Por Mariano Pacheco*
“El
arte y la política no pueden ser abordados del mismo modo”. La frase no
pertenece a un artista sino a un dirigente político, a un teórico
revolucionario. Sin lugar a dudas ha sido León Trotsky el referente comunista
que más atención supo prestarle a los vínculos entre arte y política (junto con
Antonio Gramcsi, a quien haremos referencia en una nota futura).
Resulta llamativo, a primera
vista, que sea el jefe del Ejército Rojo quien haya escrito un libro titulado
“Literatura y revolución”. Y decimos a primera vista, porque si se indaga al
menos un momento en la formación cultural de los referentes de la Revolución
Rusa veremos que, en coherencia con el planteo marxista de emancipación de la
humanidad, el papel de la teoría y las expresiones simbólicas siempre ocuparon
un lugar destacado.
Es conocida la explosión
experimental que siguió el cine luego de Octubre del 17 (“de todas las artes el
cine es para nosotros la más importante”, supo decir Lenin alguna vez); los
recorridos realizados por los “trenes de agitación” en plena guerra civil,
entre 1918 y 1921 y la multiplicación de salas y films en esos primeros años de
revolución. En dos artículos publicados recientemente en Argentina en el libro La
revolución rusa: 100 años después (compilado por Mario Hernández), se
destaca el rol que tanto el cine como las artes de vanguardia (entre ellas la
arquitectura) jugaron en todo ese proceso. Así, Héctor Freire recuerda que
entre 1925 y 1928, las salas de cine pasaron de 2.000 a 9.300 en la Unión
Soviética, alcanzando el número de 29.200 al final del Primer Plan Quinquenal
(cifra que luego ascendió a 40.000, superando incluso a Estados Unidos) y
Silvio Schachter, por su parte, subraya el papel jugado por los
constructivistas, suprematistas, futuristas y otras manifestaciones de la
vanguardia artística que se propusieron desarrollar un “arte-producción” ligado
a la vida cotidiana. Tiempos en los que se crearon 36 nuevos museos, se
inauguraron decenas de publicaciones y el ProletKult llegó a agrupar a 84.000
miembros en 300 grupos locales expandidos por todo Rusia. También el
psicoanalista argentino Enrique Carpintero -director de la editorial y la
revista Topía- destaca en su texto publicado en el libro Los
freudianos rusos y la Revolución de Octubre el hecho de que la
revolución bolchevique haya “abierto el camino de la creatividad” en todos los
ámbitos, al romper con la rígida censura religiosa (en especial en las
manifestaciones artísticas y científicas) que había hasta el momento. Cabe
recordar, asimismo, que fue en la “Rusia de los Sóviets” el primer lugar en el
mundo en el que se estableció la total libertad de divorcio y donde el aborto
fue libre y gratuito (medidas anuladas luego por el stalinismo, quien se
propuso afianzar la figura de la familia tradicional).
Así, el desarrollo de
distintas iniciativas fueron problematizando en torno a la necesidad de que,
junto con los nuevos aires en la economía y la política, también la revolución
abordara el desafío de construir una nueva cultura.
Lo viejo, lo nuevo y la
transición
Quisiera rescatar algunos de
los tantos planteos que supo realizar Trotsky en su libro Literatura y revolución.
En primero lugar, esta idea
de que no es el terreno del arte donde el partido, precisamente, esté llamado a
mandar. Idea que de algún modo se complementa con esa otra que sostiene que no
hay que juzgar al arte sólo desde la teoría marxista. Con una amplia formación
cultural, el jefe del Ejército Rojo admite que el arte puede llegar a ser un
poderoso aliado de la revolución, pero en la medida en que permanezca fiel a sí
mismo, siguiendo las líneas creativas, su propia especificidad. De todos modos,
como en las bases del arte –según el líder bolchevique-- se encuentran el odio
al enemigo y la solidaridad de clase, su práctica –podríamos agregar-- se torna
fundamental a la hora de contribuir a gestar una mirada propia, tanto sobre
nosotros mismos como de nuestros enemigos. Por supuesto, para Trotsky hay una
relación estrecha entre arte, política y nueva cultura, pero en el sentido (muy
amplio) de que la revolución “prepara las condiciones de la nueva cultura”. Por
eso, de algún modo, ve la primacía que el papel de la destrucción tiene por
sobre el de la creación, sobre todo en el contexto en el que le toca
reflexionar y escribir sobre el arte. Nunca está de más recordar que la
Revolución Rusa se produce en medio de la primer Gran Guerra Mundial, y que
tras la toma del poder por parte de los bolcheviques, la nueva sociedad debió
enfrentar tres años de guerra civil interna contra sus enemigos que buscaban
derrocarla. En ese contexto pueden entenderse mejor frases tales como “cuando
los cañones truenan, las musas callan”.
El contexto, y la idea de que
todo lo nuevo surje de lo viejo, llevan a Trotsky a subrayar la necesidad de no
tirar por la borda el arte burgués, sino a incorporarlo como parte de un
que-hacer de la humanidad. Planteo que ya tiene su historia de discusiones, y
que no es motivo de esta nota revisitarlos. Pero sí destacar la importancia de
su reactualización (¿cuánto en ruptura y cuánto en continuidad con lo existente
surge lo nuevo?).
De todos, entre aquellas
experiencias y reflexiones y hoy ha transcurrido un siglo ya, y otros procesos
de cambio han mostrado que hay veces en que la mayor productividad del arte (de
un arte contestatario, por el cambio social), coincide con el auge de las
luchas populares. Es que los procesos revolucionarios deben enfrentar muerte y
destrucción, pero también, van liberando las posibilidades de expresión,
permiten que el deseo fluya más y acompañan las batallas desde su
especificidad.
Por supuesto, Trotsky está
pensando en la denominada “alta cultura”, y más allá de la validez de algunos
planteos, hoy cuesta mucho más pensar la dimensión cultural sin tener en cuenta
la producción de un arte menor que circula dentro y fuera de los procesos de
organización y lucha por el cambio social.
Así y todo, no dejan de tener
actualidad algunas discusiones planteadas por el presidente de los Sóviets de
Petrogrado, sobre todo aquella que ponen el énfasis en el papel del arte en la
construcción de una nueva sociedad, en el carácter transitorio que puede tener
un tipo de arte en la revolución y en la necesidad de asumir la perspectiva de
transformación social como un proceso para toda la humanidad.
En este sentido, la idea de
un arte proletario es fuertemente discutida por Trotsky, ya que éste pone
énfasis en un aspecto transitorio, puesto que la revolución se propone no sólo
eliminar a la burguesía, sino también a la clase obrera como tal (entendida
como clase no-propietaria productora de plusvalía). De allí la importancia de
construir alianzas con los “compañeros de ruta”, aquellos escritores y artistas
que sin ser revolucionarios pueden marchar junto a la revolución en el camino
de gestar una nueva cultura, que incluye al arte pero los excede, y que
necesita sumir el desafío de superar la “putrefacción y decadencia” del
capitalismo entendiendo que el arte no puede aislarse ni pretender salvarse a
sí mismo.
Más allá de la actualidad o
inactualidad de sus planteos, más acá de los acuerdos o desacuerdos que con
ellos pueda tenerse, resulta fundamental –al menos para la mirada de este
cronista-- recuperar la vocación de las apuestas revolucionarias que
comprendieron que sin nueva cultura no habrá nueva sociedad.
Y ya sabemos: no habrá nueva
sociedad sin luchas (políticas, económicas, culturales), pero por sobre todas
las cosas, no habrá nueva sociedad si no la comenzamos a construir ya desde
ahora.
*Serie de notas publicadas
en la versión impresa de Resumen Latinoamericano durante
2018.