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lunes, 26 de noviembre de 2012

El 7D y la comunicación como campo de batalla


Por Mariano Pacheco. La importancia de avanzar con la puesta en práctica integral de la Ley de Medios. El lugar de los medios populares y comunitarios para la verdadera democratización de la producción y circulación de la información en nuestra sociedad.




Se sabe –hoy más que nunca– que hay que hacer un gran esfuerzo para no ser hablados cotidianamente por otros. Así como también que gestar una mirada propia, absoluta, es imposible. Por supuesto, si uno se distrae un segundo, cae en la desgracia de repetir (¡y encima inconscientemente!) el discurso prefabricado día a día  por los medios político-comunicacionales hegemónicos.
Ya lo decía Martin Heidegger, allá por 1933: en el cotidiano, vivimos en “estado de interpretado”. Porque lo hablado “por” el habla traza círculos cada vez más anchos y toma un carácter de autoridad. “La cosa es así porque así se dice”, señala Heidegger en Ser y tiempo. Creemos comprender todo cuando en realidad repetimos aquello que “oímos”, o que “leímos”… en alguna parte. O que “vimos”, podríamos agregar nosotros hoy, asediados no sólo por la televisión sino por las de otras formas de invasión publicitaria. Estas “habladurías” y “escribidurías”, como raramente las llama este pensador alemán, nos determinan lo que se ve, y cómo se ve.
Por supuesto, no es sólo que haya sectores que nos mienten diariamente. Sino que además pretenden hacernos creer que no toman partido, en un caso, o que el partido que toman para enfrentar a quienes se ocultan bajo el lema de la independencia es el único modo de decir la verdad. Cuando en realidad, de lo que se trata, es de dejar en claro que no hay una verdad transparente y universal, sino que las luchas, las relaciones de fuerzas nos sitúan en una perspectiva en la cual cada uno defiende a capa y espada su concepción de verdad. De allí que resulte imprescindible librar las batallas que sean necesarias para poder ampliar las posibilidades de hacer oír otras voces. Porque tal como ha señalado alguna vez Michel Foucault, existe todo un sistema de poder que obstaculiza, que prohíbe, que invalida el discurso y el saber de las masas. Obviamente, no es que nos autoasignemos un rol específico determinado, del tipo “somos la vía de expresión popular”, o recurriendo a viejos lemas, somos “la voz de los que no tienen voz”. No, tan sólo decimos que, ya que se ha promulgado una ley que abre el juego, bien, entonces, que hagamos lo imposible por garantizar que el juego se abra ampliamente de una buena vez.
Porque a esta altura, ya no caben dudas que las cosas son hoy muy diferentes a como se nos presentaban años atrás, cuando el conjunto de los medios pretendían mantener a toda costa sus ínfulas de independencia, libertad y neutralidad. Hoy, en la Argentina contemporánea, hay una batalla que ya se ha ganado: la que sitúa a los comunicadores como sujetos políticos, con una línea editorial determinada. En este sentido, la elaboración misma del proyecto de Ley, y su posterior aprobación –tal como destacó Natalia Vineli en una nota publicada en la revista Sudestada del mes de noviembre– logró sacar a la comunicación (y al papel que los medios juegan en la conformación de la subjetividad social) del lugar de “tema para especialistas”, para situarlo en un tema de debate, de polémica, de amplios sectores de la población.

Lo que está faltando, de la mano de la desinversión por parte de los sectores empresariales monopólicos de la comunicación, es una verdadera democratización de la producción y circulación de la información. Situación en la cual podría avanzarse, al menos de un modo parcial, con la aplicación del 33% del espacio para las organizaciones sin fines de lucro. Una designación poco feliz, por cierto, que no da cuenta de las asimetrías existentes entre experiencias populares, comunitarias de comunicación, y las experiencias atadas a importantes fundaciones. Pero no importa. Lo que se discute no es lo ideal, sino lo posible en el corto plazo. Y lo que la nueva Ley de Medios habilita es a un reordenamiento del espacio radioeléctrico, en el cual estas experiencias de comunicación popular podrían tener un importante lugar, del cual hoy carecen.
Por supuesto, en un nuevo tipo de sociedad, construida sobre nuevas bases, no sólo estarían en cuestión los monopolios de los medios de comunicación, sino todos los monopolios, y el carácter privado mismo de la actividad económica y social. Pero hasta ahora, luego de la derrota de las experiencias de transformación revolucionaria de las sociedades que dieron todo lo que pudieron durante el siglo anterior, no se ha edificado en  ningún rincón del planeta una alternativa tal. Tenemos ensayos político-sociales, como en Venezuela, en donde ya podemos vislumbrar el rol que los medios empresariales de comunicación juegan para boicotear cualquier intento de hacer otra cosa. De allí la importancia de librar batallas comunicacionales más allá del típico lugar de “difusión” o “concientización”.
Los dados ya ruedan sobre la mesa. El show televisivo cuyo exponente más emblemáticamente vergonzoso es Jorge Lanata ya viene desde hace rato –como en otros sitios del continente– dando sus zarpazos sobre el sentido común. Es hora de no dejar espacios vacíos, y apostar a que las experiencias periodísticas que pugnan por insertarse críticamente en la realidad (es decir, que pretenden hacerse cargo del conflicto que estructura una sociedad basada en el antagonismo) disputen sentido social en mejores condiciones. 

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