Ese mediodía tuve suerte: un
tipo pasó, le pedí 10 centavos y me dio 25. A los pocos minutos,
una señora me dio otra moneda igual.
Había veces en que estaba
largo rato hasta que juntaba los 50 para salir corriendo al kiosquito
de Alsina, casi Yrigoyen, en donde vendían los alfajores de 10
centavos.
En las radio solía sonar
entonces “Patri”, la canción de Los caballeros de la quema en la
que se hablaba de una piba que come un Guaymallén de cena. Pero Iván
Noble estaba en Morón, y nosotros en Quilmes. Y en Quilmes se comía
Capitán del espacio, si tenías plata, y sino esos alfajores que
nunca nadie se acordaba qué marca eran, pero a los que todos
llamábamos, sencillamente, como los alfajores de 10 centavos.
Durante días enteros, en
aquél 1994, almorcé cinco de esos alfajores; a veces, siete.
Era un poco el rebusque que se
armaba para pasar el día sin tener que ir y volver hasta casa, en
donde por otra parte durante el día no había nadie. Y además:
¿quién quiere volver a su casa después del colegio cuando tenés
13 o 14 años y una vida por delante, y un mar de experiencias por
recorrer?
No es que en los Videos de
Alsina pasaran demasiadas cosas pero…
Me corrijo: en los Videos de
Alsina no pasaban demasiadas cosas extraordinarias vistas desde
afuera de la propia experiencia que se tejía allí. Porque en rigor
de verdad, todo el tiempo, en los videos, pasaban cosas.
En los Videos de Alsina,
detrás de la escalera que te llevaba al baño, más de uno se dio su
primer beso. En las escaleras los cuerpos adolescentes encontraban un
rato de tranquilidad, un lugar de intimidad, un espacio de
desconexión con la cochinada que era el mundo por esos días. Claro
que había que estar atento: a veces el viejo que vendía las fichas
podía ir al baño, o algún boludo (o boluda) se pensaba que los
videos tenían otro piso arriba y se mandaban. Y ahí había que
acomodarse los pantalones, las chicas las remeras y poner cara de
distracción. También, los chicos, teníamos que cuidarnos de la
“leuchemia”. Tardé tiempo en darme cuenta que era un nombre en
joda (siempre fui lento, y medio boludo, o ingenuo, o de tomarme muy
en serio la palabra del otro, o de creerme cualquier gilada que me
contaran). Pero los efectos sí que no tenían nada de joda. No sé
cómo se llamará eso, o siquiera si tendrá un nombre de verdad.
Pero sus efectos eran terribles. Y encima no se podía disimular,
porque cuando empezabas a caminar sentías un dolor fatal: apenas
sentías el roce del calzoncillo y sin que les dieras ninguna
directiva, las piernas se te empezaban a arquear. Incluso más de uno
se quedó ahí clavado alguna vez: con un dolor terrible sin poder
caminar
Había quienes jugaban a los
fichines también, sí, o en algún tiempo en que hubo, al metegol.
Pero eso no era lo importante. Lo importante era otra cosa: ese
vínculo entre parias que allí se comenzaba a gestar.
Nunca entendí, de todos
modos, si nos dejaban ahí porque así se garantizaban que nadie les
iba a ir a robar, si porque tenían miedo de echarnos o por simple
pereza. Al viejito que atendía supongo que le chuparía un huevo, y
Ariel, que era más joven, en general tenía más onda con parte de
la banda que paraba allí. Supongo también que seríamos una
distracción para quienes trabajaban allí.
El hecho es que nosotros, ahí,
no dejábamos un mango: primero porque la mayoría ni juagaba a nada;
y segundo, porque si jugábamos al metegol, comprábamos sólo dos
fichas: una para poner por primera vez y otra para trabar la palanca
y tener pelotitas libres todo el día. De todos modos no éramos
canutos: no recuerdo ni un día en que la segunda ficha –la que se
utilizaba para trabar la palanca-- se guardara para que al día
siguiente sirviera para comprar una ficha en vez de dos. No: la
segunda ficha siempre se remataba. En general casi sin prestarle
atención al juego, cuando ya nadie, en verdad, tenía ganas de
seguir jugando y se pasaba a bardear, a romper las reglas, a hacer
molinete e incluso goles en contra.
Lo mismo sucedía con los
flyper. Siempre le jugábamos al Batman, porque habíamos descubierto
como trabar la segunda y tercera pelotita después de tirar la
primera. Y así, con una ficha, pasábamos horas jugando, hasta que
te cansabas y se la dejabas a alguno que llegaba o de última le
decías a algún pibito que apareciera por ahí (sin develarle el
secreto) y salías para afuera. A fumar un cigarro, a pedir una
moneda, a reírte de algún careta que pasaba o sólo a mirar chicas
pasar.
Había pocas chicas en los
videos. Chicas muy lindas, sí, pero pocas. Y todas eran novias de
alguno de la banda encima. Vange (o Eva), la novia Tavo. Euge, la
novia de Twitti. Y así. De las pibas más lindas de Quilmes Euge y
Eva. Que digo de Quilmes: las pibas más lindas de la Zona Sur, del
Conurbano, quien sabe, las pibas más lindas del país. Pero las
novias de amigos. Y en eso nosotros eramos estrictos: a las novias de
los amigos, ni mirarlas.
Al mediodía sí, algunas de
las pibas del colegio se empezaron a llegar a los Videos de Alsina.
No jugaban, y los pibes que parábamos allí éramos todos unos
escrachos (salvo Juan, el Rubio), así que nunca supimos bien por qué
iban. Por nosotros no; por los juegos tampoco. Capaz que porque
estaba Juan... Pero no creo, porque las pibas eran demasiado piolas
como para ir a un lugar sólo porque entre la monada un rubiecito se
destacaba. Creo más bien que ellas iban a los videos por lo mismo
que nosotros: porque no querían volver a sus casas vacías o llenas
de conflictos (que viene a ser lo mismo); porque con el resto de
pibas del colegio no encajaban; porque se aburrían; porque querían
experimentar. ¿Qué? Quien sabe. Creo que nadie sabía qué, pero
todos queríamos de algún modo experimentar, encontrar algo que nos
sacara un poquito de esa desolación en la que nos encontrábamos los
adolescentes del conurbano, mientras en el país algunos comían
pizzas y brindaban con champagne.