Por Mariano Pacheco*
A seis años de
su partida, un texto para rescatar a Ricardo Piglia, el escritor y crítico
literario argentino que construyó pacientemente su obra a lo largo de medio
siglo y hoy es referencia internacional, pero por sobre todas las cosas,
“maestro” de nuevas generaciones.
“Tristeza de las
generaciones sin `maestros`. Nuestros maestros no son sólo los profesores
públicos, si bien tenemos gran necesidad de profesores. Cuando llegamos a la
edad adulta, nuestros maestros son los que nos golpean con una novedad radical,
los que saben inventar una técnica artística o literaria y encontrar las
maneras de pensar que se corresponden con nuestra modernidad, es decir con
nuestras dificultades tanto como con nuestros difusos entusiasmos”. La frase es
de Gilles Deleuze, y se refiere a la importancia que Jean Paul Sartre tuvo para
toda esa generación de filósofos que se formó en Francia después de la Segunda
Guerra Mundial.
Algo similar
podríamos pensar, en el terreno de las letras nacionales, sobre Ricardo Piglia,
ya que numerosas cuestiones le debemos sus lectores. Entre otras, habernos
transmitido un modo de leer. Un modo de leer la literatura argentina, pero
también, los vínculos entre crítica y ficción, para decirlo con las palabras
con las que titula uno de sus libros de entrevistas. Y el hecho de poder
salirnos de esa dicotomía que separaba preferencias literarias a partir de las
posiciones políticas de los/las autores/autoras.
Fue Piglia
quien durante décadas insistió en el deseo de romper la disyunción Borges/
Arlt, y quien, rescató del propio Borges eso que caracteriza como una invención
de éste, (“ficción especulativa” o
“literatura conceptual”) para
continuar él mismo de modo magistral. Toda
la obra de Piglia puede leerse en realidad como un cruce, una tensión entre la “herencia
Arlt” y la “herencia Borges”, y eso aparece a veces en textualidades diferentes
y otras veces de un modo entremezclado en un mismo libro. Y cuando decimos
herencia Arlt y la herencia Borges, no nos referimos sólo a las figuras
autorales, ni siquiera a sus propias obras, sino incluso a algo mucho más
profundo, que son esos modos en que cada uno entendió y llevó adelante una
práctica determinada de la literatura, e incluso del periodismo.
Finalmente, a Pglia, le
debemos otras dos grandes cuestiones: un personaje entrañable como Emilio Renzi
(nombre que toma de su largo y extenso nombre: Ricardo Emilio Piglia Renzi), y
un conjunto de tomos (tres, en total), de aquella gran máquina textual que son
los Diarios de Emilio Renzi, donde el límite entre
crítica y ficción es llevado al extremo (al punto de que su propia
autobiografía intelectual no lleva como nombre de autor el que utilizó para
firmar sus libros, sino ese otro que dio vida a su principal personaje
literario). Allí podemos leer no sólo como Ricardo Piglia se formó como
escritor, crítico, personaje de la vida cultural argentina, lector, sino
incluso, cuáles fueron las coordenadas político-culturales que marcaron la
educación sentimental de toda una generación.
Un rojo amor
Partícipe
activo de la revista Los libros en
los primeros 70, y luego –ya en dictadura, donde firmaba sus notas como Emilio
Renzi– Piglia también integró la –hoy emblemática y extinta– revista Punto de Vista.
Los libros es quizás hoy una publicación menos
conocida para el público amplio, aunque gracias a la gestión González de la
Biblioteca Nacional podemos contar con una cuidada edición facsimilar de todos
sus números compilados en cuatro tomos. La revista nace, crece, se desarrolla y
decae al compás del auge y la declinación de las luchas populares de masas en
Argentina que pujaron por la revolución (sea en concepción peronista o
socialista, o de un mix de ambas en la denominada corriente del “socialismo
nacional” del “peronismo de izquierda”). La publicación se lanza un mes después
del Cordobazo (junio de 1969) y deja de salir un mes antes del último golpe de
Estado (febrero de 1976). Su devenir como publicación cultural no puede
pensarse al margen de la coyuntura política, puesto que es un proyecto marcado
por la perspectiva de realizar una crítica política de la cultura
contemporánea. Algunos puntos de inflexión: el N° 8 (mayo de 1970), cuando el
subtítulo deja de ser “Un mes de publicaciones en Argentina y el mundo” para
dejarle paso al “Un mes de publicaciones en
América Latina”; el N° 21 (agosto de 1971), cuando la revista comienza a
autofinanciarse y deja de depender de la editorial Galerna; el N° 27 (julio de
1972), donde las diferencias en torno a cómo entender el peronismo y la
apertura electoral en puerta provoca el alejamiento de la dirección de la
publicación de Héctor Schmucler (fundador de la revista), Germán García y
Miriam Chorne, dando paso en la conducción del proyecto al “triunvirato
maoísta”: Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano; y, finalmente, el
N° 40, donde se cristalizan las diferencias entre Sarlo-Altamirano, del Partido
Comunista Revolucionario (PCR), por un lado, y Piglia, de Vanguardia comunista
(VC), por el otro, respecto a la caracterización del gobierno de Isabel
Martínez, que terminan con el alejamiento del autor de Prisión perpetua
de la revista. Tal como señaló Diego Carames en su tesis de licenciatura –Los
años modernos de la teoría. Punto de vista y la génesis del “intelectual democrático”
(1978-1986)–, a diferencia de Punto de vista, donde
el “triunvirato” defiende “el espíritu crítico” y el “derecho a la
divergencia”, comenzando a construir aquello que años más tarde podrá
denominarse como la figura del “intelectual democrático”, en Los libros la forma de leer y entender la relación entre la
serie política y la serie cultural, todavía está marcada por el horizonte de
época, es decir, por las posibilidades de la revolución (económica, política,
social… y en el caso del maoísmo, con especial énfasis, cultural). “Estamos de acuerdo en que la política debe ser el
centro de todo trabajo intelectual”, sostienen en marzo-abril de 1975, aun
perteneciendo a dos organizaciones distintas y no siendo –Los libros–
una revista partidaria. Por supuesto, la figura del “intelectual
revolucionario”, en sus diferentes versiones, aun es predominante, porque no es
posible pensar la “serie cultural” y la “serie política” de modo escindido,
porque --tal como subraya Caramés-- aún no se ha concretado la derrota
histórica de los sectores populares.
Si
bien Piglia, en ese período de la revolución, ya había publicado algunos libros
de cuentos –La invasión (1967) y Nombre falso
(1975)– su primera novela, Respiración artificial, es de
1980. Allí Piglia trabaja de un modo magistral el vínculo
literatura-historia-crítica-política. Tópicos que retornarán con fuerza en El camino de Ida (2013), su última novela, donde Renzi
aparece como un personaje de primera línea. Si bien Emilio está presente en
otras novelas –La ciudad ausente (1992), Plata quemada (1997) y Blanco nocturno
(2010)–, es en la primera y en la última en donde el personaje juega un papel
central, sobre todo, en cuanto a su capacidad para anudar los tópicos de
literatura, historia, crítica y política.
El porvenir es largo
Recuperar la obra de Piglia con rigurosidad implicaría al menos escribir
un libro entero, como lo hizo el cubano Jorge Fornet, con su El escritor argentino y la tradición, o al menos un extenso
número de revista, como lo hizo la Biblioteca Nacional con aportes diversos en
2015 con “El arte de narrar. Variaciones sobre Ricardo Piglia”, el Nº 15 de La Biblioteca. Aquí, en este breve texto, nos propusimos tan
sólo rescatar algunas aristas de su obra y su recorrido, para intentar contagiar
el entusiasmo por su lectura, no sólo por el disfrute mismo de leer a un gran
ensayista y narrador, sino también porque –más allá y más acá de la crítica y
la ficción-- Piglia es un autor que contribuye con su obra, como pocos, a
procesar el modo en que podemos definir nuestra posición cultural actual. El
porvenir de la crítica literaria, del ensayo, seguramente deberá partir de una
apuesta que Piglia supo definir como al pasar, no en un texto crítico ni
ensayístico, sino en su novela Blanco
nocturno: “copiar-adaptar-injertar-inventar”, tal la apuesta por avanzar en
aquello que él mismo caracteriza como la línea de la “mecánica nacional”.
Si hoy, de algún modo, nos encontramos ante el desafío de tener que
reinventar, de volver a entretejer los vínculos entre política y literatura, no
podemos hacerlo sin revisitar, una y otra vez, las cuestiones piglianas (que
son muchas, y profundas, de allí la ardua tarea).
Porque en gran medida nos encontramos ante una vacancia
político-intelectual que es necesario colmar, es que los trabajos de Piglia
resultan fundamentales para las nuevas generaciones de escritores, escritoras,
críticas, críticos, ensayistas.
Porque aportar, desde cada trinchera específica, a la
gestación de una crítica política de la cultura contemporánea que libre una
batalla contra el conformismo y se plante desde ciertos principios estéticos,
éticos y políticos, requiere procesar el archivo nacional de un modo creativo,
dando cuenta de los nuevos tiempos, pero –sostenemos— manteniendo encendido el
empecinado fuego de ciertos principios que guiaron el accionar –político,
literario, intelectual— de mujeres y hombres de generaciones anteriores, como
la de Piglia.
“El profesor, por ejemplo, era un hombre de principios.
Mejor dicho, le digo, era un hombre de principios. Especie también rara en
estos tiempos. ¿Qué tenemos sino los principios para sostenernos en medio de
toda esta mierda? Fue una de las cosas que me dijo esa noche que pasó conmigo
en casa, el Profesor. Tenía fe en las abstracciones, le digo, en eso que
comúnmente uno llama abstracciones. Las ideas abstractas lo ayudaban a tomar
decisiones prácticas, con lo cual, le digo a Renzi, dejaban de ser ideas
abstractas”.
El diálogo precedente es de Respiración
artificial. Tres décadas más tarde, con otras palabras, Piglia
volvió –a través de Munk, personaje de la novela El camino de Ida-- a resituarnos en el mismo dilema, cuando éste se pregunta: ¿cómo
ligar el pensamiento a la acción?
Tal
vez aquí valga la pena recordar las palabras que Lenin escribió en el ¿Qué hacer?, al insistir en que no era una labor “de papel”,
ni “de gabinete” desarrollar una intervención intelectual. Como una plomada o
un andamio en una obra en construcción, también aquí podríamos pensar a la
literatura en la genealogía leninista de la prensa: no en tanto “panfleto” de
“propaganda” (aunque estos también hagan falta), sino en tanto que la
literatura permite desarrollar la imaginación y, por lo tanto, ampliar el campo
de posibilidades de pensamiento y acción. O, para decirlo con las palabras que
el propio Piglia escribió en uno de sus textos del libro Formas breves,
porque la literatura “permite pensar lo que existe, pero también, lo que se
anuncia y todavía no es”.
* Nota publicada en Revista Zoom