Por Mariano Pacheco
(La luna con gatillo)
Después de un rato de ver Días
perfectos se me vino a la cabeza Primavera, verano, otoño, invierno… y
otra vez primavera. Nada que ver la película de Kim Ki Duk con esta, puesto
que aquella estaba situada en un medio no-urbano y la temática es el vínculo de
formación entre un maestro zen y un pequeño niño de unos cuatro o cinco años, mientras
que la del director alemán está filmada en Tokio y versa sobre la historia de
un hombre solitario que trabaja limpiando baños. Ambos films los vi en el cine,
de todos modos, con las ventajas que esto trae, sobre todo en obras –como en este caso– en donde realmente la pantalla
grande hace la diferencia respecto de las de un televisor o computadora.
Hirayama, el eremita
El film de Wenders también recuerda,
por momentos –sea por sus procedimientos de
filmación o por la atmósfera de soledad de sus personajes– a varias películas de
Wong Kar Wai, más allá de que se sabe que el linaje efectivo y explícito es más
bien con Yasujiro Ozu (a quien en 1985 le dedicó el film Tokyo-Ga, y a
quien ahora buscó volver, a propósito del 60 aniversario de la última película
del director japonés, Una tarde de otoño –1962–).
Así que a su modo, Días perfectos funciona como un homenaje al maestro
(no es casual el bigote y el nombre del personaje).
Una escena se repite en este –hasta hora–,
último film de Wenders: como siguiendo el ciclo natural de la luz, vemos a Hirayama (Koji Yakusho, premio al mejor actor en
Cannes por este film) despertarse cada día al alba, escuchando el frotar contra
el piso de la escoba de una anciana que limpia la vereda, todos los días a la
misma hora. Luego el personaje acomoda la colchoneta que funciona como cama, riega
y cuida de sus plantas, se lava los dientes, se viste con su azul ropa de
trabajo (que lleva el inconfundible logo de “The Tokyo Toilet”), y antes de salir
deja a un lado su reloj pulsera, toma sus llaves, prepara con minuciosidad su equipo de limpieza (que guarda en su combi
azul), contempla unos segundos el cielo, introduce una moneda en una máquina
situada en un costado de la entrada de su casa, agarra una lata de soda con
sabor a café frío… y parte (y todo en ese orden).
En el camino elige un casete, que escucha en su tránsito hacia el otro lado de la ciudad (un túnel funciona como frontera entre el centro, donde trabaja, y la periferia, donde vive en un pequeño departamento) The Animals, Patti Smith, The Kinks, Van Morrison, Lou Reed forman parte de la banda sonora no sólo de esta película, sino también de momentos emblemáticos de su filmografía.
Una vez en el trabajo Hirayama cumple
su jornada, sin ninguna expresión de fastidio, limpiando los modernos y arquitectónicamente
bellos baños del distrito de Shibuya. Lo hace con minuciosidad, sin apuro, solo
concentrado en que la tarea sea bien cumplida. Lo interesante es que no se lo
ve ni triste, ni frustrado, ni amargado. Tampoco resignado, sino centrado,
podría decirse. Prácticamente no se lo escucha hablar. Contesta con gestos
alguna pregunta que le puedan hacer y muestra cierta disidencia ante el joven
compañero de tareas que hace su trabajo a las apuradas, de manera desprolija,
incluso limpiando con una mano mientras con la otra sostiene un celular, que no
deja de mirar. Aquí reparamos en que el film es contemporáneo en su
temporalidad al momento en que fue filmado (casi que tenemos la tentación, en
los primeros minutos, de pensar que está situado en los años ochenta).
El personaje, que puede parecer un
alienado por la vida laboral, muestra sin embargo una clara rebeldía cuando por
un día tiene que realizar un doble turno laboral porque su compañero ha
renunciado, pero al terminar advierte por llamada telefónica que no está
dispuesto a hacer lo mismo ni un día más. Pero por sobre todo, Hirayama muestra
armonía en aquello que hace fuera del trabajo: escuchar música mientras viaja (sobre
todo rock de las décadas del sesenta y setenta); comer un sándwich sentado en el
banco de una plaza mientras contempla un árbol al que fotografía cada día (¡con
cámara analógica!, otro indicio aparente de que el film está situado unas
décadas atrás). Escena sublime: komorebi, momento preciso en el que los
rayos de sol que se filtran entre las hojas de los árboles generan un brillo particular,
producto de la fusión de luces y sombras (el “instante decisivo”, diría el
fotógrafo francés Henri Cartier Bresson).
Hirayama termina su jornada laboral y
asiste a una casa pública (un sento), baño con duchas y piletones de agua
caliente en donde se relaja, come y bebe en bares en compañía silenciosa (“¡pathos
de la distancia!”, diría el viejo Nietzsche), compra libros, lee antes de dormirse,
parece amar en silencio a una cantinera, revela cada mes su rollo de fotos y
con serenidad rompe las que no le gustan y guarda en cajas con etiquetas que
indican mes y año las que sí le gustan. Los domingos la dinámica del día es
diferente: se levanta más tarde, usa su reloj-pulsera, limpia la casa, lleva su
ropa a un lavadero, pasea en bicicleta, visita la casa de fotografía o compra
libros en una vieja librería (de las del tipo “saldos y usados”), asiste al bar
donde la mujer que lo atiende, a pedido de los asistentes, canta en japonés el clásico
norteamericano “The House of the Rising Sun”.
Primavera, verano, otro, invierno… y
otra vez primavera. Diferencia y repetición.
Nada sabemos del pasado de este hombre,
que vive en una extraña armonía que sólo se ve alterada circunstancialmente por
un episodio que puede dar indicios de algo de su historia, pero no mencionaremos
para no spoilear. Lo importante, en todo caso, es el hecho de que el personaje
logra expresar una vida en una suerte de ciudad dentro de la ciudad (la ciudad
invisible de Hirayama, nos vemos tentados de pensar, parafraseando al escritor
italiano ítalo Calvino).
Wenders pasó una década sin visitar
Japón, y cuando regresó, lo hizo para realizar una serie de cortometrajes encargados
por la red de arquitectos “Tokyo Toilet” y el municipio de Shibuya, quienes
buscaban transformar la imagen pública de los sanitarios del lugar. Como un
mago, el director alemán sacó de la galera la inspiración para un nuevo film. “Sentí
que los baños eran parte de una imagen mucho más grande, y caí en la cuenta de
que podíamos crear algo que capturara la esencia de la ciudad de Tokio. La
caracterización del protagonista fue el aspecto más crucial del trabajo junto
al coguionista, Takasaki. Imaginamos a Hirayama como un hombre simple pero feliz.
Alguien que vive en el presente y siente orgullo de ser útil a otros”, destacó
el cineasta, quien entrevistado por Variety (y citado en Argentina por
el diario Página/12), también subrayó que “la repetición, si uno la vive
como tal, te transforma en una víctima de ella. Pero si uno logra vivir el
momento, como si nunca se lo hubiera hecho antes, se transforma en algo
completamente diferente”.
Por eso Hirayama
puede detectar sutiles diferencias de su vida rutinaria, y ser profundamente
sensible a ellas. El vagabundo en situación de calle que siempre está parado
debajo del mismo árbol y alguna vez lo saluda; la muchacha que con frecuencia –al igual que él– almuerza un sándwich, sentada sola
en el banco de una plaza, y en el algún momento realiza con él un intercambio
de miradas; el niño que pierde a su mamá cuando se mete en el baño y es tomado
de la mano por él, quien lo tranquiliza hasta el reencuentro; el dinero que le
presta a su compañero Takashi para que pueda invitar a su novia a salir una
noche; la comprensión frente a la novia de Takashi, quien le roba un casete
pero que después se lo devuelve, y que incluso tras escucharlo en su camionera
le da un sorpresivo beso en la mejilla; la sobrina que lo visita y le pide
prestado un libro, son todas secuencias de una misma situación subjetiva: Hirayama
es un hombre que vive en su mundo, que es un mundo solitario y extemporáneo,
pero no por eso lo consume la amargura, o le impiden un trato amable con los
más jóvenes.
Así que gran parte de esa cultura
ancestral del japón que se concentran en este personaje (el servicio, el bien
común, el silencio, la búsqueda de una armonía espiritual), hacen de esta
coproducción alemana-japonesa una verdadera experiencia cinematográfica capaz
de despertar curiosidad en espectadores tanto del mundo oriental como
occidental. Tanto que dan ganas de investigar cuánto de esa cultura está
efectivamente aún presente en el japón hipermodernizado de hoy en día, o cuánto
es una operación del cine de Wenders para subrayar la importancia de esta persistencia.
Se podrá decir que era esa una cultura conservadora y autoritaria, se podrían
decir muchas cosas. Pero al observar el mundo actual, con su fealdad estética,
su histeria subjetiva, su demolición corporal, su pobreza extrema, su ruido sin
fin, su tecnologización de la vida, un film como éste nos conecta con otras
tradiciones, que incluso desde orientaciones ideológicas que pueden no
compartirse, incitan a preguntarnos qué estamos haciendo de nuestras vidas
contemporáneas.
Wenders ha sido más bien conocido por un cierto público joven a través de documentales como La sal de la tierra, de 2014 (sobre la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado) o El Papa Francisco: un hombre de palabra, de 2018 (con el jefe del Vaticano). Para los mayores, el film que lo consagró y siempre fue destacado y recomendado, es el emblamático París, Texas, de 1984, por el que ganó en Cannes el Palma de Oro. Aunque para este cronista, Las alas del deseo. El cielo sobre Berlín, de 1987 (ganador del premio al mejor director) y su secuela de 1993, Tan lejos, tan cerca (por el que ganó el premio Grand Prix du Jury), son los films a los que siempre irá unido el nombre de Win Wenders. Aunque, de ahora en más, también la serie se complemente con Días perfectos, película que nos recuerda que perfecto puede ser el cine.
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