martes, 26 de marzo de 2024

Entrevista al filósofo argentino Tomás Abraham

 Un cuerpo lleno de ideas


Mariano Pacheco

(Perfil Cultura)

 

En los años ochenta fundó el Colegio Argentino de Filosofía, la Cátedra de Filosofía en el Ciclo Básico Común (CBC), el Colegio Argentino de Filosofía y el Seminario de los Jueves, en el que durante décadas distintos actores se reunieron semanalmente a estudiar y debatir. Su último libro publicado, en 2023, se titula Diario de un abuelo salvaje, pero su imagen se parece más a la de un guerrero del pensamiento que contagia entusiasmo, que a la de un típico abuelo. ¿Cómo definir entonces a Tomás Abraham? Bisagra, tensiones, invenciones, voz propia, oficio, filosofía son algunos de los términos que podrían ayudarnos a realizar una aproximación a su figura. Diálogo fecundo con un intelectual infatigable y polifacético.

 


Primero fue un cruce de mensajes por redes sociales, a propósito de un texto sobre el filósofo (una suerte de perfil) publicado por este cronista en un portal; luego un intercambio muy breve de mensajes por WhatsApp para coordinar una reunión presencial; más tarde un encuentro en su estudio, pautado con un horario de inicio pero no de finalización. El día en que lo visité era la primera vez que lo veía en persona; más allá de que lo había leído en muchas ocasiones y escuchado en radio, en podcasts, o visto en videos de YouTube, nunca había asistido a sus cursos y charlas o presentaciones de libros. Me recibió con un apretón de manos, me despidió con un abrazo. intercambiamos libros, hablamos de filosofía durante horas, nos reímos. Ese día, de todos modos, no filmamos, no grabamos, no tomé apuntes, como suelo hacerlo, en una libreta o un cuaderno. Solo conversamos. “Sobre todo esto que me proponés para la entrevista necesito pensar, y para eso necesito un tiempo”. Después cruzamos nuevamente unos e-mails y sobre ese intercambio surge este texto de diálogo sobre la historia, actualidad y porvenir de la filosofía. 

 

 

UN HARDWARE DEL PENSAMIENTO

Filósofo, escritor, docente serían las figuras que mejor nos permitirían definir a este hombre polifacético que ha entregado gran parte de su vida a tratar de pensar, sea al escribir un libro o columna periodística o al hablar en un aula, una sala de conferencias, o un estudio de radio o de televisión. Parece sencillo, pero vaya si esas actividades implican una gran dificultad. Es que no es fácil pensar, sumergidos como estamos en el reino de la opinión, de la facilidad y de la sordera que implica el sostenimiento de monólogos sin conversación. Pero en Abraham, para quien la filosofía implica problemas y confrontación de ideas, no parece poder llevarse adelante este oficio sin discusión: con quienes se ha leído, con quienes se charla.

En los años 80 fundó el Colegio Argentino de Filosofía (espacio que dirigió hasta 1992), la Cátedra de Filosofía en el Ciclo Básico Común (CBC), el Colegio Argentino de Filosofía y el Seminario de los Jueves, en el que durante años se reunieron semanalmente a estudiar, debatir y elaborar propuestas que en más de una ocasión derivaron en la publicación de libros. Durante la primera mitad de la década del 90 se dedicó de lleno al proyecto de la revista La Caja, que llegó a editar diez números. Para entonces ya era un personaje público, en una década en la que publicó varios libros y apareció su nombre en la columna de varios medios de comunicación, desde El Porteño hasta la revista de cine El Amante. Durante los años kirchneristas participó fuerte de los debates políticos de la coyuntura, pero luego realizó una suerte de movimiento de repliegue. Durante estas últimas cuatro décadas publicó una treintena de libros y cientos de artículos en diarios y revistas. Fue invitado a otros países a dictar cursos y llevó adelante en Argentina numerosas charlas y conferencias, en las que la filosofía siempre estuvo en el centro de la escena. 

 

TOMÁS ABRAHAM: “SE HA DESPRECIADO EL ESTUDIO EN NOMBRE DE NADA”

 

Para Abraham, la filosofía conforma uno de los núcleos duros del pensamiento, como pueden serlo las matemáticas. Una suerte de hardware, más allá de que la primera sea parte de un arte del pensar y la segunda, una disciplina científica; un arte que se compone de ideas, como la música lo hace con notas. “Las ideas son imágenes visuales y acústicas que reúnen singularidades lingüísticas en conceptos”, sostiene este escritor rumano-argentino, y se apresura en aclarar: “Estas ideas no se escriben con mayúsculas, como se cree. No son el Bien, la Verdad, lo Bello. No son universales abstractos. Se trata de soplos pensantes que emergen en cualquier género”. Desde esta mirada, la filosofía no es un género en sí mismo, sino que se expresa en aforismos, tratados, sistemas, ensayos, diarios… Y también se hace presente en novelas, cuentos o poesías. “Se ofrece por retazos. No tiene por qué venir toda junta ni con una nomenclatura o jerga específica”, remata. 

 

  —¿Y cuál es el modo específico en que usted entiende la filosofía?

—Mi trabajo filosófico se inspira en cuatro fuentes. Una es la de la road movie, que a su vez nace en Jack Kerouac. Un viaje, el cruce de caminos, bifurcaciones y obstáculos. En Hermann Hesse y el Bildungsroman, las novelas de aprendizaje. Una educación. Un ser que se hace a sí mismo por sus encuentros y conflictos con otros. En Gilles Deleuze y su idea de rizoma. Me refiero a la importancia del azar. La bienvenida de lo inesperado. El seguimiento de una línea de fuga que busca las salidas. Y en los muralistas mejicanos, como Orozco y Rivera, la exposición de una historia en simultáneo, tiempo horizontal. El destino. Como decía Séneca: “Hay azar, hay destino, filosofemos”.

 

EL TRABAJO DEL DUELO

“El duelo por la muerte de Hegel debe terminar”, sostiene Abraham, quien subraya que no podemos andar por la vida actual llorando la falta de un Napoleón, es decir, de un Gran Jefe o Gran Sabio. Eso equivaldría a vivir como en un sainete grotesco, en el que se lamenta de que no haya más utopías ni valores de un supuesto pasado.

Michel Foucault definía el nihilismo con una pregunta: ¿qué tipo de vida podemos imaginar si no hay Verdad? El docente y escritor la rescata para insistir en la idea de que no quiere decir que todo dé lo mismo, sino por el contrario, que se trata de afirmar valores de vida, de libertad, sin que los justifiquen fundamentos trascendentes, salirse de uno mismo sin saber muy bien hacia dónde, porque si algo enseña la filosofía es que hay tantas respuestas como puntos de partida, porque desde esta perspectiva la única trascendencia es la del punto de partida. 

“La filosofía en su primer envase, me refiero a Platón, no tiene fecha de vencimiento. Mientras haya escritura hay filosofía porque hablamos de un arte de la ignorancia. Del solo sé que nada sé socrático. El día en que todo se sepa porque todo se pueda, ya no habrá humanidad. La Tierra será un planeta muerto. Las concepciones del mundo y las visiones integristas o totalizadoras están en los depósitos de las sectas. Cada vez hay más mercancías salvíficas. No esperemos grandes sistemas ni grandes maestros”. 
  

CLÁSICO Y CONTEMPORÁNEO

Abraham comenta que, si bien no tiene tiempo ni ganas de interactuar o participar en discusiones sobre la actualidad, lo cierto es que las redes sociales se han transformado en lo que entiende es un nuevo canal para difundir su trabajo. “Últimamente he usado las redes con más insistencia”, dice, y cuenta que desde hace dieciséis años mantiene abierto su blog, Pan Rayado, en donde publicó más de mil textos de su autoría, anticipos de próximos libros, un work in progress, y en el cual hay subidos casi una docena de libros suyos, que pueden descargarse de manera gratuita. Desde hace cinco años también publica textos en Facebook y más recientemente comenzó a tener presencia en Instagram. En octubre de 2022 estrenó en su canal de YouTube la serie Mis libros, realizada por el profesor Gustavo Romero, que cuenta con veintisiete capítulos de una hora y media cada uno (también allí pueden encontrarse algunos ciclos de clases y conferencias). Durante la pandemia organizó un seminario virtual de filosofía, “El filozoom”, que duró un año y contó con varios invitados, dedicado a pensar la Década Infame, el período histórico argentino que va de 1930 y 1943. Así y todo, dice, ahora tiene ganas de volver a dar clases presenciales. 

 

—¿Cómo cree que debería posicionarse el modo clásico de ejercicio de la filosofía (clases presenciales, libros y revistas) ante estas nuevas formas de circulación de la palabra, en formatos donde prima la imagen, la brevedad, la instantaneidad?

—El modo en que concibo la filosofía es como un trabajo. Es un aprendizaje basado en la lectura, en la escritura, en la oralidad, en base a discusiones y exposiciones. Su mejor implementación se da en el Seminario, en el que hay un director que es, además, alumno que coordina la práctica grupal. Debe tener ejes temáticos y una regularidad sin fallas. Lo llevé a cabo desde que ingresé como docente en la Universidad de Buenos Aires y, antes, en el Colegio Argentino de Filosofía y el Seminario de los Jueves. Fueron treinta años de reuniones semanales, que entre otras cuestiones dejaron siete libros publicados, con decenas de autores. Cuando vuelva a dar clases presenciales, veré qué modificaciones existen en las nuevas generaciones. Yo soy un profesor clásico en el sentido de que me gustan el pizarrón, la tiza y el borrador, me gusta que los alumnos me miren cuando hablo, que no usen celular, que no tomen mate. Para mí una clase es como un concierto: exige escucha, concentración y un aquí y ahora total.

 

—¿Qué cree que tiene para aportar la filosofía, tal como usted la entiende, la vida en este mundo contemporáneo, y cómo puede expresarse?


—La filosofía no existe como existió en el siglo XIX, eso está claro. Michel Foucault decía que buscaba fragmentos filosóficos en el terreno de la historia. Wittgenstein elaboró fragmentos filosóficos a partir del habla cotidiana y Heidegger, los suyos en las espiritualidades griegas. 

Filósofos de hoy hablan en exceso sobre las enfermedades del presente. Llámese era del vacío, la del cansancio, la del hiperconsumo, la vida líquida, la posverdad. Siempre hablan de la salud, de la de ellos. Los filósofos del siglo XVIII y XIX, aquellos grandes, nos hablaban desde la enfermedad, también la de ellos. La enfermedad de Nietzsche, la de Kierkegaard, nadie puede decir que Schopenhauer difundía y disfrutaba de una vida feliz. Ni hablar de Rousseau. Eran sabios y místicos tullidos. Comte se quiso matar. Marx, cambiar el mundo de una buena vez y para siempre. La enfermedad es una gran consejera. Gombrowicz sabía lo que decía cuando se burlaba del ser para la muerte de los filósofos. La enfermedad es el sitio del que brotan los pensamientos. ¿Conocen a Kafka? ¿Deleuze, el tuberculoso? ¿Dostoievski? ¿Poe? Ah, son escritores, ¿y quien dice que los mejores fragmentos filosóficos no puedan estar en cierta literatura?   

La filosofía es un género literario. Lo inventó Platón. Desde mi punto de vista, el ensayo es el género que mejor le cuaja y con el cual puede seguir desarrollándose. El ensayo es pariente de la novela. Dice Alfonso Reyes: “El ensayo es el centauro de los géneros, donde hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede responder al orbe circular y cerrado de los antiguos sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al etcétera”. Y agrega Octavio Paz: “El ensayista tiene que ser diverso, penetrante, agudo, novedoso, y dominar el arte difícil de los puntos suspensivos. 

No agota su tema, no compila ni sistematiza, explora… La prosa del ensayo fluye viva, nunca en línea recta. Equidistante siempre de los dos extremos que sin cesar siempre la acechan: el tratado y el aforismo. Dos formas de la congelación”.

Cuando se define el arte de la novela, se dice más o menos lo mismo que se dice para definir el ensayo. El Sartre de El idiota de la familia, en sus tres tomos inacabados, dice en su soberbio parecer que es una novela, porque allí hay de todo. El ensayo entonces puede ser novelesco, abarcar un proceso abierto indecidible, o limitarse y escribirse con la estructura narrativa de un cuento. 

 

DEMOCRACIA Y VIDA NACIONAL

Para 1983 Abraham tenía 37 años y, si bien había estudiado filosofía en Francia y viajado por algunos lugares del mundo, su vida estaba aún más vinculada con la tradición paterna del negocio textil (producción de medias) que con la filosofía. Sin embargo, durante los últimos años de la dictadura, había coordinado algún grupo de estudios al que asistieron personas que serían claves en la reorganización del currículo de la Universidad de Buenos Aires en los años por venir. Esas circunstancias, sumadas a un intenso trabajo terapéutico (psicoanalítico), lo llevaron a empezar una nueva vida cuando estaba por ingresar en la cuarta década de existencia. 

 

—Cumplidos cuarenta años de democracia en Argentina, ¿cómo ve en retrospectiva lo que ha sido la enseñanza de filosofía en la universidad pública?

 

—He llevado a cabo una labor particularmente intensa en la Universidad de Buenos Aires desde el 24 de abril de 1984 hasta mi jubilación, en diciembre del 2015, tanto en la Facultad de Psicología como en la Facultad de Arquitectura, así como también dicté cursos en otras facultades. Pero mi casa matriz fue el Ciclo Básico Común, como para otros. Difundí la obra de Michel Foucault cuando no era conocido por nadie y la población universitaria, docentes y alumnos, eran peronistas, marxistas o liberales, y rechazaban mi trabajo sobre su pensamiento por extranjerizante y petardista. 

Por eso me quisieron echar, aunque no pudieron. Enseñé en la cárcel e hice conocer las monografías de mis alumnos de la cárcel de Devoto a los alumnos del CBC, para que vieran lo que puede hacer el estudio en situaciones de encierro. El día de un aniversario de la muerte de Foucault, mis alumnos esposados hicieron una mesa redonda en el Centro Cultural Rojas ante el espanto de las autoridades de la Facultad de Psicología, que esponsoreaba el evento.

Formé una cátedra rompiendo todos los protocolos de la universidad, con docentes sin estudios universitarios, a veces sin el bachillerato aprobado, lo hice de acuerdo a su pasión por el estudio, por la entrega y por esa chispa que tiene quien quiere enseñar con todas sus energías. Hicimos del estudio un arte comprometido que nos permitió seguir aprendiendo y enseñando. 

Busqué compañeros y colegas en todos los ambientes: literarios, científicos, de la plástica, músicos, estudiantes, psicólogos, comerciantes, libreros, contadores, arquitectos. 

Tuve suerte. Me rodeé de talentos que les dieron a miles de estudiantes lo mejor de sí. Fue una gran vida filosófica que llevamos a cabo en nuestra universidad pública. Esa fue mi experiencia. 

 

 

INVENCIONES Y LEGADOS 

Abraham prefiere los héroes a los ídolos, porque los ídolos empequeñecen. Nietzsche, pero sobre todo Sartre (el joven Sartre), y más aún Deleuze y Foucault (de quienes tanto escribió), le permitieron abrir caminos. Leerlos fue en su vida una suerte de alimento que fortaleció un cuerpo de ideas para llevar adelante la escritura. Casi que nos vemos tentados a decir “sus maestros”, aquellos que con su escritura, sus cursos, su quehacer filosófico, lo invitaron a ingresar a su mundo, a partir del cual fue posible gestar otro propio.

 

—Por último le quería preguntar qué es lo que más rescata de lo que fue su “atípica” formación filosófica…

 

—Rescato todo. Fui alumno de la universidad francesa antes y después de su demolición, en 1968. Fue un milagro. De una universidad vetusta, burocrática, solemne, anacrónica, apática, el Mayo Francés abrió un boquete de libertad. 

Se fundó la universidad de Vincennes y aparecieron Foucault, Badiou, Rancière, Balibar, Châtelet, Guattari, Deleuze, Poulantzas, Leclaire, en un clima delirante, caótico, en donde un alumno como yo, ávido de filosofía, corría de un claustro a otro para pescar palabras maravillosas antes de que el bullicio asambleísta las hicieran callar.

Esas palabras me las traje a la Argentina y durante doce años las regué en soledad hasta que la dictadura se retiró de la escena política, vino Raúl Alfonsín, y me presenté para ofrecer mi trabajo. Pude cumplir el sueño de toda mi vida: ser profesor de Filosofía. 

¿Lo que rescato? No haber cedido en mi deseo.

 

 

miércoles, 20 de marzo de 2024

Entrevista a Roberto Perdía

 “No podemos pensar la magnitud del genocidio desatado, sino con el peso, la voluntad y la fortaleza que tenía entonces la lucha popular”



POR MARIANO PACHECO


Integró uno de los grupos fundadores de Montoneros, que ingresó en la escena política nacional el 29 de mayo de 1970, con el secuestro del dictador Pedro Eugenio Aramburu, quien tiempo después sería ajusticiado. Fue uno de los máximos líderes de la organización, integrando su Conducción Nacional. En 2013 publicó su monumental Montoneros. El peronismo combatiente en primera persona, un libro de más de 800 páginas en donde no sólo se recorre su historia personal y el devenir de la organización guerrillera sino la historia política del país de los últimos 60 años. Un texto que, según Vicente Zito Lema –quien realiza el prólogo- “rinde cuentas y exige cuentas”. Roberto Cirilo Perdía se saca los anteojos, los apoya sobre la mesa, y asegura que no deja de asumir que cuesta hablar del presente sin hacer referencias a su responsabilidad como dirigente de una organización y de un proyecto revolucionario que fueron derrotados. Y dice que las autocríticas que cree que debe hacerse las hizo en ese libro. Y que entonces, más que hablar de eso, quiere dar su visión de las causas del último golpe de Estado.


“Hablar del 24 de marzo de 1976 es hablar de un punto de inflexión en la historia argentina”. Así comienza la charla Perdía cuando se enciende el grabador. Y agrega: “siempre queda la pregunta: ¿por qué pasó lo que pasó?”. Toma un respiro y argumenta: “Sabemos que fue el inicio o un punto de radicalización de un genocidio que se fue desatando un tiempo antes en la Argentina, y que todos ya sabemos cómo terminó: 30.000 compañeros desaparecidos, otros tantos presos, exiliados… Entonces la pregunta, que es vital en nuestra historia, es cuál es la causa”. “El Pelado”, como le dicen desde hace décadas en la militancia, sostiene que para “el régimen” eso está muy claro en sus experiencias periodísticas: “el ERP y los Montoneros en Argentina, el MIR en Chile, los Tupamaros en Uruguay, son los responsables de los golpes de Estado. Creo entonces que la pregunta debe ser un poco más profunda: ¿fue casualidad que en el mismo momento se dieran estas situaciones en distintos lugares? Está claro que no. Que lo que pasó fue que la lucha de masas había llegado a punto en la región, que apuntaba a una independencia de nuestro patrón histórico (los Estados Unidos), que había empezado con luchas como la de Salvador Allende en 1973 y que luego sigue en Uruguay y otros lugares de la región, en la que los yanquis decidieron salir a ganar terreno luego de la profunda crisis que había atravesado. Recuperar el patio trasero implicaba, de ser posible, barrer de la faz de la tierra a todos aquellos movimientos populares que acechaban y acosaban a su poder. Por eso no podemos pensar la magnitud del genocidio desatado, sino con el peso, la voluntad y la fortaleza que tenía entonces la lucha popular. La Doctrina de Seguridad Nacional que aplicaron implicaba exterminar toda forma de organización popular. Y eso fue lo que hicieron. Y ahí debemos buscar las causas del golpe y la ferocidad desatada. Eso es importante tenerlo en claro: cada vez que el movimiento popular avanza, tiene que saber que va a tener que lidiar con políticas que pueden llegar a ser así.

 

***

El sábado 19 de marzo, Perdía compartió con el cordobés Carlos “Vasco” Oarzacoa (militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores/Ejército Revolucionario del Pueblo), una charla-debate titulada “Organizaciones revolucionarias frente al golpe”, organizada por el Colectivo “Paravachasca por la Memoria”, que este cronista tuvo el honor de presentar y coordinar, en el marco de las actividades locales conmemorativas del 40 aniversario del golpe. Al día siguiente, luego de un almuerzo, Perdía acepta el convite para hablar de la dictadura, pero también, de la política actual, en el país, y en el continente.

 

–Cuatro décadas después del Proceso de Reorganización Nacional, ¿cómo ves las perspectivas de las políticas emancipatorias, en Argentina y en la región?

 

–Es difícil hablar de estos temas en un momento de Latinoamérica como este, donde las luchas de los movimientos populares están en baja. El ascenso de lo que aquí llamamos macrismo al gobierno, lo que pasa en Brasil, en Bolivia, en Venezuela, dan la sensación de agotamiento de un proceso que comenzó hacia finales del siglo pasado. Un proceso que se fue agotando, en parte, por la incapacidad de estos procesos de producir los cambios radicales que en muchos casos reclamaba la sociedad, de terminar con las formas extractivistas de la economía, con la concentración del poder económico (que dicho sea de paso fue el que más se enriqueció durante el periodo de estos gobiernos), generar una organización popular capaz de sostenerse en el tiempo y dar las peleas necesarias y no caer en ese tema que está hoy a la orden del día, como es el fenómeno de la corrupción. Esas son todas debilidades de estos fenómenos populares, sin las cuales no podemos comprender lo que hoy está pasando. En Argentina está muy claro: cómo viene a instalarse un régimen abiertamente reaccionario. Pero para no desesperarnos, hay que mirar la historia. Siempre hay ciclos. ¿Y cuál es el tema hoy? Pues bien, producir un corte, de tal manera que se impida que estos movimientos reaccionarios asciendan. Por eso es importante, lejos del pesimismo, aprovechar estos momentos en los que el movimiento popular aparentemente está a la baja, para entender que son estos momentos en donde se producen las condiciones para el alza que va a venir después. Hay que construir en este tiempo la fuerza tal para que el momento de alza que se venga no termine como terminó tras 2001, 2002, cuando se reclamó “Que se vayan todos” y luego volvieron todos, y de la peor manera. Por eso desde hoy, todos los días, hay que dar la pelea para construir ese poder popular que tiene que estar arraigado de una fuerza social que se vaya apoderando de los resortes de poder. Y no me refiero a los resortes de poder del Estado, sino a las necesidades elementales de la vida de los sectores populares. Y en base a esa necesidad generar un nuevo tipo de poder, con un tipo de organización política y social que habrá que ver cuánto tiene que ver con este Estado que tenemos hoy. Porque hay algo que hay que ver, que hay que discutir, y es la necesidad de realizar una refundación. Porque acá lo que hay que cuestionar es la esencia institucional de este país, desde la Constitución de 1853, aquella que defiende la propiedad privada como inviolable, y que a la hora de promover la inmigración, aclara: “europea”. Tenemos que terminar con eso. Y terminar con eso implica barrer con el sistema institucional que lo sostiene. Y eso no puede ser una cuestión de palabras. Eso hay que demostrarlo con hechos. Por eso estos años, los que se vienen, deben ser los años de esa construcción, que va a traer dolor, problemas. Pero de esta fuerza que podamos o no construir va a depender el futuro. Para que esta vez, un nuevo avance popular, sea significativamente distinto. Y ese proceso lo tenemos que construir sobre la base de reivindicaciones como son la salud, el trabajo, la educación, donde el pueblo comience a apoderarse de los resortes básicos de su vida cotidiana, para no depender del sistema que nos somete. Dejemos que el sistema vote, haga sus elecciones, elija a Juan o a Pedro, que para el caso vienen a ser casi lo mismo, y preparemos las condiciones de un cambio más profundo. Ahí está la alegría y la esperanza de un posible fututo que nos espera. Si pensamos en las alternativas que esas perspectivas pueden generar en la organización popular, tenemos optimismo respecto al futuro.

 



lunes, 18 de marzo de 2024

Acerca de Días perfectos, de Wim Wenders

 

Por Mariano Pacheco

(La luna con gatillo)

 

 

Después de un rato de ver Días perfectos se me vino a la cabeza Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera. Nada que ver la película de Kim Ki Duk con esta, puesto que aquella estaba situada en un medio no-urbano y la temática es el vínculo de formación entre un maestro zen y un pequeño niño de unos cuatro o cinco años, mientras que la del director alemán está filmada en Tokio y versa sobre la historia de un hombre solitario que trabaja limpiando baños. Ambos films los vi en el cine, de todos modos, con las ventajas que esto trae, sobre todo en obras como en este caso– en donde realmente la pantalla grande hace la diferencia respecto de las de un televisor o computadora.

 

 

Hirayama, el eremita

 

El film de Wenders también recuerda, por momentos sea por sus procedimientos de filmación o por la atmósfera de soledad de sus personajes– a varias películas de Wong Kar Wai, más allá de que se sabe que el linaje efectivo y explícito es más bien con Yasujiro Ozu (a quien en 1985 le dedicó el film Tokyo-Ga, y a quien ahora buscó volver, a propósito del 60 aniversario de la última película del director japonés, Una tarde de otoño 1962–). Así que a su modo, Días perfectos funciona como un homenaje al maestro (no es casual el bigote y el nombre del personaje).

 

Una escena se repite en este –hasta hora–, último film de Wenders: como siguiendo el ciclo natural de la luz, vemos a Hirayama (Koji Yakusho, premio al mejor actor en Cannes por este film) despertarse cada día al alba, escuchando el frotar contra el piso de la escoba de una anciana que limpia la vereda, todos los días a la misma hora. Luego el personaje acomoda la colchoneta que funciona como cama, riega y cuida de sus plantas, se lava los dientes, se viste con su azul ropa de trabajo (que lleva el inconfundible logo de “The Tokyo Toilet”), y antes de salir deja a un lado su reloj pulsera, toma sus llaves, prepara con minuciosidad su equipo de limpieza (que guarda en su combi azul), contempla unos segundos el cielo, introduce una moneda en una máquina situada en un costado de la entrada de su casa, agarra una lata de soda con sabor a café frío… y parte (y todo en ese orden).

 

En el camino elige un casete, que escucha en su tránsito hacia el otro lado de la ciudad (un túnel funciona como frontera entre el centro, donde trabaja, y la periferia, donde vive en un pequeño departamento) The AnimalsPatti SmithThe KinksVan Morrison, Lou Reed forman parte de la banda sonora no sólo de esta película, sino también de momentos emblemáticos de su filmografía.

 

Una vez en el trabajo Hirayama cumple su jornada, sin ninguna expresión de fastidio, limpiando los modernos y arquitectónicamente bellos baños del distrito de Shibuya. Lo hace con minuciosidad, sin apuro, solo concentrado en que la tarea sea bien cumplida. Lo interesante es que no se lo ve ni triste, ni frustrado, ni amargado. Tampoco resignado, sino centrado, podría decirse. Prácticamente no se lo escucha hablar. Contesta con gestos alguna pregunta que le puedan hacer y muestra cierta disidencia ante el joven compañero de tareas que hace su trabajo a las apuradas, de manera desprolija, incluso limpiando con una mano mientras con la otra sostiene un celular, que no deja de mirar. Aquí reparamos en que el film es contemporáneo en su temporalidad al momento en que fue filmado (casi que tenemos la tentación, en los primeros minutos, de pensar que está situado en los años ochenta).

 

El personaje, que puede parecer un alienado por la vida laboral, muestra sin embargo una clara rebeldía cuando por un día tiene que realizar un doble turno laboral porque su compañero ha renunciado, pero al terminar advierte por llamada telefónica que no está dispuesto a hacer lo mismo ni un día más. Pero por sobre todo, Hirayama muestra armonía en aquello que hace fuera del trabajo: escuchar música mientras viaja (sobre todo rock de las décadas del sesenta y setenta); comer un sándwich sentado en el banco de una plaza mientras contempla un árbol al que fotografía cada día (¡con cámara analógica!, otro indicio aparente de que el film está situado unas décadas atrás). Escena sublime: komorebi, momento preciso en el que los rayos de sol que se filtran entre las hojas de los árboles generan un brillo particular, producto de la fusión de luces y sombras (el “instante decisivo”, diría el fotógrafo francés Henri Cartier Bresson).

 

Hirayama termina su jornada laboral y asiste a una casa pública (un sento), baño con duchas y piletones de agua caliente en donde se relaja, come y bebe en bares en compañía silenciosa (“¡pathos de la distancia!”, diría el viejo Nietzsche), compra libros, lee antes de dormirse, parece amar en silencio a una cantinera, revela cada mes su rollo de fotos y con serenidad rompe las que no le gustan y guarda en cajas con etiquetas que indican mes y año las que sí le gustan. Los domingos la dinámica del día es diferente: se levanta más tarde, usa su reloj-pulsera, limpia la casa, lleva su ropa a un lavadero, pasea en bicicleta, visita la casa de fotografía o compra libros en una vieja librería (de las del tipo “saldos y usados”), asiste al bar donde la mujer que lo atiende, a pedido de los asistentes, canta en japonés el clásico norteamericano “The House of the Rising Sun”.

Primavera, verano, otro, invierno… y otra vez primavera. Diferencia y repetición.

   

 

Nada sabemos del pasado de este hombre, que vive en una extraña armonía que sólo se ve alterada circunstancialmente por un episodio que puede dar indicios de algo de su historia, pero no mencionaremos para no spoilear. Lo importante, en todo caso, es el hecho de que el personaje logra expresar una vida en una suerte de ciudad dentro de la ciudad (la ciudad invisible de Hirayama, nos vemos tentados de pensar, parafraseando al escritor italiano ítalo Calvino).

 

Wenders pasó una década sin visitar Japón, y cuando regresó, lo hizo para realizar una serie de cortometrajes encargados por la red de arquitectos “Tokyo Toilet” y el municipio de Shibuya, quienes buscaban transformar la imagen pública de los sanitarios del lugar. Como un mago, el director alemán sacó de la galera la inspiración para un nuevo film. “Sentí que los baños eran parte de una imagen mucho más grande, y caí en la cuenta de que podíamos crear algo que capturara la esencia de la ciudad de Tokio. La caracterización del protagonista fue el aspecto más crucial del trabajo junto al coguionista, Takasaki. Imaginamos a Hirayama como un hombre simple pero feliz. Alguien que vive en el presente y siente orgullo de ser útil a otros”, destacó el cineasta, quien entrevistado por Variety (y citado en Argentina por el diario Página/12), también subrayó que “la repetición, si uno la vive como tal, te transforma en una víctima de ella. Pero si uno logra vivir el momento, como si nunca se lo hubiera hecho antes, se transforma en algo completamente diferente”.

 

Por eso Hirayama puede detectar sutiles diferencias de su vida rutinaria, y ser profundamente sensible a ellas. El vagabundo en situación de calle que siempre está parado debajo del mismo árbol y alguna vez lo saluda; la muchacha que con frecuencia al igual que él– almuerza un sándwich, sentada sola en el banco de una plaza, y en el algún momento realiza con él un intercambio de miradas; el niño que pierde a su mamá cuando se mete en el baño y es tomado de la mano por él, quien lo tranquiliza hasta el reencuentro; el dinero que le presta a su compañero Takashi para que pueda invitar a su novia a salir una noche; la comprensión frente a la novia de Takashi, quien le roba un casete pero que después se lo devuelve, y que incluso tras escucharlo en su camionera le da un sorpresivo beso en la mejilla; la sobrina que lo visita y le pide prestado un libro, son todas secuencias de una misma situación subjetiva: Hirayama es un hombre que vive en su mundo, que es un mundo solitario y extemporáneo, pero no por eso lo consume la amargura, o le impiden un trato amable con los más jóvenes.

 

Así que gran parte de esa cultura ancestral del japón que se concentran en este personaje (el servicio, el bien común, el silencio, la búsqueda de una armonía espiritual), hacen de esta coproducción alemana-japonesa una verdadera experiencia cinematográfica capaz de despertar curiosidad en espectadores tanto del mundo oriental como occidental. Tanto que dan ganas de investigar cuánto de esa cultura está efectivamente aún presente en el japón hipermodernizado de hoy en día, o cuánto es una operación del cine de Wenders para subrayar la importancia de esta persistencia. Se podrá decir que era esa una cultura conservadora y autoritaria, se podrían decir muchas cosas. Pero al observar el mundo actual, con su fealdad estética, su histeria subjetiva, su demolición corporal, su pobreza extrema, su ruido sin fin, su tecnologización de la vida, un film como éste nos conecta con otras tradiciones, que incluso desde orientaciones ideológicas que pueden no compartirse, incitan a preguntarnos qué estamos haciendo de nuestras vidas contemporáneas.  

 

Wenders ha sido más bien conocido por un cierto público joven a través de documentales como La sal de la tierra, de 2014 (sobre la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado) o El Papa Francisco: un hombre de palabra, de 2018 (con el jefe del Vaticano). Para los mayores, el film que lo consagró y siempre fue destacado y recomendado, es el emblamático París, Texas, de 1984, por el que ganó en Cannes el Palma de Oro. Aunque para este cronista, Las alas del deseo. El cielo sobre Berlín, de 1987 (ganador del premio al mejor director) y su secuela de 1993, Tan lejos, tan cerca (por el que ganó el premio Grand Prix du Jury), son los films a los que siempre irá unido el nombre de Win Wenders. Aunque, de ahora en más, también la serie se complemente con Días perfectos, película que nos recuerda que perfecto puede ser el cine.


 

martes, 5 de marzo de 2024

Renzi-Piglia: registrar una época, fabricar un escritor

 


Por Mariano Pacheco

(La luna con gatillo)

 

  

Los años de formación, el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, esta semana en la sección Libros y Alpargatas de La luna con gatillo.

 

 

“Es lícito plantear que somos una generación, es decir, un grupo de personas que tienen experiencias comunes (el peronismo, por ejemplo) que han leído los mismos libros y han elegido los mismos autores, porque la edad –o la juventud– es también un problema de cultura”, escribe Ricardo Piglia en este, el primer tomo de lo que constituye una verdadera máquina de registro de cómo se construye un escritor. En esa entrada del miércoles 16 de julio de 1964, Piglia-Renzi, reivindica a Roberto Arlt como un contemporáneo, y se asume (“dicho con ironía”) como parte de un “grupo de escritores que bregan por una nueva cultura en Argentina”. Nueva cultura –aclara– que quiere “reconstruir la tradición” y elegir puntos de referencia en personajes como Macedonio Fernández o Juan L. Ortiz.


Los años de formación, con el que Piglia da inicio a Los diarios de Emilio Renzi, trazan un recorrido por la cultura porteña del período 1957- 1967. El libro, construido con una minuciosidad asombrosa, comienza y termina con relatos escritos en tercera persona, en los que Piglia escribe sobre Renzi, mientras que el diario propiamente dicho, con sus entradas fechadas, juega con esa primera persona del singular que podemos leer bien sea como Ricardo, o como Emilio, o como el nombre completo del escritor-personaje en cuestión lo indica: Ricardo Emilio Piglia Renzi.


“Desde chico repito lo que no entiendo –se reía retrospectivo y radiante Emilio Renzi, en el bar de Riobamba y Arenales–”, es lo primero que leemos (“En el umbral”), luego de la “Nota del autor”, firmada en Buenos Aires, el 20 de abril de 2015. “Como nos ha enseñado la lingüística, el Yo es, de todos los signos del lenguaje, el más difícil de manejar, es el último que adquiere el niño y el primero que pierde el afásico. A medio camino entre los dos, el escritor ha adquirido la costumbre de hablar de sí mismo como si se tratara de otro”, puede leerse luego, ya hacia el final, en el anteúltimo texto del tomo (“Quien dice yo”), y finalmente, en el último texto (“Canto rodado”): “Las historias proliferan en mi familia, dijo Renzi… había figuras fijas, por ejemplo, mi tío Marcelo Maggi, a quien siempre se regresaba y al que nunca se ha de olvidar”. Y también: “fui a buscar a Concordia, Entre Ríos, a mi tío Marcelo, y de ese modo pude no sólo participar en su historia, sino también transformarlo”. Los lectores de Piglia sabemos que ahí, en Maggi-Concordia-Renzi se juega el nudo de Respiración artificial (1980), su primera novela.

 

 

Leer- escribir

“¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quien se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)”, sostiene en un tramo al inicio del libro. Y luego: “¿Por qué nos dedicamos a escribir después de todo? Se nos da por ahí, ¿a causa de qué? Bien, porque antes habíamos leído”.


La relación entre lectura y escritura es estrecha en Piglia, en la línea de Borges, así como para otros escritores y escritoras el vínculo central pasa por el par literatura y experiencia. “Primera conclusión: para leer, hay que aprender a estar quieto” (otro de los tópicos de Piglia: el vínculo entre la movilidad de la acción y el reposo de la lectura –como en Guevara, el guerrillero que lee subido a un árbol en plena selva boliviana cuando las fuerzas rebeldes logran tomar un descanso de las tropas de la CÍA que les pisa los talones, según analiza en su libro El último lector–). Lectura que cambia los modos de leer. “Para escribir es preciso no sentirse acomodado en el mundo, es un escudo para afrontar la vida (y hablar de eso)”, nos dice.

 

 

Arte y política, tradición y vanguardia


Otra de las cuestiones que aparecen con fuerza en este tomo, y que se sabe que constituyen una de las obsesiones de Piglia, es el del vínculo entre arte y política o, dicho de otro modo, entre tradiciones políticas y vanguardias estéticas. Piglia, que en ese período ya comienza a asumirse como un hombre de izquierdas, que participa de revistas y proyectos intelectuales y nace al mundo literario al ganar el Concurso de cuentos de Casa de las Américas (organizado por la revolución cubana), afirma por ejemplo, con temprana lucidez: “una de las paradojas de la época y no es de las menores– radica en que los artistas peleamos por un mundo que tal vez será inhabitable para nosotros”. Pero en su mirada, ya desde entonces en esos “años de formación”– la discusión entre escritores no pasa tanto por sus posiciones políticas respecto de la realidad social, sino sobre sus posiciones políticas en el campo del arte. “Al hablar de nuevos escritores (Rozenmacher, Briante, yo mismo) es importante recordar que lo son no por una cuestión generacional, sino porque tienen del arte una idea diferente a la que tenían los escritores que lo precedieron” (quizás allí, y no en la cuestión “etaria”, radica la “delimitación generacional”).


Algo de eso aparece de manera más clara y contundente cuando en otra entrada del diario escribe: “la política tiene sus propios registros y modos, que no se pueden aplicar directamente sobre la literatura o la cultura. No quiere decir que sean autónomos, sólo quiere decir que tienen sus formas propias de discutir y de `hacer` lo que llamamos política, o sea que tienen sus propias relaciones de poder”.


Así, el diario aparece poblado de entradas que dan cuenta de la Buenos Aires de aquellos años, de las lecturas y discusiones literarias, artísticas y políticas, pero también, en su lectura, podemos sumergirnos en la cocina de cómo se fabrica un escritor o, al menos, del modo en que Renzi da cuenta de cómo Piglia se fue constituyendo como tal. Y el rol que los cuadernos jugaron en ese camino, que es al fin y al cabo el de toda su vida adulta. “Leo lo que escribí en estos cuadernos, desorden de los sentimientos”, puede leerse en la entrada del jueves 13 de octubre de 1961, en la que luego agrega: “busco una poética personal que aquí no se ve (todavía)”. Para luego rematar: “un diario registra los hechos mientras suceden. No los recuerda, sólo los registra en presente. Cuando leo lo que escribí en el pasado encuentro bloques de experiencia y sólo la lectura permite reconstruir una historia que se desplaza a lo largo del tiempo. Lo que sucede se entiende después”.


Resulta evidente, leyendo los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi, que somos nosotres quienes vamos comprendiendo, poco a poco, que la magistralidad de la narrativa y la crítica literaria de Piglia se fueron fabricando en gran medida al calor de la escritura misma de esos cuadernos.