Por Mariano Pacheco
La cultura de la izquierda
argentina revisitada. En diálogo con Horacio Tarcus, Ricardo Piglia revela
incluso cuestiones no abordadas o apenas mencionadas en sus propios diarios.
Después de haber leído los tres tomos
de Los diarios de Emilio Renzi (y antes Critica y ficción), y
luego de haber visto/ escuchado todas las entrevistas que andan dando vueltas
por internet, creí que ya nada nuevo podía aparecer del mundo pigliano, pero
leyendo Ricardo Piglia. Introducción general a la crítica de sí mismo
(las “Conversaciones con Horacio Tarcus” publicadas este año por Siglo XXI editores),
me doy cuenta que estaba equivocado: allí, por habilidad del entrevistador,
aparecen dimensiones que en Los Diarios no se abordan o son mencionadas apenas
al pasar.
Cultura de izquierda
Este libro se demuestra como una
revelación, sobre todo respecto de las revistas, las discusiones políticas y la
cultura de izquierda de la que un jovencísimo Ricardo Piglia participó entre
fines de los sesenta y fines de los setenta (fundamentalmente entre 1968 y 1975,
es decir, en el período de ofensiva popular que en Argentina va del Cordobazo
al Rodrigazo). Obviamente aparecen las experiencias emblemáticas de la Revista
Los libros, primero, y luego la de Punto de vista, pero también la de
las un poco menos conocidas Literatura y sociedad y Problemas del
tercer mundo, pero sobre todo, otras perdidas publicaciones como los Cuadernos
rojos, Desacuerdo o Revista de la liberación.
Algunas anécdotas resultan
fascinantes: como las de un Piglia platense que da sus primeros pasos en la
militancia de la mano del anarquismo y de colectivos políticos como el que
finalmente termina rompiendo con el grupo Praxis de Silvio Frondizi en la
ciudad de las diagonales (personaje al que Piglia dice haber visto y escuchado
en las clases de Historia moderna que impartía en la Facultad de Derecho de la
UNLP), o su confirmación de que participaba activamente en Los libros
incluso desde mucho antes de que una nota apareciera publicada con su firma: “en
el año 68 llega Toto Schmucler de París y me viene a ver para hacer Los
libros. Con la idea de hacer acá La Quinzaine Litteráire, que es una
revista que está saliendo en Francia… Yo empiezo desde el Nº 0 a hacer la
revista con Toto, no quiero firmar porque me parece muy ecléctica y tengo la
cabeza de izquierda. Y ahí me pagan un sueldo para trabajar con Toto, somos
entados él y yo”, comenta. Aunque seguramente el dato de color, como se dice,
sea su viaje a China como miembro de Vanguardia Comunista (hasta aparece una
foto suya junto a Zhang Chunquia, lugarteniente de Mao Tse Tung, integrante de
la “Banda de los cuatro”, primer secretario del Comité Municipal del Partido
Comunista Chino en Shangai) y, sobre todo, la revelación de que Punto de
vista financió sus primeros números con dólares enviados por los chinos para
contribuir a la causa maoísta en argentina. Son cuestiones que sitúan a un
Piglia en el interior de una actividad político-cultural de izquierda de la sí
habló a lo largo de su vida, pero de la que quizás nunca brindó tantos detalles
como aquí.
Literatura, crítica y
política
Desde joven, evidentemente, a Piglia
le preocupó esa inquietud que lo acompañará toda su vida: cómo encontrar una
dinámica que le permita al escritor, al intelectual argentino funcionar en su
propio campo sin, a su vez, dejar de ser marxista. Obviamente, tras su alejamiento
de la revista Punto de vista en 1983 (y tras su alejamiento del maoismo)
Piglia dejará de aparecer como un escritor de izquierda vinculado a un
determinado colectivo político o cultural, pero incluso sobre eso reflexiona en
estas entrevistas, cuando le explica a Tarcus: “debo decir que esa ruptura para
mí fue terrible, porque me quedé sólo… sin una red de amigos”. Es allí cuando comienza
su “repliegue” hacia Estados Unidos: “para poder reflexionar fuera de la
circulación inmediata”. Entonces, dice, tiene la posibilidad de retirarse para “mantener
una autonomía en relación con el lugar donde yo siento que la inserción es más importante”.
Quizás leyendo estas reflexiones
podemos recuperar algo de aquello que Piglia sostiene haber visto en el anarquismo
de sus años juveniles, que terminó siendo recuperado para su vida adulta, y es
esa seducción por lo performativo. “Lo que impresiona de los anarquistas… es
que viven su vida personal como si fuera un laboratorio de la sociedad a la que
aspiran… me parece que los anarcos hacen de su vida personal el ejemplo político
primero, como si fuera un modelo anticipado, personal, privado, de la sociedad
que quieren construir”. Algo de eso aparece en la forma en que Piglia concibe
también su propio trabajo conceptual y creativo con la literatura, en relación
con la política: “siempre un problema teórico vinculado y después un trabajo
sobre alguna cuestión de la tradición latinoamericana”, pero nunca desde una
forma simplista. “Nunca hice lo que en ese momento se podía entender como
realismo, nunca mezclé la literatura con la política. Me mantuve fiel a un tipo
de literatura que era la que yo aspiraba”.
Es en esa búsqueda en la que Piglia
encuentra una profunda soledad: “demasiado vanguardista” para sus viejos amigos
de Contorno y del realismo de izquierdas (David Viñas, León Rozitchner,
Andrés Rivera), de quienes lo distancia –dice– que se sostengan en una
tradición sin vanguardia, en una negativa a incorporar nuevas lecturas, que los
termina dejando en una posición de envejecimiento en la que se repiten. Pero
también un distanciamiento de sus compañeros de ruta de generación, como Carlos
Altamirano y Beatriz Sarlo, de quienes la política los alejó: primero –en 1975–
en su “discusión maoísta” respecto del gobierno de Isabel Perón (el Partido
Comunista Revolucionario al que pertenecía los dos primeros lo apoyó, mientras
que Vanguardia Comunista –que Piglia integraba– lo denunció y enfrentó), luego –en
1984– cuando Punto de vista comienza a transformarse en una revista “producto
de la política de Alfonsín”, cuando se sale “del mundo en el que se había
formado” (la crítica cultural) y pasa a intervenir en debates públicos
nacionales más inscriptos en la órbita de las ciencias políticas y la cultura deja
de aparecer para ellos como una “alternativa” y se presenta como un “lugar de interlocución
con el Estado”.
Es que Piglia, durante toda su vida, entendió
que una política cultural era una zona específica de la política, un tipo de
politización que parte del debate sobre las tradiciones propias y desde allí
entreteje un tipo, también específico, de intervención, desde la que se
polemiza, se lucha. Quizás fiel a ese paradigma, como le comenta a Tarcus,
buscó –sobre todo en los últimos años–, incluso con apariciones públicas –por ejemplo,
en la televisión Pública– ejercitar un cierto repliegue, “irse de esa función
que la cultura de masas le está pidiendo al intelectual”.
*Texto publicado en La
luna con gatillo
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