Crónica de un recorrido por las calles
de la ciudad
Por Mariano Pacheco
En
ambos lados de la vía por la que alguna vez pasó el tren de pasajeros, y por la
que ahora –de tanto en tanto– transitan los vagones de carga que se llevan del
lugar gran parte de su producción agropecuaria, se erige durante los días que
dura el Festival de Doma y Folclore de Jesús María una gran feria, en la
que pueden encontrarse todo tipo de producciones, desde artesanías en cuero
hasta queso y salame, pasando por vestimenta de uso cotidiano hasta muñecos de
duendes y revistas culturales realizadas por jóvenes de la ciudad y sus
alrededores. Lo que abunda son los puestos de comidas, donde un choripán puede
conseguirse a $25 y una cerveza de litro a $30. Por supuesto, para obtener los
mejores precios hay que caminar, aunque a veces sus variantes tienen tan solo
unos metros de distancia. Incluso uno ofrece: “comprando el vaso de acero
inoxidable, te lo llenamos con la bebida que vos quieras gratis”. El vendedor
aclara: “no estábamos vendiendo nada, pero con este cartel y las canciones de
La Mona la gente se empezó a parar en el puesto”.
Además de las pizzerías,
bares y restaurantes que están establecidos en los alrededores del predio donde
se realiza el festival, otros “comedores” se montan con carpas y lonas, donde
las familias se agolpan por conseguir un lugar en el cual poder comer, beber y,
a la vez, poder ver bien los números artísticos que cada sitio ofrece. También
en el denominado “teatrino”, algunas bandas del lugar y sus alrededores (como
Colonia Caroya), ofrecen sus ritmos Latinoamericanos y sus canciones de
folclore en el recital organizado por la Municipalidad local. Turistas que
esperan que el “cucú gaucho” salga de su casita, pobladores del lugar, de todas
las edades, que dan vueltas una y otra vez por allí y jóvenes –incluso
adolescentes– que tienen al festival anual como espacio de reunión de amigos, y
donde hacer otros tantos nuevos. Parejas establecidas y recientemente
conformadas, abuelas con sus nietos, padres y madres con sus hijos, todas y
todos parecen haberse puesto las “pilchas” que mejor les quedan para lucirse en
un evento que tal vez tiene la misma –o incluso mayor importancia– que las
“jineteadas” y números musicales que pueden verse adentro, con entradas que de
todos modos no resultan tan ajenas a la realidad económica de un trabajador
medio. “Además se puede entrar con comida y bebida de afuera”, remarca un joven
del lugar que conversa brevemente con este cronista, botella de gaseosa y de
fernet en mano, quien se aleja junto con un amigo al que le tocó llevar
el hielo.
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