Hace poco volví a ver “Los
idiotas”, después de dos décadas de haberla visto por primera vez y la
sensación que me dejó es que, más allá de los cambios acontecidos en el mundo –y
sobre todo en América Latina– en estos veinte años, en términos culturales, el
film de Lars Von Trier conserva una profunda vigencia. Aun hoy adeudo leer “El
idiota” de Dostoievski y ver si existe alguna relación entre novela y film.
La película fue presentada
en Cannes en 1998 y es la segunda entrega del movimiento conocido como Dogma 95,
el movimiento danés que puso eje en filmar sólo con luz natural, sin sonidos
mezclados, sin decorados ni maquillajes, con cámara en mano.
En este caso, “los idiotas”
son un grupo de personas lideradas por “Christoffer” (Jens Albinus), quien se
hacen los “retrasados”, en su búsqueda por incomodar a las personas “normales”,
cuestionar los propios parámetros de normalidad, y sus hipocresías. El juego como
forma de rebelión, como modo de correr los límites de lo que se admite como
posible. La utopía de una vida sin límites, como aquella que experimentan los miembros
del grupo, pongamos por caso, singularmente, al sacar afuera a su idiota
interior, o colectivamente, con la experiencia sexual orgiástica que protagonizan.
¿Pero qué pasa cuando
alguien que finge un retraso mental se cruza con quienes verdaderamente se encuentran
en esa situación? ¿Cuánto puede durar una grupalidad sosteniendo esa posición
sin entrar en conflicto, una vez que cada quien a entrado en conflicto consigo
mismo?
El film nos enfrenta a
nuestros propios fantasmas: a los que aparecen cuando nos vemos frente a lo deforme,
lo sucio, lo extraño, todo aquello que “la gente de bien” rechaza de los
cuerpos cuando tienen algo distinto al parámetro que instaura la norma.
La felicidad de la idiotez y el sufrimiento descarnado de la normalidad se expresa de modo magistral en el
personaje de “Karen” (Bodil Jorgensen, también protagonista de “Contra viento y
marea”) sin lugar a dudas la heroína (o la anti-heroína), de este film
conmovedor en todos sus sentidos: es su temple y su mirada (además de su
historia) la que nos colocan en situación de conmoción.
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