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sábado, 11 de agosto de 2018

2001: Odisea en el Conurbano (III: Antes --y después-- de la lluvia)


La vi pasar tan altanera. La oí cantar a su manera. Tenía esa luz en la mirada que podía alumbrar todo lo oscuro de ese tormentoso día. No sé si fue por eso, o por aburrimiento o por qué, pero también me sumé con ella y sus amigas y mi amigo Fede a caminar por ahí. Caminamos kilómetros bajo la lluvia. Ella transitaba las calles de Quilmes como si fueran una pasarela eterna. Yo miraba a la distancia, algunos pasos más atrás. No recuerdo si fue aquella tarde que conversamos por primera vez. Sí que fue aquel el día en que las miradas que cruzamos entre ambos dieron a entender que, de allí en más, ya nada sería igual para los dos.
Ella era, sencillamente, hermosa. Un poco más baja que sus compañeras de curso, más sobresaliente en su belleza y su desenvolvimiento. Era, por apenas tres meses, más grande que yo, pero aparentaba mucho menos. Ambos estábamos en segundo año del secundario, pero en diferentes cursos. Yo la había visto muchas veces pasar por la puerta de la división en la que cursaba, para entrar o salir del recreo, pero nunca habíamos hablado, ni nos habíamos saludado. Por eso aquella vez que la vi con sus amigas, un mediodía en los videos de Alsina, no lo pude creer.
Al principio fueron los típicos hola y chau: ella estaba de novia, yo inicié el mismo camino al poco tiempo con una de sus compañeras. Pero duró poco. Lo de ella y lo mio. Supongo a los 14 años las cosas siempre duran poco. O al menos a los 14 años de las pibas y pibes que, como nosotros, crecíamos en la soledad más absoluta, haciendo manada entre los parias.
Fuimos, creo, la primera generación que crecimos casi todos con nuestros padres separados, con vacaciones en el mismo lugar y las caras largas por los problemas permanentes de la cotidianeidad. Y resignación. Los setenta tardíos deben haber sido peor, quien sabe. Pero al menos ahí había un aire –supongo-- de derrota, pero que había llegado tras un respiro importante en donde se pensó que el mundo podía ser de otra manera. En nuestro caso no: los adultos que nos rodeaban estaban, sencillamente, tristes. Rendidos. Sobrepasados de problemas. Así que nosotros crecimos solos. Solos y en manada, aunque parezca una paradoja. Nos descubríamos en la mirada, en los sitios que por alguna razón nos terminaban nucleando. Como los videos de Alsina y San Martín.
Allí había varias bandas.
Las de la tarde y noche, más grandes, más ligados al punk, a las drogas y al alcohol. Allí yo era el más chico y como tal, el menos experimentado. A contrapelo de los permanentes “se dice” que circulaban sobre quienes allí pasábamos gran parte de nuestros días, los más grandes nunca me convidaban merca, ni me daban de fumar. Apenas si me toleraban mis arrebatos por el alcohol.
Al mediodía era más diverso: se mezclaban los clientes habituales de los fichines, quienes pasaban por allí un rato antes o después del colegio y quienes llegábamos al mediodía para quedarnos hasta el atardecer. Ella era de las que pasaban al mediodía y se quedaban a veces un rato, otras una tarde entera.
Poco a poco algunas bandas se empezaron a mezclar.
Al mediodía yo iba sólo, o con varios de los pibes del Normal: el Chula, que cuando yo estaba en primer año él estaba en quinto, y algunos otros más (Chula fue quien me hizo parte de lo que fue mi primera banda, Oscuro Cuento Habitual, en la que canté al ritmo del hard core que cada día ganaba más adeptos. Pero eso es parte de otra historia, que aquí no vamos a contar).
Poco a poco se empezó a sumar Juancito, El Rubio (todas las chicas morían por él); el Mono que siempre pasaba a toda hora y Fede, o “semáforo 1”, según el Mono lo bautizó cuando Fede apareció un día con el pelo verde. A mí, con el pelo rojo, me tocó ser el semáforo número 2.
La cosa es que durante meses, ella y yo, nos veíamos a diario, pero casi que no hablábamos.
Pero esa tarde, que compartimos las miradas casi sin hablar, algo se encendió entre nosotros. No sé si fue el hecho de caminar largo trecho bajo la lluvia, si algo de eso que no se puede explicar o qué, pero el hecho es que al poco tiempo quedamos para vernos.
Esa primera tarde sufrí como un condenado. Yo tenía el brazo derecho con yeso, porque me había quebrado la mano después de agarrarme a las piñas en un recital de Sin Ley en Bernal, así que mi movilidad estaba reducida. Encima compré un ramo de flores para regalarle, pero al llegar me arrepentí de tenerlo en la única mano con movilidad y me lo metí entre el cuerpo, debajo de la campera de jean, sin reparar en que el celofán haría un ruido ante cada movimiento mío.
Yo veía que ella me miraba, y el ruidito se escuchaba y yo miraba para otro lado como haciéndome el distraído. No recuerdo si ella preguntó qué pasaba, qué tenía ahí o si yo me pudrí de escuchar el ruidito. El hecho es que cuando abrí la campera y apareció el ramo de flores aplastadas ella me besó. Fue uno de mis primeros besos; el primero, sin lugar a dudas, que me dejó temblando. De los nervios, de la emoción, quien sabe.
Juntos hicimos el amor varias veces. Torpes, inexpertos, nerviosos, dudosos, pero llenos de pasión.
Fueron momentos de enorme intensidad. Casi sin disfrute, porque como en todo recorrido de aprendizaje, las dudas y las dificultades generaban más nervios que placer. Pero momentos de enorme ternura. Encerrados en alguna habitación, ella y yo, nos cobijábamos para conjurar todo el dolor que se vivía afuera, en medio de una sociedad que festejaba el uno a uno mientras los nuestros, los de nuestra generación, se iban perdiendo uno a uno por la indiferencia y la desolación.

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