De estar con
vida, hoy Ernesto Guevara de la Serna cumpliría 85 años. Celebramos su
cumpleaños con un recorrido por lo que su figura quiso decir, y aun dice, a
quienes desde Argentina nos negamos a transformarlo en un broce
inanimado.
Por Mariano Pacheco, para el Portal de Noticias Marcha
Ernesto
Guevara se ha presentado, a lo largo de las últimas décadas, como una figura
central dentro de la cultura nacional. Y digo de la cultura, y no solo de la
cultura política, porque el Che ha sido un ícono de la militancia
revolucionaria (marxista y peronista), una figura reivindicada por la izquierda
reformista –esa misma que en vida lo acusaba de aventurero–, pero también, una
estampa en las banderas y canciones de bandas del rock nacional; motivo de
cántico de públicos apasionados, tanto en chanchas de fútbol como en recitales;
tatuaje en el brazo de Diego Armando Maradona –con todas las repercusiones que
implica– y una imagen rescatada por la rebeldía juvenil frente a un mundo que
le resulta antipático.
El Che, sus
borceguíes abiertos, desabrochados cuando era ministro. Sus pantalones con un
broche de colgar la ropa, cuando aparece vestido como comandante del Ejército
rebelde. Dos imágenes en las que podemos ver a quien se resiste a aceptar las
normas. Dos imágenes de un revolucionario en quien, también, persiste la
rebeldía. Por supuesto, Guevara también ha sido retrato devenido
mercancía, motivo de lucro para el capital. Pero no es en este aspecto en
el que quisiera detenerme ahora, sino en las resonancias actuales de su figura,
recuperando una singular mirada setentista: la de Rodolfo Walsh.
El Guevara de Walsh
El Che solía
hablar de la “moral” revolucionaria. Un término que hoy en día nos suena un
tanto fuera de lugar, ya que el pensamiento crítico ha dado pasos importantes
en post de desligarse de algunas visiones que compartía con el pensamiento
hegemónico. En ese sentido, hoy podríamos más bien hablar de la “ética”
revolucionaria, que empecinados, pretendemos sostener. Una ética que, a
diferencia de la concepción moral de la política, no parte de aseveraciones
categóricas generales, sino que se construya su recorrido a base de preguntas.
No imperativos categóricos sino interrogaciones. Ya que, como sostiene el
conocido lema del filósofo Spinoza: “No sabemos nunca lo que un cuerpo puede”.
Así, definiendo a las experiencias a partir de preguntas, nos abrimos a las
posibilidades de la experimentación. ¿De qué soy capaz? ¿Qué es lo que pueden
nuestros pensamientos, nuestras acciones y pasiones?
Sin plantearlo
en esos términos, pero con un tono bastante cercano a esto que estoy intentando
plantear, Walsh construyó, luego de la muerte de El Che, una mirada bastante
peculiar para su época. En un artículo periodístico, titulado “Guevara”, Walsh
rescata de El Che su “figura imponente”, su “humor porteño” y, también, su
“humildad”. Y desde esa imagen plantea que El Che era un héroe, sí, pero un
héroe a la altura de todos (una concepción del héroe muy similar a la que ya
había planteado, una década antes, respecto de aquellos personajes que
protagonizaron la gesta narrada en Operación masacre: “No eran héroes de
película, sino personas que se animaron. Que es mucho más que un héroe de
película”). Eso fue en octubre de 1967, días después del asesinato del
comandante en Bolivia.
Semanas más
tarde, Walsh va escribir su último texto de ficción: “Un oscuro día de
justicia”, que será publicado en 1973 (su último cuento publicado, ya que hoy
sabemos que días antes de morir había redactado otros, entre ellos, seguro, el
titulado “Juan se iba por el río”). Allí, en el cuento que cierra la “serie de
los irlandeses”, Walsh va a plantear nuevamente esa concepción basada en una
“épica posible”, gestada a base de “pequeños gestos”, protagonizada por “seres
comunes”. Esa es, de hecho, la gran lección que puede leerse en “Un oscuro día
de justicia”. Texto que, según cuenta Walsh, escribió en un estado de
“conmoción”, luego de ver que El Che había muerto “demasiado solo”. El cuento
gira en torno a una espera y una promesa: la llegada del tío Malcolm, no para
una típica visita de domingo, sino para que “trompee” al celador Gielty,
verdugo de su sobrino El gato, y del resto de los niños que habitan el
internado de los irlandeses, a quien Walsh denomina “el pueblo”. La espera se
concreta, y hacia el final del relato, el tío Malcolm llega, por fin, y trompea
al celador. La historia parece cerrar con un final feliz. Pero no. Porque
Gielty se repone y deja fuera del “ring” a Malcolm. Y allí se produce la
verdadera “educación sentimental”. Escribe Walsh: “el pueblo aprendió que
estaba sólo y que debía pelear por sí mismo”. Porque finalmente, “el tío
Malcolm quedó como un héroe a mitad de camino”.
Queda clara
la crítica que Walsh –como tantos otros– sostiene respecto de la “teoría del
foco” pregonada por El Che. Pero como el propio Walsh escribe en su artículo
“Guevara”, su muerte funciona como “nuevo punto de partida”. La crítica
al foco no implica un cuestionamiento al ejercicio de la violencia popular,
sino a la falta de ligazón de la vanguardia con las luchas emprendidas por las
masas. Por eso Walsh va a ligarse al sector del peronismo de base, primero,
y a Montoneros después (y en Montoneros dirá, a principios de 1977, que
si la teoría de la vanguardia galopa demasiado delante de la realidad, se corre
el riesgo de transformarse en patrulla perdida). Tal vez podamos pensar la
lección del pueblo del internado de los irlandeses en estrecha relación con el
lema esgrimido por la CTG de los Argentinos. Central sindical que Walsh
integrará, dirigiendo el periódico CGT. Consigna que sostiene: “Sólo el pueblo
salvará al pueblo”.
Guevara y la juventud argentina hoy
Quisiera,
finalmente, rescatar un posible legado de Guevara para la actualidad. Me
refiero al rol de la juventud militante en los procesos políticos. Se insiste,
con frecuencia, en la importancia de que hoy en día existan tantos jóvenes
preocupados por los destinos del país. Sin embargo, muchas veces, aún pesa
sobre las espaldas de las nuevas generaciones de militantes, la pesada herencia
del Terrorismo de Estado. No la de la teoría de los dos demonios, que por
suerte y esfuerzos y luchas de tantos ya no tiene tanto peso en nuestra
sociedad. Pero sí esa herencia que limita los horizontes, que sitúa en el lugar
de la nostalgia o de idealistas utopías la posibilidad de romper los límites de
los que se plantea como posible.
“Una
juventud que no crea es una anomalía”, sostuvo Guevara en su artículo “Que debe
ser un joven comunista”. E instaba a los jóvenes a actuar permanentemente
preocupados de los propios actos, haciendo hincapié en la capacidad de estar
abiertos, siempre, a las nuevas experiencias. Sus palabras a los jóvenes
comunistas convidan a la inquietud permanente, a ser esencialmente humanos.
“Ser tan humano que se acerque a lo mejor de lo humano, purificar lo mejor del
hombre por medio del trabajo, del estudio, del ejercicio de la solidaridad
continuada con el pueblo y con todos los pueblos del mundo, desarrollar al
máximo la sensibilidad hasta sentirse angustiado cuando se asesina a un hombre
en cualquier rincón del mundo y para sentirse entusiasmado cuando en algún
rincón del mundo se alza una nueva bandera de libertad”.
Por
supuesto: Guevara hablaba y actuaba en otro contexto, muy diferente al de hoy
en día. Y citarlo no ofrece (si es que alguna vez ofreció), ninguna garantía.
Así y todo, podemos quedarnos con su llamado a los jóvenes, por el papel
significativo que juegan en la sociedad, y traer su figura para que interpele
nuestro presente. Para que incite nuevas rebeldías, nuevas irreverencias. Eso
no nos excusa, claro, de construir el propio sendero por cual transitar. Y en
este sentido, bien podríamos citar las palabras del Nietzsche de Así habló Zaratustra: “'Este es mi
camino, ¿Dónde está el vuestro?', así respondía yo a quienes me preguntaban por
'el camino'. ¡El camino, en efecto, no existe!”.
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