Por Mariano Pacheco *
¿Cómo no hacernos eco de
frases como “nuestra intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios
en la sociedad que nos rodea” o “nos colocamos al lado de quienes quieren
cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre
tiene de sí mismo”? Ambas frases pertenecen a su clásico libro de posguerra, ¿Qué es la literatura? Situation II,
publicado por primera vez en París en 1948 por la emblemática editorial
Gallimard, y en buenos Aires en 1950 por editorial Losada.
Este es el libro en el cual
también se arroja esa otra frase canónica: “¿Cómo –dicen– es que eso de
escribir compromete?”. El compromiso del escritor, he aquí el inicio de un mal
entendido. Porque más allá de su posición personal durante los años sesenta y
setenta (su visita a la Cuba revolucionaria, junto a Simone de Beauvoir; su prólogo
a Los condenados de la tierra de
Frantz Fanon; su rol durante el mayo francés; sus discursos a los obreros en la
puerta de la fábrica Peugeot –subido a un barril– mientras se desarrolla un
conflicto sindical, por marcar sólo los hitos más conocidos, más destacados),
su teoría del compromiso poco y nada tiene que ver con lo que suele
“divulgarse” bajo el mote de intelectual comprometido.
En primer lugar, porque el
compromiso es una posición existencial, que excede la opción política (léase:
es comprometido quien dice tener ideas de izquierda). Se puede estar
comprometido con la derecha o, más aun –nos dice Sastre– la abstención de
posición también es una elección. Como
puede leerse en los extractos citados, Sartre habla de “contribuir” y colocarse
“al lado de”. Nada que ver con esa figura “torremarfilista” del intelectual
comprometido como aquel que se sitúa por encima del proceso del movimiento
real. O al menos, así, es como me gusta leer a mí, en un gesto por recuperar a
este viejo partisano al que tanto modas académicas como rigurosas críticas
lanzadas desde el pensamiento crítico mandaron al museo, como pieza antigua –en
el mejor de los casos– cuando no lo enviaron sin más a las filas de las y los
jubilados.
No sólo se le ha criticado a
Sartre que esa figura del compromiso estaba teñida de un intelectualismo
vanguardista, sino que se sostuviera sobre principios de una libertad
incondicionada, eterna. Sin embargo, cuando se refiere a este tema, sus
conclusiones son contundentes (en sentido contrario al que se le critica), al sostener,
por ejemplo, cuestiones como las que siguen:
“Totalmente condicionado por
su clase, su salario, la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta en sus
sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su
condición y la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado
su porvenir de humillación sin tregua o de conquista y de victoria, según se
elija resignado o revolucionario; y es de esta elección de lo que es
responsable”.
En cuanto a escribir –como lo
hizo también en su autobiografía Las
palabras–, Sartre nunca deja de sostener que es un oficio. “Escribir –nos
dice en el texto que estoy recuperando– es actuar”. Y porque la palabra es
acción, puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra,
entonces, puede ser un arma en el combate por la emancipación. Claro, se podrá
objetar: ¡Mientras unos actúan poniendo el pellejo otros lo hacen desde su
escritorio! Pero también en esto Sartre es claro, y no vacila en afirmar:
“Llega el día en que la pluma se ve obligada a detenerse y es necesario
entonces que el escritor tome las armas... La escritura lanza al escritor a la
batalla”.
La escritura arroja al escritor
al combate, entre otras cuestiones, porque la literatura (en sentido amplio),
es como un llamamiento. Se escribe para que otros lean. Por eso, porque no se
escribe para esclavos, es que escribir es, también,
cierta forma de querer la libertad, y de luchar por ella. No es que haya que
elegir entre un fin u otro. Los fines se inventan –insiste Sartre–. “El hombre
tiene que inventar cada día”. Escribir para un público que tenga la libertad de
cambiarlo todo.
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