Se cumplen 40 años desde la muerte de
Truman Capote y su libro A sangre fría, que inventa el género de non
fiction con el que revoluciona la literatura y el periodismo norteamericanos,
sigue siendo una pieza fundamental para comprender los entrecruzamientos que se
producen entre ambos fenómenos hasta el día de hoy.
En
1948 Truman Capote publica su primera novela, Otras voces, otros ámbitos.
Tiene entonces 24 años y ya lleva siete de experiencia en el trabajo periodístico
y en la escritura de cuentos y relatos, por alguno de los cuales resulta
premiado. Una década después se publica, por Random House, su emblemática novela breve Desayuno
en Tiffany's. A ese comienzo prematuro
y deslumbrante, le sobreviene un camino lleno de dificultades: la crítica
reclama la gran novela que lo consangre, pero el escritor atraviesa una crisis
profunda de creatividad. El “niño prodigio”, pero “díscolo” –como lo
caracteriza Ricardo Piglia en su texto “Otras fotos, otras guitarras”– se empaca:
“nacido para suceder a Faulkner, no le disculpan la pedantería de negarse a
obedecerlos”. Todo el edificio creativo de un autor brillante parece derrumbarse.
Y decir parece no es más que la cifra de lo que será una apuesta que no es
exagerado decir que “se lo llevó puesto”, pero que, así y todo, es la marca
distintiva por la que se recordará la vida de quien revoluciona la novela
moderna.
El caso Dick/ Perry
El
15 de noviembre de 1959, Herbert Clutter, su esposa Bonnie, y sus dos hijos
adolescentes (Kenyon y Nancy), son asesinados brutalmente en Holcomb, en un
hecho sangriento que no esconde detalles absurdos y deslumbrantes. Tras ser capturados,
sus asesinos (Dick Hickock y Perry Smith) son declarados culpables y, tras un largo
y empedrad proceso, condenados a muerte. Para entonces Capote ya se había trasladado
a Kansas, conocía al pueblo como a la palma de su mano, se había entrevistado
con muchos de sus habitantes e involucrado en la investigación y –detalle no menor–
establecido una neurótica relación (que no excluyó la seducción y la ayuda
circunstancial) con los perpetradores del crimen. Todo esto puede verse desde
hace casi dos décadas ya, interpretado con maestría por Philip Seymour Hoffman,
en el film Capote, dirigido por Bennett Miller.
El retrato, como en este caso el de
Perry y Dick, son fundamentales a la hora de narrar la historia, hacer de las
personas, personajes de una trama que no se limita a presentarlos, a contar el
encadenamiento de episodios de los que son parte, sino a dar cuenta de su
psicología, a arrojar pistas de por qué el cronista supone que actuaron como
actuaron. Por eso el enigma, la interrogación, el suspenso, la construcción de diálogos,
o monólogos interiores, son otras tantas claves literarias que permiten al
lector acceder a una verdad, que no es La Verdad (solemne, neutral, impoluta),
sino esa revelación que llega por la edición y el montaje, por los modos de organizar
los materiales, entre los que se encuentran testimonios (en los que se busca dar
cuenta de las entonaciones y modos de hablar y expresarse de cada personaje,
con sus notables diferencias entre sí), pero también notas periodísticas, fojas
de expedientes judiciales, rumores de la calle, canciones, dichos, cartas,
notas y otros elementos que alumbran detalles que resultan fundamentales para recrear
el clima en el que ocurren los hechos y transcurren esas historias de vida,
desde la que muchas veces se va armando la trama, con notable descripción de hábitos,
formas de vestir, gestos, modos de comer y de beber, de mirar y mover las manos
o el cuerpo de cada una de esas criaturas, dejándonos la sensación de que,
quienes leemos, somos capaces de experimentar aquello que los propios
personajes han experimentado.
Por eso toda idea de neutralidad, por
tratarse de “hechos y personajes reales”, se desvanece en textos como el notable
A sangre fría, poniendo en el centro de la escena no tanto el hecho en
sí como su construcción narrativa, es decir, al artificio, al hecho artístico
que, al fin y al cabo, es todo texto de non-fiction.
El inventor de géneros
En su libro El Nuevo Periodismo,
Tom Wolfe señala que la irrupción del non fiction como nuevo género
provocó una suerte de “rebelión en la granja” dentro de las letras norteamericanas.
Porque hasta entonces, había primado en el sistema literario un escalafón de
estructura muy estable y aparentemente eterna. Es decir, que hasta ese momento,
los literatos se habían habituado a una estructura de clase según el modelo del
siglo XVIII: en la punta del vértice de la pirámide estaban los novelistas (los
únicos escritores creativos, los únicos “artistas” de la literatura) y, en una
de esas, se les podía endosar a los comediógrafos y poetas. Los ensayistas
literarios, los críticos más autorizados, eran como una “clase media”. El
biógrafo ocasional, el historiador, el científico con aficiones cosmológicas, con
suerte, podía considerarse de la misma especie. Por último, estaban los
verdaderos proletarios: los periodistas (se hallaban en un nivel tan bajo de la
estructura que apenas si se percibía su existencia). Por supuesto, como tan
bien señaló la crítica argentina Graciela Montaldo en su libro Zonas ciegas,
toda república (aún la de las Letras), tiene sus desertores: aquellos que se
fugan de la norma establecida para inventar otra cosa.
Es así como en EE.UU. el “reportaje”
logra desplazar, para inicios de los sesenta del siglo pasado, el lugar central
que la novela había tenido dentro del sistema literario, luego de una década (o
más), de crisis de la literatura. Ir a lo real para tomar hechos y personajes y,
desde allí, construir una historia, con todos los materiales típicos del
periodismo de investigación y los procedimientos centrales de la composición
textual ficcional, se tornó en un ABC de aquellos que son fáciles de enunciar,
pero no tanto de realizar. Aunque Capote, en su antipática pero justificada
soberbia, haya podido sostener que, en su caso, era capaz de transformarse una
suerte de Paganini semántico: tomar un puñado de palabras, arrojarlas al
aire, a sabiendas de que caerían en el lugar apropiado. Por eso, como insiste
Piglia –en el texto ya mencionado– Capote nuestro
escritor logra iluminar la realidad (sin limitarse a copiarla), y construir
mitos. De allí que Holcomb nos parezca un pueblo inventado por él: seguramente
nadie que lo conozca en persona podrá acercarse al lugar sin tener en cuenta ese
sublime inicio de A sangre fría.
*Nota publicada en Revista Zoom