viernes, 29 de enero de 2021

El recuerdo de Osvaldo Soriano en el magistral relato de la pelea Alí- Foreman

A SUS PLANTAS RENDIDO UN PAÍS* 

Por Osvaldo Soriano



El derechazo de Alí. El inmenso cuerpo de Foreman que se derrumba a sus pies. Siete millones de negros musulmanes que enmudecen. O estallan de alegría. Veinticuatro minutos de pelea bastaron a Muhammad Alí para sacudir la historia del boxeo moderno. Los ojos del Zaire vieron cómo ese nieto de esclavos –que alguna vez llevó el nombre del propietario de su abuelo, Cassius Marcellus Clay– brindaba al mundo una de las más grandes lecciones de fe, de dignidad, de vida, de que es capaz un hombre.

Final del 8° round: Foreman en la lona y Alí en la gloria.

Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de humillaciones.


Los medios de comunicación se apresuraron a difundir una imagen ligera, inocente, del triunfo de Alí. Como lo hicieron siempre que les tocó hablar de ese hombre rebelde que reúne –juntas– dos condiciones intolerables en los Estados Unidos: es negro y habla demasiado.

Gritó durante toda la pelea. Provocó a Foreman, lo sacó de sus casillas ayudado por el público negro que gritaba “matalo, Alí” como si ésa fuera la consigna de toda su raza. Y el bueno de Foreman, invicto hasta entonces, comenzó a flaquear, quemó sus energías en unos instantes hasta quedar a merced de quien siempre fue el verdadero dueño de la corona mundial.

Es posible que el formidable peso de la historia haya fulminado a Foreman. Cuando apareció en el ring y oyó a sus hermanos de color reclamar la corona robada por los norteamericanos hace siete años, no pudo sino entregarla. Para ello soportó desaire y vergüenza. Alí se sentó en las cuerdas, al acecho, y antes de derribarlo lo rezongó, se burló de él y hasta lo hizo embestir las sogas, ciego de furia e impotencia.

La chance de George Foreman se basaba, ante todo, en la presunta decadencia física de Alí. Muy pocos contaron, en cambio, con que la inteligencia del líder musulmán se había robustecido con el tiempo. Los apostadores que pensaban llenar sus bolsillos con el definitivo ocaso de Muhammad no quisieron ver la potencia que el odio había acumulado en sus músculos. El odio de una raza vejada durante cuatrocientos años en el Nuevo Mundo.

Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de humillaciones: la oportunidad de vengar las afrentas, de proclamarse soberano como hombre negro. De mostrar que no hay milagros sino realidades.

El triunfo de Alí fue el de los musulmanes negros, el de los objetores de conciencia atormentados y encarcelados por negarse a pelear en Vietnam. Pero no fue la suya una empresa individual, solitaria. Muchos hombros negros apuntalaron su fe y alimentaron su obsesiva ambición de ser el campeón para demostrar que la ley blanca era impotente ante la furia de uno de sus esclavos.

“Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento habida entre nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación”, ha escrito Norman Mailer. Parece exagerado. Sin embargo, el éxito de la cruzada emprendida por Alí hace siete años –que casi todos los expertos calificaron de utopía– parece dar la razón a Mailer.

La historia de Cassius Clay es común a casi todos los boxeadores negros, sólo que más brillante. La de Muhammad Alí está llena de grandeza y miseria.

El 28 de abril de 1964, Clay venció a Sonny Liston –un rey de los bajos fondos– en seis asaltos. Un año más tarde comenzaría la persecución: el 25 de mayo de 1965, la comisión de boxeo le quitó el título por primera vez, acusándolo de haber combatido ante Liston sin la debida autorización. Para reconquistarlo tuvo que esperar hasta el 6 de febrero de 1967 y vencer a Ernie Terrel, un blanco mediocre que había sido designado titular de la categoría.

La corona estuvo sobre su cabeza sólo dos meses. El 28 de abril, las autoridades le retiraron su licencia de boxeador y lo despojaron nuevamente del título mundial por negarse a ingresar al ejército norteamericano que iba a destinarlo a Vietnam.

“Con los impuestos que pago por cada pelea, un soldado norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago en un año es posible construir bombas como para quemar una aldea. Con todo esto, ya soy culpable. ¿Tengo además que matar con mi propia mano?”, dijo entonces. Se declaraba objetor de conciencia, se confesaba integrante de los Black Muslims; eso bastaba para que los medios de comunicación elaboraran una imagen de monigote, de payaso, más digestiva para el público.

El 20 de junio de 1967, en Houston, Texas, el Tribunal Federal del Distrito Sur del Estado lo declaró culpable de negativa a ingresar al ejército y lo condenó a cinco años de prisión más una multa de 10 mil dólares.

A fuerza de apelaciones, Alí eludió el calabozo. Pero no dejó de hablar: “Los negros estamos presos hace cuatrocientos años –dijo–. Por eso no pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy”.

Había ganado 4 millones de dólares, aunque el fisco embolsó el 80 por ciento. Con el resto compró una casa para su madre en Louisville –donde había nacido– y otra para él en Chicago por 100 mil dólares; el divorcio con su primera mujer le costó 50 mil dólares más una renta mensual de 1200 durante diez años. Los honorarios de sus abogados ascendieron en poco tiempo a 50 mil dólares. La persecución amenazaba con llevarlo a la bancarrota. Sin embargo, sus honorarios como socio de una cadena de puestos de salchichas en los barrios negros le permitieron salir adelante. Su figura –su inteligencia quizá– le abrió las puertas de las universidades donde dictó conferencias por las que cobraba mil dólares.

Los periódicos underground comenzaron a publicar sus respuestas. “¿Odia a los blancos?”, le preguntaron una vez. “No odio a nadie –contestó–, soy una víctima del odio. Soy demasiado limpio para este deporte. Soy demasiado bueno para mi tiempo. Esa es la razón por la que han decidido librarse de mí.”

Había otros motivos, más contundentes, para que los zares del boxeo lo echaran a la calle. Alí, el más grande boxeador de todas las épocas –según opinión de Joe Louis–, había sido un mal negocio. No había rivales para él; cualquier pelea era un juego de niños. Nadie pensaba seriamente en vencerlo. El público lo sabía y comenzó a quedarse en sus casas. Alí peleaba solo. Así, el más genial boxeador quedaba marginado por su propia grandeza.

Resultó una víctima ideal: molesto, fanfarrón, irritaba al periodismo con sus declaraciones, horribles poemas e insidiosas canciones. Cuando se negó a ir a la guerra, quedó absolutamente indefenso.

El 6 de mayo de 1968, el 5º Tribunal de Apelaciones confirmó la culpabilidad de Clay. Sus abogados sostuvieron más tarde que la condena se había basado en la exposición de cinco conversaciones telefónicas sostenidas por Alí e interceptadas por el FBI. El gobierno admitió haber tomado las charlas que, dijeron los fiscales, “afectaban la seguridad nacional”. Los tribunales dieron marcha atrás y el ex campeón tuvo su respiro.

Entretanto, su cintura perdía la armoniosa línea que le había permitido bailotear por el ring como un gato. Aunque varios estados norteamericanos habían anunciado que le concederían permiso para combatir, ningún político se animó a ver de cerca a ese negro contestón. Quiso pelear en el extranjero, pero le impidieron salir del país. El 6 de julio de 1970, el Tribunal de Apelaciones anunció que las charlas telefónicas no habían influido para condenarlo. Dos días más tarde, en Charleston, Carolina del Sur, le prohibieron hacer una exhibición. El 2 de septiembre, por fin, subió a un ring en Atlanta, Georgia, para cruzar guantes amistosamente con varios sparrings. Doce días después, el juez federal Walter Masfield, de Nueva York, decidió que la prohibición para actuar en su estado era “arbitraria e irracional”, y ordenó que le restituyeran los derechos. Otro tanto ocurrió en Atlanta, donde se concertó su pelea contra Jerry Quarry para el 26 de octubre. Muhammad Alí venció con facilidad y abrió el camino hacia el retorno. En su segunda pelea volteó al argentino Oscar Bonavena y más tarde a Jimmy Ellis. Así ganó el derecho a enfrentar a Joe Frazier por la corona mundial.

El combate –que Frazier ganó por puntos– pareció enterrar definitivamente a Muhammad Alí. Sin embargo, su ánimo no decayó. Para él, la derrota ante el campeón había sido injusta: exhibía como prueba su fortaleza al final del combate, mientras el vencedor debió ser internado en un hospital a causa de la paliza recibida.

El verdadero drama de Alí era moral. Elijah Muhammad, el máximo jerarca de los Black Muslims, había decidido expulsarlo de la congregación por negarse a abandonar el boxeo. Alí discutió con su maestro, pero respetuosamente acató la decisión. No obstante, jamás renegó de los Muslims: estaba seguro de que si recuperaba la corona, ellos serían los beneficiados. La Nación del Islam -así la denominan ellos- plantea el apartheid económico y racial del pueblo negro por medios pacíficos.

En noviembre de 1971, Muhammad Alí vino a Buenos Aires para realizar una exhibición en la cancha de Atlanta. Entonces montó su habitual show de verborragia y amenazas. Vicki Walsh y el autor de este artículo lo entrevistaron para conversar sobre su prédica religiosa y política.

“Somos 30 millones de negros contra 170 millones de blancos; no tenemos munición ni armamento adecuados y, sin embargo, nuestra revolución sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros no tendríamos la menor chance en los Estados Unidos, porque ni siquiera controlamos los abastecimientos. Seríamos como un toro enfurecido corriendo hacia un tren: sólo quedarían su carne y su sangre sobre las vías.” Esta era su posición frente a la violencia de los Black Panters, aunque agregaba: “No condeno a ningún hombre por defender aquello que cree está bien, especialmente si está dispuesto a dar la vida por ello. Muchos revolucionarios negros han dado ya su vida”.

Quienes conocían a fondo las ideas de Alí ansiaban verlo en las tribunas, predicando la fe musulmana, lejos definitivamente del ring. Es que pocos creían en sus posibilidades de recuperar la corona. Sin embargo, en los tres años siguientes, este negro empecinado fue hacia una y otra costa del país para derribar a boxeadores de categoría menor en busca de una nueva oportunidad. Hasta tuvo que sufrir la fractura de su mandíbula frente al mediocre Ken Norton. Ya no brillaba como antes: había perdido su estilo felino, sus movimientos serenos y armoniosos. Ahora ponía sobre el ring la experiencia, la astucia; medía cada uno de sus pasos para no derrochar energías.

Cuando el título cambió de manos y el joven Foreman –un invicto temible por su pegada– se erigió en el nuevo coloso, los expertos opinaron que nadie podía dar un dólar por la chance de Alí. Sin embargo, Frazier cayó a sus pies, Norton tuvo que verlo levantar los brazos y los empresarios comenzaron a planear el gran combate.

Alí insistió para que se realizara en el Africa. Lo que parecía una mera especulación comercial, iba a adquirir un sentido magnífico el día de la victoria: el 30 de octubre, en Kinshasa, ningún negro dejó de levantar a Alí como un estandarte de libertad.

Curiosamente, las agencias noticiosas insistieron en la versión de un Alí payasesco, casi odioso. Nadie recordó que alguna vez dijo: “Un día levantaré mi puño vencedor para que mi pueblo negro diga, como yo, que es el más hermoso y el más fuerte”.

Al terminar el combate, gritó: “Fue Alá quien dio los golpes, era él y no yo quien estaba sobre el ring”. Era toda una raza la que esa noche estaba allí.

Con Foreman cayó el último Tío Tom del boxeo estadounidense. Es posible que Joe Louis haya visto vengada su miseria, Sonny Liston su muerte degradada. Aún no es posible saber si Alí abandonará el boxeo o buscará ganar dólares en una revancha. Poco importa ahora qué hará.

El deporte permitió que la raza negra erigiera a dos de los suyos como los hitos mayores de este siglo: Edson Arantes do Nascimento (Pelé) y Muhammad Alí. El brasileño renegó de su negritud, sirvió a la dictadura implantada en el Brasil en 1964 y aconsejó a los niños negros que tomaran Pepsi-Cola y fueran buenos con los blancos. Alí se negó a juzgarlo: “Es mi hermano de raza”, dijo. Pelé, en cambio, despreció siempre al boxeador.

“Ser campeón de peso pesado en la segunda mitad del siglo XX (con revoluciones negras a lo largo y ancho del mundo) representa algo parecido a ser Jack Johnson, Malcolm X y Frank Costello en una sola pieza”, ha dicho Norman Mailer. Es posible que nadie lo sepa mejor que Alí. De allí su afán casi salvaje por coronarse nuevamente.

Hemos tenido el raro privilegio de asistir al momento cumbre de la historia del boxeo. Más allá de la dudosa calidad del combate, millones de personas de todo el mundo vieron cómo Muhammad Alí recuperaba a puñetazos lo que el Tío Sam le había quitado por decreto.

*Con el magistral relato de la pelea Alí- Foreman, realizada en Zaire el 30 de octubre de 1974, escrito por Osvaldo y publicado originalmente en la vieja revista Crisis, podemos sumergirnos en el mundo de #BoxeoyLiteratura que, en nuestro país, supo ser cultivado por grandes figuras. El Gordo Soriano, el Gran Descartado de Puan, ya que partió de este mundo un 29 de enero, en 1997.


miércoles, 13 de enero de 2021

Mark Fisher: gurú distópico

Nuestro filósofo pos-punk del siglo XXI

 


Por Mariano Pacheco*

El 13 de enero de 2017 partía de este mundo el crítico cultural Mark Fisher. ¿Otro suicidado por la sociedad? Sus libros, publicados en castellano por Caja negra ediciones (Realismo capitalista, ¿hay alternativas?, en 2016; Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hautología y futuros perdidos, en 2017; y el Volúmen I de K-punk, escritos reunidos e inéditos: libros, películas y televisión, en 2019) coincidieron con los años macristas en la Argentina, y sus reflexiones acompañaron a buena parte de los intentos teórico de buena parte de la intelectualidad crítica y el activismo progresista y de izquierdas de pensar el malestar presente en el neoliberalismo, es decir, en las condiciones internacionales actuales del capitalismo.

Politizar el malestar

La depresión es, después de todo y sobre todo, una teoría sobre el mundo y sobre la vida”, escribe Fisher en el capítulo de su último libro Los fantasmas de mi vida… dedicado a la banda británica Joy Division, aunque bien podrían leerse todos sus textos desde esa frase. “La depresión es el espectro más maligno que me ha acechado a lo largo de mi vida”, comenta asimismo hacia el final de “La lenta cancelación hacia el futuro”, primer capítulo de este trabajo. Paso seguido cuenta que comenzó a escribir sobre los temas de este libro en 2003, cuando publicó varios textos en su blog, mientras se encontraba sumergido en una depresión tal que hacía que su vida cotidiana apenas fuera soportable. Escribiendo pudo entender, nos cuenta, que el problema no era solamente él, sino también (sobre todo) de la cultura que lo rodeaba. “Es claro para mí ahora que el período que va de 2003 al presente será reconocido –no en un futuro distante, sino muy pronto– como el peor período para la cultura popular desde la década de 1950”. Aunque aclara: “decir que la cultura del período era desoladora no implica afirmar que no hubieran señales de otras posibilidades”. Y remata: “Los fantasmas de mi vida es un intento de hacerse cargo de algunas de esas señales”.

Los pensadores franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari intentaron pensar la filosofía como geofilosofía, y otorgaron al carácter situado del pensar una importancia fundamental. Así, la filosofía no tendría nada que ver con la contemplación abstracta y universal, sino que sería un modo de intervención siempre contemporánea, una creación de conceptos que están ligados materialmente tanto a los devenires como a los problemas propios, y la propia historia. Fisher, lector atento de ambos autores, parte del análisis de películas, discos, libros y otras producciones culturales para intentar pensar los malestares de nuestro tiempo.

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Más allá de las diferencias geopolíticas desde las que él pensó y escribió durante décadas (que son las diferencias políticas, económicas, sociales y culturales que pueden existir entre cualquier pensador europeo y nuestra realidad Latinoamericana) sus aportes resultan hoy un insumo imprescindible para abordar cualquier tipo de crítica política de la cultura contemporánea, en cualquier lugar del mundo, ya que los modos de producción de la vida colectiva de la humanidad en la actualidad están tomados, como nunca, por el capitalismo, sistema que sólo es entendible por su carácter internacional.

¿Hay alternativas?

Podríamos pensar todo Realismo capitalista a partir de dos pregunta que rondan dispersas por el texto y que solo por momentos se hacen explícitas. A saber: 1) ¿Qué pasa con una sociedad cuya juventud ya no es capaz de producir sorpresas?; y, 2) ¿Cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo?

Fisher acude al término “realismo capitalista” para designar el marco ideológico de la época, esta que transitamos –con sus idas y vueltas- desde la caída del muro de Berlín. El autor toma de Fedric Jameson una frase devastadora, a partir de la cual enhebra una serie de reflexiones: “hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, asegura. Marco teórico riguroso y reflexión sagaz se cruzan en este libro con una suerte de sociología de la vida cotidiana. Así, aparecen este texto rasgos que hacen a la precarización de la vida en la fase actual del capitalismo, tanto como la gerencialización de la vida política, la cultura del consumo desmedido, o la crisis de la educación (ir a al escuela para luego conseguir el mismo “McEmpleo” que se hubiese conseguido por igual al abandonar el camino escolar). También se reflexiona sobre el estrés y el consumo de psicofármacos (que Fisher saca todo el tiempo de la esfera individual para resituarla en la social, preguntándose cómo puede ser que tanta gente, y sobre todo tantos jóvenes, tengan este tipo de padecimientos), la pulsión por la sobreinformación y el instantaneismo que promueven las redes sociales virtuales (“los adolescentes tienen la capacidad de procesar los datos cargados de imágenes del capital sin ninguna necesidad de leer: el simple reconocimiento de slóganes es suficiente para navegar el plano informativo de la red, el celular y la tv”). Por todo esto, Fisher sostiene que el realismo capitalista no puede limitarse al arte o al modo casi propogandístico en el que funciona la publicidad. “Es algo más parecido a una atmósfera general que condiciona no solo la producción de cultura, sino también la regulación del trabajo y la educación, y que actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuinos”.

Lo interesante es que Fisher no solo piensa los problemas de su generación y los conecta con sus antecesores (nació en el 68, el año del Mayo Francés”, se hizo adulto cuando el “socialismo real” comenzó a caerse a pedazos), sino que intenta pensar la de los que llegaron después, y recién están dando sus pasos hacia la edad de la razón. “Para la mayor parte de los quienes tienen menos de veinte años en Europa o los Estados Unidos, la inexistencia de alternativas al capitalismo ya ni siquiera es un problema. El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte d ellos pensable”. De allí que diferencia a los jóvenes de ahora de los de apenas hace unos años. “En su lasitud espantosa y su furia sin objeto, Cobain parecía dar voz a la depresión colectiva de la generación que había llegado después del fin de la historia, cuyos movimientos ya estaban todos anticipados, todos rastreados, vendidos y comprados de ante mano”, sentencia al escribir sobre la experiencia de la banda Nirvana.

Pero Fisher no trata solamente de pensar la época, sino que hay una clara vocación de denunciarla para enfrentarla. A diferencia de muchos periodistas, cientistas sociales y críticos culturales de nuestros días, Fhister busca restituir cierta idea de totalidad en la cual conectar los efectos que se padecen en el día a día con sus causas estructurales, con la única causa sistémica en realidad: el capital. “Tal y como han afirmado muchísimos teóricos radicales, desde Brecht hasta Foucault y Badiou, la política emancipatoria nos pide que destruyamos la apariencia de todo ´orden natural´, que rebelemos que lo que se presenta como necesario e inevitable no es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como imposible se rebele accesible. Es bueno recordar que lo que hoy consideramos ´realista´ alguna vez fue ´imposible´”, sostiene.

Neoliberalismo y cultura

Fisher destaca que la era neoliberal ha privado a los artistas (gradual pero sistemáticamente) de los medios para crear lo nuevo, ya que se ha producido una declinación drástica del tiempo y la energía social necesarias para sumergirse en los productos culturales. De allí que insista en que, para producir lo nuevo, se necesiten momentos de retirada (de la sociabilidad, de las formas culturales pre-existentes), situación que se torna cada día más difícil en nuestro mundo contemporáneo.

Esta lenta cancelación del futuro tiene una característica fulminante: fue acompañada de una deflación de las expectativas. Si Fisher entiende que la expresión “la lenta cancelación del futuro” (que toma del pensador italiano Franco “Bifo” Berardi), es tan acertada, es porque logra capturar el gradual pero incesante modo en que el futuro se ha visto erosionado durante los últimos treinta años. Situación que nos arroja a un presente en el que estamos más exhaustos, pero a su vez, más estimulados (trabajo precario+comunicación digital). De allí que Fisher tome esto que Berardi escribió acerca del estado insomne, asfixiante y des-erotizado de la cultura contemporánea. A saber: el hecho de que el arte de la seducción tome mucho tiempo. Situación ante la cual aparecen “soluciones rápidas” como el viagra (déficit cultural y no biológico), que logra que los tiempos cortos y faltos de energía y atención encuentren un modo eficaz de ser sorteados.

Este estado actual de la cultura sólo es posible de entender si se tiene en cuenta el proceso de reestructuración transnacional de la economía política. Una transformación que cambió el modo en que se organizan el trabajo y el ocio, a la vez que la revolución científico-técnica ha vuelto irreconocible la experiencia de la vida cotidiana, si se la compara con décadas anteriores.

Ante esta situación Fisher reivindica la idea de fantasma: así, el del comunismo, que en tiempos de Karl Marx (1848) era un espectro que comenzó a recorrer el mundo, en las últimas décadas sólo fue captado en su cualidad de ausente, pero para Fisher, es un fantasma que no hay que dejar ir. “El espectro no nos permitirá acomodarnos en las mediocres satisfacciones que podemos cosechar en un mundo gobernado por el realismo capitalista”, sostiene, dando cuenta que, más allá de sus depresiones, sus textos no son pesimistas, sino una incitación a no acomodarnos a la vida que nos propone resignarnos a un modo injusto y opresivo, en y donde el hombre (y las mujer) sólo aparece como lobo del hombre (y la mujer). 

Rescatar a Fisher, entonces, es un convite a repensar qué entendemos por humanidad.

* Nota publicada en Revista Zoom en enero de 2020