viernes, 28 de septiembre de 2018

Reseña de Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo (Editorial Caja negra)

Una lectura del libro que reúne textos de más de una docena de autores, entre los que se destacan Antonio Negri, Franco “Bifo” Berardi y Mark Fisher.


Por Mariano Pacheco


Se sabe: toda lectura es siempre situada.
¿Cómo leer entonces un libro como Aceleracionismo, donde se compilan todos textos producidos desde contextos bien diferentes a los tercermundistas latinoamericanos? Tal vez desde su análisis de la situación internacional, puesto que si bien estamos parados en realidades diferentes producto de la división internacional del trabajo, todos compartimos el hecho de actuar, pensar, sentir, leer, escribir desde el interior del mercado mundial.
A falta de una visión social, política, organizativa y económica radicalmente nueva, los poderes hegemónicos de la derecha seguirán siendo capaces de impulsar contra todas las evidencias su miope imaginario, escriben Alex Williams y Nick Srnicek en su “Manifiesto por una política aceleracionista”, en la que describen la situación en la que nos encontramos luego de treinta años de neoliberalismo planetario (la civilización global se enfrenta a una especie nueva de cataclismo).
¿Qué ha pasado en estas tres décadas con el movimiento obrero, las izquierdas y los movimientos sociales? La respuesta -por momentos angustiante- que brindan los autores nos interpela respecto de los desafíos presentes, si de verdad aspiramos a contribuir a un nuevo ciclo de rebeliones contra el sistema imperante y apostar por construcciones que vayan más allá del capital (la izquierda tiene una necesidad imperiosa de recuperar la perspectiva de gestar una nueva hegemonía mundial), insisten los autores del Manifiesto.


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¿Qué es el aceleracionismo?
Según la definición esbozada por los compiladores de este libro, el aceleracionismo es una herejía política, una insistencia en que la única respuesta política radical al capitalismo no es protestar, agitar, criticar, ni tampoco esperar su colapso en manos de sus propias contradicciones, sino acelerar sus tendencias al desarraigo, alienantes, decodificantes, abstractivas.
Publicado en Argentina a fines de 2017 por la editorial Caja negra, Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo reúne dieciséis textos escritos entre 1994 y 2015 (incluyendo una introducción de los compiladores, Armen Avanessian y Mauro Reis, y un epílogo del primero). El más viejo de estos textos es “Colapso”, de Nick Land (periodista actualmente radicado en Shangai a quienes los autores del Manifiesto consideran un precursor del aceleracionismo, junto con Karl Marx) y el más nuevo: el “Manifiesto xenofeminista” del colectivo Laboria Cuboniks, que los compiladores consideran la manifestación programática más potente de esta nueva afluencia acelerativa.
También hay textos de importantes referentes internacionales como Antonio Negri, Franco “Bifo” Berardi y el recientemente fallecido Mark Fisher.
Avanessian y Reis parten de un diagnóstico compartido por los impulsores de este movimiento a la hora de presentar el libro. A saber: que la desesperanza parece ser el sentimiento dominante en la izquierda contemporánea. De allí que critiquen, tanto de la izquierda liberal como de la más radical pero no menos iletrada tecnológicamente izquierda académica, el hecho de reducir la economía capitalista a un montón de números y la tecnología a puro dominio instrumental del capital, abandonando a su adversario la inteligencia tecnológica y los argumentos económicos. De allí también que reclamen, de manera urgente, criterios pragmáticos capaces de realizar una identificación y selección de aquellos elementos del sistema que puedan ser eficaces en una transición concreta hacia otras formas de vida más allá del capital. Por eso junto con la pregunta por una transición posible hacia otros sistemas, aparece con fuerza el interrogante en torno a los posibles usos de la tecnología, en un movimiento de lectura que implica recuperar tanto las reflexiones que Marx realiza en los Grundrisse sobre las máquinas como una reapropiación/reformulación del componente “maquínico” presente en las teorizaciones de Gilles Deleuze y Félix Guattari, sobre todo en torno a la relación entre la producción maquínica y la producción del ser humano como tal.
¿Cuál es la relación entre los efectos socialmente alienantes de la tecnología y el sistema de valor capitalista? ¿Por qué y cómo son los efectos emancipadores del “nuevo fundamento” de la producción maquínica contrarrestados por el sistema económico del capital? ¿En qué podría convertir el humano social si el capital fijo fuese reapropiado en el interior de un nuevo socius postcapitalista? Estas son algunas de las preguntas que vienen a plantearse en el libro de la mano de algunas propuestas para liberarse de la coerción del trabajo asalariado.


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La cuestión del retorno de un pensamiento más complejo, capaz de arriesgar hipótesis más allá del cortoplacismo de cada lucha particular y más acá de las apuestas que implican definiciones de objetivos de mediano plazo y el trazado de estrategias concretas para obtenerlos, sin por ello renunciar a una mirada que da lugar al azar y las formas creativas de intervenir en política, es seguramente uno de los mayores aportes de este libro, más allá de las coincidencias o no con los postulados aceleracionistas.
La construcción de una nueva infraestructura intelectual capaz de contribuir a la gestación de una nueva ideología y de nuevos modelos económicos y sociales; la disputa por los medios tradicionales de comunicación más allá de la intervención en internet y las redes sociales; junto con la convicción de reconstruir un poder de clase, teniendo en cuenta las identidades proletarias parciales encarnadas a menudo en las formas postfordistas de trabajo precario en el mundo contemporáneo, son los tres objetivos de mediano plazo esbozados por Alex Williams y Nick Srnicek en el “Manifiesto por una política aceleracionista”. Estos objetivos son planteados junto con una convicción: la necesidad de rediscutir los modos de organización y las tácticas de lucha.
¿Qué pasa si las marchas con pancartas o zonas temporalmente autónomas devienen reconfortantes sustitutos del éxito efectivo? se preguntan en el Manifiesto, que las búsquedas pasen más por la apuesta que por la afirmación de seguridades conocidas: el único criterio para una buen táctica es si posibilita o no un éxito significativo dicen, a la vez que instan a estar atentos a los modos en que los adversarios políticos aprender a defenderse y contraatacar los métodos de lucha antaño eficaces. Algo similar sucede con los modos de organización. Para los aceleracionistas hay que poder desprenderse de la idea de democracia-como-proceso, del fetichismo de la apertura y la horizontalidad y poder entender que, a veces, el secretismo, la verticalidad y la exclusión también tienen su lugar. Por supuesto, advierten sobre los riesgos de que las autoridades verticales legítimas devengan centralismo totalitario y tiránico y por eso también llaman a romper con el sectarismo, asumir un pluralismo de fuerzas que pueda experimentar con diferentes tácticas y no quedarse apegados a los modos conocidos.
Es en este sentido que los autores del Manifiesto insisten en la necesidad de discutir la planificación postcapitalista tanto como poder salirse de la nostalgia fordista, esa que hoy se presenta muchas veces como pasado glorioso cuando en realidad no era más que ambiente disciplinado en ambiente laboral fabril donde el hombre (varón) recibía seguridades básicas para su vida, pero a cambio de un aburrimiento existencial profundo y una marcada represión social que iba acompañada de un racismo/sexismo en el plano nacional (con su correlativa jerarquía familiar de subyugación de las mujeres) y una jerarquía internacional sostenida en colonias y zonas de periferias subdesarrolladas.


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Pero no todos los ensayos reunidos en este libro son para ratificar los postulados del Manifiesto que lo inaugura. Hay otros textos que señalan insuficiencias, que plantean contrapuntos. Uno de ellos es el de Franco Berardi para quien la aceleración es una de las formas de subyugación capitalista. Bifo destaca que cuando de lo que se trata es del proceso de recomposición de la subjetividad y de la formación de una solidaridad social la aceleración implica la sumisión del inconsciente a la máquina globalizada. El ex obrerista italiano retoma a Deleuze y Guattari, a Negri, pero también a Spinoza y a Marx, para recordar que no hay afuera posible, que las posibilidades de futuro están contenidas en la composición actual de la sociedad, y que esa fuerza inmanente corre el riesgo de ser interpretada como una necesidad (la inmanencia del comunismo o el despliegue autónomo del general intellect implican una posibilidad, no una necesidad, insiste Berardi).
Antonio Negri, por su parte, destaca el paso al frente que implica en Manifiesto respecto de la tarea comunista en la actualidad y afirma que aún hay espacio para un saber subversivo. Pero advierte que no se saldrá de la situación actual espontáneamente. Sólo un acercamiento sistemático de clase a la construcción de una nueva economía y a una nueva organización política de los trabajadores podrá reconstruir una hegemonía y pondrá las manos del proletariado sobre un futuro posible.
También Negri insiste en dejar atrás la ilusión de un retorno al trabajo fordista y comparte con el aceleracionismo la idea de liberar la potencia del trabajo cognitivo (“¡Ciertamente aún no sabemos lo que un cuerpo tecnosocial moderno puede hacer!”).
En la perspectiva del teórico italiano resulta fundamental retomar la crítica aceleracionista al horizontalismo espontáneo y a la idea de democracia-como-proceso. Cuando se habla de transformación revolucionaria -escribe- no se puede eludir un pasaje institucional fuerte, más fuerte que el que el horizontalismo democrático podrá nunca proponer. Planificar exigirá, antes o después del salto revolucionario, transformar la abstracción del conocimiento de la tendencia en la potencia constituyente de instituciones futuras, postcapitalistas, comunistas. Y remata: esta es la directriz que debe ser adoptada y la labor que debe desarrollarse: planificar la lucha antes que planificar la producción.
Por otra parte, Negri también retoma el planteo aceleracionista de lo que denomina ensamblaje e hibridación respecto de combinar las experiencias desarrolladas y por venir, en función de avanzar no sólo con la crítica de la social-democracia y los socialismos realmente existentes sino también de los límites de los nuevos movimientos sociales en perspectivas de avanzar en la construcción de un programa comunista. Estos umbrales son aquellos que se determinan en la relación entre composición técnica y composición política del proletariado y que se fijan históricamente. Sin estas consolidaciones, un programa -aún transitorio- es imposible. Y es precisamente porque hoy no logramos definir con precisión esta relación, que a veces nos encontramos metodológicamente inermes y políticamente impotentes.
Por último -en esta reseña, aunque no en el libro, puesto que los otros textos no citados aquí abren aún más discusiones- quisiera destacar algo planteado por Mark Fisher en su texto, en donde intenta indagar en el vínculo entre revolución psíquica y revolución social en el horizonte de la cultura popular.
Las dos primeras décadas del siglo han estado marcadas hasta ahora por una insólita sensación de inercia, repetición y retrospección, destaca el pensador británico, para quien -tanto política como estéticamente- pareciera no poder esperarse ya más que lo mismo conocido hasta el momento. Situación que no puede entenderse por fuera de la reacción conservadora de las últimas décadas, donde el familiarismo jugó un papel central en el ascenso de la nueva derecha, en abierta reacción frente a la contracultura gestada en las décadas del ‘60 y del ‘70. Aquella que propugnó formas de organización colectivas (no-estatistas) nuevas y sin precedentes, dando voz a nuevas formas del deseo desconocidas incluso por las izquierdas más clásicas.
Como podrá observar quien lea esta reseña, los temas abiertos por el aceleracionismo son muchos y de vital importancia para poder repensar las prácticas impugnadoras del orden existente, y seguir promoviendo un pensamiento crítico insumiso que pueda ser capaz de denunciar, sí, pero también de contribuir a las reflexiones y los modos de nombrar aquello que cuestionamos, y aquello por lo que luchamos.

martes, 25 de septiembre de 2018

A propósito de algunos dichos de Juan Grabois sobre el 2001


Herencia e invención: un diálogo más allá de la generación

Por Mariano Pacheco*


En una entrevista que le realizó el periodista Claudio Mardones para el diario Tiempo Argentino, el dirigente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), Juan Grabois, decía el otro día que era hora de que la generación de 2001 tomara más protagonismo.
Lo decía a propósito de la calamitosa situación que vive la Argentina, los armados electorales y las elecciones nacionales del año que viene. Fue llamativo, porque cuando leo 2001 pienso totalmente en otra cosa: veo el símbolo de las jornadas insurreccionales del 19 y 20 de diciembre que tantos, tantas, protagonizamos en las calles, con profunda irreverencia, pizcas de audacia política, y radicalidad en los métodos de lucha.
Me veo en una foto, con 21 años, hablando en un acto del Día de los Trabajadores en una Plaza de Mayo colmada, aquel 1° de Mayo de 2002, y pienso si entonces quienes la militamos en espacios emergentes como la Coordinadora Anibal Verón no tuvimos un protagonismo profundo en esos meses, precisamente, porque supimos hacernos un lugar, entre la orfandad política y los mandatos superyoicos del setentismo.
Hay veces en las que miro a los setentistas y me digo: les falta 2001, les falta rock.
Son excepcionales los casos en que las militancias de esa generación pudieron procesar lo nuevo (lo nuevo que emergió en la resistencia al neoliberalismo, pero también lo nuevo del mundo capitalista que habitamos ya desde hace tres décadas). Otras veces miro la generación de 2001 y me digo: nos falta feminismo, pero también nos falta setentismo más allá del setentismo (es decir: nos falta la vocación de cambiarlo todo que hubo en los 70, no la resignación ante el estado de la situación del mundo capitalista y la nostalgia de lo que quedó como imaginario de aquellos años en la última década y media).
Vuelvo a leer las palabras de Grabois y me preguntó por qué las dijo.
Ya leí por ahí que el Pelado Tumini salió a contestarle: dice que lo que dijo Grabois tiene que ver en parte con la interna entre él (dirigente de Libres del Sur), y Vicky Donda (que rompió con su organización junto a Daniel Menéndez, principal referente del movimiento Barrios de Pie). También las palabras de Tumini pueden interpretarse a modo de bumeran. No lo dice pero lo da a entender: detrás de ese reportaje también está el contraste entre Grabois y Pérsico, el setentista que en la última década y media supo poner en pie al Movimiento Evita, y desde allí, ser uno de los artífices del armado de la CTEP. Como sea, la parte de las internas (que las hubo, las hay y las habrá), no me parece lo más importante de la discusión (amén de que se centra en una guerra de egos más parecida a las que entablan las vedettes y galanes por TV que a las contradicciones sustanciales que existen en el seno del movimiento popular). Es cierto que en la ruptura de Libres del Sur el hecho de que un dirigente joven y una referente mujer queden del otro lado no favorece demasiado a Tumini, pero también es cierto lo que él dice: el hecho de que ser joven o mujer no garantiza nada por sí mismo. Así y todo no deja de ser sintomático que en la ruptura queden, de un lado el par joven/mujer y del otro, el par Tumini/Cevallos, dos hombres hechos y derechos. Como sea, la discusión generacional tampoco debería reducirse –entiendo-- a una cuestión biológica, de edades.
Se sabe: lo que une a una generación es el hecho de asumir de conjunto una situación histórica, de pensarse a partir de una serie de temas comunes alrededor de los cuales articular una praxis. En el caso de la generación de 2001 de lo que se trató fue de inventar una mirada. Y si bien es cierto que cada generación intenta hacerlo, la de 2001 fue la primera que pensó y actuó después de la debacle histórica, de la caída de las grandes experiencias y los grandes relatos que estructuraron las andanzas de los pueblos en todo el mundo por más de un siglo; la primera que se vio fatalmente marcada por una doble ausencia: la de una generación diezmada por el terrorismo de Estado, primero, y luego silenciada –como proyecto– por los “consensos” de la democracia de la derrota. Es decir, una generación que no pudo cometer su parricidio porque la brutalidad del Estado y la complicidad de ciertos sectores sociales le ganaron de mano, no en un duelo simbólico sino en otro muy real.
Sobre todo esto el historiador y ensayista Omar Acha supo publicar un libro, hace una década ya, y aquí no hago más que reponer algunos de sus puntos de vista, y hacerlos propios, con la vocación de entender que la tarea por delante es colectiva, y que requiere de un coro de voces y una danza de cuerpos que puedan entrelazar los puntos de vista singulares con el obrar de conjunto de una intelectualidad crítica (es decir, revolucionaria).
En fin: quisiera subrayar el hecho de que la del 2001 fue una generación que intentó pensar y actuar, entre finales del siglo XX e inicios del XXI, sustrayéndose de la lógica binaria del obrerismo marxista y el caudillismo peronista. Pero esa misma generación, que actuó en cierto vacío sin temerle tanto a la incertidumbre, luego se mostró incapaz de dar respuestas propositivas a la reinstalación (otra vez) de las viejas verdades. Denunció cooptación en vez de intervenir creativamente; se refugió en la impotencia de la queja en lugar de asumir las limitaciones históricas en función de proyectar lo más potente de su corta pero intensa experiencia; se quedó lamentándose por lo que no fue en lugar de aceptar el desafío de repensarse en nuevos contextos; ensayó –en el mejor de los casos-- una serie de iniciativas en el plano micropolítico que hubieran sido realmente potentes si las hubiese articulado con intervenciones en el plano macropolítico, en lugar de refugirse en la autoindulgencia. Es decir: fue una generación que supo resistirse a la tentación de trocar los ideales de cambio por una narrativa (que fue a su vez una normativa) que pretendió linkear los años setenta con el mito del “país normal”, pero se quedó a mitad de camino, condenada a la queja –como decíamos-- impotente frente a otros discursos que ya no eran los embates del enemigo sino el de otras corrientes del movimiento popular.
En los últimos tres años y con la incapacidad evidente que mostraron esos “jóvenes-viejos” que emergieron durante la “década ganada” (el recambio etáreo de la generación de los 70 que se incorporó a la vida política argentina entre 2008 y 2011) para enfrentar una embestida conservadora como la emprendida por la gestión Cambiemos, ya sin manejar importantes resortes del Estado, con menos recursos económicos, con una jefatura en silencio o en retirada, surgió la tentación, en muchos sectores, de pensar que había una suerte de revancha histórica, como si entre 2002 y 2015 no hubiese pasado nada. Toda idealización del pasado y toda incapacidad de asumir que la historia nunca se repite, esconde una actitud profundamente reaccionaria, conservadora, por más que vista ropajes de izquierda o progresismo.
Vuelvo a releer las palabras de Grabois y me preguntó, una vez más, por qué las dijo.
Me asombro de la equiparación entre 2001 y juventud en este tiempo. Darío (Santillán), tenía 21 años cuando lo asesinaron, en junio de 2002. Y no era de los más jóvenes, pero tampoco de los más grandes que encabezaban esas experiencias. Han pasado casi 20 años. Juventud divino tesoro, pero a las cosas por su nombre. Ya no somos tan jóvenes, por más que nos comparemos con la vieja dirigencia partidaria y sindical de posdictadura.
Me pregunto entonces si no es momento de entrelazar saberes generacionales.
Miro con una mezcla de asombro y admiración a las pibas y pibes que vienen tomando colegios secundarios, siendo protagonistas de esta ola verde que colocó al movimiento de mujeres en el centro de la escena contemporánea, a la vez que observo con cierta preocupación ese déficit de historicidad que Rodolfo Walsh supo señalar que faltaba en la formación de los cuadros de la organización Montoneros, que sabían más del proceso que vivieron los bolcheviques en Rusia que los patriotas independentistas en el país. Me preguntó qué diría hoy, ante ese prejuicio anti-intelectualista que prima en muchos sectores, combinado con otra cierta apología del pragmatismo, que genera una dinámica de instantaneismo en el que ya no sólo quedan de lado las experiencias de las luchas y las reflexiones que se produjeron en la Argentina sino también las que el comunismo (y el anarquismo) supo dar en todo el mundo por más de un siglo.
Herencia e invención.
¡Cuanto leninismo le falta al feminismo!”, se escucha por aquí. “¡Cuanto dosmiluno le falta al setentismo!”, se dice por allá. “¡Cuanto feminismo nos falta a los dosmiluneros y setentistas!”, se podría agregar. Pero tal vez lo que nos falta es dejar de poner el foco en la falta, de pensar sólo desde el propio lugar de enunciación (¡cuanto neoliberalismo que llevamos dentro!). Quizá de lo que se trate sea de valorar este hecho inédito de que distintas generaciones se crucen en un proceso que el enemigo no ha logrado aniquilar, en donde hay lógicas, tradiciones y perspectivas diversas, en muchos casos contradictorias, en tantos aspectos complementarios. ¿Centrismo? Nada de eso. Valorar esa diversidad no implica no delimitar la propia posición. Y conversar, debatir, polemizar. Si bien es cierto que cada generación reactualiza las lecturas a partir de sus propias urgencias y preocupaciones, eso no implica (o no debería implicar) que deba dejarse de lado el hecho de asumir el desafío de entender que, así como la tradición asfixia, la falta de legados limita.
Nada ni nadie debería privarnos de la posibilidad de enlazar la invención con ciertas herencias, de poner en serie la creatividad con las lecturas (y las conversaciones) que permitan recuperar ciertos saberes.
Tal vez, más que pensar en que la generación de 2001 ocupe cierto lugar determinado, habría que pensar en que un nuevo proyecto popular ponga en discusión los saberes acumulados por el setentismo, el 2001 y las nuevas generaciones que, con las mujeres a la cabeza, se vienen abriendo paso a los codazos para también poner su voz en las discusiones contemporáneas.

*Redactor del portal y conductor del programa radial La luna con gatillo (www.lalunacongatillo.com). Columnista de Resumen Latinoamericano (www.resumenlatinoamericano.org).

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Cooke como hecho maldito del peronismo burgués


 (Recordar, Repetir, Reelaborar)
 
Por Mariano Pacheco*


Hace 50 años moría John William Cooke, producto de un cáncer de pulmón.
¿Qué sentido tiene recordarlo hoy, cuando nuestras funciones de respiración se ven alteradas no por una enfermedad biológica de nuestro cuerpo sino por lo asfixiante que se torna el saludable momento que atraviesa –que sigue atravesando más bien, deberíamos decir-- el cuerpo social? El “realismo capitalista” (como designó el pensador británico Mark Fisher a este sentimiento de que el capitalismo se presente sin fisuras como el único horizonte de posibilidades) está a la orden del día, en Argentina, en Nuestra América y en el mundo entero.
Cooke (el Bebe Cooke; el Gordo Cooke) puede aparecer como una pieza de museo, o más bien como un personaje simpático de una serie de Nettflix (no faltará quien tal vez lo confunda con un personaje de “Paeky Blinders”). Recordar, repetir, reelaborar.
Cooke, lector de Sartre. El joven diputado del peronismo histórico que argumenta como ninguno; el agitador de la resistencia peronista; el preso político y el delegado de Juan Domingo Perón en territorio nacional tras el exilio del líder (incluso, por única vez, el sucesor del General nombrado por él mismo). El Bebe, impulsor de una temprana tendencia revolucionaria del peronismo. El Gordo, hombre de confianza de Ernesto Guevara en Cuba, miliciano en defensa de la Isla contra la invasión imperialista. Cooke, quien muere horas antes de que cayeran en manos de la policía los integrantes de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) que habían instalado un destacamento de guerrilla rural en Taco Ralo (Tucumán). John William Cooke, el dirigente que supo afirmar que en Argentina los comunistas eran los peronistas, y que el peronismo era el hecho maldito del país burgués hoy se nos presenta, él mismo, como el hecho maldito de un peronismo burgués que –al menos en términos orgánicos-- no parece estar dispuesto a ir más allá de una gestión progresista del capital, vía democracia parlamentaria.
Cooke –como supo destacar mi amigo y compañero Miguel Mazzeo-- fue un hereje de dos iglesias: la peronista y la de izquierda. Es decir, fue un enemigo declarado de los dogmatismos, y supo habitar las tensiones y la incomodidad de dicha situación.
Aunque de nuevo surge la duda: ¿qué sentido tiene recordarlo hoy?
Quizá para que la invención de las nuevas generaciones no prescinda de una conversación con una determinada herencia, una experiencia del ayer que puede funcionar no como mandato sino como una inspiración para el hoy.
Tal vez –como hemos dicho en más de una oportunidad haciéndonos eco de una reminiscencia benjaminiana-- para seguir tejiendo ese secreto compromiso de encuentro entre las generaciones del pasado, y la nuestra.


Revisitando papeles de archivo
Hoy quiera rescatar a un Cooke menos conocido que el que suele circular. El que en 1965 publica, a pedido del Comité Editorial de la revista La Rosa Blindada (luego también editorial, fundada y dirigida por José Luis Manghieri) un texto titulado “Bases para una política cultural revolucionaria”, en el que realiza una aguda lectura de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 de Karl Marx.
Cooke no sólo demuestra en este texto ser un lector atento de los clásicos marxistas (empezando por el propio Marx), sino también estar al tanto de los debates marxistas en los distintos tramos de su historia. En tal sentido, basta ver las referencias a Lefebvre o las “notas bibliográficas” no especificadas pero que dan cuenta del manejo que tiene, ejemplificado en la mención que hace de la primera traducción española de los Manuscritos (tomada de la traducción francesa del original alemán).


El Gordo sostiene en este texto que las claves de la acción cultural hay que buscarlas en dos niveles diferentes. Y especifica: por un lado, la teoría general del socialismo; por otro lado, en la correcta interpretación de lo concreto-nacional. Y sale, después de dicha aclaración, al cruce de la “ortodoxia”. Dice Cooke que, por el dogmatismo, el marxismo no se ha permitido situar en su debido lugar al concepto de alienación en Marx, que denuncia el “carácter alienado y alienante de la sociedad burguesa, en la cual tratamos de dirigir la actividad revolucionaria”. Y tras repasar con brillante precisión y claridad el capítulo del “Trabajo enajenado” (alienación del obrero en el producto de su trabajo; alienación en el acto mismo de producción y alienación respecto de sí) recuerda que es bajo la forma política de la liquidación de la condición asalariada que la sociedad en su conjunto podrá implicarse en una dinámica de libertad.
Tal como ya había hecho Milcíades Peña en su Curso de 1958 de “Introducción al Pensamiento de Karl Marx”, también Cooke plantea la necesidad de leer los Manuscritos en serie con El Capital. Recordemos que son los años de auge del estructuralismo y de difusión del “corte epistemológico” promovido por Louis Althusser en su lectura que separa un joven Marx (aún no marxista) y un Marx maduro (científico, plenamente marxista). El frente de batalla teórico se presenta entonces en dos direcciones: contra las interpretaciones hegemónicas en Europa y contra los efectos del stalinismo en la línea soviética para el movimiento comunista internacional. “La relación entre sacrificios gigantescos que demandaba la supervivencia de la Unión Soviética cercada y el objetivo final de lograr la libertad humana quedó olvidada, relegada, reducida a algunas ofrendas retóricas del florilegio formalista”, escribe Cooke.
Meses después, en el mismo medio, León Rozitchner publicará “La izquierda sin sujeto”, en la que discute entre líneas con el texto del Bebe. Los frentes de batalla se multiplican, y no sólo en el terreno de la teoría. Guevara ya ha publicado su texto titulado “El socialismo y el hombre en Cuba”, en donde pone contra las cuerdas las formas de subjetividad que quedan atadas a la forma-mercancía más allá del cambio del régimen político y faltan apenas dos años para que lance su “Mensaje a los pueblos del mundo” a través de la Tricontinental, antes de dirigirse a poner en pie la guerrilla en Bolivia y morir asesinado por la CÍA en el mismo momento en que pretendía llevar adelante su mensaje de crear muchos Vietnam empezando por el Cono Sur de Latinoamérica.
¿Qué rol podían o no jugar los movimientos nacional-populares en una estrategia general de cambio social a escala nacional e internacional? ¿Qué límites encontraba el socialismo como transición? ¿Qué contribuciones podían generar los aportes teóricos y no sólo el avance de las luchas de los pueblos? Preguntas que entonces no quedaron en manos de intelectuales que desde su torremarfilismo desplegaban sus elucubraciones sino que fueron parte de los debates que las militancias y, como parte de ellas, una determinada cantidad de intelectuales críticos, intentaron dar por distintos medios para hacer carne aquello sentenciado por Lenin. A saber: que sin teoría revolucionaria no proceso revolucionario. O para decirlo con un argentinismo esgrimido por León: que cuando el pueblo no lucha la filosofía no piensa, pero –podríamos agregar-- cuando los pueblos luchan y las filosofías no piensan estamos frente a una incoherencia si se quiere seguir posicionado en la barricada del pensamiento crítico.
Criticar teóricamente/revolucionar prácticamente!, tal como supo escribir Marx en sus Tesis sobre Feuerbach. Algo que el Gordo Cooke, como tantos en aquellos años, hicieron carne a través de su praxis revolucionaria.

*#LibrosyAlpargatas: reseñas de un escritor cabeza, columna radial en La luna con gatillo (jueves de 19 a 21 horas por Radio Eterogenia: www.eterogenia.com.ar)

jueves, 13 de septiembre de 2018

¿Por qué molestan tanto las ollas populares? A propósito de lxs maestrxs y las conmemoraciones y homenajes.


 Por Mariano Pacheco*


Lo pulcro civilizado contra lo sucio bárbaro, he ahí una gráfica contradicción que nos define en el estado de tensión que solemos atravesar los pueblos Latinoamericanos. Nuestras elites siempre tan dispuestas a barrer el elemento bárbaro de estas tierras en pos de hacer los mayores esfuerzos por parecernos a la civilizada europa.
¿Es casual que el ataque perpetrado contra Corina de Bonis haya sido un día después de la conmemoración del Día del maestro, y el mismo día en que diversos movimientos sociales protagonizaron una protesta a nivel nacional con Feriazos y ollas populares? Tal vez, porque tampoco desde el poder y sus sicarios se suele pensar todo. Así y todo, no deja de ser sintomático lo que ha sucedido, y el momento en que ha sucedido.
Desde hace tiempo vengo sosteniendo que debería dejar de conmemorarse al Día del Maestro el 11 de septiembre. Y que debería pasarse dicho homenaje a quienes desempeñan la labor educativa al 4 de abril, día en que fue asesinado en la Patagonia el maestro Carlos Fuentealba. Porque no hace honor a nuestra historia como pueblo una figura como la de Domingo Faustino Sarmiento, promotor del exterminio de gauchos.
Los nombres que rescatamos, los “próceres” que destacamos, no son un dato más del paisaje contemporáneo. Son los modo en que nos decidimos a leer la historia. Y ya se sabe: la historia no es una imagen congelada del pasado sino bloques vitales de antaño que continúan operando en el presente a través de figuras inspiradoras, de legados clasistas que marcan de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Una maestra que organiza ollas populares es secuestrada, torturada y marcada en su cuerpo por esos otros civili-bárbaros que enlazan con planteos como los de Sarmiento (esa figura bárbara incrustada en el corazón mismo de la civilización). No ahorrar sangre de gaucho, no ahorrar sangre de indios, no ahorrar sangre de cabecitas negras. En fin: no ahorrar sangre de la negrada.
¿Por qué molestan tanto las ollas populares?
Tal vez, podríamos pensar, porque su figura trae siempre consigo el fantasma del desierto, de las tolderías, de los indios como algo del presente y no como mero pasado Latinoamericano. El miedo al desamparo y la intemperie suele colocar a las blancas almas argentinas frente a frente con una inseguridad que molesta ante aquello que la civilización suele colocar como un pasado ya superado, y al que -dicho sea de paso- siempre que puede trata de obviar, incluso, como pasado.
La olla popular trae aparejado el fuego, la desnutrición y la escasa alimentación de un país que produce alimentos de sobra, pero en donde su población pasa necesidades básicas.
La olla popular religa aquello que el neoliberalismo a quebrado, o que pretende todo el tiempo quebrar: las dinámicas comunitarias, la solidaridad horizontal, la perspectiva colectiva.
Atravesados por un presente de inmediatez y de pérdida de conexión entre generaciones, días como el del Maestro deberían ayudarnos para romper la ritualización vacía de las figuras canónicas de Argentina liberal y vincularnos más a figuras que expresan una micro-épica de la vida cotidiana, como Corina, la maestra de Moreno a la que le escribieron “Ollas no” con un punzún en su cuerpo; y como tantas otras mujeres, hombres y existencias diversas que cotidianamente dan testimonio de una ruptura con los mandatos del sálvese quien pueda, la meritocracia y las ansias de acumulación de bienes materiales como única camino posible (y deseable) en la vida.
Al fin y al cabo, todas y cada uno de nosotres tienen en sus vidas un maestro, una maestra o varios a quienes sabe en su intimidad que le debe una parte de su ser, más allá de los tributos públicos que puedan realizarse o no. “¿Cómo anda maestro?”, suele ser un término que se escucha con frecuencia en la cotidianeidad, a modo de saludo, pero también a modo de homenaje a quienes –se dediquen o no a la docencia formal- se los asume como formadores de nuestra comunidad.
El fuego para calentar debe venir siempre de abajo”, expresa el viejo refrán de Martín Fierro, figura compleja de la historia nacional. La olla popular es centralmente eso: fuego de abajo (de la olla); fuego de los bajos-fondos en donde suelen realizarse; fuego de las y los de abajo, al menos de quienes –de tanto en tanto en nuestra historia-- se disponen a extenderlo más allá de los puntos fijos en donde se cocina, para recordar que hay otro fuego, el rojo fuego de la pasión de los sujetos rebeldes, que pujan por habitar de otro modo el mundo, y luchan por transformarlo.

*Editorial de La luna con gatillo, jueves 13 de septiembre de 2018

martes, 11 de septiembre de 2018

TALLER “DE NIETZSCHE A DELEUZE, DE GUATTARI A MARX” (en Bs.As)


MARTES 18 DE SEPTIEMBRE; 23 DE OCTUBRE



Federico se abre paso a golpes de martillo: con su crítica severa se propone derrumbar todos los ídolos (los ideales) de la tradición filosófica de occidente. Carlitos realiza un movimiento audaz a partir del cual la filosofía deviene praxis. La crítica es tan potente que no hay forma de escindirla de un nuevo modo de entender el mundo y habitarlo. Como en la figura del escultor que trabaja su obra de arte sobre una piedra, hay en Nietzsche un mismo movimiento de destrucción y construcción, y en Marx, un mismo movimiento de interpretación crítica que es a su vez acción transformadora. Nietzsche y Marx, quienes junto con Freud –tal como supo destacar alguna vez Michel Foucault- nos han vuelto a poner en presencia de una nueva posibilidad de interpretación. Pero el gran descubrimiento del inconsciente devine imperialismo de Edipo y todos los flujos del deseo quedan capturados bajo la lógica familiarista. El comunismo pasa por más de un siglo de experiencias y de los fantasmas rebeldes y los aires insurgentes de las barricadas comuneras y los soviets bolcheviques se pasa a las asfixias de un burocratismo que se torna insoportable. Los años sesenta son momentos de renovación de la crítica, la clínica y la política. Gilles y Félix activan máquinas de guerra sociales, políticas y culturales. Surgen nuevos modos de practicar la filosofía y de pensar la política. Deleuze y Guattari ya no son dos autores sino una máquina de guerra textual en conexión con otras máquinas de guerra extra-textuales.
Un legado y un desafío nos interpela: ser capaces de no quedar atrapados en las garras del pasado, pero poder dialogar y discutir con los momentos más lúcidos de una tradición (o de un mosaico de tradiciones) ante la cual no estamos dispuestos a quedarnos quietos tan sólo para revernciarla.
Un nuevo modo de sentir, de amar, de pensar, de actuar puede que se esté gestando en este mismo instante, aunque sin garantías de triunfos inevitables. Lidiar críticamente con la época puede que sea llenarla de preguntas.
Algo de eso pretendemos desarrollar quienes impulsamos talleres, jornadas y espacios de formación y discusión, en los bordes, en las intersecciones, en los lugares donde sentimos que la palabra puede fluir para ser parte de una conversación, y por qué no, de una polémica.
Algo de eso intentaremos desarrollar en este ciclo de tres encuentros, una vez por mes, que llevaremos adelante en Caburé libros desde septiembre, en el barrio de San Telmo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires (o la Capital Federal, como se le decía antes).
Quedan todes invitades. Es a la gorra, y la inscripción es gratuita pero obligatoria (para ordenar el espacio, más que nada). Pueden escribir a: croniscasdesdecordoba@gmail.

PRIMER ENCUENTRO: Martes 18 de septiembre, de 19 a 21 horas en México 620.

Saludos, Mariano Pacheco (o el escritor cabeza del sur del conurbano exiliado en Córdoba).


lunes, 10 de septiembre de 2018

2001: Odisea en el Conurbano (El primer libro)



Hoy comienza una nueva etapa”.
No sé si fue esa primera frase, que leí casi por azar al agarrar el libro, o tal vez la luz que irradiaba de la estrella que el hombre lleva en su boina y que ilumina de naranja toda la portada. O quizá la asociación entre ese rostro y el que había visto en casa, del lado de adentro del ropero en donde mi padre guardaba su ropa. Quien sabe. El hecho es que esa primera línea del Diario del Che en Bolivia (fechada el 7 de noviembre de 1966) despertó mi curiosidad, al punto de que ese fue el primer libro que leía a conciencia, es decir, que me compré para leer. Comprar es un modo de decir, ya que en realidad lo tomé prestado, o fue expropiado –como le gusta decir a los anarquistas-- una tarde cualquiera del año 1995. En fin: ese fue el primero que me decidí a leer sin necesidad de rendir una prueba del colegio.
Paradójico: ese año que empecé a leer me llevé casi todas las materias. Algunas incluso a marzo, directo, sin previo paso por el turno de exámenes de diciembre. Me llevé, obviamente, francés y matemáticas, pero también geografía y biología, física y química. Hasta gimnasia me llevé, condenado a tener que correr tres vueltas en el Polideportivo de Ezpeleta, y hacer flexiones de brazo, abdominales y otros ejercicios en ese día en el que, excepcionalmente, dejé el cinturón con tachas, la campera de cuero, los chupines y me puse los joguines. Si hasta corrí más que la vez en que los rugbiers nos rodearon y tras plantarnos unos momentos fuimos doblegados en número y fuerza. En fin, hasta literatura me llevé ese año, que junto con historia era de las pocas materias que más o menos podía sobrellevar. En fin, la cosa es que justo ese año en que empecé a leer, repetí segundo año del colegio secundario. Sus consecuencias fueron mi pasaje del turno mañana al turno tarde, y sería el punto de inicio de un camino sin retorno que osciló durante años entre la repetición y el abandono de los estudios formales.
Pero como decía, la lectura de aquel libro fue el inicio, asimismo, de una pasión: caminar por la avenida Corrientes, desde Callao hasta el Obelisco, revolviendo estantes, entrando y saliendo de esas cuevas llenas de libros, de ofertas, de saldos y ejemplares usados, o puestos a la venta como tales sólo por el paso de los años.
¿Literatura infantil? No existió ese término en mis años de infante. Sí recuerdo ojear con atención libros de una colección sobre el desarrollo de los animales, del universo, del hombre. Una colección de libros de tapa dura, una suerte de enciclopedia en varios tomos que había en casa, en un rincón en donde los libros no abundaban pero no dejaban de estar presentes, junto con algunos discos y casetes.
Soy de la generación y el sector social que creció mirando la televisión por aire, que tardó años en saber qué era eso de la televisión “por cable”, que pocas veces asistió al cine y que accedió a la videocasetera en el preciso momento en que lo que menos que uno quería era quedarse en casa viendo una película.
Lo cierto es que aquél libro, catalogado en La Habana en 1988, cambió mi vida en Buenos Aires apenas siete años después de salir de la imprenta. Su lectura me llevó a la lectura podría decir, y desde entonces Guevara pasó a ser un faro ético en mi vida.
¿Qué hacía un chico punk de 15 años, a quien nunca se le dio por leer, con un libro así entre las manos? Nunca se sabe lo que un libro puede. En este caso, fue el puntapié de una nueva etapa: el ingreso a la militancia, y el pasaje de la rebeldía a la asunción de un modo de vida puesta en función de un cambio de situación del mundo.
Nunca se sabe lo que un libro puede. Y no puede saberse tampoco, de ante mano, a donde puede llevarte tu propio cuerpo al vagar por ahí.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La crisis como oportunidad


(o acerca de los modos de habitar y conmocionar el orden)

Por Mariano Pacheco



La crisis puede activar las peores pulsiones de orden en nuestra sociedad. Su resolución por arriba puede enlazar con esas pulsiones y disciplinar a través del miedo, como lo atestiguan los años 1975 y 1989. Pero también puede pensarse la productividad de la crisis: correrse del sentido común progresista en donde la crisis es un mal a conjurar. Por supuesto, en sus aspectos económicos la crisis trae consigo carencias materiales en las condiciones de vida de las clases populares. Pero en términos políticos la crisis puede ser un momento propicio para rever que hacemos, quienes somos, hacia dónde vamos (tanto singular como colectivamente). Sheldon Wolin supo destacar que los grandes enunciados de la filosofía política surgen de los momentos de crisis (más bien contra ellas). Habría que pensar entonces si es posible tramitar la crisis desde una perspectiva que implique habitarla en su productividad, como momento central del proceso de producción social, político y cultural de una sociedad dada, para abrir nuestras existencias a la apertura de la historia, para sacudir la modorra en la que la lógica cultural del capital tiende a encerrarnos. “Como la crisis es el corazón íntimo y el reto mayor del pensamiento político, no deberíamos apresurarnos a huir de ella, a querer dar cuenta de ella (desde un lugar externo), sino que el desafío es poder permanecer actuando y pensando en el interior mismo de la crisis”, escribió alguna vez un lúcido Eduardo Rinesi.
La revuelta puede traer aparejados grandes riesgos, es cierto. ¿Pero qué pueblo ha hecho experiencias novedosas y transformadoras sin correr riesgos? El fundamento de que hay que sostener la gobernabilidad porque en la rebelión quien pone los muertos es el pueblo es, por lo menos, una reflexión canalla (la reflexión, no quien la realiza. Aquí no se trata de cuestiones de individuos sino de procesos de producción social de ideas), que desconoce el hecho de que es la clase que vive del trabajo quien pone los muertos cada día en tiempos de “normalidad”, sobre todo en épocas de normalidad neoliberal. Y desconoce cierto fascismo que muchas veces circula detrás de esa aparente normalidad. Como escribieron Gilles Deleuze y Félix Guattari en su primer tomo de Capitalismo y esquizofrenia –citando a Reich—lo sorprendente no es que la gente robe o haga huelgas, lo sorprendente es que los hambientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. No deja de repercutirnos esa pregunta spinozista que aparece en AntiEdipo: “¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de QUERERLAS no sólo para los demás, sino también para sí mismos?”. Curiosa pregunta, que suele ser estallada en tiempos de insurrección.
En este sentido, resulta fundamental volver a 2001. O más bien: traer a 2001 ante nosotros, como imagen de pensamiento desobediente, como momento fundamental de rebelión de nuestra historia reciente. Por supuesto, y hay amistades que no dejan de señalarlo: quedar fijados a esa imagen puede hacernos “devenir dosmiluneros nostálgicos”, el lugar mismo de la impotencia para un pensamiento crítico en la actualidad. Pero desconectar las actuales rebeldías de las que nos precedieron puede ser tan o más nocivo que la nostalgia.
 Las jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre, entonces, deben ser reconectadas con las del 14 y 18 de diciembre pasado. No porque hayan sido la posibilidad de repetir el 2001 en 2018, porque desde Marx ya sabemos que la historia no se repite, y si lo hace, en todo caso es bajo el modo de la farsa. Pero si enlazadas en términos en donde los sectores populares recuperamos cierta osadía y autoestima, donde actuamos sin tantos pre-juicios y cálculos oportunistas. Las ornadas de diciembre de 2001 --tal como señaló en su momento Raúl Cerdeiras-- nos permitieron hacernos nuevamente la pregunta acerca de qué entendíamos por política, cosa que en 2018 no sucedió, porque la política parece secuestrada por las lógicas formales de la democracia representativa, que no es más que una tiranía de las clases dominantes. Claro que los matices de la gestión estatal pueden ser demasiado amplios. Nadie está negando la abismal diferencia que pueda existir, por ejemplo, entre una dictadura sangrienta que reprime y clausura cualquier tipo de derecho, y un gobierno progresista que promueve reformas que amplían los derechos sociales y laborales, los derechos humanos en general. Pero no deja de ser gestión de lo existente, regido por la lógica dominante de la representación. Cuando esa lógica se quiebra, entonces, es que estamos a las puertas o transitando ya otro proceso hacia la subversión del orden existente.
Por supuesto: pensar desde la crisis implica concebir que el motor de los cambios está en el conflicto y que, precisamente porque es el conflicto el motor del cambio, no podemos saber, de antemano, cuales pueden llegar a ser los resultados. Por eso una política revolucionaria se asienta sobre las bases conceptuales de la contingencia, del carácter abierto de los procesos históricos. 
No se entiende, por lo tanto, esa pulsión de orden que ya de antemano aparece en ciertas militancias. No son estas breves líneas una apología del caos, sino un llamado de atención respecto de la necesidad de problematizar los lugares comunes desde donde pensamos hoy las políticas de cambio. Cambio, revolución, alegría han sido palabras desgastadas en estos años. Nada indica que por ello tengamos que renunciar a ellas, entre otras cosas, porque la política misma –al menos como aquí la estamos entendiendo—es lucha por la palabra misma, por aquello que con ellas pretendemos designar. Entonces, menos miedo a las crisis, porque ellas son también oportunidad de entender la política como conmoción del orden, y no su pura gestión.

Ciudad de Córdoba, sábado 1° de septiembre de 2018.