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viernes, 21 de marzo de 2014

Breve ensayo leído en "Escena y Memoria", 6ta edición

El cielo por asalto: reflexiones s/ las políticas de las memorias
(jueves 20 de marzo de 2014, Córdoba-
Archivo Provincial de la Memoria, ex D2)

Por Mariano Pacheco

"A Jorge Villegas y Alexis Comamala, con aprecio militante"



I-
Quisiera empezar estas líneas con una afirmación: la del derecho generacional a tener una tesis sobre aquella década en la que muchos de nosotros ni siquiera habíamos nacido. La del 70 fue la última generación en apostar y luchar, desde distintas tradiciones ideológicas e identidades políticas, por un cambio revolucionario de la sociedad capitalista. Exterminio mediante, el legado de nuestros padres (biológicos en algunos casos, simbólicos en el de todos) ha ido mutando a lo largo de las tres últimas décadas.
Asumo que el concepto de generación es problemático, pero no encuentro ahora otro que se acople de mejor modo a estas reflexiones. Nosotros, que crecimos políticamente resistiendo el modelo neoliberal o despertamos a la vida cívica durante la rebelión popular de diciembre de 2001, más allá de los caminos que hayamos tomado en los últimos años, compartimos el hecho de ser una generación marcada por una ausencia: la de la generación que nos precedió, diezmada por la dictadura y silenciada –como proyecto– por los “consensos democráticos”. Esta imposibilidad de poder polemizar con quienes nos antecedieron conlleva distintas actitudes que van desde el respeto reverencial, que termina “museificando” las figuras y las experiencias del pasado, hasta el intento frívolo de negación lisa y llana de quienes estuvieron antes.
Ambas miradas están tenidas por cierta culpa, y por cierta dificultad de asumir el propio tiempo, la propia época sin nostalgias conservadoras del pasado ni celebración trivial de lo dado, aunque lo establecido sea un poco mejor que en nuestra infancia o nuestra adolescencia.
El ánimo de ruptura del período de crisis del 2001-2002 posibilitó, para muchos de nosotros pero también para amplias franjas de la población, replantearnos qué estábamos haciendo, y por lo tanto, hacia dónde queríamos ir. Esa crisis, que para muchos pasó a ser luego la imagen del infierno del cual se quería huir como se huye de las pestes, fue sin embargo la que posibilitó colocar a la política en otro lugar e interrogarnos sobre sus sentidos y sus formas de llevarla adelante. Porque las crisis, en general, suelen ser momentos enormemente productivos, de apertura de la historia. ¿O es que hemos asumido como propia esa idea reaccionaria de que la historia, los grandes relatos y las ideologías se han terminado?
Si entendemos a la política como invención, como subversión de lo existente, como posibilidad colectiva de abrir grietas en el aquí y ahora del orden dominante, entonces, no está todo dicho. Y si no está todo dicho, nuestras narraciones, poemas, canciones, escenas dramáticas, nuestros ensayos y grafitis, tienen la posibilidad de abrirse un espacio y hacerse oír.
Si esto es así, esa generación de la que hablábamos al principio, la nuestra, aún tiene por delante el desafío de demostrar (se), desde una perspectiva latinoamericana, si más allá de los avatares coyunturales es capaz o no de contribuir a la gestación de un auténtico movimiento de revolución cultural.


II-
¿Cómo hablar de horror después del horror? Muchas voces se han alzado en torno a este problemático tema. Extensas páginas se han escrito y publicado desde el Juicio a las Juntas en los 80.
Los últimos años han sido sumamente productivos en cuanto a la gestación bibliográfica y cinematográfica sobre la represión desatada por la última dictadura cívico-militar y la militancia popular en los años 70 (Del Cordobazo al Rodrigazo, pongamos). De lo que cuesta seguir hablando, y escribiendo, es tal vez sobre las implicancias sociales, políticas y culturales de las identidades radicalizadas que calaron hondo en el pensar, el actuar y el sentir de amplios sectores de la población de este país. Nos cuesta, a los argentinos, hacernos cargo de las decisiones que se han tomado por aquellos años. Y dejar de  mirar para el costado a la hora de dar cuenta que, para muchos, la salida que se imaginó entonces fue la de guerra civil revolucionaria.
Por las asimetrías de poder entre los bandos enfrentados –la maquinaria terrorista del Estado Militar, incluyendo la poderosa alianza civil sobre la que se sostenía, y el de los sectores populares en lucha, incluyendo sus “organizaciones armadas”–, en parte, pero en gran medida por la “operación de victimización” que el “alfonsinismo” –y la “clase política” en general–, el “sindicalismo sobreviviente”, las “empresas periodísticas”, los “intelectuales travestidos” y gran parte de la sociedad realizaron sobre la figura de la militancia de la década anterior, la idea de que el conflicto social sostenido durante dos décadas había desembocado en un enfrentamiento que se encontraba a las puertas de una guerra civil comenzó a ser borrado del horizonte de los debates de la época. Ernesto Sábato, su prólogo al Informe de la CONADEP y la consigna progresista de Nunca más completaron el cuadro que incluía a la idea de guerra junto con la de demonios, desconociendo la máxima foucoltiana de que aun en tiempos de paz estamos en guerra los unos contra los otros, porque un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de nosotros en un campo o en otro
Siguiendo esta máxima, como otros compatriotas ya lo han expresado con anterioridad, el hecho de reconocer y denunciar que hubo una matanza, no tiene por qué llevarnos, necesariamente, a negar que muchos de los masacrados dieron sus vidas pro un proyecto que asumía la guerra como estrategia central.
En este sentido, el Nunca más no es pronunciado sólo respecto del “Terrorismo de Estado”, sino también del deseo revolucionario. Considerado totalitario, ese deseo, esas apuestas de transformación revolucionaria de la sociedad, son colocadas en el lugar del Otro Terrorismo. Así, dicha desde el poder, la fórmula “recordar para no repetir” puede y debe ser entendida como una amenaza: “No olvidar, la matanza puede ser ejecutada nuevamente”.
Pasado del trauma, presente del síntoma, y severa advertencia hacia el futuro.

III-
¿Cómo reactualizar entonces, en clave emancipatoria, las memorias sobre los años en que se pensaba, se sentía –y se actuaba en consecuencia– que era posible tomar el cielo por asalto? ¿Cómo revisitar críticamente los años teñidos por la violencia política, sin arrepentimientos o sin miradas construidas a la luz de la derrota?
Si el Proceso de Reorganización Nacional reestructuró la sociedad argentina, y en el plano simbólico, “recortó el horizonte de lo posible”, ¿cómo hacer para que el deseo revolucionario circule nuevamente entre nosotros? A nadie pueden quedarle dudas que, más allá de las mejores o peores condiciones políticas y sociales en que hemos vivido durante los últimos 30 años, la concentración y transnacionalización de la economía argentina es la contracara del proyecto derrotado, sea de izquierda o peronista.
Cabe preguntarse entonces: ¿Cuánto de las derrotadas del pasado hemos introyectado como culpa? ¿Por qué aun cuesta tanto imaginar un futuro de ruptura con el orden vigente?
Tal vez el proceso venezolano de la última década pueda ayudarnos a imaginar otros mundos posibles. Más allá de cuanto o no han podido avanzar en transformaciones de fondo en la hermana patria, la denominación de “Revolución Bolivariana” y el hecho de que su principal líder, el ex presidente Hugo Chávez Frías, comenzara a retomar nuevamente los clásicos de la izquierda marxista y el nacionalismo popular, han aportado a que la palabra socialismo circule nuevamente en el lenguaje político del continente (y más allá) en estos inicios del siglo XXI.
La experiencia de Venezuela como vanguardia de un proceso en marcha no puede ser derrotada por las derechas que, desde adentro o desde afuera, intentan por todos los medios cortar el hilo que puede unir en una perspectiva de liberación la Patria Grande por la que bregaron Simón Bolívar, Ernesto Che Guevara y tantas mujeres y hombres que regaron con su sangre los campos y ciudades de estas tierras.
Poner la voz, la letra y el cuerpo para defender este proceso es una tarea que nos involucra.

IV-
Quisiera terminar rescatando la capacidad de la literatura en general, y del ensayo aunque de un modo más directo en particular, de aportar no solo a pensar lo existente, sino además a imaginar y anunciar aquello que todavía no está presente. Por su puesto –y no estoy diciendo ninguna novedad–: la literatura discute lo mismo que la sociedad pero en otro registro, y esa es su contraseña. Siguiendo las reflexiones de María Teresa Andruetto, la literatura es memoria y tiene capacidad de testimoniar, en la medida en que produzca una “incomodidad”, una “distorsión”, un “plus” o “desvío” que, más que otorgarnos respuestas –como a veces lo logran hacer la historia, el periodismo de investigación, o las denominadas ciencias sociales– nos pueble de interrogaciones, nos conmueva o nos haga pensar –o todo eso junto–.
En particular, sobre las políticas de la memoria, creo que la literatura argentina recién está dando sus primeros pasos en pos de gestar una producción que se anime a incomodar, a salirse de los lugares comunes, de los enunciados políticamente correctos, para lanzarse a lo imprevisible, lo incómodo, lo irreverente. Para desde allí sí, desde un lugar auténticamente propio, gestar ese “secreto compromiso de encuentro” –como le gustaba decir a Walter Benjamin– entre las generaciones del pasado, y la nuestra. 

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