miércoles, 24 de octubre de 2012

El 22-f y el transporte público en Argentina


Tanto el asesinato de Mariano Ferreyra como los 51 muertos y más de 700 heridos de la tragedia de Once pusieron sobre el tapete temas estratégicos, centrales, que, pasado un tiempo, parecen haber caído en cierto olvido.

(Por Mariano Pacheco. Publicado en  http://www.marcha.org.ar)



Para empezar habría que señalar que la privatización de los ferrocarriles urbanos ha dado sobradas muestras de que fue una ecuación que cierra redonda para los empresarios y los burócratas sindicales (en muchos casos devenidos empresarios ellos mismos) y perjudica fatalmente tanto a los trabajadores (fundamentalmente a la fracción de “tercerizados”) como a los usuarios.
Esos trenes “de morondanga”, “latas de sardinas sin mantenimiento”, según calificó en su momento el secretario de redacción del diario Tiempo Argentino Roberto Caballero a las formaciones de la empresa Trenes de Buenos Aires (TBA), trasladan unos 300 mil pasajeros por día. Por eso resultaron desconcertantes, o indignantes para muchos, las declaraciones realizadas horas más tarde por el entonces secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi –ex jefe de campaña de Macri–, quien al intentar explicar los hechos declaró que el problema más grave había sido que, al ser un día laboral y en horario pico, la formación venía con una alta carga de pasajeros. “Si esto hubiera ocurrido ayer, que era un día feriado, seguramente hubiera sido una cosa mucho menor y no de la gravedad que fue hoy, que lo constituyó en un accidente extremísimo”. De allí la importancia de las palabras de la familia de Lucas Menghini –el muerto número 51, que permaneció durante 57 horas sin que lo encontraran– quienes aseveraron de entrada que lo sucedido en Once “no fue un accidente sino una tragedia previsible”, y luego repudiaron la declaración emitida por el Ministerio de Seguridad de La Nación, conducido por Nilda Garré, quien declaró que “el cuerpo de Lucas estaba en la cabina del motorman, lugar vedado para los pasajeros”, dando a entender que la responsabilidad sobre lo sucedido era de la víctima.
Los posicionamientos de cada uno de los actores dan cuenta de toda la trama que teje estos negociados que, amparados por las políticas de Estado, tiene estas funestas consecuencias. Desde TBA, de entrada, sostuvieron distintas hipótesis, contradictorias entre sí muchas de ellas, pero que coincidían todas en autoeximirse de responsabilidades, cargando las tintas sobre el motorman que conducía el tren.
Por otra parte, el rol de los sindicatos –o al menos de sus conducciones– en lo que se refiere a garantías para los trabajadores y seguridad para los usuarios, es uno de los puntos que saltaron claramente a la vista de todos. Socios partícipes de las empresas durante el proceso de privatizaciones, han permanecidos mudos ante los reclamos de los trabajadores, cuando no actuando en complicidad con las patronales, contra sus propias bases. Pero no todo es así en el mundo de los rieles. Un mes antes de la tragedia –el mismo mes en que TBA recibió del Estado Nacional casi 77 millones de pesos en subsidio– los delegados vinculados al honesto y combativo dirigente Rubén “Pollo” Sobrero hicieron una denuncia sobre el mal funcionamiento del sistema eléctrico de las vías. Como desde hace varios años viene sucediendo con otras tantas denuncias que realizaron (acerca de la falta de mantenimiento de las formaciones, por ejemplo) poco o nada han sido escuchadas por los organismos competentes: la CNRT, la Subsecretaría de Transporte Ferroviario y la Secretaría de Transporte, entre otros. De allí que el gran interrogante que surge en este tema, es por qué, en casi una década de gobierno, el kirchnerismo no ha tomado como uno de los pilares del modelo, de su profundización, el tan mentado legado peronista de administrar los trenes desde el Estado. Propiedad del grupo Cometrans, TBA recibió la concesión de la ex línea Sarmiento en 1995, en épocas de auge del neoliberalismo. Pasadas casi dos décadas, cabe preguntarse si el neoliberalismo ferroviario –como se dijo en esos días– no ha llegado a su fin. Y cómo obrar en consecuencia.
El incendió de uno de los coches en la estación Castelar, como consecuencia de un desperfecto en el sistema eléctrico en marzo de 2005 (que provocara la furia de los pasajeros), los incidentes desatados en la estación Haedo, en noviembre del mismo año, luego de que se cancelara un servicio y los usuarios quemaran algunas formaciones y el más grave incidente aun, en septiembre de 2011, cuando un tren se llevó puesto un colectivo y luego chocó contra otra formación en Flores, provocando 11 muertos y 228 heridos, son algunos de los antecedentes más sobresalientes de un servicio de transporte que deja a las claras que la privatizaciones lejos están de haber generado algún tipo de mejora en el bien común de los usuarios que día a día se transportan por este medio.
Por eso, que se le quite la concesión a TBA está perfecto, aunque es difícil no preguntarse: ¿para dársela a quién? ¿A los mismos que vienen administrando, tan pésimamente como TBA, el resto de las líneas? El tema en debate es si no es hora de que se realice una reestatización, que tenga en cuenta la importancia social de que una Nación tenga en sus manos un servicio tan importante como el de traslado de pasajeros.
Porque hasta ahora, la consecuencia de la intervención a TBA fue que los trenes pasaron a ser administrados por el conglomerado de empresas que administra el resto de líneas ferroviarias, incluyendo al Grupo Roggio, que continúa con la concesión del subterráneo y la línea Urquiza. El grupo Cirigliano, por otra parte, sigue con sus ganancias a través de las líneas de colectivos de larga, media y corta distancia, como el grupo Plaza, por citar el más conocido (es dueño, además, de 21 de las 135 líneas de colectivos urbanos).
La cuestión del transporte debería –de una vez por todas– pasar a ser una “Cuestión Nacional”. Volver a un Sistema Integrado de Transporte, Comunicaciones e Industrias administrado por el Estado Nacional, que cumpla su función social como servicio público, debería ser no sólo una bandera de las demandas populares, sino una política de Estado. Que el Estado recupere allí soberanía es fundamental. Porque el transporte –y particularmente el ferrocarril– debería ser nuevamente una herramienta estratégica de la Nación. Si su rol dinamizador del desarrollo social, económico y geopolítico del país desapareció con el ferrocidio –como ha llamado el escritor-ferroviario Juan Carlos Cena a las privatizaciones de este sector–, debería hoy más que nunca retornar al Estado. Porque fin único de estas empresas fue, es y será el lucro. Recuperarlo para la Nación es una tarea de vital importancia para el presente y el futuro del pueblo argentino.

lunes, 22 de octubre de 2012

Montoneros silvestres en revista La pulseada

POR: Daniel Badenes (http://www.lapulseada.com.ar)


Por ahora es un blog, hace tiempo discontinuado, que cuenta historias de personas que integraron “pelotones autónomos” de Montoneros y durante la dictadura siguieron resistiendo como pudieron. Montoneros silvestres es una búsqueda. El ensayista, periodista y militante Mariano Pacheco (autor de De Cutral Có a Puente Pueyrredón y coautor de Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo) empezó en 2005 con entrevistas volcadas a textos recién en 2011, en 20 crónicas y algunas notas literarias publicadas por entregas. Quizá –ojalá- adopte la forma de un libro, aunque como “folletín” tuvo su atractivo, en sintonía con una memoria militante que se construye a retazos. Las historias de estos montoneros silvestres –como los llama Pacheco- transcurren en el Conurbano Sur de la provincia, aunque sus protagonistas hoy están dispersos en distintos lugares del país. Militantes en su mayoría incomunicados con las instancias orgánicas de Montoneros y sin recursos materiales, realizaron acciones a nivel barrial o sindical, actos fugaces de propaganda o sabotaje, interferencias y reuniones clandestinas para debatir una situación cada día más adversa.
Montoneros silvestres es un aporte más, novedoso y necesario, a una historia de las militancias revolucionarias, silenciadas en el período de reconstrucción democrática, restituidas en forma genérica a mediados de los ‘90, y luego indagadas a partir de lugares, personajes y hechos emblemáticos.Montoneros… suma al rompecabezas relatos de hombres y mujeres sin fama, experiencias con grises, aventuras con miedo, piezas que no encastran bien, historias reales.

martes, 16 de octubre de 2012

La mirada borgeana del peronismo

Desde el 17 de octubre de 1945, luego de que las masas de humillados y ofendidos ocuparan masivamente la Plaza de Mayo y sumergieran sus “patas en la fuente”, el peronismo, con mayor o menor intensidad, no dejó de estar nunca presente en la vida de los argentinos: pasó a ser el hecho maldito del país burgués, y también, el hecho maldito de la cultura nacional.

Por Mariano Pacheco


Una vez en el poder, como una mueca socarrona o una ironía cruel, el peronismo dispuso el traslado de Jorge Luis Borges de su puesto como bibliotecario de un típico barrio porteño, a supervisor de pollos y gallinas. Sin caer en una mirada psicologista, no podemos dejar de llamar la atención sobre este recorrido laberíntico que no arribó a buenos puertos. Como sea, el hecho es que Borges nunca se privó de tocar ningún objeto venerable de las culturas populares, como supo remarcar Horacio González (“Borges y el peronismo”). Sobre todo las del peronismo, “frente a las cuales hizo el papel de gran profanador”.
Nombrado director de la Biblioteca Nacional por el gobierno dictatorial de la Revolución Libertadora, Borges es recordado hoy, sin embargo, más por su labor literaria, por esa supuesta “abstracción universal”, que por sus posiciones políticas, abiertamente reaccionarias y claramente antiperonistas. Sin embargo, al menos tres de sus vastísimos textos fundamentales supieron dar cuenta del peronismo como pocos.
Alguna vez escuché decir al escritor y crítico argentino Aníbal Jarkowski que, desde un punto de vista político, la lectura que Borges hacía del peronismo parecía no tener ningún tipo de mérito, pero que al ser la lectura del escritor con mayor proyección estética sobre el movimiento político con mayor proyección social, la cosa cobraba otro relieve. Veamos entonces que plantea Borges en sus textos “Poema conjetural”, “La fiesta del monstruo” y “El simulacro”.
La mirada de Borges en 1943 (“Poema conjetural” se publica originalmente el 4 de julio en el diario La Nación) es terriblemente anticipatoria de las interpretaciones que tendrá años más tarde, cuando el peronismo sea un fenómeno ampliamente instalado en la política nacional. En el poema, tomando la voz del derrotado Francisco Laprida, sostiene que “la victoria es de los otros”. Esto es central, porque son “los bárbaros, los gauchos” quienes vencen, no a otros parias como ellos, sino a quienes han estudiado “las leyes y los cánones”. Lo que prima aquí, y es de vital importancia actual, es la mirada antiprogresista que Borges tiene de la historia. Porque la derrota de Laprida no quedó allí, en el pasado, sino que persiste, como aquel trauma que retorna bajo el modo de un síntoma. Dicho de otro modo: Borges construye en “Poema conjetural” una mirada en la cual esas lanzas y esos cuchillos de los sanguinarios carniceros, son enterrados en las gargantas del culto enemigo, en ese momento, pero no sólo: con ese acto cierran  el círculo del destino sudamericano, que no es más que el incesante triunfo de la barbarie sobre la civilización. Y este será, justamente, el gran tema de “La fiesta del monstruo”.
Relato escrito por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en 1947, bajo el pseudónimo jocoso de H. Bustos Domecq, “La fiesta del monstruo” fue publicado por la revista Marcha en Uruguay, recién tras la caída del peronismo, en septiembre de 1955. Resulta paradójico que la mirada borgeana haya calificado al peronismo de una manera tan categórica y temprana, y que no haya vuelto a revisar esa perspectiva. Como puede leerse, el texto está escrito desde un desprecio enorme hacia los otros que, en este caso, se transforman, son transformados, en el Otro absoluto.
En el relato, que pretende ser la descripción de un 17 de octubre por la boca de un grasa, “lo importante es la fiesta, el tumulto, el judío muerto a pedradas, los bajos instintos, la grosería”, según remarcó tempranamente Ismael Viñas, en el artículo (“De las obras y los hombres. La fiesta del monstruo”), que publicó en 1956 en el N° 7-8 de la revista Contorno, bajo el pseudónimo de V. Sanroman. El narrador es un militante peronista, quien le cuenta a su novia, Nelly, los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a escuchar el discurso del Monstruo, es decir, de Perón. En el camino se cruzan con un judío de anteojos, que camina distraído, con un libro entre sus manos, y lo matan.
Como puede detectarse, “La fiesta…” está construido como una reescritura de los argumento de “El matadero”, de Esteban Echeverría, pero según el tono excesivo de “La refalosa”, de Hilario Ascasubi. De hecho, el cuento se inicia con un epígrafe de “La refalosa”, que dice así “Aquí empieza su aflición”. Recordemos que en el poema de Ascasubi aparece esta dicotomía incruenta entre una víctima, el unitario, y sus verdugos, los mazorqueros. Los salvajes –quienes no van a parar de acusar de salvaje al hombre culto, siempre desde la mirada del autor– van a divertirse y reírse ante las torturas –entre ellas la refalosa– que le infringen a su enemigo, con el único objetivo de domesticarlo, y hacerlo gritar “Viva la Federación”. Algo similar sucede en el relato de Borges-Bioy, cuando los seguidores del monstruo intentan hacer algo similar con el judío. No en vano, en su clásico libro El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Josefina Ludmer se refiere a “La Refalosa” como la primera fiesta del monstruo, en la cual “se deja leer la construcción de una lengua asesina y brutal”. Una construcción que divide las voces entre baja, salvaje, o bárbara, y otra civilizada, introduciendo una diferencia jerárquica en la lengua del desafío, que baja una orilla y pasa de lo animal directamente al cuerpo del enemigo”. Esto es así, en gran medida, porque “el desafío y el mundo animal se implican mutuamente en el género”. Así, los bárbaros y salvajes federales no sólo degüellan animales, sino que son unos animales que degüellan y sacrifican hombres como si fueran animales, tal como sugiere Esteban Echeverría en “El matadero”. De este modo, la escritura –“las bellas letras”–, la palabra autorizada del escritor, aporta a la animalización del Otro iletrado, transformándolo en un monstruo, en alguien que –a decir de Michel Foucault– no es ni siquiera un animal, sino que es casi animal y casi hombre.
Por supuesto, no es nuevo el hecho de que existan letrados que con sus plumas aporten a la estigmatización de los sectores pobres de la población. Mucho más cuando estos sectores tienen el tupé de insubordinarse. Es que para entender un poco mejor el clima de época en que fue escrito “La fiesta…”, y las representaciones que estos escritores tenían respecto del peronismo, tal vez valga la pena rescatar las declaraciones que el propio Bioy hiciera años más tarde: “Este relato está escrito con un tremendo odio. Estábamos llenos de odio durante el peronismo”.
Tal vez haya sido ese odio el motor de “El simulacro”, relato de Borges incluido en su libro El hacedor, de 1960. Con este dos texto podemos complementar la visión borgeana del peronismo.
Ese odio que algunos de estos escritores sienten por el avance de las masas les ciega la mirada. Y desde esa ceguera desrealizan, en su literatura, todo aquello que no pueden aceptar como un dato de la realidad que los rodea. Así como el peronismo pudo significar el sueño de los humillados y ofendidos por la Argentina oligárquica, para otros, el peronismo se convirtió en una especie de reverso de ese sueño, es decir, fue vivido como una pesadilla. Por eso Borges, que comparte este juicio, narra su cuento como una alucinación: voluntad estética de realización que es el correlativo de su juicio político.
Y es esta caracterización del peronismo como irreal la que lleva a Borges a recrear en su texto un velatorio de Evita. Imitación, en un rincón remoto de la provincia de Chaco, del velatorio real que se sucedió en Buenos Aires. Tal vez por eso el narrador se pregunte: “¿Qué suerte de hombre ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro?”. La respuesta, como el lector se podrá imaginar, es más terrible que la pregunta: “La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.
Es decir, el peronismo no es más que ese retorno de las lanzas y esos cuchillos que asesinaron a Laprida. La barbarie que regresa, para mostrar que a pesar de esa fachada de modernidad, de europeísmo, la culta Buenos Aires lleva en sus entrañas a los cabecitas negra, esos inmigrantes y provincianos incultos que ahora pueblan las fábricas, los barrios cercanos a la Gran Capital y que, para colmo, cuentan con poderosos sindicatos, y con el visto bueno de un Estado dirigido por otro bárbaro descendiente de esos gauchos.

lunes, 8 de octubre de 2012

Seremos como el Che. Literatura y política en torno a la figura de Guevara


 Artículo publicado en el Portal de Noticias Marcha (http://www.marcha.org.ar/), en el marco de la “Semana de homenaje a Ernesto Guevara, a 45 años de su asesinato”


Por Mariano Pacheco

Como suele ocurrir con tantos otros temas, reflexionar, escribir sobre la relación entre política y literatura nos llevan directamente a Ricardo Piglia, quien en su medio siglo de producción crítica y narrativa supo abordar con ingenio estas problemáticas. Tomando como punto de partida sus reflexiones sobre Guevara publicadas en “Rastros de lectura”, el cuarto capítulo de su libro El último lector, quisiéramos rescatar este costado del Che como escritor y como lector. Algo común, por otra parte, en la tradición de los grandes referentes del marxismo a nivel mundial. Y no estoy pensando sólo en los escritos de Marx y Engels sobre literatura, o en el clásico Literatura y revolución de León Trotsky, sino también en los distintos textos del “poeta” Mao Tsé Tung sobre arte y literatura, en los manuscritos de Antonio Gramsci (recopilados en un tomo entero de sus Cuadernos de la cárcel), en el capítulo más largo e importante del más importante libro del peruano José Carlos Mariátegui (Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana) por citar los casos más emblemáticos.
Si bien Guevara no se dedicó a la literatura, ni a la crítica literaria, resulta difícil afirmar que algunos de sus textos (sobre todo los diarios), no puedan ser leídos, además de como documentos históricos, también como literatura. Por otra parte, el Che nunca abandonó la lectura de textos literarios. Y es en esto en donde se detiene fuertemente Piglia. Porque aun en las condiciones en las que uno podría pensar que lo menos que haría sería leer (y escribir), Guevara lo hace. Por ejemplo, mientras él y su grupo son fuertemente perseguidos por el ejército boliviano y los rangers de la CIA en las selvas bolivianas.
Piglia destaca esta persistencia del acto de lectura en Guevara, desde que es un niño y hasta sus últimos días. De niño, en su casa, ya que debido a su asma aprendió a leer y escribir guiado por su madre (años más tarde su hermano Roberto recordará que “Ernestito” solía encerrarse en el baño para leer). De joven/adolescente, en una de las primeras cartas conocidas (fechada el 21 de enero de 1947), donde escribe a su padre: “Tengo doscientos de sueldo y casa, de modo que mis gastos son en comer y comprar libros con que distraerme”. Son sólo dos ejemplos tempranos, pero que grafican esa actitud que persiste con el paso del tiempo. Una década más tarde, en 1956, cuando Guevara es un hombre y ya lo han apodado Che, aparece nuevamente este “rastro de lectura”. Estando en Cuba, siendo parte del reducido grupo de guerrilleros que desembarcaron con el Granma para iniciar la revolución, se encuentra herido. Cree que va a morir, y entonces, recuerda un relato que ha leído: “Hacer un fuego”, un cuento de Jack London, tal como él mismo va a narrar en Pasajes de la guerra revolucionaria.
La voracidad por la lectura es algo que persiste en Guevara, decíamos. Tanto en el campo de batalla como en las tareas de construcción cotidiana del socialismo en Cuba. Tareas que, por cierto, lo consumen, lo agotan, sin dejarle tiempo, a veces, para sostener una dinámica biológica mínima: comer, dormir... y sin embargo, la literatura perdura. En la selva boliviana, finalmente, Guevara tampoco abandonará a la literatura. Al contrario: será su gran compañera de viaje. “Tiempo antes se había hecho una pequeña biblioteca, escondida en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto emisor”, recordará el intelectual francés Régis Debray. Ya detenido en Ñancahuazú, sin fuerzas, sin zapatos, entre lo que queda de su pantalón, Guevara tiene un cinto. En su costado derecho, colgando de él, un portafolios de cuero. Adentro, sus libros, y su diario de campaña.
“La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en una ficción”, insiste Piglia, subrayando sin embargo que entre la lectura y la vida práctica se manifiesta una fuerte tensión. Y para graficarla, pone el ejemplo de la exigencia de movilidad como principio substancial de la guerrilla y el estacionamiento, la pausa que implica la lectura. “Esta oposición se hace todavía más visible si pensamos en la figura sedentaria del lector en contraste con la del guerrillero que marcha. La movilidad constante frente a la lectura como punto fijo en Guevara”. La experiencia de la lectura emergiendo como un lastre del pasado, una adicción: “mis dos debilidades fundamentales: el tabaco y la lectura”, dirá el Che. Por eso Piglia hablará de la lectura como metáfora de la tensión entre la vida social, política y lo propio, lo privado. Ejemplo: esa foto en Bolivia, en la que Guevara está subido a un árbol, leyendo, alejado de los otros. Tensión entre el acto de leer y la acción política, es cierto. Tanto como que los libros (así como los cuadernos y los lápices o las lapiceras) se transforman en algo tan importante como su inhalador para el asma: ambos marcan su ritmo, su cotidianeidad.
Tal vez una apuesta actual sea la de pensar a la lectura y la escritura desde otro lugar. No como lastre. Tampoco como vicio, entendido en sentido negativo. Sino más bien a la literatura como alimento espiritual, o como religión profana. Porque si bien es cierto que la lectura implica cierta pausa, cierto reposo, también podríamos preguntarnos: ¿quién toma una decisión importante sin antes pensarla un poco? Y, ese acto de meditación, ¿no es una pausa? ¿Y esa pausa, no es parte constitutiva del movimiento incesante de la vida? Por otra parte, sobre todo en las grandes urbes, tenemos al acto de la lectura también incorporado como parte de nuestra acción cotidiana. ¿O no leemos gran parte de nuestros libros mientras viajamos, hacemos la cola para realizar un trámite o comemos algo a las apuradas? Son maneras de leer diferentes de las “clásicas”, pero que son cada vez más las formas de leer que encontramos. Además, esa contraposición acción-reposo, lectura-decisión no deja de tener algo que hace ruido. Es como si se contrapusiera la batalla al sueño, el comer y beber a la acción directa. El amor a la revolución. La risa a los horrores de la guerra.
En este sentido, rescato más esa otra idea de Piglia, quien en su libro Formas breves sostiene: “La literatura permite pensar lo que existe, pero también lo que se anuncia y todavía no es”. 

martes, 2 de octubre de 2012

De Córdoba al conurbano (primera parte)


Pepe y Lili estaban muy entusiasmados con su reciente incorporación a la Juventud Universitaria Peronista. Pero los efectos del Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 los hizo emigrar hacia Capital Federal, y luego, hacia el sur del Conurbano, donde continuaron con sus actividades dentro de la organización Montoneros. Allí se conocieron, e iniciaron una historia de amor que perdura hasta el día de hoy.


Por Mariano Pacheco. Publicado en http://www.marcha.org.ar

Para cuando se produce la asunción de la Junta de Comandantes, Pepe era estudiante en la Facultad de Matemática de la Universidad Nacional de Córdoba. Estaba en cuarto año de la carrera de Astronomía, y venía muy embalado con su participación en la militancia estudiantil del año anterior. En 1975, con un año ya transcurrido desde la muerte de Perón, se decidió a integrarse al peronismo revolucionario, luego de discutir sus ideas de izquierda con algunos militantes de la facultad, que se definían más de izquierda que peronistas a la hora de dar cuenta de su pertenencia al interior de la “izquierda peronista”. La agrupación de la que participaba, integrante de la Juventud Universitaria Peronista (JUP), había ganado el Centro de Estudiantes, así que a pesar de los golpes de la represión, y de la ilegalidad de muchos cuadros de la organización –que habían pasado a la clandestinidad en septiembre de 1974– la actividad política legal, abierta, era intensa. “Éramos unos 120 alumnos de la agrupación en toda la facultad. Hacíamos un trabajo muy bueno, sobre todo de investigación. Entro a militar con Daniel, que después lo mató Menéndez en Córdoba, luego de un secuestro. Mi primer acto de militante fue tomar la facultad de arquitectura. Hacíamos pegatinas, pintadas, nuestra militancia no pasaba más de eso”.
El golpe de marzo del 76 lo cambió todo. En el país, en la provincia, y también en su vida personal. Durante esas semanas –abril, mayo, Pepe no lo recuerda con precisión– la conducción de JUP-Córdoba –que era, a su vez, la conducción regional de Montoneros– comienza a reunirse en el departamento de Ludmila, su compañera, que vivía en el departamento de arriba de su casa. Para entonces, las estructuras de Montoneros en la ciudad de Córdoba ya estaban muy golpeadas, producto de la represión ilegal desatada por el Comando Libertadores de América durante todo el año anterior. Así y todo, seguían con sus actividades... al menos hasta julio, cuando la dictadura les provocó un golpe del que no podrían recuperarse: toda la conducción de JUP cae en un allanamiento al departamento de Ludmila, ubicado en el centro de la ciudad. “Cuando cae esa casa me tengo que abrir, dejar la facultad, pasar a la clandestinidad, obviamente. Nos quedamos en Córdoba hasta octubre. Porque la decisión que se toma a nivel nacional fue que los compañeros que éramos ilegales nos fuéramos a Buenos Aires. Nos fuimos en tres camadas, eramos muchísimos compañeros. Creo que yo viajo en la segunda camada y cuando llego allá me encuentro con que había 30 compañeros de Córdoba que yo no conocía”. Entre esos militantes se encontraba Lili.
También Lili había empezado a militar en 1975. Entonces había iniciado su primer año de la cerrera de Psicología, al igual que Pepe, en la Universidad Nacional de Córdoba. Fue a través de un grupo de amigos que se incorporó a la JUP. “En realidad éramos un grupo de adolescentes que nos sentábamos a tocar la guitarra y a leer a Marx y a Lenin. Teníamos entre 16 y 18 años. Eramos un grupo que fue creciendo y potenciando sus conocimientos y compromisos políticos e ideológicos. En aquel entonces estaban Pablo, que desapareció teniendo 19 años. Él militaba en la UES, y fue un poco el líder del grupo, junto con su hermano y otros compañeros. Yo era medio zurda, así que se me planteaba dilema: ¿PRT o Montoneros? Tenía un lío bárbaro. Pero después, charlando con Pablo, él me convenció, y me introdujo en Montoneros”.
Poco a poco Lili fue cambiando su visión acerca del peronismo, y luego de varias charlas con Pablo, que le inisitía en que tenía que valorar más esa identidad política del pueblo, fue acercándose a otro tipo de posiciones, de izquierda, pero con una orientación más plebeya. “Él empezó a traerme libros, revistas, y yo leía y leía. Así que ahí ingreso en la JUP y enseguida fui elegida delegada de curso. Eso fue a principios de 1975. Para fin de año, ya era ilegal, y estaba en el aparato militar”.
En el medio sucedió que su casa comenzó a utilizarse para realizar reuniones, porque estaba en pleno centro de Córdoba y quedaba a mano para todos los que participaban. Unos 20 militantes conocían su casa, más otros tantos colaboradores del Hospital Córdoba, donde trabajaba. Hasta entonces, si bien había ido asumiendo cada vez más responsabilidades con el correr de las semanas y los meses, era legal. Pero uno de esos días, Claudio, un compañero de trabajo que estudiaba Medicina y también militaba en Montoneros, ese  muchacho que la conocía de la organziación y se había sorprendido al verla con el guardapolvo blanco caminando por los pasillos del hospital, un día no volvió a su casa, y de la noche a la mañana dejó de ir a trabajar. “Tenes que dejar tu casa y el laburo. Te tenes que levantar”, le dijo su responsable. Desde entonces, Lili dejó de estudiar psicología, y pasó a formar parte de ese amplio contingente de militantes que vivían en la ilegalidad.
“Y ahí fui a vivir a una casa en la que se suponía que vivían dos personas, pero a la noche dormíamos siete. Había como tres guardados ahí. Córdoba era muy chico y las pinzas se hacían en los puentes. No se podía pasar de un lugar a otro. Encima sabíamos que La Gringa, una compañera que había caído, salía en un Ford falcon a señalar compañeros por la calle, que eran inmediatamente secuestrados y torturados, y de quienes no se sabía más sobre su paradero”. Así vivió durante un tiempo: asistiendo a las citas con una cápsula de cianuro en su boca –“estábamos dispuestos a matarnos, para no caer con vida en manos del enemigo, porque nadie sabía cómo podía sobrevivir a la tortura sin límite–, saltando de casa en casa, hasta que su nombre apareció en la lista de militantes que serían trasladados a Buenos Aires.
En Capital conoció a Pepe, se reencontró con varios compañeros y compañeras de la JUP-Córdoba y comenzaron a moverse juntos para todos lados. Era como estar en familia, aunque no en casa. Pero ese “estar como en casa” los llevó a relajar las medidas de suguridad, cuando no a dejar de cumplirlas. La caída de unos cuantos cordobeces, luego de que asistirean todos juntos a la cancha a ver un partido de Talleres, llevó a sus responsables a pedir el translado, cada uno para lugares diferentes. “En la cancha se cantaba la marchita peronista –recuerda Pepe–. Los compañeros se entusismaron y le agregaron la parte de Montoneros. En el momento no pasó nada, peor a la salida los secuestraron a todos”. 
Eso fue a fines de 1976. A principios de 1977 Pepe y Lili llegaban al sur del Conurbano (continuará…).