“Los pueblos suelen elegir líderes carismáticos, encantadores y enamorantes porque ese es el modo en el que puede hacer oír su voz”
Por Mariano Pacheco
(Revista Zoom)
Desde
hace tiempo Eduardo Rinesi viene trabajando en el cruce entre política y
tragedia y sus hipótesis guiaron buena parte de sus libros, el no casualmente
titulado Política y tragedia. Hamlet, de
Hobbes a Maquiavelo, pero también Resto
y desechos. El estatuto de lo residual en la política y el más reciente ¡Qué cosa la cosa púbica! Apuntes shakespeareanos
para una república popular, en el que comienza afirmando que le gustaría
abordar “un conjunto de discusiones políticas de gran actualidad y –me parece a
mí—de gran interés entre nosotros”, mientras anuncia que recorrerá en sus
páginas un puñado de obras de William Shakespeare centradas en la historia de
la antigua república romana, enfoque que le permite volver a trabajar sobre la
hipótesis de que el dramático conflicto es un principio constitutivo de la
política y que la tragedia misma se constituye en una potente reflexión
(estetizada y estilizada) sobre lo frágil y precario que tienen siempre
nuestras vidas, o como escribe en este ultimo libro, “sobre el peso que tienen
sobre nuestras vidas un conjunto de fuerzas que son superiores a las nuestras y
que no podemos entender ni controlar”. A continuación, la conversación que el
ex rector de la Universidad de General Sarmiento mantuvo con Revista
Zoom, diálogo en el que la figura de Shakespeare se entrecruza con la
de Cristina Fernández y los tiempos desquiciados de la tragedia Antigua parecen
anunciar los tiempos violentos de la política moderna.
Escribiste
tu último libro durante la pandemia, y llamativamente, lo publicaste unos meses
antes del el intento de asesinato de Cristina Fernadez de Kirchner, pero uno
puede leer con curiosidad frases como la siguiente: “Así la pregunta por las razones de los cuchicheos entre estos jóvenes,
de la elite romana que se reúnen en secreto para planificar el asesinato de un
líder popular, es el complemento necesario de otra pregunta que tenemos que
formular, por las razones de la necesidad de estos mismos muchachos tan
intensos de dar razones publicas de su crimen después de haberlo cometido”. ¿Alguien
podría decir que esto se escribió después de que viste los noticieros de esas
horas tan intensas que vivió la Argentina!
Se podría decir marxiana o borgeanamente,
que se trata de una nueva repetición. Una historia que se ha repetido varias
veces. Ya nos advirtió Marx sobre el grotesco de las repeticiones. Y me parece
que la discusión en Argentina, quizás en toda América Latina durante los
últimos 40 años, se puede dividir en dos mitades casi iguales de tiempo: la de las
dos últimas décadas del siglo pasado, y la de las dos décadas iniciales de este
siglo. En las dos décadas finales del siglo pasado lo que discutimos fue sobre
todo la cuestión de la democracia. Salíamos de dictaduras muy terribles, el
desafío era construir una democracia estable, que nos asegurara que nunca más (esa
expresión tan característica de los 80’), volviera a repetirse el horror que
habíamos conocido. El contrapunto era democracia (que era lo que había que
conquistar y consolidar) y autoritarismo (que era lo que había que evitar). Me
parece que en Argentina, después del gran desbarajuste del 2001, la
recomposición del orden de 2002 (que después se cristaliza en 2003), reaparece
el viejo fenómeno argentino, el fenómeno de un movimiento de características
populistas que alcanza el poder formal en el gobierno del Estado. Un gobierno que
despliega desde allí un conjunto de políticas que uno podría llamar, para abreviar
y no entrar en discusiones, “progresista”, caracterizado por contar con un
fuerte acompañamiento de los sectores populares y con un marcado liderazgo, que
es una característica propia, por otra parte, de los populismos en toda América
Latina. Uno piensa en los populismos clásicos, desde el Varguismo hasta el
Yrigoyenismo, pasando por el peronismo, y
puede ver que son populismos asociados a la figura de un líder carismático.
Cuando uno piensa en los neo populismos del siglo XXI, como el chavismo, o los
gobiernos de Evo Morales en Bolivia y el Kirchnerismo en Argentina, ve
movimientos asociados al liderazgo de una figura muy encantadora que es lo que
quiere decir carismático, etimológicamente. Y en la discusión teórica política
argentina y latinoamericana, durante estas dos primeras décadas del siglo XXI,
a la idea de populismo se contrapuso la idea de república. Si en los 80’ la
palabra democracia estaba positivamente connotada y se oponía a la de
autoritarismo, luego una gran cantidad de sectores del establishment mediático,
y académico empezaron a valorar positivamente la idea de república, para
contraponerla a lo que designaba la palabra maldita: populismo . Sobre el populismo
se escribió un montón. En 2003 Ernesto Laclau
sacó su famoso libro La razón
populista, donde retoma viejas cuestiones que él venía estudiando desde
fines del año 70’. Ese libro es muy interesante y discutible. Ha sido
discutido, pero más allá de todas las sutilezas en los modos académicos en los
que se pensó el primer populismo, cuando
se lo contrapone a la república, es porque se identifica al populismo casi
exclusivamente con uno solo de sus rasgos, el liderazgo carismático de quienes
conducen los procesos populistas. Se contrapone la república a los movimientos
con liderazgos carismáticos fuertes, a la idea de líderes del pueblo.
En ese contexto
apareció hace algunos años un libro, Razones
públicas, de Andrés Rosler, que leí con mucho interés y desencuentro, que
me hizo pensar mucho en cosas sobre las que ya venía dando vueltas en torno a
la idea de república, pero que además me señaló el interés de ir a ver en cómo Shakespeare
pensaba el problema. El libro alude notoriamente a Julio Cesar. Estos muchachos
conjurados, los “copitos romanos” diríamos, que no se llamaban Brenda o
Fernando, sino Casio y Brutto, y que no tenían celular sino sus “cuchicheos”.
Porque el celular vendría a ser la forma contemporánea de los cuchicheos, de
esos conspiradores antiguos que se quieren sacar de encima a un líder popular
llamado Julio Cesar, que no era un tirano, ni había cometido ningún acto que lo
identificara como un tirano, pero que sin embargo estos muchachos decían, y se
decían a sí mismos, para autojustificarse en su acción magnicida: “Es cierto,
no es un tirano, pero el amor que le dispensa el pueblo es tan grande que puede
sentirse tentado a convertirse en un tirano”. Y la tiranía, para ellos, era una
cosa tan terrible que valía la pena llenarle el cuerpo preventivamente de
puñaladas. Lo sacaron, así, violentamente del camino, y después el líder del
grupo conspirador --que se llama Bruto-, da un discurso al pueblo, argumentando
que quiere dar razones públicas de lo
que hizo. De ahí toma Andrés Rosler
el título de su libro, que si bien no dice que está bien que hayan matado a
Julio Cesar, sí es entendible que estos muchachos dieron razones públicas al
pueblo. Lo que uno no puede evitar quedarse pensando después de leer un libro así,
es si no resulta mucho mas interesante, más que andar dando razones públicas de
lo que se hizo, es haber hecho una consulta pública. Estos muchachos saben que no
pueden, que su causa no cuenta con el favor del pueblo, y saben que Julio Cesar
es un líder amado por su pueblo. Por eso creo que en el fondo lo que estos
muchachos no se aguantan es al pueblo. Quiero decir: quienes odian a los
líderes del pueblo y los acusan de una media docena de cosas, que son
básicamente siempre las mismas, en todas
partes y a lo largo de la historia (de quedarse con vueltos, de ser
antipáticos, de tener mal aliento o lo que sea), todas esas imputaciones que se
repiten sistemáticamente contra los líderes del pueblo a lo largo del tiempo, muestran
que en el fondo lo que hay no es un odio al líder sino al pueblo mismo.
¿De
algún modo esa es un poco la tesis central de tu nuevo libro, no?
Claro, en el
fondo, lo que quise plantear es que con la palabra república decimos dos cosas
diferentes. Y esto es una vieja discusión que arranca con Aristóteles, pasa por
la tradición renacentista y llega a los
autores contemporáneos que distinguen una república minoritaria y aristocrática
y una república mayoritarista o popular. Para ejemplificar, podemos recordar
que en la antigua Grecia, Esparta era una república aristocrática conducida por una elite con
buenas leyes mientras que Atenas era una república popular conflictiva y
tumultuosa, como le gustaba decir a Maquiavelo, pero que por eso mismo, a
través de los tumultos iba cambiando
permanentemente sus leyes, para hacerlas cada vez mejores. En el
renacimiento Italiano, el contrapunto es entre Venecia --a la que los italianos
llamaban “La serenísima”, porque era virtuosa y gobernada por buenas leyes y
eran una elite seria-- y Florencia --que era un despelote--. Maquiavelo decían
que prefería la segunda, porque si le daban a elegir enre la tranquilidad de
Venecia y el despelote de Florencia, se quedaba con su ciudad, que
constantemente estaba cambiando sus leyes, gracias a que las luchas del pueblo
se expresaban en las calles. Las repúblicas elitistas, entonces, tienden a ser
calmas y por el contrario, las mayoritarias y populares, tienden a ser
tumultuosas, esa es una característica. Pero además, en las repúblicas
elitistas no hay líderes personalistas y en las repúblicas democráticas o
populares sí los hay. Porque el pueblo, para hacer oír su voz, suele elegir
líderes. Y este no es un fenómeno solo argentino o latinoamericano. Veamos el
ejemplo de Julio Cesar sino, resulta interesantísimo. Y antes del de Julio
Cesar el de Pompeyo, en la antigua Grecia el de Pericles.
Los pueblos
suelen elegir líderes carismáticos, encantadores y enamorantes, porque ese es
el modo en el que puede hacer oír su voz. En cambio las élites no tienen esa
necesidad, porque ellas son la fuerza,
tienen el dinero, los diarios, los
canales de televisión, tienen la tierra. No necesitan líderes. Su poder radica
en otro lado. Y frente a ese poder, muchas veces, los sectores populares no
tienen más remedio que construir una identidad colectiva de la mano de un
liderazgo muy fuerte, y eso es lo que las elites no soportan, y por eso los impugnan.
Eso es un poco lo que intento sugerir en mi libro, escrito tiempo antes de que
ocurriera el intento de magnicidio contra Cristina. Pero desde un punto de
vista más teórico, la tesis fuerte es: no hay una forma de república sino dos. Hay
un republicanismo aristocrático y anti-popular, que no necesita líderes, porque
tiene a las leyes y tiene las relaciones de poder que esas leyes sostienen,
encubren y reproducen, y hay otro tipo de repúblicas, que son las democráticas
o populares, que en general están asociadas a la figura fuerte de líderes
carismáticos, muy amados por los sectores populares. Esas repúblicas
tienen en América latina un nombre que no hay que poner como la contracara de
la república, sino como una de sus formas posibles, y es nombre es populismo.
El populismo es el nombre del republicanismo popular en América Latina.
Y
entre esos liderazgos y el pueblo aparecen las “mediaciones populares”, ¿no? Me
interesaba introducir en la conversación esta discusión, que es un poco de coyuntura pero que tiene una larga
historia. Me refiero a ese tercer elemento, situado entre una sociedad en
movimiento –com se decía en 2001-- y unos liderazgos que expresan multitudes,
esos entramados organizacionales que aparecen en gran medida identificados con
esos liderazgos pero que a su vez
también los tensionan. Y no lo pienso solo en términos de las discusiones más
recientes entre Cristina Fernández de Kirchner y ciertos movimientos populares,
de raigambre territorial y matriz comunitaria que trabajan en el marco de las
economías populares, sino también sobre el protagonismo de las juventudes de
los 70’ y Perón, o incluso antes, entre el planteo de comunidad organizada y
rol del Estado rol, entre sindicalismo y organizaciones libres del pueblo y estatalidad
en el peronismo clásico.
Desde lo que venís trabajando en términos teóricos, ¿te parece que hay algo de esa dimensión de las mediaciones que podríamos pensar?
Me parece que es
necesario pensarlas. Me gusta mucho la pregunta y me parece que da en el clavo
de una cuestión que hoy es fundamental pensar. Quiero retomar lo que veníamos
diciendo para tratar este tema que propones. Hay dos formas de pensar la
república: una aristocrática o minoritaria, otra mayoritaria o popular. La
primera tiene como sujetos a las élites más poderosas y quiere a los sectores
populares de la ciudadanía dóciles y ordenados bajo el imperio de la ley. En la
segunda, en cambio, hacen de esos sectores populares de la ciudadanía el sujeto
de la historia. Con el costo que eso tiene, que son los tumultos, el desorden,
las contingencias de la historia que no siempre se presenta tan ordenada.
Ahora bien: a mi
me gustaría recuperar, para tratar de responder a tu pregunta, la idea de
democracia, como parte de una república popular. Recuperando un sentido muy
preciso de la palabra democracia, que discutimos mucho en los años 80` y que
después dejamos de lado por la consolidación del alfonsinismo y todo lo que vino
después en los 90’, años en los que nos acostumbramos a pensar a la democracia
más como rutina. Pero había una idea con la que el alfonsinismo había
coqueteado y que aparece muy fuerte, ya que vos lo mencionaste, en el 2001, y
es la idea de la democracia como participación. Como participación popular
deliberativa y activa de los sujetos, y muy
específicamente, de los ciudadanos del bajo pueblo, en los asuntos colectivos.
Me parece que hay una diferencia entre la idea del pueblo como un sujeto que
tiene que ser tenido en cuenta como fuerza histórica conducida, en general, por
un líder personalista, carismático y amado por ese mismo pueblo, y la idea --para
mi mucho más democrática-- de ese pueblo como un sujeto activo que construye su
propio futuro común a través de la discusión y de la deliberación, de prácticas
asamblearias, de la contraposición de argumentos, de la elección de abajo a
arriba de sus dirigentes, de la organización
de abajo hacia arriba de las mediaciones. Ahí hay una cuestión para
pensar porque, a mi me disgustan los asesinos de Julio Cesar, pero tampoco
tengo el poster de Julio Cesar en mi dormitorio, y te digo esto porque no me
parece un modo muy virtuoso de la política el que se construye con liderazgos
personalistas fuertes que se sostienen sobre una posición de fuerte pasividad
de ese mismo pueblo. En eso Shakespeare es lúcido y extraordinario, cuando
presenta los diálogos entre ciudadanos, es hasta divertido, porque los presenta
como muy torpes y necios y no porque sean poco inteligentes, sino porque se han
vuelto torpes y necios por una forma de educación política, aociada al punto
luminoso del líder que no les permite a esos sujetos desplegar todas las
potencialidades democráticas. Entonces me parece que deberíamos decir que la república
es también la república de los pueblos que vienen con líderes carismáticos les
guste o no a los gorilas y habría que dar un paso más y decir que esas
repúblicas además de ser populares y democráticas, si propician, generan y
estimulan los canales y generan las mediaciones que alienten la participación
de esos ciudadanos y de todo el bajo pueblo.
Participación
que viene con discusiones y argumentaciones, por más que eso a los líderes no
les guste ni un poquito. Allí tenemos un asunto interesante para pensar, porque
en general los pueblos construyen esas mediaciones como pueden, y no de las
maneras luminosas, transparentes y perfectas con las que las imaginaríamos si
pudiéramos diseñar, como decía el viejo y querido Cooke, con escuadra y tira-línea.
No: esas construcciones se hacen con el barro de la historia, como se puede,
con los dirigentes que se puede, que pueden interesarnos y parecernos más o
menos auspiciosos respecto a la
posibilidad de profundizar esa
democracia. No necesitamos recordar las fuertes competencias que el
sindicalismo representó para el
liderazgo político de Perón y de Nuevo, hay que decir, ¡qué capo
Shakespeare!, porque tiene una claridad tremenda
de este tema en todas las obras, pero sobre todo en Coriolano y en Julio Cesar, esas obras extraordinarias
donde la comprensión que tiene Shakespeare sobre el desprecio que tienen por el
César los tribunos, vale decir, las formas pre-históricas de nuestros
diputados, de nuestros políticos profesionales, de nuestros representantes que
desprecian al líder porque les
compíte y el desprecio es mutuo,
porque al lider no le gustan ni un poquito esos otros personajes que le impiden
la comunicación directa que todo líder aspira tener con su pueblo. Creo que ese
es un asunto importante para pensar, creo que si queremos una república que
además de ser popular sea democrática tenemos que sostener las mediaciones que
los pueblos se van construyendo en su camino, lleno de dificultades,
sinuosidades y de torpezas también. Pero
no vale que cuando los pueblos consiguen construir esas mediaciones y
organización popular, los liderazgos digan que este o aquel dirigente no les
gusta. No vale insinuar que los dirigentes populares se quedan con un
porcentaje de no se que cosa y fiscalizarlo, como se está hacienda ahora. Yo
estoy muy enojado con este gobierno que eligió no fiscalizar la deuda externa,
que es un curro del primer al último dólar, que decidió no fiscalizar el modo
en que se obtuvo esa deuda externa y decidió pagarla, pero ahora está
fiscalizando y llamando incluso a las universidades públicas para que lo ayuden
a fizcalizar a los movimientos populares que este pueblo, golpeado y averiado,
consiguió precariamente construir. Me merecen fuertes críticas esas tendencias
fáciles a despreciar a esos dirigentes y a esas mediaciones populares.
Definitivamente creo que no podemos decirle al movimiento obrero organizado cosas
como “yo trabajo desde chiquita, no vengan a pedir cargos”. Como si hubiéramos nacido ayer y como si no supiéramos que pedir
cargos es también parte de la lucha política. ¿La única? ¡Claro que no! ¿La más
noble? ¡No!, pero es parte también de la política y deberíamos ser capaces de
pensarla con menos prejuicios para aceptar que hay república allí donde el
pueblo es sujeto de la historia, con sus líderes carismáticos, personalistas y
enamorantes, pero también con esas mediaciones, que cuestionarlas no expresan
más que un gesto jacobino, arrogante y poco democratico. La democracia es el
gobierno del demos, con los mecanismos que ese demos va construyendo en su
difícil andar por la historia.