Palabras escritas en homenaje a Silvia,
militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y combatiente del
Ejército Revolucionario del Pueblo, leídas por por su autor el pasado viernes 20
de septiembre en el ex Centro Clandestino de Detención “D2” (Departamento de Informaciones de la Policía de
la Provincia de Córdoba).
Por: Vicente Zito Lema
En aquellos tiempos
cuando la conocí los cielos se mostraban sin malicia rojos y desnudos, las
nubes en su andar de hielo se confundían con los ríos y la tierra retumbaba con
nuestros pasos de gigantes. La revolución hablada y bendecida era agua de
lluvia flotando sobre las manos abiertas. Así sentíamos el mundo, un tajo de
pureza en la espesura, un abismo que se abría desafiante ante la cerrada
desmesura de la realidad.
También yo era muy joven
por entonces y me creía eterno. Tenía publicado un libro de poemas, tras el
título de abogado podía defender a los compañeros presos (belleza y poesía
dormían mansas en mis rodillas, pensaba), y aunque no lo dijera estaba
orgulloso de un tiro en la pierna y de los golpes que me dieron en un acto
donde habló la madre de Ernesto Guevara.
En ese escenario, que se
pliega y despliega como un incendio sin fronteras, tal vez pueda entenderse la
real conmoción que me produjo entrar en la vida de Silvia Inés Urdampilleta.
Lo que yo –entre
balbuceos del destino y la poesía – y otros compañeros con mayor virtud –pero
igual sacudidos por avances y retrocesos- intentábamos ser, ella ya lo era:
abundante, rauda y absoluta. Me animo a decir que la muchacha de la inmensa sonrisa
con cada uno de sus actos construía el alba de una nueva humanidad, aún sin
saberlo, o sabiéndolo muy adentro, donde anida el pudor, donde la mirada del
otro descubre y habla.
La vi siempre como una
luz propia, muy de ella, secreta, y a la par era una luz de todos, que desvela,
alienta y desafía.
Así sigue siendo para
mí. Así la veo. Ella que iba y venía en los vientos del gran amor, ahogada en
un desierto y extendiendo sus brazos, como una estatua de sal que sigue siendo
de fuego, aún en la oscuridad y el silencio…
Y uno aquí,
sobreviviendo del naufragio entre papeles de escrituras, húmedo de muy viejo ya
el papel, amargos de derrotas las palabras que apenas pueden… Y ella que nada
dice. Los desaparecidos son el vacío que todavía preludia las palabras, agota
la posible densidad…
El viento de la historia
apenas mueve las arenas. Toda quietud es mansa, más que cruel por obstinada.
Hay una música de piano, quebrada y perpetua…
¿Y ella nada dice?
¿No pregunta por las rosas en las masetas de su balcón?
¿Qué fue de su sueño de construir de cuajo el mundo?
¿Qué se ha hecho con los grandes sueños?
¿En la agonía de la noche quieta y desolada, ya no se sueña…?
Era poco más que una
niña con gracia cordobesa cuando supe inicialmente de ella. Con aires de heroína
volaba más que caminaba, se decía. Con paciencia de mandarín escuchaba más que
hablaba en las noches del desvelo cuando ocurría su formación política, se
decía. Templaba su cuerpo con ardor estético y sin falsa piedad en las
prácticas de ataque y sobrevivencia, se decía, en tono más bajo, como
corresponde. Todo ello se decía y todo es cierto. La conocieron y la conocí.
Doy testimonio, sin cuidados ni usuras.
Hay una destrucción que
precede la creación, como un legítimo desorden para que nazca un orden amoroso
y fraternal, donde lo humano sea. Por esas prédicas y otras ideas de la misma
estirpe convertidas en actos, donde el cuerpo se duele y peligra, fue llevada
presa. Era el comienzo de los años setenta y la continuidad de una de las
tantas dictaduras del siglo en el país.
Un grupo de mujeres subversivas escaparon de la cárcel
del Bueno Pastor, dijeron las radios y
diarios. Ella fue la que más rió en la fuga, me contaron tiempo después sus
compañeras de aventura. ¿Se debió a que en su corta vida ya había sufrido
demasiado? ¿O acaso porque bajo el suplicio, en el medio de las preguntas con
sangre, ella sólo fue el silencio, o sea fue el acontecimiento sin olvido de
quien pudo ser vista –yo lo siento así- como la hija predilecta de los viejos
Dioses de otros cielos con gloria…?
Vino de Córdoba a Buenos
Aires con otro corte de pelo, otro color y un nuevo nombre. Rápidamente se
convirtió en una leyenda.
Sus ojos verdosos sin
sombra brillaban contra un espejo la
tarde ya en ocaso en que Mario Roberto Santucho sin mayor ceremonia nos
presentó en el pequeño bar que aún sigue abierto con nuevos dueños y el mismo
olor de viejos alcoholes. (Anoche, antes de escribir estuve allí, me sirvieron
un café inevitable y no pude distinguir en el recuerdo la voz oscura de los vivos
del murmullo de los muertos.)
La compañera está prófuga y en peligro, la buscan mucho, me dijo Santucho al descuido, parco pero amigable. Tendrás que ayudarla, insistió y se fue
como un buen vecino del barrio, aunque demasiado serio me pareció, tal vez el
sol de otoño ya era muy pobre…
Ella sí sonrió, generosa
su boca. Toda la tarde se escurría como un río de llanuras sin fantasmas.
Cuando pregunté
titubeando por su vida me dijo que estaba enamorada de Marx y yo le prometí,
rápido y sin mayor cuidado, que una tarde pondría en su nombre jazmines en la
tumba de Londres, y nos reímos sin saber que alguna vez lo haría, pero ella ya
estaría muerta, de la peor manera. Nos fuimos del bar y llovía, como suele
suceder en estos casos…
Cuidé de ella lo que
pude, tal vez poco. Ella me cuidó mucho más. Cuando volvió a caer presa y
aunque la torturaron hasta el hartazgo en Coordinación Federal, calló sin
comprometer a nadie, ni siquiera a mí, por más que le encontraron un libro
dedicado y otros poemas originales donde también la nombraba. Fui su abogado,
la acusaban de todas las maldades del universo. Cuando la visitaba en la cárcel
siempre de una manera u otro me hacía un regalo… Pájaros de papel y hasta
lápices de colores, para que escribiera pasiones menos tristes, me decía. La
revolución será con alegría, me decía. Para ella y otros compañeros no lo fue.
La muerte no es dichosa,
la muerte no es amor…
Salió de la cárcel más
que por mí, todos los presos políticos tuvieron su amnistía en el tiempo del
presidente Héctor Cámpora.
Era de madrugada, éramos
miles en la puerta del penal de Villa Devoto. La vi abrazada con otros
compañeros, me sonrió, me hizo un gesto de victoria con la mano. Tenía prisa para
seguir haciendo el mundo a su hermosa medida.
Se fue de Buenos Aires
prontamente. Aumentó sus compromisos políticos. Cada tanto me llegaba alguna
noticia más precisa. Su madre me contaba amorosamente de ella.
Tiempo después hubo otra
dictadura. A la organización la golpearon cada vez más duro. Santucho cayó en
combate. Su cuerpo sigue ausente. A ella la secuestraron, también su cuerpo
sigue ausente. Yo acosado me fui al exilio. Busqué no morir del todo. Las
glorias se perdieron por el camino. El dolor se volvió más áspero, hasta
turbio. Poco pude en la intemperie hacer por ella, escribirle un poema,
nombrarla, hacer marchas, actos públicos de Derechos Humanos y gritar todo el
grito contra los asesinos por las calles holandesas, con el alma rota, entre
soles fríos. Lejos muy lejos quedaron ella y los otros compañeros. Nadie es
eterno, y el piano de la tarde perfecta está roto.
Una tarde de invierno
viajé a Londres, puse los jazmines en la tumba de Marx. Escuché los murmullos y
hasta acaricié ese viento de lluvia que movía suavemente las hojas.
Han pasado casi 40 años
del primer encuentro y vuelvo a escribir sobre ella. Apago ahora la luz cruda
de mi escritorio. Me cuesta caminar, son cosas de mi rodilla.
Mañana llegará la luz
dulce de la mañana…