La memoria es un campo de batallas y el cine una de sus principales trincheras.
Por Mariano Pacheco*
Desde su intervención
en el campo cultural, esta película no puede visualizar que es posible (como lo
fue alguna vez) replantear el esquema del orden económico, político, social y
cultural reinante, para abrir espacio de creación de nuevas condiciones. La
falta de recuperación de la identidad política de la militancia, el trasfondo
económico de la dictadura y los debates en torno al concepto de guerra.
Como film que apela a
una estructura y recursos de composición del cine clásico, Argentina, 1985, la película dirigida
por Santiago Mitre está muy bien: las actuaciones, la musicalización, sobre
todo la reconstrucción de la trama judicial como núcleo temático central. Las
canciones interpelan un cierto inconsciente colectivo progresista, que se ve
reforzado por el hecho de que el gran “héroe nacional” (el fiscal Julio
Strassera) sea interpretado por Ricardo Darín. Si bien Peter Lanzani se destaca
en su rol de fiscal adjunto (Luis Moreno Ocampo), las interpretaciones de
Norman Briski (en el papel de Ruso, uno de los grandes guías del héroe) y
Carlos Portaluppi (recordado por gran parte del público como “Dominicci”) en su
papel de Juez, logran sobresalir más allá de sus episódicas apariciones.
Seguramente la parte más endeble de la película tenga que ver con el modo en
que se representan las infancias y adolescencias: sobrecargadas de sentidos
actuales, el pequeño hijo del fiscal y su hermana mayor parecen desenvolverse
con modos más típicos de 2022 que de 1985. De todas formas, el gran problema
del film aparece a la hora de pensarlo como artefacto cultural que interviene
en la producción de sentidos de la sociedad (como se ve que está sucediendo,
con 173.000 espectadores sólo en los primeros dos días).
Procesar
el proceso
Toda producción
artística implica una posición política. En este caso de manera mucho más
explícita, al tomar un hecho de la historia contemporánea del país. Por lo
tanto, las clásicas preguntas sobre qué contar y qué no, y cómo hacerlo, se
tornan aquí fundamentales. Aquí, la audiencia puede quedarse con la amarga
sensación de que Argentina, 1985 podría
haber sido producida en 1990, en 2001 o en 2010, porque toma la historia del
Juicio a las Juntas casi como si no hubiese pasado nada desde entonces.
Se sabe que la memoria
es un campo de batallas y, por lo tanto, los recuerdos, los modos de procesar
el pasado, no permanecen iguales a sí mismos con el transcurso de los años,
sino que se ven atravesados por las luchas sociales, políticas, culturales. Y
el modo en que se hizo en 1985 el Juicio a las Juntas estuvo fuertemente
condicionado por el contexto histórico heredado: el miedo esparcido por el
cuerpo social, cierta necesidad de poner el foco en la violación de los
derechos humanos cometida por los integrantes de las fuerzas de seguridad sin
hacer demasiado hincapié (cuando no negando u ocultando abiertamente) la
identidad política y el proyecto de sociedad de quienes padecieron en sus
cuerpos el accionar terrorista del Estado y una escasa indagación sobre los
motivos económicos, políticos y culturales del golpe del 24 de marzo de 1976.
De ese cóctel de
omisiones, temores y ocultamientos surgió el “Nunca más” y su consecuente
“teoría de los dos demonios”, que ponía eje en el “enfrentamiento” entre
militares que no supieron, no pudieron o no quisieron llevar adelante la
represión estatal con parámetros legales y unas fuerzas guerrilleras que, sin
llegar a torturar, sí secuestraron y mataron. Ese argumento, si así puede
llamarse, se ve reforzado por la idea (que aparece claramente en el film) de
que la Argentina de mediados de la década del setenta del siglo pasado era una
sociedad tomada por la violencia política que había que erradicar y un modo de
hacerlo era a través de la salida de los militares de sus cuarteles.
Lo que no puede leerse
desde esos anteojos con los que se miró al Proceso entonces, es que para 1975
las organizaciones revolucionarias que llevaban adelante la lucha armada
estaban, en términos militares, fuertemente debilitadas, producto de la
represión estatal y para estatal: el “Operativo Independencia” del Ejército en
Tucumán para “aniquilar” a las fuerzas insurgentes del Ejército Revolucionario
del Pueblo (ERP), que se menciona en el film, y los omitidos asesinatos
perpetrados por la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A, que operó
sobre todo contra la izquierda peronista, hegemonizada por Montoneros, quienes
en 1975 padecen un duro golpe al fracasar su intento de copamiento del Cuartel
militar de Formosa (también en 1975, el ERP sufre el duro revés de su fracaso
al intentar copar el cuartel bonaerense de Montechingolo).
Por otra parte, luego
del shock inflacionario de mediados de ese año, al que la clase obrera responde
con numerosas y masivas movilizaciones y un entramado organizacional novedoso
(las Coordinadoras de Gremios en Lucha), las clases dominantes en Argentina no
parecen estar muy dispuestas a poner en discusión su programa de reordenamiento
económico y social. Sobre todo después de la experiencia de las décadas
anteriores. Y aquí radica uno de los puntos más importantes a poder sostener en
cualquier debate sobre aquellos años: la violencia política no comenzó cuando
emergieron en el país puebladas y organizaciones armadas, a fines de los años
sesenta e inicios de los setenta; ni siquiera cuando, durante los últimos años
de los cincuenta, sectores de la clase obrera ejercieron el sabotaje, sino
cuando los militares derrocaron al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón,
a quien se intentó asesinar, junto con otras acciones tremendamente violentas
como secuestrar el cadáver de Eva Duarte y mantenerlo clandestinamente
enterrado por una década y media; o fusilar civiles y militares ilegalmente; o
bombardear la Plaza de Mayo en pleno día; o torturar en cárceles, asesinar y
obligar al exilio a opositores políticos; o hacer desaparecer militantes; o
intervenir militarmente los sindicatos; o, simplemente, proscribir al
movimiento político mayoritario del país. Todas esas acciones desataron luego
el ejercicio de una contra-violencia popular que buscó abrir nuevamente caminos
para democratizar la sociedad argentina, en algunos casos, y, en muchos otros,
sostener una apuesta por revolucionar las bases mismas del modo capitalista de
organizarla.
Cuando esta trama del
contexto queda excluida de los testimonios singulares de quienes padecieron la
represión, como sucedió en 1985 con el Juicio a las Juntas y como queda
expresado en el film dirigido por Santiago Mitre, nos queda una colección de
relatos individuales del terror. Y sabemos: el terror paraliza, funciona como
fantasma que acecha como una pesadilla el cerebro de los vivos.
Cepillar
la historia a contrapelo
Queda tal vez como
ejercicio de quienes se dedican al cine ayudarnos al resto de los mortales a
llevar adelante el ejercicio de imaginar otros modos posibles de abordar
acontecimientos históricos de envergadura teniendo en cuenta las discusiones y
producciones que una sociedad se da a sí misma sobre esos mismos acontecimientos
con el paso del tiempo.
Lo que no podemos dejar
de mencionar aquí es la importancia que tuvieron en el imaginario social de
quienes habitamos este país las numerosas producciones cinematográficas
(documentales y de ficción), los libros, las investigaciones periodísticas y
académicas, la confección de archivos testimoniales y la recuperación de textos
teóricos, panfletos, documentos de discusión política de la década del setenta,
incluyendo los de la última dictadura cívico-militar.
El film no parece reparar
en nada de esto a la hora de abordar ese juicio, ni tampoco la discusión
política que atravesó a la sociedad argentina (o amplias franjas de ella al
menos) en estas décadas recientes. Ya era una discusión, incluso en 1985,
cuáles habían sido los sentidos del golpe de 1976, su contexto previo y sus
consecuencias. Basta leer la “Carta abierta de un escritor a la Junta militar”,
redactada por Rodolfo Walsh durante el verano de 1977 y dada a conocer en marzo
del mismo año, para trazar una radiografía del autodenominado “Proceso de
Reorganización Nacional”; auto-denominación que suele ser condenada por el
progresismo sin reparar en la importancia que tuvo en tanto declaración
explícita de intenciones de los sectores de poder, puesto que sí, ese “Proceso”
fue una dictadura que ejerció el más despiadado terrorismo de Estado, pero no
por el hecho mismo del ejercicio de la violencia (“perversión moral”) sino por
su claro objetivo político: para reorganizar la nación sobre nuevas bases
(momento de inicio del modelo neoliberal que luego va a consumarse plenamente
durante el menemato).
Un
arma cargada de futuro
Si algo tuvo la
generación del setenta fue la vocación de cambiarlo todo y, para ello, la
de abandonar los lugares de comodidad (y no me refiero aquí a una cuestión
social, ni tampoco a un “afán sacrificial”, sino a la incomodidad de tener que
pensar un accionar capaz de garantizar una eficacia transformadora).
Una comodidad que
parece haberse instalado en estos años y que nos imposibilita muchas veces
pensar. Pensar, por ejemplo, para poder procesar el debate sobre la violencia
política, tema tabú si los hay en los marcos de esta democracia de la
desigualdad que heredamos tras la derrota de las apuestas de los setenta por
revolucionar la sociedad. Hubo algunos intentos, sí, hace ya más de una década,
cuando varios intelectuales críticos salieron al cruce de aquellas confesiones
de invierno del cordobés Oscar del Barco; con los testimonios del juicio por la
“Contraofensiva montonera”, para citar dos ejemplos emblemáticos. Pero parece
un hecho que es una discusión que cuesta abordar, sobre todo, a niveles de
amplitud social, más allá de los ámbitos militantes.
Si la memoria es
efectivamente un “campo de batalla”, como sostuvo el pensador italiano Remo
Bodei, las miradas retrospectivas deberían poder trabajar no sólo sobre
los hechos del pasado sino incluso sobre los modos mismos de ejercitar la
memoria. En este caso, el “Nunca más” como emblema del Juicio a las Juntas,
pudo encerrar en 1985 el sentido de nunca más a la represión como la que
desplegaron los militares entre 1976 y 1983. Ese parece ser el pliegue
consciente, el más evidente, detrás del cual se oculta uno inconsciente (menos
evidente y quizás por ello más poderoso): ese que sostiene el terror después del
terror, para advertir que todo desborde será nuevamente tratado de un modo
aleccionador.
Por eso el Juicio a las
Juntas y el prólogo de Ernesto Sábato al Informe de la CONADEP, se
entretejieron con el ovillo liberal que tuvo como producto final esa “teoría de
los dos demonios” que obturó pensar el protagonismo popular en épocas
nacionales de dictaduras y en contextos internacionales de revolución,
desconociendo aquella máxima foucaultiana que sostiene que, aun en tiempos de
paz, estamos en guerra los unos contra los otros, porque un frente de batalla
atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de
nosotros en un campo o en otro. Acorde con los tiempos consensuales, la
afirmación de que “no existe un sujeto neutral”, porque siempre,
necesariamente, “somos el adversario de alguien”, sostenida por Michel Foucault
en La guerra en la filigrana de la paz, fue descartada de plano durante
estas décadas, en donde el ejercicio de la violencia se produce siempre contra
los sectores populares.
Pero parece ser el tema
tabú de nuestras democracias. Por eso no quisiéramos dejar de preguntarnos,
como Jorge Jinkis lo hizo hace ya años en su ensayo titulado Inclemencias (recopilado
en su libro Violencias de la memoria),
si no hay algo de los vencidos, de su identidad singular y contradictoria, que
se pierde al esquivar el uso de la palabra guerra. Para el psicoanalista
argentino, el hecho de que los militares hayan usado esa palabra para
justificar una matanza que tuvo una amplia masa de civiles cómplices no debería
implicar necesariamente la negación de que hubo un enfrentamiento y que parte
de quienes se enfrentaron (las fuerzas insurgentes) sostuvieron una estrategia
de guerra (popular, revolucionaria). “Hubo una guerra aunque también haya sido
una matanza”, insiste Jinkis, para aclarar enseguida que reconocerlo no
empareja “bandos” ni iguala nada con nada.
Por las asimetrías de
poder entre los bandos enfrentados –la maquinaria terrorista del Estado
Militar, incluyendo la poderosa alianza civil sobre la que se sostenía, y el de
los sectores populares en lucha, incluyendo sus “organizaciones armadas”–, en
parte, pero en gran medida por la “operación de victimización” que el
“alfonsinismo” –y la “clase política” en general–, el “sindicalismo
sobreviviente”, las “empresas periodísticas”, los “intelectuales” y gran parte
de la sociedad realizaron sobre la figura de la militancia de la década
anterior, la idea de que el conflicto social sostenido durante dos décadas
había desembocado en un enfrentamiento que se encontraba a las puertas de una
guerra civil comenzó a ser borrado del horizonte de los debates de la
época.
Visto desde esa óptica,
entonces, el “Nunca más” del Juicio a las Juntas no es pronunciado sólo
respecto del “terrorismo de Estado”, sino también del deseo revolucionario.
Considerado totalitario, ese deseo, esas apuestas de transformación
revolucionaria de la sociedad, son colocadas en el lugar del Otro Terrorismo.
Así, la fórmula “recordar para no repetir” –tal como señala Eduardo Grüner en
el prólogo al libro de Jikins antes mencionado–, no es sólo una mala teoría de
la repetición –ya que al poder no le interesa solamente reprimir, sino y sobre
todo producir– sino que esa fórmula, dicha desde el poder, puede ser también –y
sobre todo– una amenaza: “Recuerden que ya sucedió una vez, no vaya a ser que
les suceda de nuevo”.
Argentina,
1985,
desde su intervención en el campo cultural, parece quedar presa de esa
cosmovisión, la que no puede visualizar que es posible (como lo fue alguna vez)
replantear el esquema del orden económico, político, social y cultural
reinante, para abrir espacio de creación de nuevas condiciones. ¿Debemos sentir
tanto orgullo entonces de ese Nunca Más? Pasado del trauma, presente del
síntoma; ojalá no sea una severa advertencia hacia adelante. Las nuevas
generaciones tendrán la última palabra. Como decía Roberto Arlt: que el futuro
diga.
*Nota publicada en el portal
Tierra Roja en octubre 2022.
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