A SUS PLANTAS RENDIDO UN PAÍS*
Por Osvaldo Soriano
El derechazo de Alí. El inmenso cuerpo de Foreman que se derrumba a sus pies. Siete millones de negros musulmanes que enmudecen. O estallan de alegría. Veinticuatro minutos de pelea bastaron a Muhammad Alí para sacudir la historia del boxeo moderno. Los ojos del Zaire vieron cómo ese nieto de esclavos –que alguna vez llevó el nombre del propietario de su abuelo, Cassius Marcellus Clay– brindaba al mundo una de las más grandes lecciones de fe, de dignidad, de vida, de que es capaz un hombre.
Final del 8° round: Foreman en la lona y Alí en la gloria.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más
que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de
humillaciones.
Gritó durante toda la pelea. Provocó a Foreman, lo sacó de sus
casillas ayudado por el público negro que gritaba “matalo, Alí” como si ésa
fuera la consigna de toda su raza. Y el bueno de Foreman, invicto hasta
entonces, comenzó a flaquear, quemó sus energías en unos instantes hasta quedar
a merced de quien siempre fue el verdadero dueño de la corona mundial.
Es posible que el formidable peso de la historia haya fulminado a
Foreman. Cuando apareció en el ring y oyó a sus hermanos de color reclamar la
corona robada por los norteamericanos hace siete años, no pudo sino entregarla.
Para ello soportó desaire y vergüenza. Alí se sentó en las cuerdas, al acecho,
y antes de derribarlo lo rezongó, se burló de él y hasta lo hizo embestir las
sogas, ciego de furia e impotencia.
La chance de George Foreman se basaba, ante todo, en la presunta
decadencia física de Alí. Muy pocos contaron, en cambio, con que la
inteligencia del líder musulmán se había robustecido con el tiempo. Los
apostadores que pensaban llenar sus bolsillos con el definitivo ocaso de Muhammad
no quisieron ver la potencia que el odio había acumulado en sus músculos. El
odio de una raza vejada durante cuatrocientos años en el Nuevo Mundo.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más
que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de
humillaciones: la oportunidad de vengar las afrentas, de proclamarse soberano
como hombre negro. De mostrar que no hay milagros sino realidades.
El triunfo de Alí fue el de los musulmanes negros, el de los
objetores de conciencia atormentados y encarcelados por negarse a pelear en
Vietnam. Pero no fue la suya una empresa individual, solitaria. Muchos hombros
negros apuntalaron su fe y alimentaron su obsesiva ambición de ser el campeón
para demostrar que la ley blanca era impotente ante la furia de uno de sus
esclavos.
“Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más
veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento habida entre
nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el príncipe del hombre masa
y los masivos medios de comunicación”, ha escrito Norman Mailer. Parece
exagerado. Sin embargo, el éxito de la cruzada emprendida por Alí hace siete
años –que casi todos los expertos calificaron de utopía– parece dar la razón a
Mailer.
La historia de Cassius Clay es común a casi todos los boxeadores
negros, sólo que más brillante. La de Muhammad Alí está llena de grandeza y
miseria.
El 28 de abril de 1964, Clay venció a Sonny Liston –un rey de los
bajos fondos– en seis asaltos. Un año más tarde comenzaría la persecución: el
25 de mayo de 1965, la comisión de boxeo le quitó el título por primera vez,
acusándolo de haber combatido ante Liston sin la debida autorización. Para
reconquistarlo tuvo que esperar hasta el 6 de febrero de 1967 y vencer a Ernie
Terrel, un blanco mediocre que había sido designado titular de la categoría.
La corona estuvo sobre su cabeza sólo dos meses. El 28 de abril,
las autoridades le retiraron su licencia de boxeador y lo despojaron nuevamente
del título mundial por negarse a ingresar al ejército norteamericano que iba a
destinarlo a Vietnam.
“Con los impuestos que pago por cada pelea, un soldado
norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago en un año
es posible construir bombas como para quemar una aldea. Con todo esto, ya soy
culpable. ¿Tengo además que matar con mi propia mano?”, dijo entonces. Se
declaraba objetor de conciencia, se confesaba integrante de los Black Muslims;
eso bastaba para que los medios de comunicación elaboraran una imagen de
monigote, de payaso, más digestiva para el público.
El 20 de junio de 1967, en Houston, Texas, el Tribunal Federal del
Distrito Sur del Estado lo declaró culpable de negativa a ingresar al ejército
y lo condenó a cinco años de prisión más una multa de 10 mil dólares.
A fuerza de apelaciones, Alí eludió el calabozo. Pero no dejó de
hablar: “Los negros estamos presos hace cuatrocientos años –dijo–. Por eso no
pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy”.
Había ganado 4 millones de dólares, aunque el fisco embolsó el 80
por ciento. Con el resto compró una casa para su madre en Louisville –donde
había nacido– y otra para él en Chicago por 100 mil dólares; el divorcio con su
primera mujer le costó 50 mil dólares más una renta mensual de 1200 durante
diez años. Los honorarios de sus abogados ascendieron en poco tiempo a 50 mil
dólares. La persecución amenazaba con llevarlo a la bancarrota. Sin embargo,
sus honorarios como socio de una cadena de puestos de salchichas en los barrios
negros le permitieron salir adelante. Su figura –su inteligencia quizá– le
abrió las puertas de las universidades donde dictó conferencias por las que
cobraba mil dólares.
Los periódicos underground comenzaron a publicar sus respuestas.
“¿Odia a los blancos?”, le preguntaron una vez. “No odio a nadie –contestó–,
soy una víctima del odio. Soy demasiado limpio para este deporte. Soy demasiado
bueno para mi tiempo. Esa es la razón por la que han decidido librarse de mí.”
Había otros motivos, más contundentes, para que los zares del
boxeo lo echaran a la calle. Alí, el más grande boxeador de todas las épocas
–según opinión de Joe Louis–, había sido un mal negocio. No había rivales para
él; cualquier pelea era un juego de niños. Nadie pensaba seriamente en
vencerlo. El público lo sabía y comenzó a quedarse en sus casas. Alí peleaba
solo. Así, el más genial boxeador quedaba marginado por su propia grandeza.
Resultó una víctima ideal: molesto, fanfarrón, irritaba al
periodismo con sus declaraciones, horribles poemas e insidiosas canciones.
Cuando se negó a ir a la guerra, quedó absolutamente indefenso.
El 6 de mayo de 1968, el 5º Tribunal de Apelaciones confirmó la
culpabilidad de Clay. Sus abogados sostuvieron más tarde que la condena se
había basado en la exposición de cinco conversaciones telefónicas sostenidas
por Alí e interceptadas por el FBI. El gobierno admitió haber tomado las
charlas que, dijeron los fiscales, “afectaban la seguridad nacional”. Los
tribunales dieron marcha atrás y el ex campeón tuvo su respiro.
Entretanto, su cintura perdía la armoniosa línea que le había
permitido bailotear por el ring como un gato. Aunque varios estados
norteamericanos habían anunciado que le concederían permiso para combatir,
ningún político se animó a ver de cerca a ese negro contestón. Quiso pelear en
el extranjero, pero le impidieron salir del país. El 6 de julio de 1970, el
Tribunal de Apelaciones anunció que las charlas telefónicas no habían influido
para condenarlo. Dos días más tarde, en Charleston, Carolina del Sur, le
prohibieron hacer una exhibición. El 2 de septiembre, por fin, subió a un ring
en Atlanta, Georgia, para cruzar guantes amistosamente con varios sparrings.
Doce días después, el juez federal Walter Masfield, de Nueva York, decidió que
la prohibición para actuar en su estado era “arbitraria e irracional”, y ordenó
que le restituyeran los derechos. Otro tanto ocurrió en Atlanta, donde se
concertó su pelea contra Jerry Quarry para el 26 de octubre. Muhammad Alí
venció con facilidad y abrió el camino hacia el retorno. En su segunda pelea
volteó al argentino Oscar Bonavena y más tarde a Jimmy Ellis. Así ganó el
derecho a enfrentar a Joe Frazier por la corona mundial.
El combate –que Frazier ganó por puntos– pareció enterrar
definitivamente a Muhammad Alí. Sin embargo, su ánimo no decayó. Para él, la
derrota ante el campeón había sido injusta: exhibía como prueba su fortaleza al
final del combate, mientras el vencedor debió ser internado en un hospital a
causa de la paliza recibida.
El verdadero drama de Alí era moral. Elijah Muhammad, el máximo
jerarca de los Black Muslims, había decidido expulsarlo de la congregación por
negarse a abandonar el boxeo. Alí discutió con su maestro, pero respetuosamente
acató la decisión. No obstante, jamás renegó de los Muslims: estaba seguro de
que si recuperaba la corona, ellos serían los beneficiados. La Nación del Islam
-así la denominan ellos- plantea el apartheid económico y racial del pueblo
negro por medios pacíficos.
En noviembre de 1971, Muhammad Alí vino a Buenos Aires para
realizar una exhibición en la cancha de Atlanta. Entonces montó su habitual
show de verborragia y amenazas. Vicki Walsh y el autor de este artículo lo
entrevistaron para conversar sobre su prédica religiosa y política.
“Somos 30 millones de negros contra 170 millones de blancos; no
tenemos munición ni armamento adecuados y, sin embargo, nuestra revolución
sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros no tendríamos la
menor chance en los Estados Unidos, porque ni siquiera controlamos los
abastecimientos. Seríamos como un toro enfurecido corriendo hacia un tren: sólo
quedarían su carne y su sangre sobre las vías.” Esta era su posición frente a
la violencia de los Black Panters, aunque agregaba: “No condeno a ningún hombre
por defender aquello que cree está bien, especialmente si está dispuesto a dar
la vida por ello. Muchos revolucionarios negros han dado ya su vida”.
Quienes conocían a fondo las ideas de Alí ansiaban verlo en las
tribunas, predicando la fe musulmana, lejos definitivamente del ring. Es que
pocos creían en sus posibilidades de recuperar la corona. Sin embargo, en los
tres años siguientes, este negro empecinado fue hacia una y otra costa del país
para derribar a boxeadores de categoría menor en busca de una nueva
oportunidad. Hasta tuvo que sufrir la fractura de su mandíbula frente al
mediocre Ken Norton. Ya no brillaba como antes: había perdido su estilo felino,
sus movimientos serenos y armoniosos. Ahora ponía sobre el ring la experiencia,
la astucia; medía cada uno de sus pasos para no derrochar energías.
Cuando el título cambió de manos y el joven Foreman –un invicto
temible por su pegada– se erigió en el nuevo coloso, los expertos opinaron que
nadie podía dar un dólar por la chance de Alí. Sin embargo, Frazier cayó a sus
pies, Norton tuvo que verlo levantar los brazos y los empresarios comenzaron a
planear el gran combate.
Alí insistió para que se realizara en el Africa. Lo que parecía
una mera especulación comercial, iba a adquirir un sentido magnífico el día de
la victoria: el 30 de octubre, en Kinshasa, ningún negro dejó de levantar a Alí
como un estandarte de libertad.
Curiosamente, las agencias noticiosas insistieron en la versión de
un Alí payasesco, casi odioso. Nadie recordó que alguna vez dijo: “Un día
levantaré mi puño vencedor para que mi pueblo negro diga, como yo, que es el
más hermoso y el más fuerte”.
Al terminar el combate, gritó: “Fue Alá quien dio los golpes, era
él y no yo quien estaba sobre el ring”. Era toda una raza la que esa noche
estaba allí.
Con Foreman cayó el último Tío Tom del boxeo estadounidense. Es
posible que Joe Louis haya visto vengada su miseria, Sonny Liston su muerte
degradada. Aún no es posible saber si Alí abandonará el boxeo o buscará ganar
dólares en una revancha. Poco importa ahora qué hará.
El deporte permitió que la raza negra erigiera a dos de los suyos
como los hitos mayores de este siglo: Edson Arantes do Nascimento (Pelé) y
Muhammad Alí. El brasileño renegó de su negritud, sirvió a la dictadura
implantada en el Brasil en 1964 y aconsejó a los niños negros que tomaran
Pepsi-Cola y fueran buenos con los blancos. Alí se negó a juzgarlo: “Es mi
hermano de raza”, dijo. Pelé, en cambio, despreció siempre al boxeador.
“Ser campeón de peso pesado en la segunda mitad del siglo XX (con
revoluciones negras a lo largo y ancho del mundo) representa algo parecido a
ser Jack Johnson, Malcolm X y Frank Costello en una sola pieza”, ha dicho
Norman Mailer. Es posible que nadie lo sepa mejor que Alí. De allí su afán casi
salvaje por coronarse nuevamente.
Hemos tenido el raro privilegio de asistir al momento cumbre de la historia del boxeo. Más allá de la dudosa calidad del combate, millones de personas de todo el mundo vieron cómo Muhammad Alí recuperaba a puñetazos lo que el Tío Sam le había quitado por decreto.
*Con el
magistral relato de la pelea Alí- Foreman, realizada en Zaire el 30 de octubre
de 1974, escrito por Osvaldo y publicado originalmente en la vieja
revista Crisis, podemos sumergirnos en el mundo de #BoxeoyLiteratura que,
en nuestro país, supo ser cultivado por grandes figuras. El Gordo Soriano,
el Gran Descartado de Puan, ya que partió de este mundo un 29 de enero, en
1997.
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