Por
Mariano Pacheco*
Pospandemia
¿Cómo
hacer lazo en una ciudad de plazas enrejadas, bares en donde los precios de una
gaseosa, cerveza o café no están a la altura de los ingresos medios de las mayorías
trabajadoras y el discurso massmediático, en su velocidad e intensidad, no hace
más que disolver el suelo en el que cualquier tipo de valores son posibles (como
decía Ignacio Lewkowicz)? ¿Cómo tramar vínculos en una dinámica urbana en la
que el capital ha instalado la lógica de “cualquier cosa a mano desde casa”,
con aplicaciones que nos permiten comprar todo aquello que estemos en
condiciones de comprar (y cuando no podemos ni siquiera queremos salir porque
no nos sentimos a la altura de lo que debemos ser: “individuos-consumidores)?
¿Cómo nos relacionamos en este horizonte de catástrofe pospandémica global, y
de fastidio nacional, en donde hasta la política se procesa en términos
individualistas (lo que “me pasa” con la “frustración”, la “desilusión”, etc)?
¿Cómo
nos relacionamos en medio de tantas restricciones, entre plazas enrejadas y
bares con precios exorbitantes? Las posibilidades para sostener hoy en día esa
tradición tan porteña de sociabilidad nocturna, sostenida en el encuentro en
plazas pero sobre todo en esa “cultura del café”, se ve tremendamente acotada. Cultura
que, si bien es cierto tiene sus orígenes en dinámicas de otras tierras (como
la francesa), y expresa un poco el “colonialismo subjetivo” que nos constituye,
también lo es que luego de tanto tiempo en el que un rasgo constitutivo de la
Argentina fue la “mezcla” de tradiciones, ya es un poco nuestra. ¿Seguirá
siendo? Las restricciones económicas alteran las formas de hacer lazo social.
No
en vano, en un breve y bastante poco conocido texto titulado ¿Qué hacer?,
el filósofo francés Louis Althusser supo dar cuenta de la operación del capital
empecinada en atacar esa sociabilidad obrera del café, al introducir la
política de vivienda individual y el automóvil. Operación, dice, de “despolitización
indispensable de la clase obrera”, preocupada por sostener el sueño del “jardín
de su casa”, su pequeña familia y los “créditos a largo plazo”. En los países
periféricos, en tiempos como los actuales, ya ni en jardines familiares, ni en
créditos hipotecarios, ni en renovación de automóviles se puede “soñar”.
Terror
La
precarización generalizada de la vida trae aparejada una precarización psíquica
de la que muchas veces nos cuesta hablar. No es sólo la precarización de las
condiciones materiales de vida, sino lo que esta situación trae aparejada en
nuestra subjetividad, con cuestiones que padecemos, pero también, con aquello
que no nos afecta de manera directa pero que repercute en nosotros por ver (y
sentir) lo que pasa a nuestro alrededor: sea entonces hacer los mil y un
malabares para pagar el alquiler, los impuestos y comprar la comida mínima
necesaria para alimentarnos o ver en las calles a cada vez más personas que
viven a la intemperie, tiradas sobre un colchón, una manta o apenas un pedazo
de cartón, a quienes ya ni piden limosna porque se han resignado a sobrevivir
sin dinero, hurgando en tachos de basura donde un pedazo de comida podrida comparte
morada transitoria con ratas o basura de distinto tipo; sea por la tensión y
los nervios por garantizar llegar al menos con lo justo a fin de mes o la
angustia por ver a quienes ya no tienen en el horizonte más que el día o a lo
sumo la noche en la que transitan sin sentido por la ciudad… (“Alguien fuma en el cajero/ Y sueña que tiene la
televisión prendida/ Qué triste cuando se apaga la vida/ Durmiendo en la calle…
En el cielo las estrellas/ Y toda la frente adornada con espinas/ La noche está
llena de tristeza/ Durmiendo en la calle/ Cerca de mi casa…”, canta Andrés Calamaro
en esa bella y triste canción titulada “En un hotel de mil estrellas”).
Los
malestares crecen y las soluciones que se nos ofrecen tienen a
individualizarnos aun más: autoayuda, queja, medicalización, conforman distintos
enfoques para una misma cuestión: parece que estamos solos en el mundo. La vida
virtualizada no hace más que acentuar esta dinámica: creemos que permanecemos hiperconectados
cuando en realidad estamos cada vez más desconectados.
Los
defensores acríticos del desarrollo tecnológico suelen –valga
como ejemplo– postear en redes sociales fotografías antiguas, en las que pueden
verse a decenas de personas juntas –aunque separadas– esperando el tranvía con
periódicos en mano. “¡Vean –dicen– la gente
siempre estuvo en la suya, lo que cambia es el formato!”. Lo que no dicen esas imágenes
es aquello que podemos leer de ellas: que incluso en esas escenas de personas
ensimismadas leyendo lo suyo, hay una “comunidad de lectores” que funciona como
trasfondo: están los de La Nación, los de Crítica, los del diario
Página/12 o la Revista Fierro o la Crisis, o la Sudestada
(la comunidad varía de acuerdo a las épocas y las posiciones ideológicas). Con
los libros pasa algo similar. Con los celulares, no: cada uno en su mundo y nadie
sabe que anda leyendo el otro, si es que lee, porque la tendencia se fue
desplazando de portales a Facebook y luego, ya, directamente, a formatos
puramente audiovisuales, como Tik Tok o Instagram (sólo los luser, los que “no
entendemos nada”, subimos y leemos algún texto perdido en esta red).
Incluso
ese movimiento de repliegue sobre uno mismo que implicaba escuchar música ha
mutado en nuestras vidas urbanas contemporáneas: la posibilidad de utilizar los
celulares sin auriculares se ha transformado en regla, en la que cada quien pone
a todo volumen los sonidos que le parece, en pequeños espacios cerrados como el
tren, el subte o el colectivo, gestando la “anticomunidad”. Lo que se detecta
con claridad ya no es algún tipo de lazo, real o simbólico, sino la ausencia
total de registro del otro. Sujetos sujetados a la lógica ensimismada que se
deriva de concebirnos (aunque nunca lo hayamos siquiera pensado) en individuos
que habitamos un espacio de átomos aislados, en donde el (no) vínculo está
sustentado en esa guerra potencial de todos contra todos de la que hablaba Thomas
Hobbes en su clásico libro Leviatán, en el que postulaba que en “estado
de naturaleza el hombre es lobo del hombre”. Frente a ello la teoría política
contracactualista proponía construir un “Estado fuerte”, que garantizara la
seguridad de todos. Ya ni siquiera en eso piensan los actuales liberales.
Imaginación
¿Ha
sido siempre así la dinámica urbana? ¡Para nada!
En
la mortífera soledad ensimismada en la que nos deja situada la repetición ciega
de esta lógica social de la desconexión corporal y subjetiva, no hay lugar para
el amor, para la amistad, ni para la imaginación que puje por construir otro
tipo de vida. Ni que luche por ella. Pero esto no h sido siempre así, es parte
de este momento histórico en el que la calle ha sido “destituida como
espacio público y político”, para volver sobre las palabras de Lewkowicz en su
libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, donde también apunta: “en
condiciones de mercado la calle se transforma en esa distancia desértica que
separa al consumidor de sus objetos de consumo”. Por eso nos detenemos aquí en
recuperar su apuesta: la de asumir que no habrá calle hasta que una estrategia
subjetivamente la obligue a existir (nuevamente, resignificada). Porque la
destitución de la calle como espacio público la destituyó de “zona de
encuentros aleatorios”, para transformarla en un sitio amenazante.
Frente
a este panorama, cabe destacar entonces la importancia de la producción de
insumos para librar la disputa anímica, porque como tan bien supo señalar el
escritor italiano Ítalo Calvino, en su novela Las ciudades invisibles,
hay un arte de saber detectar “quien y qué, en medio del infierno, no es
infierno”, para “hacer que dure” y “dejarle espacio”. Hoy en día desarrollar
ese arte se torna no sólo deseable en términos existenciales (de una ética
singular), sino también necesario en términos políticos (es decir, colectivos),
programáticos.
Porque
como sostiene Leslie Kern, en Ciudad feminista, la apuesta es por desmantelar
las barreras físicas y sociales en post de construir una vida urbana en la que
todos los cuerpos “sean bienvenidos y tengan un lugar”. Para ello, entre muchas
otras cuestiones que se mencionan en el libro, es necesario contar con “medios
de transporte accesibles, veredas sin obstáculos, viviendas asequibles, baños
públicos seguros y limpios, acceso a jardines y huertas comunitarias, un
salario mínimo digno, espacios compartidos para tareas como la preparación de
la comida” (obviamente, como está en el centro del ensayo, todo esto implica
cultivar una mirada no sexista en el planeamiento urbano).
Que
hay otras urgencias que es prioritario abordarlas en el corto plazo es una
obviedad y, quizás por eso, se repita una y otra vez en los ámbitos políticos.
Pero la política no sólo bebe de las aguas de las luchas sociales y las
disputas institucionales, sino también de una imaginación capaz de ampliar los
horizontes de posibilidades que se plantean en una época. Un rol social de la literatura
(en sentido amplio, en el que este mismo texto se inscribe), seguramente
debería ser contribuir en ese sentido. Si es que asumimos que una ciudad es
también una red de relatos y de relaciones.
Sin
gestación de una trama común, entonces, el espacio urbano estará condenado a seguir
siendo un mero sitio de especulación de las grandes corporaciones. Y terreno
baldío para cualquier horizonte de comunidad que ponga en primer plano esos
grandes ideales que guiaron las luchas de otros tiempos: conquistar la
felicidad del pueblo, y la grandeza de la nación.
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