Notas sobre la emergencia de una Nueva Generación Intelectual en la Argentina
(Dossier "2001-2011: una década en disputa", abril 2011)
A modo de introducción
Como en la historieta de Héctor Germán Oesterheld, El Eternauta, para quienes nos sentimos parte de la Nueva Izquierda Autónoma, las jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre de 2001 funcionan como símbolo insoslayable de un héroe que es colectivo. Tanto las experiencias que surgieron entonces como las que se venían desarrollando y se fortalecieron con la rebelión, dan cuenta de un proceso de insubordinación al modelo neoliberal y de revisión de las apuestas revolucionarias de transformación social. La revuelta permitió volver a entender la política en una clave creativa y no subordinada a los poderes hegemónicos. Puso en cuestión la lógica estatal, pero también, las visiones vanguardistas, partidocéntricas e intelectualistas a las que tan apegadamente se encontraron siempre ligadas las experiencias de la izquierda tradicional.
De alguna manera, en diciembre de 2001, se puso de manifiesto aquello que se venía amasando desde el subsuelo de la historia: que la política (de emancipación) necesita de los cuerpos en movimiento y de la emergencia de nuevas subjetividades. De allí la importancia que tuvieron las puebladas que desde 1996 se dieron en el país (Desde Cutral Có en adelante) y la emergencia del zapatismo en México en 1994, junto a las luchas antiglobalización que se produjeron en los países centrales. Desde entonces, la recuperación de empresas por parte de sus trabajadores y su puesta en funcionamiento bajo lógicas cooperativas y autogestivas; los piquetes que parieron a las organizaciones territoriales en las villas, asentamientos y barridas populares; las cacerolas que dieron emergencia a las asambleas barriales en las principales ciudades del país; la recuperación de algunos cuerpos de delegados y comisiones internas que fueron gestando interesantes expresiones de un nuevo sindicalismo de base, democrático y participativo; la reconquista de algunos centros de estudiantes y federaciones universitarias; la explosión de luchas de los estudiantes secundarios; la emergencia de experiencias de resistencia contra el saqueo de los recursos naturales y la contaminación; los escraches de los HIJOS en continuidad con la pelea emprendida tiempo antes por las Madres y las Abuelas por la memoria, contra el olvido y por la justicia en relación a las atrocidades cometidas durante la última dictadura cívico-militar; el avance del feminismo y de las asociaciones que fueron haciendo cada vez más visible la lucha por la diversidad de géneros; la emergencia de colectivos culturales y comunicacionales que comenzaron a cuestionar el monopolio de la producción y circulación de la información y el autoencierro del arte en sus propias lógicas. En fin, todas esas experiencias que en Argentina emergieron desde abajo y a la izquierda, junto con los importantes avances populares producidos en Venezuela y Bolivia, han sido elementos fundamentales en la emergencia de una nueva manera de entender el mundo y de intervenir sobre él. Como parte de este proceso, entiendo, se ha ido gestando, también, una nueva generación de intelectuales de izquierda.
Partisanos (Los intelectuales como activistas y trabajadores de la cultura)
“Era muy joven y no sabía que el mundo académico era más peligroso que el de los espías. En el mundo de los espías existen algunos agentes dobles; en el académico, todos los agentes son dobles”.
Pablo De Santis, La traducción
Nueva generación intelectual. Las incitaciones y ensayos de Omar Acha abrieron un horizonte de debates al interior de un sector de la intelectualidad contemporánea. Entre la fecha de publicación de su libro (2008) y hoy (2011), se han producido una serie de textos que han contribuido a profundizar este debate. Entre ellos, los publicados en el dossier de la revista de la cual el propio Acha es miembro del Comité Editor: El Nuevo Topo (N° 6, 2009). En paralelo, Maristella Svampa propició la figura del “intelectual anfibio” y una serie de intelectuales se nuclearon en torno a Carta Abierta.[2] Un breve repaso por ciertas aristas de los planteos mencionados pueden ayudarnos a profundizar este debate, y continuar afirmando que una Nueva Generación Intelectual (de Izquierda), está emergiendo en nuestro país, en nuestro continente.
Acha plantea en su libro algo que hoy me parece central: no se puede continuar hablando del intelectual en términos clásicos. Quienes filman, diseñan escenarios, actúan, son tan intelectuales como quienes escriben o editan libros (así como quienes se dedican a las prácticas artísticas –músicos, malabaristas, murgeros–, periodísticas –sean del blog o del papel– o docentes). Teniendo como punto de partida el ánimo de ruptura del período de crisis del 2001-2002 (momento en el cual la “generación anterior” se mostró incompetente, conservadora), la nueva generación de intelectuales se encontraría aun en un momento de emergencia. Claro que para Acha el tema de los 70 es central (de ahí que ameriten un balance crítico, que permita “atravesar” los problemas allí planteados), entre otras cosas porque como generación nos vemos marcados por una ausencia (la de una generación diezmada por la dictadura y silenciada –como proyecto– por los “consensos democráticos”), con la cual poder polemizar. Pero eso no quita que asumamos que somos una generación de nuevo tipo: tal vez la primera que no piensa, siente y crea apelando a una filosofía de la historia progresiva, a ideas trascendentes y liderazgos carismáticos. Bien, pero entonces: ¿qué nos une? La asunción grupal de una situación histórica; la vocación de hacer una obra colectiva, dice Acha, y aclara enseguida que no tiene que ser, necesariamente, unitaria, homogénea ni uniforme, sino que basta con que tenga una serie de temas comunes alrededor de los cuales articularse. En fin, una generación que, a diferencia de la anterior (y Acha remarca una y otra vez que no se trata de décadas de nacimiento sino de las maneras en que se encara la praxis cultural), entusiasmada hoy en día con la narratividad kirchnerista, no pretenda “restaurar el mito de la Argentina normal”. Una generación que asuma el desafío de pensar, sentir, actuar por fuera de la lógica binaria hegemónica, esa que parece condenarnos a tener que optar siempre entre el obrerismo marxista o el caudillismo peronista. Una generación que, desde una perspectiva latinoamericana, contribuya a gestar un movimiento de revolución cultural.
Por su parte –y en consonancia con buena parte de los planteos de Acha–, Ariel Petruccelli destaca esta cuestión de que lo que importa (lo que nos importa), es la definición política y no tanto sociológica del concepto. Es decir, cómo pensar a una nueva generación de intelectuales... de izquierda. Una intelectualidad que, a diferencia de la de épocas precedentes, no privilegie (no busque privilegiar tanto) las grandes figuras, sino más bien que se empeñe en gestar colectivos, grupos, asociaciones de trabajo intelectual, que se ligen –que se acoplen– a otras prácticas militantes. De allí (o por eso mismo) que la Nueva Generación de Intelectuales de Izquierda no pueda pensarse desligada de la emergencia de una Nueva Izquierda –según destaca Mazzeo: una “Nueva nueva izquierda”– parida al calor de la protesta social, de la acción directa y los procesos de autoorganización popular del período 2000-2003. Una nueva intelectualidad que reivindique una hermenéutica situada.
Partisanos. Incómodos en la academia –sitio por excelencia donde se promueve, se cristaliza la relación saber-poder– no podemos sentirnos parte de lógicas que nos resultan casi por completo ajenas (habitar la academia tal como un obrero habita su fábrica, y no su sindicato –la metáfora sólo es válida en caso de que no sea un organismo burocrático, está claro–). Si bien no se debe emprender la marcha cuando no se conoce bien la topografía del territorio enemigo, también es cierto (siguiendo los consejos de Sun Tzu), que los territorios en el interior del reino enemigo son estratégicos, mucho más que los cercanos a sus fronteras. De allí que no sea muy prudente descartar, de antemano y por purismos conceptuales, la intervención en la academia. Pero es una disputa al interior de un dispositivo que pretendemos cambiar de raíz. Porque a diferencia de lo que promueve la intelectualidad radical (son nuevamente palabras de Mazzeo) la academia estandariza opiniones, moldea la producción, obliga a la especialización, busca adaptar todo a su lógica burocrática. De allí que, tanto los horizontes como los lenguajes de una y otra, permanezcan a universos antagónicos. Y es ese antagonismo el que nos hace sentirnos un tanto ajenos a los postulados de Svampa, para quien el intelectual (anfibio) es aquel capaz de “habitar y recorrer varios mundos, y desarrollar por ende, una mayor comprensión y reflexión sobre las diferentes realidades sociales y sobre sí mismo” (2008; p. 31). Por supuesto (y en esto tiene razón), que se corre el riesgo de que el “investigador militante” se convierta en un activista tiempo completo, descuidando la práctica específica.
Bien. Ahora sí, para ir cerrando –y tomando ya un poco de distancia del arte de la guerra oriental– podemos acercarnos más a la idea de duelo. Claro que ya no será un duelo de características tradicionales (individualizado y aristocrático), sino uno más acorde a nuestra época. Un duelo entre fuerzas sociales y políticas, pero que a diferencia del combate, no pretenda evitar una estrategia de aniquilamiento del enemigo, aspirando sólo a la capitulación de sus fuerzas, sino que recupere el propósito manifiesto del duelo: “que una de las dos partes –según lo expresó un gran duelista literario–, al menos, resulte herida, cuando no muerta inmediatamente”. Más adelante, en la misma novela, el autor afirma: “Preguntados si la situación estaba zanjada esta vez, emitieron su convicción de que se trataba de un asunto que sólo lo estaría cuando una de las dos partes cayese sin vida sobre el campo del honor” (Conrad: 1977; pp. 18-60). Claro que –retomando nuevamente los planteos del ancestral teórico chino– es importante descubrir a los agentes del enemigo que se hayan infiltrado en el ejército propio, así como sembrar discordias en sus filas (caos), apelando a la astucia y al engaño para debilitarlo y aumentar las propias fuerzas, en la búsqueda del triunfo.
Perversos y polimorfos
“Avanzaron en la línea de la mecánica nacional (copiar-adaptar-injertar-inventar)”
Ricardo Piglia, Blanco nocturno
¿Cómo definir, entonces, nuestra posición actual? Tal vez podamos apelar a algunos adjetivos para dar cuenta de lo que se está tratando de decir. Polifónicos, polifacéticos, policromos, polígrafos... en fin: perversos y polimorfos. Hurgando en los significados de estas palabras se me vinieron a la cabeza algunos ejemplos que pueden venir bien para ilustrar estas ideas.
Polifonía (varias voces). El grupo musical Contraviento[3] ha creado, con el devenir de sus presentaciones en distintos sitios, una canción de canciones, donde los instrumentos musicales se van entremezclando con las voces principales, las del coro, y las del “público” (va entre comillas, porque es cierto que en determinados momentos, cuando los músicos se mezclan con su público, es difícil diferenciar quien es quien), y lo que surgió como un himno de lucha callejera aparece ahora como el fragmento de una canción más larga, donde se incluyen melodías que incitan a emociones encontradas. Polifacético (varias fases). Desde hace varios años, para las jornadas de resistencia cultural que todos los 25 y 26 de junio se organizan en el distrito de Avellaneda (en la ex estación de ferrocarril Avellaneda, hoy Estación Darío y Maxi, transformada en una Escultura Popular),[4] decía, en esas actividades que se realizan en conmemoración y homenaje de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki (jóvenes asesinados en 2002, en la represión a la movilización sobre Puente Pueyrredón), se ha confeccionado una bandera de banderas. Cada organización, colectivo, movimiento (“piquetero”, pero también cultural, feminista, estudiantil, sindical...), ha puesto lo suyo: una bandera, o pedazo de bandera, con su color, su símbolo, su nombre. Así se ha gestado esa bandera gigante, sucia, desprolija, hecha de retazos, con la cual los integrantes de los distintos grupos se mezclan en la movilización. Policromo (varios colores). No resulta un dato menor que los colores rojo y negro, celeste y blanco, violeta, azul-verde-amarillo-rojo-violeta-blanco-naranja, aparezcan mezclados en una misma columna movilizada. Es más, no es que confluyan distintos colores que identifican a distintas organizaciones en una única columna, sino que esos colores aparecen mezclados, muchas veces, en un mismo movimiento, y aun en una misma bandera. Tal vez esa mezcla sea un rasgo distintivo de la Nueva Izquierda (Autónoma) que se viene gestando en nuestro país en la última década.
Poligrafía (o escritura en diversas materias). ¿Qué tipo o género de escritura es ese que lleva en su nombre la identificación con lo provisorio, lo previo a un texto definitivo? ¡El ensayo! El ensayo. ¿Un género? En caso de serlo: un género de batalla. Aun con su propio estatuto dentro del sistema literario. Los ensayistas como duelistas. O como partisanos. El ensayo como forma de escritura que posibilita ir y venir entre distintos “géneros” y diversas “disciplinas” (seguramente por eso es considerado muchas veces un “género menor”). Porque el ensayo es una práctica que se propone conjurar –cuando no enfrentar de manera directa– el “terrorismo académico”. Y su escritura, una práctica que se propone actualizar (mediante su lectura), los recorridos de lecturas que hemos emprendido en distintos momentos, urgidos por distintas preocupaciones, atravesados por distintos deseos y diferentes coyunturas. ¿Qué otra cosa es el ensayo sino una conversación entre lectores? Gestar nuevas conversaciones, con nuevos lectores, entonces, es uno de los propósitos de la ensayística. O para decirlo con las palabras de Malraux (mediadas por la lectura y la escritura de Grüner), el derrame sobre el mundo de las reflexiones que provocan las lecturas, no es otra cosa que el pasaje del tratado al ensayo, de la ciencia a la conversación. En ese sentido, la ensayística es un tipo de escritura mucho más afín a nuestros propósitos. Por su impureza, mezcla, dislocamiento; escritura apasionada, desestabilizadora, anticlasificatoria. Por todo esto es que hago (hacemos) esta reivindicación apologética del ensayo.
Perversión-polimórfica (diversas formas, distintas a la norma). Lo perverso polimorfo, en clave psicoanalítica (o freudeana, para ser más preciso), remite a lo atípico, lo otro de lo normal[5] (Laplanche y Pontalis: 1997), es decir, remite a toda desviación respecto de la norma. Según el fundador del psicoanálisis, perversiones sexuales son la homosexualidad, la peidofilia, la bestialidad, el fetichismo, el travestismo, el vouyerismo, el exhibicionismo, el sadomasoquismo, entre otras (Freud: 1984). No está de más remarcar que aquí la lectura del psicoanálisis es político-cultural (otra, muy otra, es la discusión “psíquica” en relación a las prácticas de la salud mental, según me dijeron mis amigos psicoanalistas rosarinos, Verónica y Esteban Fridman). Es que todas las idas y venidas, las vueltas y rodeos del profesor Freud en textos como el citado Tres ensayos..., nos llevan a un modelo de sexualidad machista, heterosexual, monogámico. Por más que el doctor vienés haya reconocido que todo individuo, sin excepción, puede elegir un objeto del mismo sexo (es más, no sólo que puede, sino que inconscientemente todos, todas, alguna vez, hemos efectuado esta elección), no deja de ser, esta, una sexualidad marcada por la normativa. Bien: ¿pero qué tiene que ver todo esto con la cuestión político-cultural? Tal vez nada, aunque no se puede ignorar el peso que el psicoanálisis ha tenido (y aun tiene), a la hora de efectuar estos análisis. En fin, y para concluir, se podría decir que estas conceptualizaciones psicoanalíticas nos vienen bien para (invertidas), pensar (desmoralizadas, como lo hizo el mismo Freud), las coordenadas político-culturales que pongan en cuestión la normatividad social vigente.
Glosa (I)
“Yo adoro sus contradicciones –“yo me traiciono a mi mismo”–. Su rechazo del Nobel. Sus diferentes devenires que imposibilitan su “captura”. Su definición. Sartre fue sólo Sartre”.
Eduardo Pavlovsky, Resistir Cholo, cultura y política en el capitalismo
Perversa y polimorfa si las hay, la figura de Jean Paul Sartre no deja de interpelarnos.
¿Cómo no hacernos eco de frases como “nuestra intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea” o “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo”? Ambas frases pertenecen a su clásico libro de posguerra, ¿Qué es la literatura?, publicado como Situation IV. Libro en el cual también arroja esta otra frase canónica: “¿Cómo –dicen– es que eso de escribir compromete?”. El compromiso del escritor, he aquí el inicio de un mal entendido. Porque más allá de su posición personal durante los 60 y 70 (su visita a la Cuba revolucionaria, junto a Simone de Beauvoir; su prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon; su rol durante el mayo francés; sus discursos a los obreros en la puerta de la fábrica Peugeot –subido a un barril– mientras se desarrolla un conflicto sindical, por marcar sólo los hitos más conocidos, más destacados), su teoría del compromiso poco y nada tiene que ver con lo que suele “divulgarse” bajo el mote de intelectual comprometido. En primer lugar, porque el compromiso es una posición existencial, que excede la opción política (léase: es comprometido quien dice tener ideas de izquierda). Se puede estar comprometido con la derecha o, más aun –nos dice Sastre– la abstención de posición también es una elección. Veamos, además, que Sartre habla de “contribuir” y “colocarse al lado”. Nada que ver con esa figura vanguardista del intelectual comprometido como aquel que ejerce la dirección del proceso.
No sólo se le ha criticado a Sartre que esa figura del compromiso estaba teñida de un intelectualismo vanguardista, sino que se sostuviera sobre principios de una libertad incondicionada, eterna. Sin embargo, cuando se refiere a este tema, sus conclusiones son contundentes (en sentido contrario al que se le critica). Dice: “Totalmente condicionado por su clase, su salario, la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta en sus sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su condición y la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado su porvenir de humillación sin tregua o de conquista y de victoria, según se elija resignado o revolucionario; y es de esta elección de lo que es responsable” (1981; p. 22). Como se ve, el obrero también está comprometido. Y algunos años más tarde (en 1955), en una entrevista realizada a propósito de su obra teatral Nekrassof, sostiene: “Hoy lo que importa es situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas. Nuestros temas deben ser sociales, pues son los temas mayores del mundo en el cual vivimos...” (1979; p. 54).
En cuanto a escribir, Sartre nunca deja de sostener que es un oficio. ¿Qué es un escritor? Simple: un hombre entre los hombres (2000; p. 159). Escribir, nos dice, es actuar. Y porque la palabra es acción, puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra puede ser un arma en el combate por la emancipación. Claro, se podrá objetar: ¡Mientras unos actúan poniendo el pellejo otros lo hacen desde su escritorio! Pero también en esto Sartre es claro, no vacila: “Llega el día en que la pluma se ve obligada a detenerse y es necesario entonces que el escritor tome las armas... La escritura lanza al escritor a la batalla”. Lo arroja al combate, entre otras cosas, porque la literatura (en sentido amplio), es como un llamamiento. Se escribe para que otros lean. Por eso, porque no se escribe para esclavos, es que escribir es, también, cierta forma de querer la libertad, de luchar por ella. No es que haya que elegir entre un fin u otro. Los fines se inventan –insiste Sartre–. “El hombre tiene que inventar cada día” (ibídem; p. 251). Una utopía, sí, puede ser: escribir para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo. Una utopía que no niega, sin embargo, los desafíos organizativos y políticos que presenta la guerra. De hecho, alguna vez supo señalar que la necesidad de formar cuadros para intervenir en funciones especializadas como la industria, el periodismo, etc., entraban en tensión con el principio de una comunidad que produce sus valores (1977). Tensiones que, más que dejarlas a un lado, fueron incorporadas como parte constitutiva de sus intentos narrativos. Por ejemplo, con su propuesta de narrativa situada: que no ofreciera respuestas tranquilizadoras, sino que inquietara; que dejara dudas y esperas por todas partes, que obligara al lector a gestarse sus propias conjeturas (que fueran, a su vez, un punto de vista más entre las perspectivas de los personajes), en fin, obras que irritaran porque proponen tareas incumplidas, inconclusas, obligando al lector a asistir a “experiencias cuyo desenlace es incierto” (1979; p. 208).
Finalmente, Sartre nos interpela –también– porque no puede dejar de resonar en nuestras cabezas su otra célebre frase, esa de la Crítica de la razón dialéctica: “el marxismo, lejos de estar agotado, es aún muy joven, casi está en la infancia, apenas si ha llegado a desarrollarse. Sigue siendo, pues, la filosofía de nuestro tiempo; es insuperable porque aún no han sido superadas las circunstancias que lo engendraron” (1995; p. 34). Mucha agua ha pasado ya por debajo de los puentes y no me animaría a sostener, hoy, que definirse como marxista allane muchos caminos, ni que facilite mucho las cosas. Sin embargo sigue siendo (el marxismo) indispensable, si es que pretendemos continuar sosteniendo una perspectiva de clase, no dogmática, pero sí radical, en cuanto a no dejar de reconocer la centralidad que el conflicto entre el trabajo y el capital tienen en nuestra sociedad.
En este sentido (¿heterodoxo?), podemos rescatar las palabras de nuestro compatriota Eduardo Grüner, quien hace algunos años planteó algo similar. Dijo –en pleno avance de las ideas conservadoras en el mundo tras de la caída del Muro de Berlín– que había que redefinir tanto la teoría como las prácticas que bregaban por la transformación; que ya no se trataba de el socialismo, de el Estado, de el proletariado, sino de una “puesta en cuestión” de esas identidades “monolíticas, tributarias de un pensamiento maniquéo y perezoso” (1996). De todos modos, insistía –insistimos– esta “puesta en cuestión” puede hacerse, aun, desde el interior de un pensamiento marxista que se encuentra (asimismo) en una permanente reconstrucción de su identidad. Porque esa es una de sus virtudes: ser, en el campo de las ciencias sociales, uno de los pocos pensamientos capaces de “ponerse en crisis desde su interior”, recogiendo y reprocesando otros (y valiosos) discursos “exteriores” (ibídem; p. 72). En fin, como señala Grüner en otro lado, el marxismo, por sí sólo, no basta para pensar la historia. El mejor marxismo lo supo siempre. El mejor marxismo –los mejores marxismos, puesto que hay tantos– nunca fueron solamente marxismos” (2007; p. 38).
En fin: por todo esto es que Sartre continúa siendo una figura clave para repensar las posibilidades de labor intelectual, de izquierda, que apuesten a revolucionar la sociedad. Una figura como la de él puede ser criticada, entre tantas otras cosas, por su excesiva exageración del rol individual, aunque no por su actitud prolífica. Dan cuenta de ello los 10 tomos de Situaciones; sus 10 obras teatrales; sus 5 novelas; sus cuentos; sus guiones cinematográficos; su autobiografía; sus obras filosóficas; sus textos de crítica literaria o las notas y entrevistas sobre teatro; sumado a su activismo político y su permanente labor periodística, cuyo símbolo emblemático fue la revista mensual Les temps modernes.
Esta laboral prolífica y multi (o trans) disciplinaria, se torna central a la hora de pensar las tareas para una Nueva Generación Intelectual.
Perspectiva afirmativa
“Según Nietzsche lo trágico nunca ha sido comprendido: trágico=alegre. Otro modo de plantear la gran ecuación: querer=crear. No se ha comprendido que lo trágico era positividad pura y múltiple, alegría dinámica”
Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía
Cuando Federico Nietzsche realiza la distinción tajante entre pensador obrero y pensador artista, hace un gran aporte a las formas de concebir la producción de sentido. Claro, para quienes hoy –desde abajo y a la izquierda– pretendemos aportar, contribuir a la gestación de expresiones de resistencia cultural (de disputas con el sentido hegemónico), nos puede resultar chocante esta terminología nietzscheana. Ahora, si procedemos de manera desprejuiciada y nos ponemos “a la escucha” de esos conceptos (es más, podríamos ir más lejos e invertir los nombres con los que Nietzsche designa cada uno de esos términos), conseguiríamos –quizás– apropiarnos activamente de algunos de sus planteos.
Por ejemplo, cuando Nietzsche menciona la moral de esclavos y la diferencia de la aristocrática, no necesariamente tenemos que pensarla en términos “sociológicos”. Es más, nos va a resultar contraproducente, porque vamos a terminar generando un proceso de identificación con paradigmas que nada tienen que ver con las perspectivas de emancipación. Tomás Abraham supo destacar que se puede ser amo-proletario y esclavo-burgués, porque la micropolítica de los cuerpos no depende de la clase social, sino del sitio pulsional del que deriva el deseo.
La especie aristocrática (nótese que no es una clase social, sino un tipo de personalidad), es la que se presenta a sí misma como creadora de valores. Su arte peculiar es el del reino de la invención (Nietzsche: 2007; p. 224). Es el filósofo artista, precisamente, el que tiene como tarea crear valores, el que se sabe poseedor de fuerzas configuradoras. El pensador obrero, por el contrario, sólo reproduce lo existe. Es como aquel profesor que da clases en la Universidad (pongamos por caso la de Buenos Aires, pero puede ser cualquier otra), y que durante años (décadas aun), repite siempre el mismo monólogo ante su auditorio de estudiantes. Claro: se presenta como una eminencia, porque repite (y pretende que todos escuchen bien, tan bien que luego –previo atolondramiento de anotaciones en cuadernos o libretas– puedan vomitar todo ese conocimiento acumulado en los exámenes, donde se evaluará su capacidad de retención), decía, la eminencia repite todo ese saber que posee, porque se ha leído todo. Maquinaria perversa del aparato académico: uno que habla, muchos que escuchan y anotan para luego repetir y, en un futuro, con suerte (porque al menos en la UBA, un gran porcentaje de los docentes trabajan ad honorem, es decir, gratis), cambiar de rol, estar allí, en las mismas aulas, ya no escuchando y anotando sino hablando.
En fin, nuestro profesor (o profesora, porque la igualdad de género aquí viene bien al caso), el que repite hasta los mismos chistes, es sólo un ejemplo actual del pensador obrero.[6] Pero hay muchos más. Podría hacerse una colección de cuentos o relatos, de índole kafkiana, inspirados en las historias de los y las investigadores de CONICET: sus paseos por congresos, sus papers, sus proyectos de investigación mismos, muchas veces. Como decía, basta detenerse a pensar un minuto o dos, y saldrán varios de ejemplos más. La perspectiva afirmativa no es, de todos modos, la del optimista boludo, que dice a todo sí y que no sabe decir no (es el asno el que sólo sabe decir y hacer sí; que dice sí a todo a lo existe, como supo señalar Zaratustra). La creación no es la resultante entre las fuerzas activas y reactivas, sino las fuerzas mismas configuradas de determinada manera.
Palabras finales
Seguramente porque el ensayo es un género que lo permite, en estas líneas he tratado de abordar distintos enfoques, distintas perspectivas disciplinares y corrientes teóricas (una teoría es exactamente como una caja de herramientas, supo decirle Deleuze a Foucault). También han estado presentes experiencias del activismo político, porque estoy convencido de que ellas tienen mucho que aportar a la reflexión y la producción teórica. En este sentido, no está de más recordar las palabras que Foucault le dijera a Deleuze: “Hay un sistema de poder que obstaculiza, que prohíbe, que invalida el discurso y el saber de las masas”. Si entendemos que la producción intelectual de izquierda no debe hacer seguidismo de las masas, pero tampoco caer en la ilusión vanguardista de pretender transmitir saberes ya preestablecidos y dirigir desde la posición del que ya se las sabe todas, porque tiene conciencia, porque conoce el funcionamiento que rige la lógica del capital, etcétera, etcétera, entonces –decía– la tarea de esta Nueva Generación Intelectual que ha parido la resistencia a la ofensiva capitalista de las últimas décadas, tiene como objetivo central revisar las coordenadas estéticas, éticas y teórico-políticas que guiaron el accionar de las generaciones precedentes.
Tal vez como bisagra, entre nuestra generación y las anteriores, se encuentren algunos de los planteos de Deleuze y Guattari. Por eso quisiera hacer aquí sólo un breve recorte de su vasta y prolífica obra. Tan sólo recuperar algunas de sus preguntas, que sospecho serán centrales para nosotros en los próximos años: ¿Es posible sustraer el pensamiento del modelo del Estado? ¿Existe algún medio para conjurar la formación de un aparato de Estado (o sus equivalentes en un grupo)?
Las hipótesis que ensayan en uno de los tomos de Capitalismo y esquizofrenia (en la meseta titulada “Tratado de nomadología: La máquina de guerra”) me resultan sumamente provechosas. Veo allí una enorme potencia para un pensamiento revoltoso, insubordinado, subversivo.
Ellos advierten sobre las complicidad, las mutuas implicancias que se establecen entre la forma-Estado y el modelo hegemónico del pensamiento. Si para el pensamiento es interesante apoyarse en el Estado (porque logra así una gravedad que nunca tendría por sí sólo, transformándose en un centro gracias al cual todo –incluido el propio Estado– parecieran existir gracias a su eficacia y sanción), no menos interesante es para el Estado desplegarse en el pensamiento, y recibir de él la sanción de forma única, universal. “En efecto, la forma-Estado gana algo esencial al desarrollarse así en el pensamiento: todo un consenso. Sólo el pensamiento puede inventar la ficción de un estado universal de derecho”. El Estado proporciona así una forma de interioridad al pensamiento, pero éste proporciona al Estado la forma universal. Curioso intercambio entre la razón y el estado, dicen: “la razón realizada se confunde con el estado de derecho, al igual que el estado de hecho es el devenir de la razón” (2004: p.p. 380-381).
Por eso van a rescatar a Nietzsche y sus aforismo, a diferencia de la máxima que, en la república de las letras, funciona como un acto orgánico de Estado. El aforismo, dicen, siempre espera su sentido de una nueva fuerza exterior, de una última fuerza que debe conquistarlo o someterlo, utilizarlo.
Inventar, entonces, he aquí el núcleo central del pensamiento. Ahora bien, el intelectual, tal como lo estamos entendiendo ahora desde la Nueva Izquierda Autónoma, no sería un especialista en conceptos. En todo caso, su rol filosófico (digamos) consistiría en crear conceptos. “Crear conceptos siempre nuevos”, insistirán Deleuze y Guattari años más tarde, porque “los conceptos nuevos tienen que estar relacionados con problemas que sean los nuestros, con nuestra historia y, sobre todo, con nuestros devenires” (2009; p. 33). Es decir, una creación inmanente a las experiencias. Producidos, o co-producidos, junto a las luchas y los procesos de organización que como clase nos vamos dando. No refugiados en una cátedra, detrás de un escritorio sino en la calle. Calles –como señaló alguna vez Cortázar– muchas veces llenas de barricadas y ásperas confrontaciones.
Por supuesto, se podrá criticar mucho todo lo expuesto en este trabajo. De todos modos, no importa. O sí, y ¡bienvenido sea! ¿O no es, acaso, parte de las tareas del propio ensayo gestar polémicas y debates? Porque más que atender a un propósito individual, tal como remarcó Susana Gómez, “el ensayista político pregunta sobre las preguntas que están en discusión sobre un tema particular” (Gómez: 2007; p. 19). Y las respuestas, o la elaboración misma de esas preguntas, conlleva siempre una posición, que entra en discusión con otra. Alguna vez –y lo menciono porque un poco en ese espíritu está escrito este ensayo– ante sus detractores, Freud escribió: “¡Son muchas acusaciones de una vez! Pero estoy preparado para rebatirlas todas…” (Freud: 1984; p. 241). Un poco en este espíritu, decía, estas líneas pretenden intervenir en los debates (en las preguntas inconclusas, las respuestas truncas) que nos atraviesan como generación. Porque de alguna manera necesitamos un poco más de irreverencia y audacia si pretendemos hacer oír nuestra voz luego de los efectos del terror (¿O acaso no ha sido ese el signo de la época postdictatorial?). Irreverencia y audacia como la que se vio en las calles durante las jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre de 2001. Así también en el espacio textual, comprendiendo a la literatura como un cross a la mandíbula (Arlt: 1997; p. 386), poniéndonos los guantes para refutar los ideales (Nietzsche: 2006; p.), tal vez lleguemos a conquistar un pedazo de ese suelo anhelado. O tal vez, por qué no, ponernos los guantes para refutar a quienes se empecinaron (y aun se empecinan, tras un discurso progresista que se conforma con arreglar un poco lo existente, sin transformarlo de raíz), decía, darle un cross a la mandíbula a quienes niegan que en nuestra época, aún, es posible tomar el cielo por asalto.
Bibliografía
Abraham, Tomás, El último oficio de Nietzsche, Sudamericana, Buenos Aires, 2005.
Acha, Omar, La nueva generación de intelectuales, Herramienta Ediciones, Buenos Aires, 2008.
Arlt, Roberto, Obras. Tomo I: Novelas, Losada, Buenos Aires, 1997.
Conrad, Joseph, El duelo, Alfaguara, Madrid, 1977.
De Santis, Pablo, La traducción, Planeta, Buenos Aires, 2006.
Deleuze, Gilles y Guattari, Féliz, “Tratado de nomadología: La máquina de guerra”, en Mil mesetas, capitalismo o esquizofrenia, PRE-TEXTOS, Valencia, 2004.
Deleuze, Gilles y Guattari, Féliz, ¿Qué es la filosofía?, ANAGRAMA, Barcelona, 2009.
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