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jueves, 21 de abril de 2016

Acerca de los modos de agujerear los consensos parlamentaristas de la época)

Macrismo, kirchnerismo, izquierdas y movimientos sociales


Por Mariano Pacheco


El momento político que atraviesa el país nos impone un enorme desafío: construir la capacidad de coordinar políticas de unidad para enfrentar al macrismo (con todos sus ribetes conservadores y antipopulares), junto a todos los sectores dispuestos a enfrentarlo, sin por eso dejar de librar una crítica a la larga década kirchnerista y el giro a la derecha del progresismo y los nacional-populismos que han cambiado la histórica tríada del nacionalismo popular revolucionario por un nacionalismo popular “democrático”, y que han trocado la reivindicación de los mejores momentos del peronismo (el costado tierno, irreverente y contestatario de Evita, los caños de la resistencia obrera, el socialismo de Cooke a la Tendencia Revolucionaria), en combinación con las mejores tradiciones libertarias y de izquierda, por un peronismo acrítico que se redescrubre en Perón y se “transversaliza” en un cruce con el alfonsinismo, gestando una suerte de “neofrepasismo tardío” (al decir del Truco Asís), ahora pejotizado (y en algunos casos esgrimiendo altas dosis de macartismo), todo a la luz de un pragmatismo que pareciera tener como único horizonte la gestión del gobierno, es decir, que reduce toda su estrategia a un estatismo acérrimo (y que se expresa en la falta de autocrítica, cuyo máximo lema es la consigna “Vamos a volver”, como si nada hubiese pasado en el medio).
Y aquí es fundamental entrar en una polémica no solo con la derecha, sino también con el progresismo (más “blanco” o más “negro”, lo mismo da), e incluso un sector de las izquierdas, que hacen de la táctica electoral un horizonte estratégico, lo digan o no, cayendo en un electoralismo endémico.
Si la política es conflicto, como tantas veces repitió el kirchnerismo más lúcido, o el kirchnerismo en sus momentos más lúcidos, no debería espantar (nos) este (aparente) antagonismo. Es decir, debería ser posible “golpear juntos y caminar separados”, como sostenía un viejo lema. El tema es si hay voluntad política, por parte de lo que quede de eso que ha dado en llamarse kirchnerismo, para enfrentar en las calles las políticas del macrismo. Y aquí es donde entran en contradicción las líneas, los sentidos que se le puede dar a la resistencia (que no está hoy, a la vista de todos, sino apenas esbozadas en una serie de luchas parciales y micropolíticas de movimientos sociales que vienen creando nuevas lógicas y enfrentando dinámicas neoliberales desde mucho antes del 10 de diciembre de2015). Resistencia que hoy más que nunca es una tarea, y no mera enunciación (la reducción de la política al discurso es una de las cuestiones del período anterior que deberíamos poder abordar críticamente).
Para algunos, resistencia es un término canchero para nombrar lo que entienden por oposición (“seria, responsable”, es decir, que no saque los pies del plato, que no haga olas, como se dice popularmente). Para otros, la resistencia no es solo estrategia de bloqueo de las políticas antipopulares que se gestan desde la sima misma del Estado, sino también (sobre todo), creación de alternativas a las políticas de muerte que impulsa y sostiene el capitalismo financiero y territorializado de la actualidad. Es impugnación de los modos de vida centrados en las lógicas de exclusión, pero también, de “inclusión para el consumo”.

Agujerear los consensos de la época
“Dentro de la ley, todo. Fuera de la ley, nada”. La frase es de Perón. No del líder popular exiliado que decía que “Guevara era uno de los nuestros”, ni el estratega antidictatorial que sostenía que, de ser más joven, “andaría poniendo bombas por ahí”, sino del General de la Nación que es presiente constitucional y, como tal, no está dispuesto a permitir desbordes, por más que su propio movimiento siempre se haya sostenido sobre el precipicio de los desbordes (no solo a fines de los 60 y principios de los 70, con el “socialismo nacional”, sino antes, en los 40-50, cuando se sostenía como “momento de la revolución nacional”).
Esa máxima parece ser hoy el lema de la época. La ley de la democracia parlamentaria, que se parece tanto a la paz de los cementerios. Parece que hemos caído en una gran amnesia, como sostenía Walter Benjamin, y olvidamos la violencia sobre la que se asienta el parlamento (y que le dio origen). De allí que, tal como supo plantear Jaques Derrida –leyendo a Benjamin– deberíamos poder interrogarnos críticamente sobre qué es, para nosotros hoy, la democracia liberal-parlamentaria. Deberíamos poder –siguiendo las pistas esbozadas por Michel Foucault– preguntarnos cuales son las líneas de guerra que están por detrás de las instituciones y de las relaciones de poder. Y no olvidar –ya que estamos en épocas de memorialismo incuestionable– que esta ley en que se han transformado las democracias hoy, no es más que la expresión solapada de una victoria: la del terrorismo de Estado por sobre las voluntades revolucionarias.
Conjurar y combatir los consensos conservadores de la época, entonces, parece ser un desafío para todos aquellos que nos situamos de este lado de la barricada. En este sentido, no solo habría que pensar en el amplio apoyo popular (con altísimos pisos electorales) que conquistan proyectos que en otras épocas sólo se sostenían a través de golpes de Estado, sino también a los límites que los denominados progresismos le imponen a la imaginación política contemporánea. Es más: habría que preguntarse si, en alguna medida, la derecha que se está instalando con fuerza, no solo en Nuestra América sino también en Europa, no es la cosecha de la siembra del progresismo.
Reactualizar el deseo revolucionario y conjurar el trauma de la derrota parecen ser tareas estratégicas, de largo plazo, pero insoslayables en la construcción del día a día de cualquier política de emancipación que se precie de tal.



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