UNA HERMOSA NIÑA
Retrato incluido en Música para camaleones
Retrato incluido en Música para camaleones
Así fue. “Oh, sí”, me informó Miss
Collier. “Tiene algo. Es una hermosa niña. No lo digo por lo obvio, tal vez
demasiado obvio. No es una actriz, en absoluto, en el sentido tradicional. Lo
que ella tiene, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia deslumbrante,
nunca podría salir a relucir en el escenario. Es algo tan frágil, tan sutil,
que sólo la cámara puede captarlo. Es como un colibrí en vuelo: sólo la cámara
puede congelar su poesía. Pero quien piense que la chica es otra Harlow, o una
puta, está loco. Hablando de locura, es de eso que nos estamos ocupando: de
Ofelia. Supongo que la gente se reiría de sólo pensarlo, pero realmente podría
ser la Ofelia más deliciosa del mundo. Estaba hablando con Greta la semana
pasada, y le hablé de Marilyn como Ofelia, y Greta dijo sí, que lo creía porque
la había visto en dos películas, muy comunes y vulgares, pero que de todos
modos dejaban entrever las posibilidades de Marilyn. En realidad, Greta tiene
una idea divertida. ¿Sabes que quiere hacer una película de Dorian Gray? Con
ella como Dorian, por supuesto. Bueno, dijo que le gustaría que Marilyn fuera
una de las chicas que Dorian seduce y destruye. ¡Greta! ¡Tan desaprovechada! Y
qué talento, bastante parecido al de Marilyn, cuando se piensa. Por supuesto, Greta
es una actriz consumada, de máximo control. Esta hermosa criatura carece de
todo concepto de disciplina o sacrificio. No sé por qué, pero me parece que no
llegará a vieja. Es absurdo que lo diga, pero siento que morirá joven. Espero,
ruego, que viva lo suficiente para liberar ese talento tan extraño y encantador
que es en ella como un espíritu prisionero.”
Ahora Miss Collier ha muerto, y yo
estaba en el vestíbulo de la capilla Universal esperando a Marilyn. Hablamos
por teléfono la noche anterior y quedamos en sentarnos juntos en el servicio,
que empezaría al mediodía. Ya llevaba más de media hora de retraso. Siempre
llegaba tarde, pero pensé que, por una sola vez, podía llegar a horario. ¡Por
el amor de Dios! ¡Maldición! De repente llegó, pero no la reconocí hasta que me
dijo...
MARILYN: Querido, perdóname. Pero como
ves, me maquillé y luego pensé que no debería ponerme pestañas postizas ni
pintarme los labios ni nada, de modo que me lavé la cara, y no sabía qué
ponerme...
(Lo que se había puesto finalmente
habría sido apropiado para la abadesa de un convento que asiste a una audiencia
privada con el Papa. Tenía el pelo totalmente cubierto por un pañuelo de chifón
negro, un vestido negro suelto, largo, que parecía prestado, medias de seda
negra que opacaban la rubia belleza de sus esbeltas piernas. Seguro que una
abadesa no se habría puesto los zapatos de tacos altos, negros y vagamente
eróticos, que había elegido, ni los anteojos oscuros, de lechuza, que tornaban
dramática la palidez de vainilla de su fresca piel.)
TC: Se te ve muy bien.
M (royendo la uña del pulgar, ya
totalmente comida): ¿Estás seguro? Estoy tan nerviosa, ¿sabes? ¿Dónde está el
baño? Si pudiera ir un momento...
TC: ¿A tomarte una píldora? ¡No! Shhh.
Esa es la voz de Cyril Ritchard: ya ha empezado el panegírico.
(De puntillas, entramos en la capilla
llena de gente y logramos ubicarnos en un espacio estrecho en la última fila.
Cyril Ritchard terminó de hablar. Lo siguió Cathleen Nesbitt, colega de toda la
vida de Miss Collier, y finalmente Brian Aherne se dirigió a los presentes.
Durante todo este tiempo, mi acompañante no cesaba de quitarse los anteojos
para enjugar las abundantes lágrimas que brotaban de sus ojos azul grisáceos.
Algunas veces la había visto sin maquillaje, pero hoy presentaba una nueva
experiencia visual, un rostro que no había observado antes, y al principio no
me di cuenta de qué pasaba. ¡Ah! Era por el pañuelo de cabeza. Con el pelo
oculto, el cutis sin cosméticos, parecía de doce años, una virgen pubescente
recién admitida en un orfelinato, que se lamenta por su suerte. Por fin la
ceremonia terminó, y la congregación comenzó a dispersarse.)
M: Por favor, sentémonos aquí.
Esperemos a que se vayan todos.
TC: ¿Por qué?
M: No quiero tener que hablar con todo
el mundo. Nunca sé qué decir.
TC: Siéntate tú aquí, que yo esperaré
afuera. Tengo que fumar un cigarrillo.
M: ¡No me puedes dejar sola! ¡Dios
mío! Fuma aquí.
TC: ¿Aquí? ¿En la capilla?
M: ¿Por qué no? ¿Qué vas a fumar?
¿Marihuana?
TC: Muy graciosa. Vámonos.
M: Por favor. Hay un montón de
fotógrafos abajo. Y por supuesto que no quiero que me saquen fotos con esta
ropa.
TC: No te culpo.
M: Dijiste que se me veía muy bien.
TC: Y es verdad. Estás perfecta para
el papel de la novia de Frankenstein.
M: Te estás riendo de mí ahora.
TC: ¿Te parece?
M: Te ríes por dentro. Y ésa es la
peor clase de risa. (Frunciendo el ceño; mordiéndose la uña del pulgar.) En
realidad, podía haberme puesto maquillaje. Todo el mundo aquí estaba
maquillado.
TC: Incluso yo.
M: Hablando en serio. Es el pelo.
Necesito tintura, y no tuve tiempo. Todo fue tan inesperado. La muerte de Miss
Collier. ¿Ves?
(Se levantó un poquito el pañuelo para
mostrarme una franja negra en la raya del pelo.)
TC: Pobre e inocente de mí. Yo que
creía que eras una rubia auténtica.
M: Lo soy. Pero nadie es tan natural.
¿Por qué no te vas a la mierda?
TC: Bueno, ya se han ido todos. Vamos,
levántate.
M: Estos fotógrafos están ahí todavía.
Lo sé.
TC: Si no te reconocieron al entrar,
no te reconocerán cuando salgas.
M: Uno me reconoció. Pero me metí por
la puerta antes de que empezara a gritar.
TC: Debe haber una puerta posterior.
Podemos salir por ahí.
M: No quiero ver ningún cadáver.
TC: ¿Por qué vamos a ver cadáveres?
M: Esto es una funeraria. Deben
guardarlos en alguna parte. Lo único que me falta, entrar en un cuarto lleno de
muertos. Ten paciencia. Iremos a alguna parte y te invitaré a tomar champagne.
(De modo que nos quedamos sentados y
Marilyn dijo: “Odio los funerales. Me alegro de no tener que ir al mío. Sólo que
no quiero funeral, y que uno de mis hijos, si tengo alguno, tire mis cenizas al
viento. Hoy no habría venido de no ser porque Miss Collier me quería, se
preocupaba por mi porvenir y era como una abuelita, una abuelita severa, pero
que me enseñó muchas cosas. Me enseñó a respirar. Lo he aprovechado, y no sólo
cuando actúo. Hay otros momentos cuando respirar es un problema. Pero cuando me
enteré de la muerte de Miss Collier, lo primero que pensé fue: Oh, Dios mío,
¿qué pasará con Phyllis? Miss Collier era toda su vida. Pero me enteré de que
se fue a vivir con Miss Hepburn. Feliz de Phyllis. Lo pasará tan bien ahora. Me
gustaría cambiar con ella. Miss Hepburn es una persona maravillosa. En serio.
Ojalá fuera amiga mía. Podría llamarla a veces y... bueno, no sé, charlar con
ella”.
Hablamos de cómo nos gustaba Nueva
York y de cuánto aborrecíamos Los Angeles. “Aunque nací ahí, no se me ocurre
nada bueno que decir de Los Angeles. Si cierro los ojos, y me imagino Los
Angeles, todo lo que veo es una gran várice.” Hablamos de actores y
actuaciones. “Todos dicen que no sé actuar. Decían lo mismo de Elizabeth
Taylor. Y se equivocaron. Estuvo magnífica en Ambiciones que matan. A mí nunca
me darán el papel apropiado, algo que realmente quiera hacer. No me ayuda el
aspecto físico. Demasiado específico”; hablamos un poco de Elizabeth Taylor;
quería saber si yo la conocía y le dije que sí, y ella dijo bueno, cómo es,
cómo es en realidad, y yo dije bueno, es algo parecida a ti, es muy franca y
dice cualquier cosa, y Marilyn dijo vete a la mierda y me dijo bueno, si
alguien me preguntara cómo era Marilyn Monroe, cómo era Marilyn Monroe en
realidad, qué diría, y le dije que tenía que pensarlo.)
TC: ¿Te parece que podemos irnos de
una vez? Me prometiste champagne, ¿recuerdas?
M: Recuerdo. Pero no tengo dinero.
TC: Siempre llegas tarde y nunca
tienes dinero. Por casualidad, ¿no estás bajo la impresión de que eres la reina
Isabel?
M: ¿Quién?
TC: La reina Isabel. La reina de
Inglaterra.
M (frunciendo el ceño): ¿Qué tiene esa
mierda que ver conmigo?
TC: La reina Isabel nunca lleva dinero
encima. No le está permitido. El vil metal no debe mancillar la palma de la
mano real. Hay una ley, o algo así.
M: Ojalá pasaran una ley parecida para
mí.
TC: Sigue así y a lo mejor sucede.
M ¿Cómo paga cuando va de compras?
TC: Su dama de compañía trota a su
lado con una bolsa llena de peniques.
M: ¿Sabes una cosa? Te apuesto a que
le dan todo gratis. Como pago cuando ella dice que usa el producto.
TC: Es muy posible. No me sorprendería
en lo más mínimo. Proveedores de Su Majestad. Perros galeses. Todas esas
golosinas Fortum & Mason. Marihuana. Preservativos.
M: ¿Para qué quiere ella
preservativos?
TC: Ella no, tonta. Para ese bobo que
la sigue dos pasos atrás. El príncipe Felipe.
M: Para él. Oh, sí, me gusta. Debe
tener un lindo aparato. ¿Te conté esa vez que Errol Flynn sacó el aparato y
tocó el piano con él? Bueno, fue hace cien años. Yo recién empezaba y fui a una
fiesta tonta. Estaba Errol Flynn, muy contento consigo mismo. Aporreó las
teclas. Tocó Eres mi rayo de sol. ¡Cristo! Todo el mundo dice que Milton Berle
tiene el schlong más grande de Hollywood. Pero ¿a quién le importa? Eh, ¿tienes
dinero encima?
TC: Unos cincuenta dólares.
M: Eso nos debe alcanzar para un poco
de champagne.
(Afuera, Lexington estaba vacía de
sospechosos: nada más que inofensivos transeúntes. Eran como las dos de una
linda tarde de abril, ideal para caminar. Deambulamos hasta la Tercera Avenida.
Unos pocos dieron vuelta la cabeza, no porque reconocieran a Marilyn como
Marilyn, sino debido a su atavío funerario. Ella rió con esa sonrisa suya tan
especial, tentadora como cascabeles, y dijo: “A lo mejor siempre debería
vestirme así, verdaderamente anónima”.
Mientras nos acercábamos al bar de P.
J. Clarke, dije que éste sería un buen lugar para tomar un refresco, pero
Marilyn lo vetó. “Está lleno de esos idiotas de publicidad. Y esa perra Dorothy
Kilgallen siempre está allí, emborrachándose. ¿Qué les pasa a estos irlandeses?
Chupan más que los indios.”
Me sentí obligado a defender a la
Kilgallen, que era algo amiga mía, y dije que en ocasiones podía llegar a ser
muy graciosa. Marilyn dijo: “Sea como sea, ha escrito cosas terribles acerca de
mí. Todas esas perras me odian. Hedda, Louella. Sé que supuestamente una debe
acostumbrarse a eso, pero yo no puedo. Lo que dicen, duele. ¿Qué he hecho yo a
esas brujas? El único que escribe cosas decentes de mí es Sidney Skolsky. Pero
él es hombre. Los tipos me tratan bien. Como si fuera un ser humano. Por lo
menos me otorgan el beneficio de la duda. Y Bob Thomas es un caballero. Y Jack
O’Brian”.
Miramos las vidrieras de las tiendas
de antigüedades. En una había una bandeja con anillos viejos y Marilyn dijo:
“Ese es bonito. El granate con las perlitas. Me gustaría poder usar anillos,
pero no me gusta que la gente se fije en mis manos. Son demasiado gordas.
Elizabeth Taylor tiene las manos gordas. Pero con los ojos que tiene, ¿quién se
va a fijar en sus manos? Me gusta bailar desnuda frente a un espejo y ver cómo
se me mueven las tetitas. No son feas. Ojalá no tuviera las manos tan gordas.”
En otra vidriera vimos un hermoso
reloj de péndulo, lo que le hizo decir: “Nunca tuve un hogar. Una casa
verdadera, con muebles míos. Pero si vuelvo a casarme, y gano mucho dinero, voy
a alquilar un par de camiones y recorreré la Tercera Avenida comprando todo lo
que se me ocurra. Una docena de relojes de péndulo. Los pondré todos en un
cuarto, y todos a la misma hora. Eso sería como un verdadero hogar. ¿No te
parece? ¡Eh! ¡Mira! ¡Enfrente!”
TC: ¿Qué?
M: ¿Ves el letrero con la palma de la
mano? Ahí deben leer el futuro.
TC: ¿Tienes ganas de entrar?
M: Bueno, vamos a ver cómo es.
(No es un lugar acogedor. Por una
vidriera sucia percibimos un cuarto desprovisto de muebles con una mujer flaca,
con aspecto de gitana, sentada en una silla de lona debajo de una lámpara roja
como el infierno que colgaba del techo y que esparcía un brillo torturador.
Estaba tejiendo un par de escarpines. No nos miró. Marilyn estuvo a punto de entrar,
luego cambió de idea.)
M: Hay veces que me gusta saber qué
pasará. Pero después pienso que es mejor no saberlo. Me gustaría saber dos
cosas, sin embargo. Una, si voy a adelgazar.
TC: ¿Y la otra?
M: Es un secreto.
TC: Vamos, vamos. Hoy no puede haber
secretos. Hoy es un día de dolor, y los que sufrimos compartimos los
pensamientos más recónditos.
M: Bueno, es acerca de un hombre. Hay
algo que quiero saber. Pero no diré más. Realmente es un secreto.
(Y pensé: Eso es lo que tú crees. Ya
te lo sacaré.)
TC: Estoy preparado para invitarte con
champagne.
(Terminamos en la Segunda Avenida, en
un restaurante chino vacío, decorado chillonamente. Pero tenía un bar bien
provisto, y pedimos una botella de Mumm. Llegó, pero sin helar y sin balde. La
tomamos en vasos altos, con cubitos adentro.)
M: Esto es divertido. Como filmar en
exteriores. Si a una le gusta. A mí no. Niagara. Qué película mala. Horrible.
TC: Hablemos de tu amor secreto.
M: (silencio).
TC: (silencio).
M: (risitas).
TC: (silencio).
M: Conoces a tantas mujeres. ¿Cuál es
la mujer más atractiva que conoces?
TC: Barbara Paley. No tiene rival.
M (frunciendo el ceño): ¿Esa a la que
le dicen “Babe”? A mí no me parece una beba. La he visto en Vogue. Es elegante.
Encantadora. Mirando las fotos una se siente como una chancha.
TC: Le divertiría oír eso. Te tiene
celos.
M: ¿Celos de mí? Te estás burlando de
nuevo.
TC: No. Está celosa.
M: Pero ¿por qué?
TC: Por lo que dijo en los diarios una
periodista, creo que la Kilgallen. Algo así: “Se rumorea que Mrs. Di Maggio
tuvo una cita con el mayor magnate de la televisión, y no precisamente para
hablar de negocios”. Ella leyó la nota y creyó que era verdad.
M: ¿Que era verdad qué?
TC: Que su marido tiene un asunto
contigo. William S. Paley. El mayor magnate de la televisión. Le gustan las
rubias bien formadas. Las morochas también.
M: Eso es un disparate. No conozco a
ese tipo.
TC: Ah, vamos, vamos. Conmigo puedes
ser franca. Este amante secreto es William S. Paley, n’est-ce pas?
M: ¡No! Es un escritor. El es un
escritor.
TC: Eso es mejor. Ya vamos a alguna
parte. De modo que tu amante es un escritor. Debe de ser malísimo, o no te
avergonzarías de decirme su nombre.
M (furiosa, frenética): ¿Por qué es la
“S”?
TC: La “S”. ¿Qué “S”?
M: La “S” en William S. Paley.
TC: Oh, esa “S”. No quiere decir nada.
La metió allí porque quedaba bien.
M: ¿Sólo una inicial que no reemplaza
nada? Por Dios. Mr. Paley debe de ser un poquito inseguro.
TC: Tiene un montón de tics. Pero
volvamos a tu misterioso escriba.
M: ¡Basta! No entiendes. Tengo tanto
que perder.
TC: Mozo, otra botella de Mumm, por
favor.
M: ¿Estás tratando de aflojarme la
lengua?
TC: Sí. Te diré una cosa. Hagamos un
trato. Yo te cuento un cuento, y si te parece interesante, tal vez podamos
hablar de tu amigo el escritor.
M (tentada, pero renuente): ¿Un cuento
de qué?
TC: De Errol Flynn.
M: (silencio).
TC: (silencio).
M (enojada consigo misma): Bueno,
empieza.
TC: ¿Recuerdas lo que me contaste de
Errol? ¿Lo contento que estaba con su pito? Yo soy testigo de eso. Una vez
pasamos juntos una noche muy agradable. Si me entiendes.
M: Lo estás inventando. Estás tratando
de engañarme.
TC: Lo juro. Estoy jugando limpio.
(Silencio. Pero veo que está muy interesada, de modo que después de encender un
cigarrillo, prosigo.) Bueno, sucedió cuando yo tenía dieciocho años. O
diecinueve. Durante la guerra. El invierno de 1943. Esa noche daba una fiesta
Carol Marcus, que no sé si ya estaba casada con Saroyan, en honor de su mejor
amiga, Gloria Vanderbilt. La fiesta fue en la casa de su madre, en Park Avenue.
Una gran fiesta. Habría unas cincuenta personas. Como a la medianoche entra
Errol Flyn con su doble, un playboy que hacía las escenas de capa y espada,
llamado Freddie McEvoy. Los dos estaban bastante borrachos. De todos modos,
Errol se puso a charlar conmigo. Era inteligente, y nos reíamos mucho. De
pronto dijo que quería ir a El Morocco, y por qué no iba con él y con su amigo
McEvoy. Dije que sí, pero McEvoy no quería irse de la fiesta, que estaba llena
de jovencitas recién presentadas en sociedad, de manera que Errol y yo nos
fuimos solos. Sólo que no fuimos a El Morocco. Tomamos un taxi hasta la zona de
Gramercy Park, donde yo tenía un departamento de un ambiente. Se quedó hasta el
día siguiente, al mediodía.
M: Y ¿cómo calificarías? ¿En una
escala de uno a diez?
TC: Francamente, si no hubiera sido
Errol Flynn, ni siquiera me acordaría.
M: No es un gran cuento. No mereces el
mío. Ni por asomo.
TC: Mozo, ¿y el champagne? Los dos
tenemos sed.
M: Y no me has dicho nada nuevo. Ya
sabía que Errol caminaba en zigzag. Tengo un masajista que es como mi propia
hermana, que era masajista de Tyrone Power, y él me contó la relación que había
entre Errol y Tyrone. De modo que tendrías que contarme algo mejor.
TC: Es difícil hacer tratos contigo.
M: Estoy lista a escuchar. De modo que
cuéntame cuál fue tu mejor experiencia. En ese sentido.
TC: ¿La mejor? ¿La más memorable?
Mejor que contestes tú primero.
M: ¡Y dices que yo soy difícil! ¡Ja!
(tomando champagne) Joe no es malo. Juega bien al béisbol. Si fuera por eso,
aún seguiríamos casados. Todavía lo amo. Es sincero.
TC: Los maridos no cuentan. En este
juego.
M (mordisqueándose la uña; pensando,
realmente): Bueno, conocí a un hombre, medio pariente de Gary Cooper. Un
corredor de bolsa, no gran cosa: sesenta y cinco años, usa anteojos gruesos. No
sé qué era, pero...
TC: Puedes parar ahí. Sé todo acerca
de él por otras chicas. Ese viejo espadachín sigue recorriendo mundo. Se llama
Paul Shields. Es el padrastro de Rocky Cooper. Se supone que es sensacional.
M: Lo es. Bueno, vivo. Tu turno.
TC: Olvídalo. No tengo por qué
contarte nada. Porque ya sé quién es tu maravilla oculta: Arthur Miller. (Bajó
los anteojos negros. Si las miradas mataran...)
M (tartamudeando): Pero ¿cómo? Quiero
decir, nadie... Es decir, casi nadie...
TC: Hace por lo menos tres o cuatro
años, Irving Drutman...
M: ¿Irving qué?
TC: Drutman. Un escritor del Herald
Tribune. El me contó que tú andabas con Arthur Miller. Que estabas enamorada de
él. Soy demasiado caballero para haberlo mencionado antes.
M: ¡Caballero! (tartamudeando de nuevo
pero con los anteojos negros en su lugar) Tú no entiendes. Eso fue hace mucho.
Eso terminó. Pero esto es nuevo. Todo es diferente ahora y...
TC: No olvides invitarme a la boda.
M: Si dices algo de esto, te mato. Te
hago eliminar. Conozco un par de hombres que me harían ese favor con todo
gusto.
TC: Es algo que no dudo ni por un
minuto.
(Por fin regresa el mozo con la
segunda botella.)
M: Dile que se la lleve. No quiero
más. Quiero irme de aquí.
TC: Siento haberte molestado.
M: No estoy molesta.
(Pero lo estaba. Mientras pagaba la
cuenta, fue al toilette. Deseé tener conmigo un libro para leer: sus visitas al
toile-tte a veces duraban tanto como la preñez de una elefanta. Mientras pasaba
el tiempo, me puse a pensar si estaría tomando píldoras tranquilizantes o
estimulantes. Tranquilizantes, sin duda. Había un diario en el bar. Lo tomé.
Estaba escrito en chino. Después de unos veinte minutos, decidí investigar. A
lo mejor se había tomado una dosis letal, o cortado las muñecas. Encontré el
baño de damas y llamé a la puerta. Dijo: “Pasa”. Estaba frente a un espejo mal
iluminado. Pregunté: “¿Qué estás haciendo?”. Ella contestó: “Mirándola”. En
realidad, se estaba pintando los labios color rubí. Además, se había quitado el
pañuelo de la cabeza y peinado ese pelo brillante y finito que tenía.)
M: Espero que te quede bastante
dinero.
TC: Depende. No como para comprar
perlas, si es tu idea de hacer las paces.
M (riendo, nuevamente de buen humor.
Decidí no volver a mencionar a Arthur Miller): No. Para un viaje en taxi, nada
más.
TC: ¿Adónde vamos, a Hollywood?
M: Diablos, no. A un lugar que me
gusta. Ya verás cuando lleguemos.
(No tuve que esperar tanto, pues no
bien subimos al taxi, oí que le decía que nos llevara al muelle de la calle
South, y pensé: “¿No es allí donde se toma el ferry para Staten Island?”. Y mi
conjetura fue: tomó píldoras además del champagne, y está loca ahora.)
TC: Espero que no vayamos a tomar un
barco. No llevo dramamine encima.
M (feliz, riendo): Vamos al muelle,
nada más.
TC: ¿Puedo preguntar por qué?
M: Me gusta. Huele a otro país, y
puedo dar de comer a las gaviotas.
TC: ¿Qué les darás? No tienes nada.
M: Sí, tengo la cartera llena de bizcochitos
chinos. Los robé del restaurante.
TC (haciendo una broma): Sí, sí.
Mientras estabas en el baño abrí uno, y el papelito de adentro era un chiste
verde.
M: Por Dios. ¿Obscenidades en vez del
porvenir?
TC: Seguro que a las gaviotas no les
importará.
(Pasamos el Bowery. Tiendas diminutas
de empeño, estaciones de donación de sangre, cuartos con camas por cincuenta
centavos, pequeños hoteles sórdidos de alojamiento por un dólar, bares de
blancos, bares de negros y por todas partes vagos, vagos jóvenes, ancianos
vagos en cuclillas sobre la vereda sentados en medio de vidrios rotos y de
vómitos, vagos apoyados contra las puertas y acurrucados como pingüinos en las
esquinas. En una oportunidad, al detenernos ante una luz roja, un
espantapájaros de nariz roja avanzó tambaleándose hacia nosotros y empezó a
limpiar el parabrisas del taxi con un trapo húmedo que aferraba su temblona
mano. Nuestro conductor protestó, gritando obscenidades en italiano.)
M: ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
TC: Quiere una propina por limpiar el
vidrio.
M (cubriéndose la cara con la
cartera): ¡Qué horrible! No lo aguanto. Dale algo. Apúrate. ¡Por favor! (Pero
ya el taxi partía, derribando casi al viejo borracho. Marilyn lloraba.) Estoy
descompuesta.
TC: ¿Quieres irte a casa?
M: Se ha arruinado todo.
TC: Te llevaré a casa.
M: Espera un minuto. Ya estaré bien.
(Así seguimos hasta la calle South; ya
allí, el ferry anclado, la vista de Brooklyn del otro lado, las gaviotas que
revoloteaban y se divertían, blancas contra el horizonte marino y el cielo
veteado de vellones de nubes, diminutas y frágiles como encaje, pronto
tranquilizaron su espíritu. Al bajar del taxi vimos a un hombre que llevaba a
un perro chino de una correa. Era un pasajero que se dirigía al ferry. Al pasar
junto a él, mi compañera se detuvo a acariciar el perro.)
EL HOMBRE (firme y poco
amistosamente): No debería tocar perros desconocidos. Especialmente a éstos.
Podrían morderla.
M: Los perros nunca me muerden. Sólo
los humanos. ¿Cómo se llama?
EL HOMBRE: Fu Manchu.
M (riendo): Oh, como en el cine. Qué
amor.
EL HOMBRE: Usted, ¿cómo se llama?
M: ¿Yo? Marilyn.
EL HOMBRE: Eso pensé. Mi mujer no me
creería. ¿Me puede dar su autógrafo?
(Sacó una tarjeta y una lapicera.
Utilizando su cartera como apoyo, ella escribió: Que Dios lo bendiga - Marilyn
Monroe).
M: Gracias.
EL HOMBRE: Gracias a usted. Voy a
mostrar esto en la oficina.
(Seguimos hasta el borde del muelle,
donde nos pusimos a escuchar el ruido del agua.)
M: Yo solía pedir autógrafos. Todavía
lo hago, a veces. El año pasado vi a Clark Gable sentado cerca de mí en Chasen,
y le pedí que me firmara la servilleta.
(Apoyada contra un poste de amarras,
la observé, de perfil: Galatea oteando las distancias no conquistadas. La brisa
le esponjaba el pelo. Volvió la cabeza hacia mí con gracia etérea, como si la
hiciera girar la brisa.)
TC: ¿Cuándo alimentamos los pájaros?
Yo también tengo hambre. Es tarde, y no almorzamos.
M: Recuerda, te dije que si alguna vez
te preguntaran cómo era yo, cómo era, en realidad, Marilyn Monroe, ¿cómo
contestarías esa pregunta? (Su tono era juguetón, burlón, sin embargo sincero
al mismo tiempo: quería una respuesta honesta): Apuesto a que dirías que era
una palurda.
TC: Por supuesto, pero también les
diría...
(Ya se iba la luz. Ella parecía
desvanecerse con la claridad, mezclarse con el cielo y las nubes, retroceder y
ocultarse detrás. Yo quería alzar la voz por encima de los gritos de las
gaviotas y preguntarle: “Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así?
¿Por qué es una mierda esta vida?”)
TC: Yo diría...
M: No te oigo.
TC: Diría que eres una hermosa niña.
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