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jueves, 21 de agosto de 2014

Por Los Barrios (III)

 El “Domo” de Campo de La Rivera:
Unidad, solidaridad y acción colectiva

Por Mariano Pacheco

Contiguo al Espacio para la Memoria “Campo de La Ribera”, se erige una barriada popular profundamente estigmatizada. Allí, junto con distintas agrupaciones, los vecinos se esfuerzan por dar respuestas colectivas a sus necesidades.


Verónica, Mónica, Claudia, Silvia y Graciela cuentan los esfuerzos que hacen cada semana para sostener la “Copa de Leche”, que todos martes y jueves recibe a unos 70 niños y los sábados, más de cien. Mientras unas sirven la chocolatada, otras amasan y sacan las tortas fritas del fuego. En las paredes del local de madera se lucen los distintos diplomas de reconocimiento que una ONG fue entregando a quienes participaron de los talleres de oficio (peluquería, porcelana, cotillón, repostería), junto con las “reglas de convivencia” escritas con un fibrón sobre un cartel improvisado con papel de envolver facturas. “Miri”, la perra, busca refugio antes de que la saquen para afuera, mientras entra “Pori”, uno de los jóvenes que suele asistir a la Copa de Leche para dar una mano a las mujeres y que integra “Los Guachos de Campo de La Ribera”, la banda de cuarteto del barrio. “El gobierno sabe que existimos, que acá está este espacio comunitario”, sostiene una de las vecinas, con orgullo. Otra aclara que esa era antes zona militar. Una tercera cuenta que  en un momento quisieron sacarlos de allí, para construir un hotel, pero que se organizaron, cortaron la ruta y al final se quedaron.

Democracia participativa
                      


En el Boletín Informativo N°1 (fechado en agosto de 2014), los vecinos del barrio puntualizan que la asamblea “es un espacio en donde se busca generar acciones que mejoren las condiciones de vida, tanto materiales como culturales de los habitantes de Campo de La Ribera”. Y aclaran que el lugar “no pertenece a ningún partido político ni grupo religioso”, y que está abierto “a la participación de cualquier vecino y vecina”.
En el predio donde realizan las asambleas, se ha montado un galpón (La Casa de la Cultura), y próximamente inaugurarán el “Domo”, un espacio comunitario con techo ovalado. Para los vecinos, el domo es la expresión, en techos y paredes, de la dinámica que ellos intentan sostener como colectivo humano: sin puntas, sin centro.

Unidad, solidaridad
Los sábados, cuando se reúnen, además de los habitantes del barrio suelen asistir quienes, llegando desde otros puntos de la ciudad, forman igualmente parte del espacio, como “Un techo para mi país”, una organización que, según ellos mismos se definen, “busca superar la situación de pobreza en que viven miles de personas en asentamientos precarios, a través de la acción conjunta de sus pobladores y jóvenes voluntarios”. En La Ribera, han creado la denominada “Mesa de Trabajo”, a través de la cual canalizan las demandas locales por cloacas, basura, salud y vivienda
“Mazamorra” es otras de las agrupaciones que participan en el barrio. Ellos impulsan en el barrio los talleres de “Alfabetización para Adultos”, para aprender a leer y escribir, y el de “Cine”, para que los jóvenes del territorio filmen sus propias películas, además del “Espacio de Mujeres Adolescentes”, donde trabajan la promoción de la salud desde una perspectiva de género y la autodenominada “Redezón Autogestiva”, una red de trabajadores autogestivos.
También, promovida –entre otros– por el Encuentro de Organizaciones, se ha erigido en el barrio la “Escuela Deportiva, Recreativa y Artística” que, como su nombre lo indica, trabaja en el territorio desde esas actividades. También asisten a La Ribera, cada semana, los estudiantes y docentes de la “Cátedra Estrategias de intervención Comunitaria”, perteneciente a la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Córdoba, quienes han impulsado el espacio de Mujeres “Las Ribereñas”, que hace pocas semanas pintaron un mural en un paredón del predio.
Son distintas iniciativas que, impulsadas de manera solidaria por quienes no habitan el lugar, ayudan  a los vecinos a romper parte del estigma que recae sobre ellos, y afrontar de manera colectiva los problemas comunes.


El siempre presente problema de la basura

Como en tantos barrios, también en Campo de La Ribera tienen problemas con la recolección de la basura. Los vecinos cuentan que los funcionarios del gobierno provincial “patean la pelota” a los de la Municipalidad de Córdoba, y viceversa. Por eso en abril realizaron una movilización hacia el Palacio 6 de Julio, donde dejaron gran parte de las bolsas que nadie retiraba del barrio. Entonces lograron que “La Muni” les mandara el camión, pero según la expresión de una vecina, “pasa tan rápido como un avión”, y por eso terminaron arreglando con un carrero que, por unos pesos a la semana, pasa cada tanto a buscar la basura. Con una de las organizaciones que participa de la asamblea ya organizaron unas encuestas en salud, para tratar de detectar si algunas enfermedades que están presentes en el lugar tienen que ver con la problemática.


Por los barrios (II)

Compromiso colectivo y participación
en la comunidad de Villa El Libertador

Por Mariano Pacheco

Dentro del barrio Villa El Libertador se encuentra la Comunidad Marta Juana González, que en apenas días cumplirá cinco años de existencia. El Argentino visitó el lugar, donde sus habitantes han construido una dinámica de participación comunitaria en torno al trabajo, el deporte, la educación y la vivienda.



Situada en la 10° sección electoral (la tercera después de esta capital y de Río Cuarto), la Comunidad Marta Juana González se encuentra dentro del emblemático barrio Villa El Libertador. Surgida de una toma de tierras cinco años atrás, se ha se transformado ya en un barrio.

Hacer comunitario
En la caminata por el lugar se van sumando vecinos. Al llegar al final del predio tres bloques de manzanas de 150 metros, donde unas 400 familias se agrupan en 100 casas y están las infaltables canchas de fútbol. Juan comenta que junto a Micaela –una joven militante, madre de cinco chicos, que participa de la radio comunitaria La Ranchada– y otros tres profesores de la Universidad Nacional, han organizado una Escuela de Fútbol para los chicos, totalmente gratuita. “Son unos 45 niños de tres a doce años, con los cuales entrenamos los sábados, y después les damos una chocolatada con churros”, agrega Juan, a quien todos conocen como “Chupetín”.
“Nori” –así le dicen todos en el barrio–, mientras camina, realiza una historización del conflicto de esas tierras. Él supo ponerse al frente de los cortes de ruta que reclamaban trabajo y lideró una organización piquetera cuando en el país el hambre de los pobres era moneda de cada día. Ahora es uno de los principales dirigentes locales de la  Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CETEP) y un importante referente provincial del Movimiento Evita. Nori cuenta que el año pasado, en una “Jornada Nacional del Movimiento”, unos 300 militantes de distintos lugares del país arribaron a la comunidad para llevar adelante durante todo un fin de semana las tareas necesarias para garantizar que las casas dejaran de inundarse ante cada lluvia. Los presentes recuerdan que durante los primeros seis meses estuvieron rodeados por policías y rememoran momentos de esos cinco años transcurridos, mientras “Rogelio” –un perro que todos coinciden en afirmar que está con ellos desde el primer día–  da vueltas, buscando compañía.



Métodos solidarios
Sobre el predio donde aún antes de la toma de tierras ya funcionaban una huerta y un salón comunitario, los vecinos han construido un espacio al que han bautizado como “Cooperativa Trabajo y Dignidad”. Allí desarrollan distintas actividades.
Griselda es su presidenta. Junto con Nori, Micaela, Chupetín, Cecilia, Lidia y otros vecinos que se van sumando a la rueda de mates, explica que casi todos los habitantes de la comunidad son de origen boliviano. Y que del hermano país viene el término “pasanaco”, que es el “método” con el que muchos armaron sus viviendas. Los peruanos, en cambio, le dicen “La Junta”, que es una especie de “fondo común de dinero” (10 o 50 pesos, o el monto que sea) que juntan entre diez o veinte personas, y que después –por semana, quincena o de manea mensual– van sorteando. El que gana, va con toda la plata juntada y compra ventanas, ladrillos o lo que necesite para su casa.



Trabajo y Dignidad
En una de las habitaciones de la cooperativa, donde se realizan las tareas de alfabetización, pueden verse las fotos de Marta Juana González y de dos muchachos. Nori explica que son militantes que fallecieron en accidentes de tránsito. Samuel Medina y Cristian “Chaco” Selvia son sus nombres. En la biblioteca popular están terminando de construir una sala de computación, y al lado un pequeño dispensario, donde pretenden ampliar el trabajo que ya vienen haciendo con profesionales de las salitas aledañas y el hospital de la zona. También allí, unos 45 adultos están terminando el colegio a través del Plan de Finalización de Estudios Primarios y Secundarios (FINES), impulsado por el Ministerio de Educación de la Nación. Con el programa “Capacitación con obra”, financiado Desarrollo Social (también de la Nación) la cooperativa ha construido los obradores, y en el fondo, una gran parrilla. Aunque en la charla alguien se apresura en aclarar que para eso tuvieron que juntar un dinero extra.
En los obradores funciona un taller de oficios (soldadura y carpintería de aluminio), una herrería y una carpintería. Un grupo de hombres se mantiene a la espera de la llegada de una máquina ya comprada en Buenos Aires, con la cual producirán bloques. “La propuesta nuestra es que vendamos para afuera, y también que hagamos un trabajo comunitario asfaltando la entrada a la comunidad”, cuenta Cecilia. Y Lidia agrega que ahora, con la excusa de que no está asfaltado, los choferes de los camiones de recolección de residuos no quieren entrar.


La villa y el country, o el muro
que parte en dos la sociedad



El rostro de Atilio López, pintado sobre una pared, mira a los habitantes de la Comunidad Marta Juana González. A sus espaldas, EDISUR -la empresa desarrollista urbana- viene construyendo un barrio cerrado, el emprendimiento urbanístico denominado “Manantiales Ciudad Nueva”, que pretende ser una suerte de isla, rodeada por barrios populares como Estación Flores, Villa Aspacia, René Favaloro y Parque Las Rosas. Por eso, tal como destacó el periódico barrial “La Décima”, desde el “Foro en Defensa del Patrimonio Urbanístico de Córdoba” cuestionaron la medida. Se dijo que la caída del Muro de Berlín señalaba la llegada del mundo único de la libertad y la democracia. Veinticinco años después, está claro que el muro del mundo se ha limitado a desplazarse: en vez de separar a Oriente de Occidente, divide ahora al Norte rico capitalista del Sur pobre y devastado. Se están construyendo nuevos muros en todo el mundo, para separar los placeres de los ricos de los deseos de los pobres. 


Marta Juana González:
la militancia, ayer y hoy



Maestra y catequista, militante del peronismo revolucionario, Marta Juana González fue detenida en agosto de 1975 en su casa, junto a su compañero. Tenían entonces una hija de ocho meses y estaba embarazada. Ella fue llevada al D2 y con posterioridad trasladada a la Unidad Penitenciaria Nº1 (UP1), la cárcel de San Martín, donde fue asesinada el 11 de octubre de 1976, cuando las fuerzas represivas simularon un intento de fuga. También fueron acribillados Jorge Oscar García, Pablo Balustra, Florencio Esteban Díaz, Miguel Ceballos y Oscar Hubert. Tenía entonces 26 años. Tiempo antes había dado a luz, en la UP1, a su segundo hijo. Nacida en el departamento Minas, Marta vivió desde niña en el barrio Villa El Libertador, donde cursó la escuela primaria y donde fue maestra, una vez recibida. En el mismo barrio, de la mano de la parroquia, desarrolló luego tareas de alfabetización. En 1974, siendo integrante del Movimiento Juvenil de la Parroquia Jesucristo Salvador del Mundo, participó de las luchas que finalmente conquistaron el agua corriente para la zona. Luego se casó con Luis Miguel Baronetto, a quien conoció mientras daba clases en la “escuelita del tranvía”, cuando él aún era seminarista. La banda La Cruza, de Villa EL Libertador, le compuso una canción a modo de homenaje.



Por los barrios (I)

Los galpones: una experiencia comunitaria
Sobre las ruinas de un país que ya no existe

Textos- Mariano Pacheco
Fotografías- Paula Loza


Unas 200 familias habitan desde hace dos décadas dos manzanas situadas en un predio que supo ser lugar de mantenimiento de trenes. El Argentino visitó Villa Los Galpones, el barrio donde una cantidad de vecinos emprenden día a día tareas comunitarias y apuestan por un proyecto colectivo.


Situadas sobre terrenos nacionales que pertenecen al ferrocarril, también podría pensarse que esas 200 familias que habitan dos manzanas en el barrio Los Galpones han edificado sus viviendas sobre las ruinas que el modelo neoliberal dejó en nuestro país.
Allí, a unas siete cuadras de la estación Alta Córdoba, todavía pueden detectarse las huellas de lo que alguna vez fue una Argentina estructurada por la industria nacional y un pujante sistema de trasporte ferroviario (edificado por losingleses para beneficio propio, nacionalizado durante la presidencia de Juan Domingo Perón para bienestar de todos los argentinos y “reventado” por el presidente Carlos Saúl Menem para beneplácito del capital financiero). Precisamente allí, a un kilómetro del centro de la ciudad, pueden verse pasar todavía los vagones que en la actualidad transportan soja.
Allí, alguna vez, los ferrocarriles tuvieron sus oficinas de administración, pañoles de herramientas y maquinarias, con las que se realizaban tareas de mantenimiento de esos trenes que supieron ser orgullo nacional.

Lógicas de lo común
Todos los lunes, miércoles y viernes los niños del barrio asisten a la “copa de leche”, donde meriendan un vaso de chocolatada y lo que pueda elaborar Carina, 37 años, madre de 9 niños. Desde hace casi veinte años que Carina está junto Germán, que ahora tiene 33. Una década ya que habitan juntos una casa en el barrio. “Primeros los chicos, viste. Si sobra algo, le damos a los jóvenes”, comenta él. Y agrega: “Acá no mezquinamos nada”. Los chicos que están jugando al fútbol se acercan, mientras los que terminaron vuelven a rodar las bolitas por la calle de tierra, junto  a las vías. Frente a un mural que tiene un dibujo y una consigna que afirma “Tierra para la vida digna”, Carina termina de sacar unas tortafritas de un disco que instaló sobre su patio, rodeado de gallinas y de perros que la acompañan. A metros de allí se encuentra el espacio comunitario al que los vecinos llaman “La Escuelita”, donde funcionan algunas reuniones (de los habitantes del lugar, o con personal de las salitas de salud de las zonas aledañas que emprenden junto con ellos algunos trabajos de prevención) y talleres, como uno de repostería que organiza la ONG “Un techo para mi país”. Y donde en días nomás realizarán los festejos por el día del niño.

Imaginación y voluntad
Mientras los niños juegan varios jóvenes se preguntan entre sí si han cobrado lo que debían por ser beneficiarios del programa provincial “Confiamos en vos”. Algunos comentan que a pesar de haber asistido a las capacitaciones, no han cobrado. La escena contrasta con la propaganda oficial. Los muchachos y las chicas sostienen que están acostumbrados, y que por eso no confían en nadie, o en casi nadie. A metros de allí, Vanesa (30 años), conversa con su marido, Claudio, sobre un Encuentro Nacional de Tierra y Vivienda que se realizará en Córdoba en una semana, y al que asistirán como integrantes del Encuentro de Organizaciones (EO), del que participan hace unos siete años.Los seis hijos que tuvieron juntos, más dos adolescentes que él tuvo con otra pareja, dan vueltas por el lugar. “Acá empezamos con una olla popular todos los domingos. Después largamos una copa de leche y organizamos un ropero comunitario”, cuenta Vanesa. “Ahora hacemos cosas dulces para vender, y con mujeres de otros barrios que hacen comida salada, llevamos a las actividades y festivales”.
Rodeado por los barrios Cofico, San Martín y Alta Córdoba, el predio contiene a una población que hoy subsiste a fuerza de voluntad e imaginación, realizando reciclado de basura y de escombros, que después se lleva la Municipalidad, cada dos semanas. “O a veces más”, aclara José, que integra la Cooperativa de Carreros La Esperanza. En el mejor de los casos, algunos trabajan esporádicamente con changas en la construcción, ya que por la zona las empresas desarrollistas urbanas no dejan de levantar edificios. Las mujeres, en la mayoría de los casos, son amas de casa. Algunas trabajan como empleadas domésticas, por hora. Por supuesto, ninguno tiene recibo de sueldo, ni obra social, ni aguinaldo o vacaciones pagas.
Por eso, como pueden, buscan soluciones en común a los problemas que cada uno tiene. Se organizan en el barrio para apostar a un proyecto colectivo.



“Chaco”, un reciclador de Villa Los Galpones
“Que la miseria nos haga miserables

En noviembre cumplirá 70 años. Recién hace un año se tramitó la jubilación –dice– porque antes sentía que aún estaba en condiciones de mantenerse trabajando. Se niega a compartir su nombre, porque –asegura– su identidad la marca su apodo, el modo en el que todos lo llaman cariñosamente en el barrio: “Chaco”. Nacido en la provincia norteña, Chacho cuenta que siempre fue un poco transhumante, y que por eso vivió y trabajó durante años en distintos lugares del país. Ahora vive en Villa Los Galpones, rodeado de montañas de elementos que fue encontrando por la calle, y que apila por todos los rincones como un coleccionista. Del techo, con unas cadenas, cuelga una barra, con la que dice entrenar cada día. Su físico parece dar cuenta de ello. Sobre la mesa, un ejemplar del diario El Argentino, al lado de un calefactor eléctrico que armó él mismo con ladrillos refractarios, maderas, hierros y otros elementos que encontró en el basural. De fondo suena una canción de folclore. Chaco se sienta y enciende su computadora. Dice que los hombres somos como las gallinas: una empieza a picotear y el resto acompaña luego. “Yo me puse internet y todos me miraban como a un loco. Vamos a ver cuántos se conectan con el paso del tiempo”. Allí atesora textos de filósofos y literatos, y sobre todo, las coplas que escribe de tanto en tanto. Lee una voz alta. “Canción de cuna villera”, la tituló. Y luego reflexiona: “el poder promueve enfrentamientos horizontales, pero no verticales”. Cuenta que le gusta el reciclaje porque promueve la creatividad, y hace útil lo inservible para la sociedad. “No tenemos que dejar que la miseria nos haga miserables”, dice al pasar.


Vecinos reclaman seguridad
Blanco sobre negro: o el prejuicio (racista) de los sectores medios

En más de una oportunidad, durante los últimos meses, vecinos de la zona se han autoconvocado, para reunirse en el Centro Cultural Alta Córdoba, e incluso en la Comisaría 1°. El motivo: la inquietud por la basura y la inseguridad que generan los habitantes de Villa Los Galpones. “Nos dicen basureros y usurpadores”, comenta enojado “Chaco”, que vive en ese barrio desde hace varios años. Y aclara que “gran parte de la basura” que se acumula en Los Galponeses arrojada por vecinos de Alta Córdoba. También dice recordar que, cuando el lugar comenzó a ser desmantelado, “no fueron los pobres, sino las grandes empresas las que saquearon los elementos de más valor, ya que incluso vinieron con grúas”. 


jueves, 7 de agosto de 2014

Sobre A veinte años, Luz, novela de Elsa Osorio

Reseña publicada en la revista Sudestada, agosto de 2014


Por Mariano Pacheco


Alguna vez, entrevistado por Ricardo Piglia, Rodolfo Walsh afirmó que, “la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, no molesta para nada, es decir, se sacraliza como arte”. Un cuarto de siglo después –derrota de las apuestas revolucionarias en Argentina y en el mundo mediante– Elsa Osorio publicó por primera vez, en España, A veinte años, Luz, la novela en que su  protagonista –la joven Luz– comienza a buscar su identidad, cuando descubre que no es hija biológica de quienes decían ser sus padres, ni nieta de un militar.
Casi simultáneamente a la publicación del libro se conocía el caso de Paula Cortassa, la primer hija de desaparecidos que inició por motus propia la búsqueda de su identidad. Al año siguiente, en 1999, y por iniciativa del director de Mondadori-México, la novela se distribuyó por primera vez en el país, pero las repercusiones del libro no tienen punto de comparación con la que tendrá luego. Pasados quince años, el libro vuelve a reeditarse en Argentina. En el medio, A veinte años, Luz fue traducida a dieciséis idiomas, editada en veintitrés países y vendió más de medio millón de ejemplares en todo el mundo.
Los cambios en el país, y a nivel internacional, no se produjeron solo entre los 70 y los 90, sino entre la “década neoliberal” y estos primeros años del nuevo milenio.
A diferencia de lo que planteaba Walsh, Osorio apostó por la ficción para trabajar una temática que por entonces apenas comenzaba a ser tratada, sin grandes repercusiones, por la investigación periodística y el testimonio. Podríamos pensar que –ahí sí coincidiendo con el autor de Operación Masacre– la autora de A veinte años, Luz se aventuró en los caminos de construcción de una literatura que pueda ser “entendida por todos” y confió en la potencia de la ficción, en su capacidad de construir una máquina capaz de instalar preguntas en sus lectores, y por ende, en un sector de la sociedad, que por otros medios aportará también a extender esos interrogantes.
En el prólogo a la edición de 2014, Osorio sostiene que en la escritura del libro “se encontró”, no solo en términos individuales sino –sobre todo– generacionales. Y que ese proceso la ayudó a exorcizar el miedo –las huellas de ese otro proceso: el de “reorganización nacional”– y a recuperar la esperanza. También afirma que fueron dos las décadas que tuvieron que pasar para que la novela pudiera ser escrita. Casi otros veinte años han tenido que pasar para que –emergencia de los HIJOS, rebelión popular como la diciembre de 2001 en el medio– la sociedad argentina comenzara a poner las cosas en su lugar, y los responsables de los asesinatos y las apropiaciones fueron juzgados y condenados a reclusión.

Por todo esto, la reedición de este libro es un motivo más para celebrar, y para continuar ejercitando la memoria, indispensable para continuar librando las necesarias batallas para la emancipación de los siempre condenados de la tierra.

Peronismo y literatura nacional

La narrativa de Juan Diego Incardona
Primera entrega de la serie mensual *

 Por Mariano Pacheco. 
Nota publicada en Marcha (6 e agosto de 2014)


Los relatos de Villa Celina y El campito parten de un trabajo donde el presente del narrador (nuestro pasado más inmediato) se combina con saltos temporales hacia el “peronismo clásico”.
La mayoría de los cuentos reunidos en los dos libros mencionados están situados, tanto espacial, como temporalmente, en una zona y un momento determinados: el oeste del conurbano bonaerense, en un presente que podría fecharse en el período que va desde la crisis hiperinflacionaria que devino en la renuncia anticipada del presidente radical Raúl Alfonsín, hasta la crisis hegemónica que culminó con la gestión de la Alianza, a cuyo frente se encontraba el también presidente radical Fernando De la Rúa, quien dejó a sus espaldas a más de 30 manifestantes asesinados tras la represión desatada por la policía luego de que se decretara el Estado de Sitio en diciembre de 2001.
En ese presente neoliberal en el que están situados estos relatos, crece y protagoniza sus historias barriales el niño-adolescente-joven Juan Diego, personaje central de la narrativa de Incardona.
Nacido en Villa Celina en 1971, hijo de un tornero italiano y una maestra argentina, el autor se crió en el barrio en el que nació, y allí realizó sus estudios primarios. Luego cursó el secundario en un colegio industrial, del cual egresó como técnico mecánico, poco tiempo antes de que esos establecimientos dejaran de existir tras las transformaciones implantadas por el presidente justicialista Carlos Saúl Menem. Si bien fugaz, su paso por la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) durante los primeros años del nuevo milenio no pasó inadvertida, ya que con otros estudiantes de “Puán” (así se nombra a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, situada sobre esa calle del barrio porteño de Caballito), Incardona fundó El interpretador, en 2004, la revista digital de literatura y crítica que marcó la búsqueda estético-política de centenares de jóvenes durante los cinco años en los que se llevó adelante este proyecto.
Después, durante unos cuantos años, Juan Diego se hizo cargo de la coordinación del “área de letras” del Espacio Cultural Nuestros Hijos (ECUNHI), un lugar cedido a la Fundación Madres de Plaza de Mayo liderada por Hebe de Bonafini en el ex Centro Clandestino de detención que funcionó en la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983), y que fue transformado en Museo de la Memoria en 2004, bajo la gestión del presidente Néstor Kirchner.
Si bien por edad Incardona pertenece a la generación de escritores que comparten franja etaria con los HIJOS (Hijas e Hijos por la Identidad y la Justicia, Contra el Olvido y el Silencio), sus relatos no están centrados en los siete años que duró el Proceso de Reorganización Nacional, época en la que la mayoría de ellos nacieron y fueron niños. Tampoco en los años inmediatamente anteriores -proceso de auge de las luchas populares que se inicia con El Cordobazo en 1969, y se clausura con el inicio del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976-, sino que se sitúan en ese período de la historia reciente tan poco visitado por la literatura, la crítica cultural y la historiografía contemporánea.
Es que cuando los escritores contemporáneos a Incardona abordan aspectos políticos desde su narrativa (una verdadera “excepción generacional”), en casi todos los casos lo hacen –de todos modos– desde un modelo familiarista, es decir, basándose en su experiencia familiar. Y hablan entonces, por lo general, de la última dictadura, o a lo sumo de sus años previos. Juan Diego, en cambio, realiza otra operación mucho más interesante: no escribe sobre el “Aramburazo”, ni sobre la represión a los militantes de los '70, ni nada de eso. Desplaza su infancia una década, y se mete con los años en que el país se inscribió sin una oposición abierta al Nuevo Orden Mundial y, acompañando los aires de época, la sociedad argentina asumió como enterrada la experiencia revolucionaria de las décadas anteriores y se resignó a vivir en los marcos de la “democracia de la derrota”.

(*) Extracto de un texto que integra la serie El hecho maldito. Ensayos sobre literatura y peronismo, libro en preparación que Marcha irá adelantando en entregas mensuales.