóvenes y adultos (filosofía, periodismo, literatura, artes plásticas, video y fotografía, música). Por supuesto, no todo aquel o aquella que realiza este tipo de actividades es de por sí un intelectual. Hace falta una perspectiva determinada para que allí se produzca otra cosa que no sea la repetición automatizada de una tarea.