Demagogia
punitiva y empoderamiento policial: ¿Daños colaterales de la
pandemia?
Por Mariano Pacheco*
La
desaparición de Facundo Castro activó los peores fantasmas de la
política bonaerense y nacional. Miradas cruzadas en el oficialismo y
el sobrevuelo rapaz de la oposición.
Son
tres los testigos que afirman haber visto a Facundo Castro ser subido
por dos agentes a
una camioneta Toyota Hilux blanca y negra, doble cabina,
perteneciente a la Policía Bonaerense, el 30 de abril a las tres y
media de la tarde. Había salido de su
casa en Pedro Luro, sin permiso de circulación, para dirigirse “a
dedo” a visitar a ex novia en Bahía Blanca. Por tal motivo
efectivos de la Bonaerense le labraron un acta por incumplir con el
protocolo de aislamiento mientras transitaba por la Ruta Nº 3. Es lo
último que se sabe de Facundo. Pasados más de dos meses y medio, el
joven aún permanece desaparecido. Leandro Aparicio y Luciano
Peretto, abogados que llevan la causa de la familia del joven luego
de que su madre, Cristina Castro, realizara una denuncia el pasado 5
de junio, han asegurado que ya tienen identificados a los agentes
que, según testigos, subieron al móvil a Facundo. Ahora resta poder
abrir
el libro de guardia que les permitiría cerrar la cadena de
responsabilidades y solicitar prisiones preventivas.
El
caso pasó de la Justicia bonaerense a la Federal, luego de que la
primera se declarara incompetente, y la causa ha quedado a cargo del
fiscal Santiago Ulpiano Martínez. Mientras tanto, esta semana, la
Prefectura Naval ha realizado dos rastrillajes, por tierra y agua, en
búsqueda del joven, sin éxito alguno.
Como
sucedió con Santiago Maldonado, quien permaneció desaparecido
durante 78 días y apareció sin vida flotando en un río en 2017,
también aquí comienzan a proliferar versiones, e incluso
declaraciones que siembran dudas y generar confusión. El pasado
martes 14 de julio, de hecho, la Policía Federal obtuvo de una nueva
testigo un nuevo testimonio: la prsona afirmó haber trasladado a
Facundo en su camioneta y dejarlo en la entrada de la ciudad de Bahía
Blanca. También circularon llamados telefónicos con versiones de lo
más disparatadas, que los abogados de la familia denuncian como
pistas falsad que distraen los esfuerzos en la investigación.
Lo
policial, lo jurídico, lo político
Si
bien la causa por “desaparición forzada de persona” sigue su
curso en el ámbito judicial y la Policía Bonaerense ha sido
apartada del caso, es en la distancia entre el derecho y los hechos
donde se juega gran parte de las definiciones políticas en torno a
la ausencia de Facundo, pero también, respecto de las líneas de
gestión en torno a la seguridad.
A
nivel nacional, tanto a ministra de Seguridad, Sabina Frederic, como
el secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, han expresado
públicamente su preocupación y manifestado que el Gobierno no va a
“avalar ni encubrir a ningún policía”. También aseguraron que
se están poniendo a disposición de la Justicia todas las
herramientas del Estado para que Facundo “aparezca cuanto antes”.
Incluso el propio presidente Alberto Fernández, en diálogo con los
bloques opositores de Diputados Nacionales, expresó que “a él
también le preocupa la violencia institucional”. ¿Es suficiente?
Al parecer no, y no sólo para la izquierda y los organismos de
derechos humanos que no simpatizan con la actual coalición
gobernante, sino que el malestar viene en aumento en las propias
filas del Frente de Todos, no sólo por este caso, sino por el nivel
de protagonismo de las policías durante el Aislamiento Social y
Obligatorio por el CODIV 19, ya que el accionar de las fuerzas de
seguridad ha mostrado durante los meses de cuarentena estar muy lejos
de cualquier ideal de seguridad democrática.
El
malestar en las filas oficialistas crece, incluso, debido a
laposición que prima en las altas esferas de la gestión de la
provincia de Buenos Aires. Si bien el gobernador Axel Kicillof se
comunicó en más de una oportunidad con la madre del joven
desaparecido, y expresó que desde el gobierno no iban a encubrir a
nadie, también sostuvo que no pensaban “prejuzgar a nadie”. Pero
por sobre todas las cosas, la figura del ministro de Seguridad de la
Provincia, Sergio Berni, viene axasperando más a propios que ajenos.
Desde sus declaraciones asumiendo posiciones de derecha, hasta
ciertos aspectos que podrían ser caracterizados de “show
mediático” hasta los más recientes dichos sobre este caso. Esta
semana, por ejemplo, declaró que la decisión oficial fue apartar a
la Policía Bonaerense de la investigación, por más de que “no
hay ningún elemento objetivo para pensar en una actuación policial”
(declaración en A24, martes 14 de julio). En el mismo programa
televisivo habló más como “padre” que como funcionario, con el
rango más alto en la competencia vinculada a la desaparición de
Facundo. Y dos días más tarde, en declaraciones ante Radio Mitre,
Berni reforzó: “hasta que la justicia ordinaria estuvo
investigando no había ninguna prueba ni ningún dato objetivo que
involucrara a ningún policía de la provincia”.
Al
revuelo en las filas del oficialismo se suman las ganancias que los
pescadores (y las pescadoras) de la oposición pretenden sacar de
este río revuelto, desde
la ex ministra de seguridad de Mauricio Macri Patricia Bullrich
llamando a la madre de Facundo hasta el comunicado emitido por el
Comité Nacional del radicalismo junto a los bloques de Diputados y
Senadores de la Unión Cívica Radical, quienes alertaron
sobre el aumento de la violencia ejercida por agentes de las fuerzas
de seguridad contra la ciudadanía.
Violencia
institucional y cuarentena
Al
23 de junio se habían registrado en Argentina al menos 23 casos de
gatillo fácil, más de media docena se produjeron en territorio
bonaerense. Por otra parte, fueron 50 las situaciones de violencia
policial y de otras fuerzas de seguridad registradas en los primeros
tres meses de cuarentena, de acuerdo con un informe publicado por la
Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI).
La
primera de las victimas fue Nahuel Gómez, fusilado el
28 de marzo en
Temperley. Le siguieron Lucas Nahuel Verón y Lucas David Barrios,
ambos de 18
años, asesinados por efectivos de la Bonaerense (el primero de un
disparo en el pecho, el 1o
de julio en La Matanza; el segundo recibió 18
balazos, el 30 de mayo en Avellaneda). Alan Maidana, por su parte,
fue asesinado el 24 de mayo en Berazategui por un agente de la PFA.
Cinco impactos de bala recibió Nicolás
Arzamendia, de 23 años, el 18 de junio, también en Berazategui,
quien
cuatro días antes había perdido en Plátanos a su amigo Augusto
Oscar Iturralde, de 25 años, quien murió tras recibir cinco balazos
de un arma disparada por un agente de la Federal. Brandon
romero, de 18 años, fue asesinado de cuatro tiros disparados por un
efectivo de la Bonaerense el pasado 5 de julio en Mar del Plata.
A
estos casos se le deben sumar los de las veinticinco personas
fallecidas en lugares de detención, el resto de casos de gatillo
fácil perpetrados en la Ciudad de Buenos Aires y otros sitios del
país, y la larga lista de episodios de violencia institucional que
no derivaron en muertes, aunque no hayan sido por eso menos graves,
tal como destaca en uno de sus informes el Centro de Estudios Legales
y Sociales (CELS), titulado “Violencia policial en todo el país:
es urgente reformar las fuerzas de seguridad”
(https://www.cels.org.ar/web/2020/06/https-www-youtube-com-watchvjfmvu-aurmo).
Lamentablemente,
éstos no son datos coyunturales, ya que desde
1983 a la fecha las fuerzas de inseguridad del Estado se cobraron la
vida de más de 7.000 personas, en su mayoría jóvenes, y casi 200
permanecen desaparecidas.
Esta
realidad ha llevado a investigadoras universitarias como Sofía
Tiscornia a sostener que, para que esta forma de violencia que
pretende encubrir “falsos enfrentamientos” pueda existir, otras
“violencias más usuales” las tuvieron que ir habilitando (“La
violencia institucional como forma de trabajo e investigación. Una
breve historia”). En ese sentido es que Pita, en su texto titulado
“La violencia institucional. Vox populi y categoría política
local”, haya rescatado que no sea sólo una categoría sociológica
o analítica, sino que sea un concepto que haya contribuido a gestar
una categoría con valor político, es decir, con capacidad de
intervenir en el debate público.
Los
gobiernos pasan, la violencia institucional no
El
8 de mayo de 1987 se produce el asesinato de tres jóvenes por parte
de una “patota” de la Policía Bonaerense, episodio que desde
entonces se conoció como la “Masacre de Budge”. Aunque existían
antecedentes, supo escribir alguna vez el periodista Ricardo
Ragendolfer en este medio, “el caso pasó a la historia como icono
de la violencia estatal en democracia” y, desde allí, el concepto
de “gatillo fácil” se comenzó a popularizar, ya que tristemente
los casos se sucedieron, gobierno tras gobierno.
Como
supieron señalar Oscar Blanco y Emiliano Scaricaciottoli en “Las
letras del rock en Argentina”,
en la década del ochenta la democracia implicaba una “demo-razzia
periódica de jóvenes”, en una suerte de movimiento de
desplazamiento de la represión militar contra la “subversión” a
la represión policial contra la juventud de los sectores populares,
que en muchos casos canalizaba su rebeldía a través de un
“revulsivo” rock poco tolerado por los agentes del orden. De allí
que los edictos policiales, por ejemplo, hacieran estragos entre su
público rockero, y gestaran las primeras manifestaciones contra la
violencia policial. Rock, juventud y sectores populares se cruzarán
en la vida de Agustín
Ramírez, joven militante de las Comunidades Eclesiales de Base,
editor de una revista/fanzine barrial y promotor de los “Fogones”
donde muchachos y chicas de la zona sur del Conurbano se juntaban a
tocar la guittara, quien fura asesinado el 5 de junio de 1988 por la
Bonaerense, en un caso que aún permanece impune.
Fueron,
estos, los casos del radicalismo alfonsinista. Pero no los únicos,
ya que durante la década del noventa, el secuestro del estudiante de
periodismo de La Plata Miguel Bru a manos de la Bonaerense, el 17 de
agosto de 1993, fue el caso más resonante de los años menemistas,
sin dejar de tener en cuenta que también numerosas personas fueron
asesinadas en otros casos de gatillo fácil y –como en los dos
gobiernos siguientes, del radical Fernando De La Rúa y el
Justicialista Eduardo Duhalde-- en protestas sociales, cuyos picos
más altos fueron diciembre de 2001 y junio de 2002.
Las
huellas del terror militar siguieron operando en el conjunto del
cuerpo social, e incluso, fueron doctrina en las fuerzas de seguridad
durante todas estas décadas. Si bien el poder militar perdió peso
en la sociedad argentina, sobre todo desde que fue anulado el
Servicio Militar Obligatorio (tras el escándalo desatado por el
asesinato del conscripto Omar Carrasco), y las fuerzas armadas fueron
nuevamente juzgadas por los crímenes perpetrados durante el
denominado “Proceso de Reorganización Nacional”, incluso en los
primeros años del kirchnerismo el “Circuito Camps” mostró las
esquirlas de su poder de fuego, secuestrando y desapareciendo al
testigo Jorge Julio López, militante de los años ya secuestrado con
anterioridad durante la última dictadura cívico-militar. La
desaparición de Luciano Arruga en La Matanza (2009) y las masacres
de Pergamino, Esteban Echeverría y San Miguel del Monte (2019),
durante la gestión neoliberal de Cambiemos, son otra muestra de esta
constante con variaciones de una policía violenta (la Bonaerense,
pero algo similar se podría pensar de otras bravas policías
provinciales, como las de Córdoba o Tucumán, herederas del
“Navarrazo” de 1974 y el “Operativo Independencia” de 1975).
“La
violencia policial es estructural, la violencia continúa siendo el
ADN de la agencia”, sostiene Esteban Rodríguez Alzueta, quien
agrega que el “carácter
selectivo de la violencia (física y moral) nos está alertando sobre
los criterios discriminatorios (clasistas, racistas y sexistas) que
utilizan a la hora de ejercer la violencia para reproducir
desigualdades sociales”. El autor de “Temor y control. La gestión
de la inseguridad como forma de gobierno”, insiste en que no
se
trata de “sacar la manzana podrida” sino de “cambiar el cajón”
que la contiene. Para el investigador, el
carácter estructural de la violencia policial es un dato que no se
les puede escapar a muchos gobernadores, y por eso advierte que la
tentación de usar a la policía para controlar el territorio es algo
que quedó en evidencia durante la cuarentena, donde muchos
funcionarios apelaron a su despliegue masivo para hacer cumplir una
medida sanitaria. De allí que en “El hombre fuerte”, una nota
dedicada a analizar el accionar del ministro Berni publicada en su
Blog “Crudos”, Rodríguez Alzueta remate: “Esos funcionarios
juegan en el límite haciendo equilibrios muy difíciles, creyendo
que pueden controlar sus efectos con el lápiz de la política”.
*Nota publicada en Revista Zoom
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