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jueves, 11 de junio de 2015

Juan José Valle, la resistencia peronista y Rodolfo Walsh

 Cabecita Negra. Ensayos sobre literatura y peronismo 
(Extracto de mi próximo libro, en preparación)

A la memoria de Susana Valle

9 de junio: ante un nuevo aniversario del frustrado levantamiento peronista, unas líneas en homenaje a sus protagonistas y a quien supo prestar oído y compromiso de cuerpo entero ante la represión de aquella acción.



Operación masacre
Sin lugar a dudas el primer quiebre político de Walsh respecto del peronismo son los fusilamientos de José León Suárez. En su breve autobiografía afirma: Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior.
Cómo él mismo lo explica al salir el libro, la revolución del 9 de junio lo tocó de cerca. Por motivos geográficos, la tuvo no solo en las puertas, sino dentro mismo de su casa.  Cuenta que, aquella madrugada, debió atravesar una zona de combate (en la esquina de 54 y 4, en la ciudad de La Plata) para ingresar a su morada, en donde se refugió un contingente leal a la dictadura de Aramburu y Rojas. Allí pudo escuchar a quien, luego lo sabría, se llamaba Bernardino Rodríguez, un joven soldado de 21 años, cuyas últimas palabras fueron: “¡No me dejen solo! ¡Hijos de puta, no me dejen solo!”, pensando que “sus camaradas, sus amigos, lo abandonaban en la muerte”.
 Hombre profundamente sensible Walsh. Solo así pueden entenderse sus palabras respecto del final de ese muchacho. Para entonces era un escritor dedicado a la literatura (aunque no un novelista), pero con fuertes vínculos con el periodismo. Como cuentista y traductor, había publicado ya en periódicos populares de circulación masiva. Por otra parte, las primeras partes de la investigación de Operación masacre va a publicarlas, antes que en versión libro, como notas y reportajes en el periódico Propósito, dirigido por Leónidas Barletta, primero, y en Revolución Nacional y Mayoría luego. Hasta 1957 yo era nacionalista… El primer suceso que me hace pronunciar políticamente es lo que sucede a partir de Operación masacre, dice Walsh en 1969. En aquella entrevista, publicada por Siete días, también afirma:
En Operación masacre yo libraba una batalla periodística como si existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana. Renuncié al encuadre histórico al menos parcialmente. Eso no era únicamente viveza; respondía en parte a mis ambigüedades políticas.


La forma en que se topó con “el caso” son conocidas: Walsh se enteró que había un fusilado que vivía. Su nombre era Juan Carlos Livraga y era el primer sobreviviente del que tendría noticias, de una lista de siete. Y si bien la historia le pareció “demasiado cinematográfica”, decidió investigar. Así lo explicita el propio autor en la “Introducción” a la primera edición del libro (1957):
La primera noticia sobre la masacre de José León Suárez llegó a mis oídos en la forma más casual, el 18 de diciembre de 1956. Era una versión imprecisa, propia del lugar–un café– en que la oí formulada. De ella se desprendía que un presunto fusilado durante el motín peronista del 9 y 10 de junio de ese año sobrevivía y no estaba en la cárcel.
La historia me pareció cinematográfica, apta para todos los ejercicios de la incredulidad
.
En el mismo texto puede leerse tanto su “anti-peronismo”, como su distancia de la dictadura: no soy peronista, no lo he sido ni tengo la intención de serlo. Si lo fuese, lo diría… Tampoco soy ya un partidario de la revolución que –como tantos– creí libertadora.
Tal vez esa distancia pueda entenderse leyendo su explicación del caso:
Al día siguiente conocí al primer actor importante del drama: el doctor Jorge Doglia. La entrevista con él me impresionó vivamente. Es posible que Doglia, un abogado de 32 años, tuviera los nervios destrozados por una lucha sin cuartel librada durante varios meses, desde su cargo de Jefe de la División Judicial de la Policía de la Provincia, contra los “métodos” policiales de que era testigo. Pero su sinceridad me pareció absoluta. Me refirió casos pavorosos de torturas con picana y cigarrillos encendidos, de azotes con gomas y alambres, de delincuentes comunes –por lo general “linyeras” y carteristas sin familiares que pudieran reclamar por ellos– muertos a cachiporrazos en las distintas comisarías de la provincia. Y todo esto bajo el régimen de una revolución libertadora que muchos argentinos recibieron esperanzados porque creyeron que iba a terminar con los abusos de la represión policíaca.
Así y todo, el contacto que mantendrá con los peronistas mientras realice la investigación, no lo harán cambiar de opinión política, al menos en ese momento:
En los últimos meses he debido ponerme por primera vez en contacto con esos temibles seres –los peronistas– que inquietan los titulares de los diarios. Y he llegado a la conclusión (tan trivial que me asombra no verla compartida) de que, por muy equivocados que estén, son seres humanos y debe tratárselos como tales. Sobre todo no debe dárseles motivos para que persistan en el error, sostiene en la introducción. Y agrega en el “provisorio epílogo”:
Por distintas circunstancias que no excluyen la casualidad, me han tocado bastante de cerca las tres revoluciones –dos aplastadas de muy diverso modo, una intermedia victoriosa– que en 1955 y 1956 sacudieron al país. Puedo, sin remordimiento, repetir que he sido partidario del estallido de setiembre de 1955. No sólo por apremiantes motivos de afecto familiar –que los había–, sino porque abrigué la certeza de que acababa de derrocarse un sistema que burlaba las libertades civiles, que negaba el derecho de expresión, que fomentaba la obsecuencia por un lado y el desborde por el otro. Y no tengo corta memoria: lo que entonces pensé, equivocado o no, sigo pensándolo.
Como puede verse, Walsh no está de acuerdo en la forma en que “La Libertadora” abordó el fenómeno peronista, pero tampoco desandará, así nomás ni de un día para el otro, la aversión que el peronismo le provocó durante una década. Si bien en el prólogo a esa primera edición se define como un “hombre de izquierda”, sus argumentos políticos acerca de por qué publica sus notas en periódicos de derecha dan cuenta de su suerte de “humanismo abstracto” (ellos se atreven, y en este momento no reconozco ni acepto jerarquía más alta que la del coraje civil). Lo mismo podría decirse respecto de su mirada sobre el oficio: creo que el periodismo es libre, o es una farsa.
Estamos en los prolegómenos de aquel hombre que, revolución cubana mediante, se transformará primero en director de un periódico sindical clasista y luego, en un auténtico cuadro revolucionario.


Historia de una investigación


Operación masacre es un libro raro, y por esa rareza ha sido catalogado desde novela policial para pobres hasta relato de no ficción, pasando por la calificación de híbrido genérico inscripto en la tradición del Facundo de Sarmiento, por mencionar los intentos clasificatorios más conocidos. Esto sucede, de alguna manera, porque lo que el  libro hace es precisamente desdibujar la línea que separa al periodismo de la literatura. Rodolfo Walsh parte de una investigación periodística y de las notas que publica en periódicos a pocos meses de los hechos, para desde allí construir una narración mediante procedimientos ficcionales, que dará como resultado un libro cuya estructura se presenta escindida: por un lado el cuerpo del texto (la historia propiamente dicha), y por otro lado, la historia de la investigación.
El recorrido político e ideológico de Walsh puede rastrearse con claridad a través de los sucesivos “para-textos” que el autor incorpora en las distintas ediciones de Operación masacre. Ya en 1957, cuando el libro sale a las calles por primera vez, además de la historia propiamente dicha el lector va a toparse con una “introducción”, un “prólogo” y un “provisorio epílogo”. De allí en más, con cada nueva edición, Walsh va a incorporar algún texto que dé cuenta del estado de situación del “caso” y lo él piensa al respecto. Así, en 1964 y 1969, puede leerse los cambios operados en la concepción que el autor tiene de la Argentina, del peronismo y del rol del periodismo en la política nacional.
En el epílogo a la edición de 1964 Walsh sostiene que, en su batalla emprendida a través del libro, perdió: pretendía que el gobierno, el de Aramburu, el de Frondizi, el de Guido, cualquier gobierno, por boca del más distraído, del más inocente de sus funcionarios, reconociera que esa noche del 10 de junio de 1956, en nombre de la República Argentina, se cometió una atrocidad.
Según él mismo aclara, no pretendía demasiado. Tan solo que cualquier gobierno de este país les reconociera que la justicia de este país los mató por error, por estupidez, por ceguera, por lo que sea. Yo sé que a ellos no les importa, a los muertos. Pero había una cuestión de decencia, no sé cómo decirlo.
Como puede verse (leerse), su humanismo sigue intacto. Agrega:
Pretendía que, a los que se salvaron –Livraga desfigurado a tiros; Giunta casi enloquecido; Di Chiano escondido en un sótano; a los otros, desterrados–, cualquier autoridad, cualquier institución, cualquier cosa respetable de este país civilizado, les reconociera, siquiera con palabras, aquí donde las palabras son tan fáciles, donde no cuestan nada las palabras, que hubo un error, que hubo una fatal irreflexión, para qué decir un crimen. Que a los seis hijos de Carranza y los seis de Garibotti, a los tres de Rodríguez y al de Brión, y a las mujeres de esos hombres se les reconociera algún derecho emanante de la carroña sangrienta que la justicia de este país, y no de otro, llevó al cementerio, de todos esos cuerpos que fueron gente querida por los suyos. Que se les diera algo, un testimonio, una palabra, una pensión, no tan grande como la de un general, no tan grande como la de un juez de la Corte, quién podría pretender tanto. Algo. En esto fracasé. Aramburu ascendió a Fernández Suárez; no rehabilitó a sus víctimas. Frondizi tuvo en sus manos un ejemplar dedicado de este libro: ascendió a Aramburu. Creo que después ya no me interesó.
Su mirada política, sin embargo, ha cambiado tras siete años, su estadía en la Cuba revolucionaria y los vaivenes políticos que se han producido en el país. Considera el caso “cerrado” desde el punto de vista judicial y cree que es ya un “pedazo de historia”. Pero no solo el “caso” de junio de 1956 considera cerrado, sino también el siguiente: investigué y escribí enseguida otra historia oculta, la del caso Satanowsky. Fue más ruidosa, pero el resultado fue el mismo: los muertos, bien muertos; y los asesinos, probados, pero sueltos.


Walsh sostiene ya que ha perdido la ilusión en la justicia, en la reparación, en la democracia, a las que considera tan solo palabras. Y eso afecta de manera directa su mirada sobre las posibilidades del periodismo. De allí su conclusión: releo la historia que ustedes han leído. Hay frases enteras que me molestan, pienso con fastidio que ahora la escribiría mejor. ¿La escribiría?
La conclusión es un claro anticipo de los debates que van a desvelarlo tiempo después. A él y a tantos escritores de su generación, y la siguiente. ¿La escribiría? ¿Qué sentido tiene escribir una historia en la que se investigue y se brinde testimonio de las injusticias, se las denuncie, si aun con todas las pruebas la justicia no accionará y quienes gobiernan (sean civiles o militares), persistirán en sostener la cadena de encubrimientos que garantizan la impunidad? Hasta 1968, cuando funde y dirija el semanario CGT, donde –como veremos con más detalles- encuentre posibilidades de enmarcar un aporte individual de escritura en un proceso colectivo que la excede- Walsh no encontrará sentido a la escritura en términos políticos. De allí que se “repliegue” –como él mismo caracteriza a la escritura de ficción en las anotaciones que realiza en su diario– en la literatura.
De allí que en 1969 –tras el Cordobazo y la experiencia en la CGT de los Argentinos– ante una nueva edición (la tercera) de Operación masacre, agregue un llamativo paratexto, titulado “Retrato de la oligarquía dominante”, donde sostiene que para entonces se puede ir ya, ordenadamente de menor a mayor, y perfeccionar, a la luz del asesinato, el retrato de la oligarquía dominante.
Los militares de junio de 1956, a diferencia de otros que se sublevaron antes y después, fueron fusilados porque pretendieron hablar en nombre del pueblo: más específicamente, del peronismo y la clase trabajadora. Las torturas y asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son episodios característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la Argentina.
El que escribe es un Walsh familiarizado de lleno con el peronismo revolucionario. Es decir, con una experiencia política que, partiendo de la identidad del peronismo, pone especial énfasis en la lucha y no en la conciliación de clases, y en la que la clase obrera, el proletariado, no es ya concebido como “columna vertebral” de un movimiento policlasista, sino como columna, cabeza y corazón del proceso de emancipación de los trabajadores argentinos.
Era inútil en 1957 pedir justicia para las víctimas de la “Operación Masacre”, como resultó inútil en 1958 pedir que se castigara al general Cuaranta por el asesinato de Satanowsky, como es inútil en 1968 reclamar que se sancione a los asesinos de Blajaquis y Salazar, amparados por el gobierno. Dentro del sistema, no hay justicia, sentencia Walsh, y agrega:
Otros autores vienen trazando una imagen cada vez más afinada de esa oligarquía, dominante frente a los argentinos, y dominada frente al extranjero. Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos.

Queda claro: el próximo paso ya no será escribir un libro, sino empuñar un arma.

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