#ApuntesdeCoyuntura
Por Mariano Pacheco
El amor no vence al odio, y la discursividad de la política flu flu no hace más que expresar nuestra impotencia frente a una correlación de fuerzas demasiado adversa en términos estratégicos. No se trata de deprimirse, pero tampoco, de encontrar en el derecho-humanismo la panacea de la buena vida. La defensa de la vigencia de una política sustentada en el respeto de los derechos humanos debe ser arma de autodefensa de los sectores populares y sus militancias, frente a una clase dominante incapaz de respetar sus propias leyes, como históricamente lo ha demostrado. Pero ello no debería llevar a confundirnos, y pensar que es posible arribar a la conquista de una patria con justicia social tan sólo haciendo una declaración de buenas intensiones.
El modo en que nuestras bellas almas progresistas se espantan de las acciones que promueven los denominados “discursos de odio” (el modo mismo en que se sobredimensionan dichos discursos) no hace más que expresar la forma en que hemos introyectado la derrota de las apuestas revolucionarias de los años sesenta y setenta durante todas estas décadas de posdictadura.
En primer lugar, parece que nos sorprendemos ante cada declaración o acción de este tipo, tomándolo como algo nuevo. Si bien hay características específicamente actuales de lo que sucede hoy en Argentina (y el resto del mundo), en nuestro país un amplio porcentaje de la población respaldó la dictadura iniciada el 24 de marzo de 1976, como antes habían respaldado el accionar homicida del golpismo antiperonista. Más recientemente, durante los gobiernos kirchneristas también se expresaron contra la figura de Cristina de modo bastante poco amable. La resistencia obrera y armada a la dictadura genocida, la férrea pelea por Justicia y contra la impunidad, los procesos de avance en ampliación de conquistas sociales y ciudadanas, son todos procesos que han convivido siempre con profundas oposiciones, que a veces se expresaron de manera ilegal y violenta, y otras, de forma solapada y legal, aunque no menos violenta, al menos en sus intenciones (recordemos que dictadores y torturadores, como Luis Patti y Antonio Bussi, fueron elegidos para funciones estatales en elecciones democráticas.
En segundo lugar, el discurso del amor vence al odio reduce la política al discurso, pensando que los cambios en favor de las mayorías no irritarán a las minorías oligárquicas, o que éstas entenderán nuestras buenas intensiones y por eso nos respetarán, y no que la política es el modo en que se establecen estrategias y tácticas para cambiar relaciones de fuerzas sociales atravesadas por antagonismos irreconciliables, que toda construcción de hegemonía se respalda sobre la fuerza material de la coersión y que en ese camino, en la historia de las luchas de las y los explotadxs y oprimidxs, el odio de clase ha sido motor de rebeldías, insubordinaciones y desobediencias a quienes se pretendieron siempre amos del mundo y, por lo tanto, de las vidas de los demás. Como decía Ernesto Guevara, el revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor, pero también –recordaba el Che-- el odio es un gran motor de las luchas.
Como también supo decirnos el gran Eduardo Pereyra Rossi, en su poema “Convocatoria”, hay que saber “dar vuelta el pullóver, pegarle al prepotente y escupir en la cara a los que no han sido convocados”. Porque todo proyecto de cambio social es para hacer un mundo donde quepan muchos mundos, pero la experiencia histórica ha demostrado que no hay clase dominante que se suicide para perder sus privilegios. La justicia y la libertad –decía Perón-- no se declama, se conquista, se defiende. Y esa defensa implica confrontación, enfrentamientos. Es inevitable. Ojalá no lo fuera. Por eso Carlón nos convocaba a ser sinceros, pero también, a “amar sin límites y a odiar”.
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