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martes, 30 de agosto de 2011

Artículo publicado en el libro La otra campaña...

La política en el país del no me acuerdo




Quien con monstruos esté, cuídese de no convertirse en monstruo.
Federico Nietzsche, Más allá del bien y del mal

Acabará el siglo y aún habrá explotadores en el mundo… Prepara el olfato por si llega ese día, muchacho,  no te cargues de pena si sucede. Se puede comenzar de nuevo.
Aníbal Jarkowski, Rojo amor

El nuevo siglo comenzó con una profunda derrota del trabajo frente al capital. En todos los planos y en todos lados, qué duda cabe. Desierto neoliberal. Tierra arrasada de las experiencias que pugnaron por la emancipación de los trabajadores en todo el mundo. Desierto neoliberal, sí, que leído en otra clave puede ser entendido, asimismo –¿por qué no?– como oportunidad de un nuevo comienzo. Nietzsche: El desierto crece. El desierto, vació de sentidos, pero también, el lugar donde han habitado, desde siempre, los veraces (Genealogía de la moral).
El zapatismo en México y los Sin Tierra en Brasil, primero, y los procesos de luchas-gobiernos populares en Bolivia y Venezuela, luego, han marcado un nuevo horizonte para un nuevo despertar. Siglo XXI: la hora del Gran Mediodía. Aquí, en nuestra tierra, hemos ejercitado toda una década de gimnasia insurgente, con luchas en las calles y procesos de organización social por abajo. Nuevas formas de entender-ejercer la política, que recrean y resignifican legados culturales varios y memorias revolucionarias de distinta procedencia, y que pugnan por recrearse, a su vez, a sí mismas, evitando el aislamiento impuesto y el propio autoencierro, intentando convidar a las amplias masas sus experiencias pacientemente construidas en los subsuelos de una patria castigada, pero renaciente en la dignidad conquistada por aquellas mujeres y aquellos hombres (los de abajo, podríamos decir, haciendo honor a la novela del narrador mexicano Mariano Azuela) en sus batallas.
El país que queremos, el país que soñamos –desde esta porción del campo popular que en Argentina hemos denominado como Nueva Izquierda     Autónoma– será, seguramente, tal como seamos capaces de construirlo, ya que el socialismo que deseamos, en este nuevo milenio, no es ni utópico ni científico, sino performativo, es decir, que es palabra y acción al mismo tiempo, y por lo tanto, no promete sino que inventa. La pregunta que se impone, obviamente, es cómo pensamos-imaginamos que puede darse ese cambio. Y coherentes con nuestra época –donde las grandes verdades universales ya no explican demasiado– tenemos que decir que no sabemos muy bien, pero que intuimos que será más parecido a las prácticas y pensamientos que venimos creando que a repeticiones de manuales o de experiencias del pasado.
Eso sí, una certeza, al menos como hipótesis: para gestar la dinámica social capaz de cambiar de raíz este sistema, será necesario colocar a la política revolucionaria en otro sitio. Como supo remarcar David Viñas en una entrevista realizada en 2003 por Néstor Kohan y publicada recientemente por la revista Sudestada: “Desde la izquierda tenemos que proponer algo que no está, algo que tenemos que hacer, pero a partir de la práctica crítica y del pensamiento alternativo”. Algo que, aunque complicado –nos advierte El maestro– es posible de realizar, al menos, por las nuevas generaciones: ajustar cuentas con el liberalismo democrático y el nacionalismo populista. “¿No podemos? ¡Sí podemos!”.
Porque intuimos que podemos, soñamos, al igual que los insurgentes del suroeste mexicano, con justicia, democracia y libertad, para Argentina (nuestro país), y también para el continente-patria (Nuestra América), y el mundo (nuestra casa). Queremos aportar a eso: a construir otra política, que tome a la memoria como una bandera contra la impunidad de los asesinos de ayer, y también del presente, pero por sobre todas las cosas, que sea una memoria que reactualice las luchas de antaño para concretar los anhelos de hoy. Una política que no caiga en el fetichismo de la memoria (como señaló lúcidamente hace un tiempo Alan Pauls), es decir, que no se haga la distraída con la pila de cadáveres que aún no sabemos dónde encontrar, pero que a su vez sea capaz de no despreciar cierto necesario olvido. Por ejemplo: de las formas tradicionales, anquilosadas de hacer política en nuestro país.
Si entendemos –siguiendo a Jacques Ranciere– que la política no se identifica con el curso ininterrumpido de los actos de gobierno, sino que los momentos políticos ocurren cuando la temporalidad del consenso es interrumpida, cuando una fuerza es capaz de actualizar la imaginación de la comunidad que está comprometida allí (Momentos políticos) –entonces– el país que queremos, el país que soñamos, no quiere limitarse a gestionar lo que existe, aunque esa gestión tenga un sentido progresista, sino que se fundará sobre nuevas bases, revolucionando lo existente. Por supuesto, todo esto podrá ser, suceder, sólo si podemos subvertir el tiempo de la política hegemónica, interrumpir sus flujos, desviar su movimiento, o para decirlo nuevamente con palabras de Ranciere, si somos capaces de promover la acción de sujetos colectivos, que logren modificar concretamente las situaciones, afirmando allí su capacidad y construyendo el mundo con esta capacidad. Dicho de otro modo: nos proponemos sacudir y conmover las interpretaciones que organizan el sentido común, partiendo de ese mismo sentido para proyectar otro, que cuestione esa legitimidad, que ponga en cuestión los relatos del orden vigente y sea capaz de imponer sus nuevos sentidos construidos.
Apelar a cierto olvido, decía líneas arriba. Quisiera para ello apelar a una figura capaz de olvidar la política tradicional e inventar otra nueva: la del niño. La Revolución como un niño –apunta Jarkowski en la novela que fue citada, a modo de epígrafe, para comenzar este breve ensayo–. Lenin como un niño. En un momento, Anna Sergueievna, uno de los personajes, dice:
“Me apena lo que dices muchacho. Y más en este día. Pero es la verdad que Ilich se nos ha muerto. En mi cuaderno de clases anoté una composición sobre él y comprendí de pronto que  para todos nosotros era como un niño calvo. Por eso lo seguíamos. Cuando todos dudaban entre continuar o no, Illych fue el más sensato. Recuerdo que nos dijo: bueno, los campesinos pobres creen que hay que seguir. Los obreros creen que hay que seguir. Si en verdad estamos de su lado yo no veo que haya más que un camino. Así piensa un niño, te lo aseguro. Guiados por un niño dejamos de ser esclavos de los ricos. Preguntemos a los que trabajan qué creen. Y eso será lo que haya que hacer”.
Podría pensarse estas líneas marxistas en clave literaria en relación con algunos de los planteos de pensadores de la contramodernidad. O, al menos, con dos de los más importantes: Federico Nietzsche y Sigmund Freud. En ambos la figura del niño cumple un rol clave en sus postulados. En el primero, el niño es el único capaz de crear, de afirmar ese inocente juego que implica el eterno decir sí. Recordemos que en “Las tres transformaciones del espíritu”, en Así habló Zaratustra, el camello es quien tiene la fortaleza de marchar al desierto, el león quien puede conquistar su propia libertad, ser señor en su propio desierto, enfrentando al “tú debes”, al dragón de la moral, y sin embargo, sólo la inocencia y capacidad de olvido del niño es capaz de poner en movimiento la rueda del eterno decir sí del juego, la voluntad de conquistar su propio mundo. Asimismo, en el segundo, el niño no es –como supo destacar León Rozitchner en Freud y el problema del poder– un dulce ser angelical, como lo piensan los adultos, que va siendo impunemente moldeado por el sistema sin resistencias, sino más bien que el niño es ese lugar en donde va a modelarse el yo, a partir de una transacción, es cierto, tanto como que si hay transacción es porque hubo luchas, vencedores y vencidos.
La Nueva Izquierda Autónoma como una niña o un niño-joven, hoy que tanto se habla de la politización de la juventud. No en el sentido reactivo de que son los jóvenes aquellos a quienes hay que formar (los que adolecen de carácter), sino como aquellos capaces de aportar a un nuevo comienzo.
Por todo esto, entiendo, no es posible concebir una política de emancipación de los de abajo que se construya en espejo con las del capital (reproduciendo e internalizando sus lógicas), sino que deberá ser capaz de crear una diagonal, que no rehúya al enfrentamiento pero que no haga de la guerra el objeto final de sus apuestas.
¿No podemos? ¡Sí podemos! O al menos, podemos intentarlo.
Spinoza lo sabía bien: nunca sabemos lo que un cuerpo puede. Y nosotros, hoy, lo reafirmamos: lo que un cuerpo político puede es impredecible. Por eso no nos conformamos con intentar mejorar lo existente (“profundización del modelo”, se le dice ahora), sino que pretendemos (deseamos, buscamos con nuestro aporte militante), construir otra política, capaz de crear otro país, y otro mundo.

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