“¿Para qué escribo? Muy simple. Para que esos posibles lectores que se me parecen contribuyan al movimiento que los arranque y me arranque de la humillación. , para superar ese nivel de casi país que padecemos y para que nuestra literatura sea algo completo…”.
David Viñas,
Las malas costumbres (solapa)
En 1964 David Viñas publica su disruptivo libro Literatura argentina y realidad política. De allí en más, ni la literatura, ni la historia, ni la crítica en Argentina se leerán del mismo modo. Es el mismo año en que José Luis Manguieri funda La rosa Blindada, emblemático proyecto político-editorial que toma el nombre del libro homónimo de poesía de 1936 escrito por Raúl González Tuñón –nombrado “Director de honor” por el colectivo editorial– en homenaje a la insurrección masacrada de los mineros de Asturias, ocurrida en España en octubre de 1934. Para entonces, desde hacía una década ya Viñas venía publicando novelas, y un año antes había publicado ese magistral Manifiesto que figura en la solapa de su único libro de cuentos, Las malas costumbres (casi podría decirse que los cuentos acompañan la solapa). También había fundado y dirigido, junto a su hermano Ismael, la emblemática revista Contorno (1953-1959), de la que participaron –entre otros– León Rozitchner, Oscar Masotta y Adelaida Gigli; revista que en su Nº 2, de 1954, rescata la figura de Roberto Arlt.
Tuñón y Artl, el legado y el parricidio
Arlt murió joven y como un maldito entre
los malditos. O en los bordes heréticos de las iglesias literarias. Tuñón, se
sabe, apadrinó a Juan Gelman, y luego, al Cuarteto Cedrón.
Pero eso sucedió antes de que el Río de la Plata se transformara en una marea de muertos sin sepultura, y antes de que el deseo revolucionario se extinguiera de nuestra sociedad. Lo que vino después del “Plan Cóndor” es archi-conocido: la teoría de los dos demonios, el reconocimiento de escritores militantes, emblemas de la cultura de izquierda, sólo como “poetas”, “periodistas” y “escritores”. Así y todo, personajes como los de Rodolfo Walsh, Francisco Urondo y Haroldo Conti no dejaron de acompañar a nuevas generaciones, pero más como figuras que como expresiones de proyectos estético-políticos a revisitar. Tuñón murió en 1974, pero Viñas nos acompañó hasta bien entrado el siglo XXI, molestando siempre, con su zumbido de moscardón inasimilable a la cultura de posdictadura.
Entrevistas
2018: como en el viejo zaping, pero ahora en youtube. Busco “Viñas”, “David Viñas”, “entrevistas”. La lista de reproducción larga varias posibilidades. Ya las he visto todas, en distintos momentos, pero cada tanto –en alguna noche de desvelo– suelo volver a mirar algunas.
1995: Viñas participa de una charla en
la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad
Nacional de La Plata. Gente sentada en sillas, muchas pibas y pibes jóvenes en
el suelo. Numerosos carteles colgados con rostros de otros jóvenes, pero protagonistas
de las coyunturas acontecidas veinte años atrás. Están desaparecidos, entonces
y ahora. Tal vez alguno haya aparecido (su cadáver en realidad) producto del
trabajo realizado por el Equipo Argentino de Antropología Forense. No lo
sabemos. Lo que sí sabemos, porque ha quedado registrado en una cámara
filmadora, es que Viñas liga el rostro de esos militantes con los de sus hijos,
también desaparecidos por el Terrorismo de Estado. David nombra a María y
Lorenzo Ismael Viñas y luego a Víctor Choque.
¿Quién se acuerda de Víctor? De Cabezas
muchos. Es que José Luis era fotógrafo, y su nombre fue mencionado durante
mucho tiempo, cada día, en los noticieros de Canal 13. “No se olviden, de José
Luis Cabezas”, repetía a diario Santo Biassatti con rostro adusto. Pero de
Víctor no. Se olvidaron rápido los medios hegemónicos. Pero entonces Viñas lo
recordó. Había muerto hacía poco tiempo. Y David lo puso en serie con sus hijos
detenidos-desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar. ¿Hizo mal?
Poco importa. Lo que importa es su coherencia.
Víctor Choque fue un obrero de la
construcción, salteño, asesinado en Ushuaia el 12 de abril de 1995, justo dos
años antes de que Teresa Rodríguez fuera asesinada cuando pasaba por las
cercanías de un piquete en Cutral Có. Son los años cínicos, los años del
Menemato, según supo tempranamente caracterizar, y nombrar, David Viñas, el
hombre que desde la literatura y la crítica había trazado un hilo invisible
entre los indios, los gauchos, los cabecitas negra, los subversivos, es decir,
entre todos aquellos asesinados por esa “constante con variaciones” que fue la
“violencia oligárquica” en Argentina. Estamos “en ejercicio de la memoria”,
insiste David. Y recuerda también a los fusilados en la Patagonia Rebelde en
los años 20; a los fusilados en José León Suárez, a mediados de los años 50 y a
los asesinados durante el Cordobazo, ya finalizando los años sesenta. Todas
secuencias del siglo XX.
2017: releo un libro de Viñas, tras
haber realizado un ejercicio viñesco: leer con atención el diario La Nación. Luego escribo: fines de la
década del ‘50 del siglo XX, Viñas escribe Los
dueños de la tierra. Fines de la década del ‘90 del siglo XIX. David sitúa
el inicio del relato de su novela. Dos personajes discuten sobre “la mejor manera
de cazar indios”. “Como si fueran guanacos o cualquier cosa”, dice uno. Porque
“matar era como violar a alguien. Algo bueno”, comenta otro. El relato avanza,
y las frases pronunciadas resuenan desde el fondo de la historia en esta cruda
realidad del siglo XXI. “¿Nosotros venimos aquí a divertirnos o qué?”.
El interrogante es del libro de Viñas,
no de la “Revolución de la alegría” que, a través de la Gendarmería Nacional,
ha detenido-desaparecido al joven trabajador de la economía popular Santiago
Maldonado.
Meses después aparecerá el cadáver de
Maldonado flotando sobre un río. Nuevas operaciones mediáticas, políticas,
judiciales. El veredicto final determina que Santiago se ahogó mientras cruzaba
el río, sin padecer su cuerpo violencia previa. Para muchos la prueba de que
seguimos en democracia. Ergo: ya no se cometen delitos de lesa humanidad. Para
otros tantos la autopsia no cambia algo sustancial: Maldonado escapaba de una
represión (ilegal), desatada por Gendarmería Nacional. El artesano estaba en el
sur del país junto a la comunidad mapuche que resiste el avance represivo del
Estado argentino que toma la Ley Antiterrorista (aprobada durante el anterior “gobierno
progresista”) para “inventarse” ese nuevo enemigo público. Ese mismo Estado que
casi un siglo y medio atrás recorrió similares latitudes en una campaña que
denominó del desierto, pero resulta que ese desierto lo habitaban los indios,
tan condenados entonces como hoy.
“Era famoso en toda esa parte de la
Patagonia. Bond. Y cuando esos animales -o lo que fuera- caían, él los golpeaba
hasta que agacharan la cabeza, no miraban más y quedaban completamente
oscurecidos como su propia piel”, leo en la novela de Viñas, quien agrega: “lo
que molestara tenía que ser eliminado”.
Las mismas tierras patagónicas en donde
semanas después, en una nueva represión a las comunidades mapuches, la
Prefectura Nacional asesina a Facundo Nahuel, otro joven, trabajador de la
economía popular (menos reivindicable por nuestras bellas almas progresistas,
al parecer, porque no era blanquito y capitalino como Maldonado): las mismas
latitudes en donde hace casi un siglo atrás el Estado exterminaba trabajadores
criollos, de Argentina y de Chile, y también, inmigrantes. Esos que le habían
salido como tiro por la culata en los planes de Don Faustino, el Sarmiento que
había promocionado que pobláramos el “desierto” con gente de bien, europeos, no
negros de mierda –como ahora– venidos de países cercanos, o de tierras tan
lejanas que no sabemos ni ubicar en el mapa. Entonces vinieron europeos, sí,
pero resulta que esa gente de bien no era tan de bien, al parecer. Eran
anarquistas, hombres y mujeres de espíritu libertario, no iguales pero
parecidos a los gauchos e indios que en malones y montoneras se habían
resistido a la captura operada por el Estado en su búsqueda por transformarlos
en ciudadanos de la república burguesa, es decir, en fuerza productiva para el
capital.
2018: sigo viendo videos. Los años van
variando, la actitud de Viñas no. Aparece más joven o más viejo, siempre con bigotes,
voz decidida, intervenciones punzantes.
Viñas con cincuenta y pico, durante el
exilio mexicano; Viñas viejito ya, más de ochenta años, meses antes de morir,
contando que está metido en un proyecto para fundar una nueva revista sobre
temas latinoamericanos. Lamenta que en Argentina no exista ninguna biblioteca
donde poder investigar seriamente sobre literatura Latinoamericana.
Viñas cultiva siempre la incomodidad
como posición existencial. David es una gran figura ampliamente reconocida y
con trayectoria en el campo cultural argentino; ya rechazó unos años antes la
beca Guggenheim; ya se le reconoce el mérito de haber acuñado el concepto de
menemato; ya fue candidato a intendente de la ciudad de Buenos Aires por una
lista de izquierda. Tiene setenta años y va a participar de una mesa sobre
“intelectuales y política” del programa “Los 7 locos”, que se emite por la
televisión pública. Un breve extracto de ese programa se hizo luego famoso porque
Beatriz Sarlo se indigna en un momento y se va. El extracto se viralizó bajo el
nombre de “El antecedente de `Conmigo no, Barone`”, pero lo sustancioso de la
intervención de Viñas no está allí, sino en otra parte del video. Es 1995,
mitad de la “década perdida”, la “segunda década infame” o como se quiera
llamar a ese doble mandato de Carlos Saúl Menem en la presidencia de la Nación.
Viñas, impoluto, les dice en la cara todo lo que les tiene que decir a quienes
comparten mesa con él. No se ruboriza, no se acobarda, no da tregua ni hace
concesiones. Es un buen ejemplo de cómo debería entender un intelectual crítico
que tiene que posicionarse frente a una cámara de televisión.
Viñas aclara que se debe distinguir
entre intelectuales críticos y sumisos. Es interrumpido por la conductora, que
le dice que no cree haber invitado gente sumisa a su programa. Y Viñas vuelve a
la carga, e insiste en que se siente abrumado por la presencia de tantos
funcionarios. Hace un paréntesis a su alocución para señalar que en un lugar
llamado “Los siete locos” la escenografía está compuesta por personas a las que
les falta la cabeza, cuando la locura tiene que ver con la cabeza y no con los
pies. “Todas parejas heterosexuales”, remarca, y agrega: “yo que participo
activamente en la homosexualidad me siento discriminado”. La conductora intenta
conciliar, pero Viñas insiste en que no se reconoce como colega de quienes
están en esa mesa, algunos de los cuales han pasado del menemato a la Alianza.
Y recuerda que a mayor riesgo de crítica, mayor riesgo de sanción. Cita los
nombres de Rodolfo Walsh, de Silvio Frondizi y de John Willian Cooke. La
conductora se impacienta. Viñas no retrocede. Rescata su derecho a definirse
por la discrepancia. “¿Nada más?”, lo increpa la conductora. “Y nada menos”,
agrega Viñas, quien remata: “decir No es empezar a pensar”.
El video sigue. Hago una pausa y me
levanto a buscar ese libro que publicó cuatro décadas antes de asistir a ese
set televisivo. Releo Los dueños de la
tierra y encuentro esas líneas que había ido a buscar; esa frase que tanto
me gusta y que pongo en serie con sus dichos en “Los siete locos” para cerrar
estas líneas de homenaje al gran intelectual irreverente; extracto de su novela
de 1957 que dice así:
“Y era bueno poder ver a los enemigos,
si hasta era saludable poderlos odiar enteramente, como un ojo mira
redondamente a un blanco. Es que ese odio sí que se lo sentía con de esa forma
total, resultaba placentero, no incomoda, llenaba el cuerpo y lo sostenía a
uno. Hasta adquirían importancia y su verdadero valor los enemigos y uno se
definía a partir de ellos. `No` a lo que comen, `no` a lo que leen, `no` a lo
que tienen metido en la cabeza…– le había dicho Yuda”.
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