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jueves, 7 de noviembre de 2024

Buenos Aires: ¿ciudad de inquilinos?



Por Mariano Pacheco*

 

 

Cuando alquilar una vivienda se transforma en una odisea y el dinero obtenido por trabajar apenas permite la sobrevivencia. Números y desafíos para pensar la vida en la ciudad contemporánea.

 

 

Crítica y ficción

 

¿Hay alguna relación entre la dimensión arquitectónica y la subjetiva entre las personas que habitamos Buenos Aires, esa ciudad que se desarrolló “de espaldas al río”? Algo de eso parece estructurar parte de la trama de Medianeras (2011), film argentino con guion y dirección de Gustavo Taretto que, en su micromundo artístico, parece anticipar aquello que años más tarde se va a generalizar para toda la sociedad. En este caso: la cultura del inquilino.

 

Al comienzo de la película podemos escuchar un extenso monólogo de Martín, al que le sigue otro de Mariana (los dos protagonistas interpretados por Javier Drolas y Pilar López de Ayala) en los que se plantea que Buenos aires –“una ciudad superpoblada en un país desierto”– ha crecido de manera descontrolada e imperfecta, con edificios irregulares en los que se alternan uno muy alto al lado de otro muy bajo, uno estilo francés al lado de otro sin ningún estilo. Esas irregularidades que muestran una total ausencia de planificación, tienen sin embargo una lógica, atravesada por la desigualdad económica y social: los departamentos se miden en ambientes, y van desde los excepcionales de cinco con balcón-terraza, dependencia de servicio, baulera, piletas climatizadas en algunos casos, hasta el mono ambiente (más conocido como “caja de zapatos”), con poca o ninguna luminosidad, construidos en edificios que son cada vez más chicos, en ese afán por darle lugar… ¡a nuevos edificios aún más diminutos!

 

Cada vez más edificios, cada vez más problemas de infraestructura y, en los últimos tiempos, cada vez más departamentos vacíos y personas sumergidas en la indigencia, en situación de calle, pero también, nuevos trabajadores pobres que con sus actuales salarios no pueden ya costear los costos de unos alquileres que, hasta hace algunos meses, sí podían mantener; adultos que, como jóvenes, regresan a vivir con sus padres o abuelos; jóvenes no tan jóvenes que perpetúan una lógica de estudiantes siendo ya profesionales, alquilando una casa entre dos o tres; parejas que ya no funcionan como tales pero sostienen sus vínculos sólo por una conveniencia que les garantiza un techo…

 

Incluso entre las y los más “afortunados” (si así puede decirse, apelando a una cuota de ironía y a otra de cinismo), como son quienes hoy sostienen un trabajo con una remuneración mensual que les permite garantizar el alquiler de una vivienda que les agrada, ven totalmente ausente, en sus horizontes existenciales, poder construir su propia casa. “Vivimos como si estuviésemos de paso en Buenos Aires. Somos los inventores de la cultura del inquilino”, dice Martín, a modo de presentación, para iniciar el film, mientras agrega que está convencido de que “las separaciones y los divorcios, la violencia familiar, el exceso de canales de cable, la incomunicación, la falta de deseo, la abulia, la depresión, los suicidios, las neurosis, los ataques de pánico, la obesidad, las contracturas, la inseguridad, el estrés y el sedentarismo son responsabilidad de los arquitectos y empresarios de la construcción”. Una escena que, al verla, produce mucha identificación en el espectador, la espectadora. Lo terrible es que el film es de hace una década y media atrás.

 

 

Dato mata relato

 

Durante algunos años (sobre todo durante un buen tramo de la “década ganada”), algunas personas de determinadas franjas de la sociedad argentina (fundamentalmente: “sectores medios”) hicieron realidad su sueño de la “casa propia”, sobre todo quienes accedieron al programa ProCreAr, que permitió incluso que en algunas localidades del “interior del interior” (como suele caracterizarse a pueblos de provincias), la iniciativa permitiera el desarrollo de zonas antes deshabitadas.

 

Si bien el impacto de esos impulsos fue bastante reducido en relación a lo masivo del problema, sentaron un antecedente importante de sistema crediticio estatal totalmente accesible para quien lo contrae, al contrario de lo sucedido durante el macrismo con los créditos UVA (en los cuales el banco prestamista se queda cual el inmueble como garantía de pago hasta que se cancele el crédito), que recientemente despertó la manifestación pública de un Colectivo de Autoconvocados que denuncia la “situación desesperante” en la que han quedado las personas deudoras, que ven crecer el monto de las cuotas y el capital adeudado a un ritmo que los salarios tipo no pueden acompañar, llegando al insólito caso de familias con más del 60 por ciento de sus ingresos destinados al pago de la cuota, mientras otras tantas han tenido que suspender los pagos debido a la crítica situación económica y social que atraviesa la Argentina.

 

Buenos Aires –la “Ciudad Autónoma” como se llama desde hace algunas décadas–, siguió en cambio su ritmo autonomizado de especulación inmobiliaria durante todos estos años, más allá de los cambios en las gestiones estatales a nivel nacional, al igual que otras grandes capitales del país, como Córdoba o Rosario, ésta última, asimismo, fuertemente atravesada por el dinero proveniente del negocio ilegal del narcotráfico (recomendamos para tal caso ver el film-documental Ciudad del boom, ciudad del bang, elaborado en 2013 por la revista Crisis).

 

Así, tras un largo historial que lleva años décadas– y la pandemia mediante que lo agravó todo, llegamos a la situación crítica de hoy (segundo semestre de 2024), en el que el 80% de los hogares inquilinos encuestados en la Encuesta Nacional Inquilina (realizada en septiembre de 2024 por la Federación de Inquilinos Nacional y el Colectivo Feminista #NiUnaMenos), manifestó que la situación de la vivienda y la evolución de sus salarios/ingresos son los principales motivos de preocupación en la actualidad (mientras que el 64, 06% respondió tener deudas de algún tipo –dos puntos por encima de la encuesta anterior de junio–).

 

Para esta altura del año, el 44,5% de los ingresos totales del hogar se destina a pagar el alquiler y las expensas, sin considerar impuestos y tarifas de servicios públicos (para quienes firmaron contrato después de la entrada en vigencia del DNU 70/2023, la incidencia asciende al 49,8%). Estas cifras manifiestan un incremento de 10% más de lo que implicaba en junio. Así, uno de cada cuatro inquilinos (el 26,7% de los encuestados en septiembre) indicó que tuvo que abandonar la vivienda que habitaba por no poder afrontar el precio del alquiler (el 92% en condiciones contractuales por fuera de la ley de alquileres, cuando tres meses antes la cifra representaba el 15%).

 

Más allá de la campaña oficial anunciando buenos augurios para la economía argentina, lo cierto es que, según datos de esta encuesta, el 88,9% de los inquilinos ha manifestado que considera que tendrá dificultades para afrontar el pago del alquiler en los próximos meses. La situación se torna alarmante. Cada relato es una suerte de crónica (de la catástrofe social) anunciada.

 

A la falta de regulación y planificación urbana, que en muchos casos trae aparejados profundos problemas de infraestructura (sobre todo con los servicios de luz y cloacas), hay que sumarle los problemas de smog, y de suciedad –sobre todo en la zona sur de la ciudad– donde existen zonas enteras que parecen haber quedado “liberadas”, a la espera de una futura reestructuración en donde la especulación funcione como prioridad central, por sobre todo derecho a la vivienda.

 

 

Ciudad subjetiva

 

Desde los inicios mismo del Siglo XX, cuando la Argentina comienza a consolidarse como país y queda incorporado de manera subordinada al mercado mundial capitalista, se produce ese proceso acelerado de modernización periférica que lo coloca en ese lugar de “Atenas americana” según la retórica modernista– o de “Reina del Plata” que, producto de las fuertes corrientes inmigratorias que llegaban desde Europa tras el aniquilamiento del malón del indio y la montonera gaucha (sobre todo, desde el último cuarto del siglo XIX), producen ese “entrecruzamiento múltiple” de esta zona específica, de esta región determinada del Río de la Plata en la que Buenos Aires aparece más emparentada con Montevideo que con San Salvador de Jujuy o Río Gallegos, al mismo tiempo que busca parecerse siempre más a Londres o París (sobre todo a esta última) que a La Paz o Lima.

 

Quizás por eso en su libro El río sin orillas el escritor argentino Juan José Saer dice que, hasta el siglo XX, nadie se sintió en casa en Buenos Ares, ya que todos sus habitantes provenían de otras latitudes y durante mucho tiempo, estaban sólo de paso (de allí la imagen de lugar “vacío y desolado” que por buen tiempo la acompañó). Y cuando alguien empezó a sentirse en casa, fue cuando hubo posibilidades de asentarse, incluso viniendo de tierras lejanas.

 

Como destaca Saer, rescatando a su vez al gran ensayista nacional Ezequiel Martínez Estrada, se trata de abordar al país no como una esencia sino como una serie de problemas a desentrañar, inventando métodos propios como esos forjados en el entrecruzamiento entre lo local y lo planetario, tan típico en estos pagos. “El resultado de ese entrecruzamiento múltiple, que ha dejado rastros en la economía, en la organización social, en las tradiciones culturales, en los tipos físicos, en el habla, en la gastronomía, esa diversidad unificada por ciertos rasgos específicos, es lo que denominamos con el nombre genérico de una región, el Río de la Plata”, escribe el autor de Glosa en este ensayo.

 

Qué duda cabe, que en este siglo XXI, Buenos Aires sigue siendo la gran ciudad del Río de La Plata en la que las migraciones de poblaciones de las distintas provincias argentinas, se ha entremezclado con la proveniente de otras latitudes del mundo –como hace un siglo atrás–, nuevamente bajo la promesa de una vida mejor. Con la gran diferencia de que ahora Buenos Aires es un sitio lleno de edificios y ya no de conventillos, rodeado asimismo por zonas hiperpobladas como son los inmensos conurbanos, donde ya no queda mucho espacio para construir viviendas. Lejos de toda mirada teleológica, transcurrido un siglo, la ciudad ya no presenta una gran promesa, sino que se debate entre una perspectiva de rapiña de pequeñas minorías privilegiadas y la resignación de grandes mayorías. El hecho de que hoy haya más perros que niños que la habiten es síntoma de este bloqueo en la población adulta; una población atravesada por el estrés, el cansancio, la preocupación, la ansiedad, el agotamiento, las tensiones, el miedo a perder lo poco que se ha logrado conservar.

 

Una ciudad no es sólo su arquitectura, ni siquiera las vidas de quienes la habitan, sino también una red de narraciones que contribuyen a reforzar la resignación ante la mera sobrevivencia o, por el contrario, que incitan a la revuelta de ideas, a la rebelión de los cuerpos desobedientes que adquieren la confianza necesaria para protagonizar los grandes cambios que toda sociedad estancada requiere para darle un sentido a la existencia (singular y colectiva) y no perecer en el camino autodestructivo al que determinadas políticas la condenan.

 

Por eso hoy la lucha política en la ciudad requiere no sólo de movilización, de organización popular y de alternativa electoral, sino también de una disputa subjetiva capaz de concentrar multitudinarias energías en la gestación de un terreno de enfrentamiento contra la desolación, y de creación de territorios donde pueda empezar a experimentarse lo conveniente de la cooperación social frente a la apología del individualismo rapaz del sálvese quien pueda, porque como hemos experimentado ya, con esas lógicas al final no se salva nadie.

 

 *Nota publicada en Revista Zoom

 

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