Desde el 17 de octubre de 1945, luego de que las
masas de humillados y ofendidos ocuparan masivamente la Plaza de Mayo y
sumergieran sus “patas en la fuente”, el peronismo, con mayor o menor
intensidad, no dejó de estar nunca presente en la vida de los argentinos: pasó
a ser el hecho maldito del país burgués, y también, el hecho maldito de la
cultura nacional.
Por Mariano Pacheco
Una vez en el poder, como una mueca socarrona o una
ironía cruel, el peronismo dispuso el traslado de Jorge Luis Borges de su
puesto como bibliotecario de un típico barrio porteño, a supervisor de pollos y
gallinas. Sin caer en una mirada psicologista, no podemos dejar de llamar la
atención sobre este recorrido laberíntico que no arribó a buenos puertos. Como
sea, el hecho es que Borges nunca se privó de tocar ningún objeto venerable de las culturas
populares, como supo remarcar Horacio González (“Borges y el peronismo”).
Sobre todo las del peronismo, “frente a las cuales hizo el papel de gran
profanador”.
Nombrado
director de la Biblioteca Nacional por el gobierno dictatorial de la Revolución
Libertadora, Borges es recordado hoy, sin embargo, más por su labor literaria,
por esa supuesta “abstracción universal”, que por sus posiciones políticas, abiertamente
reaccionarias y claramente antiperonistas. Sin embargo, al menos tres de sus
vastísimos textos fundamentales supieron dar cuenta del peronismo como pocos.
Alguna vez escuché decir al escritor y crítico
argentino Aníbal Jarkowski que, desde un punto de vista político, la lectura
que Borges hacía del peronismo parecía no tener ningún tipo de mérito, pero que
al ser la lectura del escritor con mayor proyección estética sobre el
movimiento político con mayor proyección social, la cosa cobraba otro relieve. Veamos
entonces que plantea Borges en sus textos
“Poema conjetural”, “La fiesta del monstruo” y “El simulacro”.
La mirada de Borges en 1943 (“Poema conjetural” se publica originalmente el 4 de julio en
el diario La Nación) es terriblemente anticipatoria de las
interpretaciones que tendrá años más tarde, cuando el peronismo sea un fenómeno
ampliamente instalado en la política nacional. En el poema, tomando la voz del
derrotado Francisco Laprida, sostiene que “la
victoria es de los otros”. Esto es central, porque son “los bárbaros, los
gauchos” quienes vencen, no a otros parias como ellos, sino a quienes han
estudiado “las leyes y los cánones”. Lo que prima aquí, y es de vital
importancia actual, es la mirada antiprogresista que Borges tiene de la
historia. Porque la derrota de Laprida no quedó allí, en el pasado, sino que
persiste, como aquel trauma que retorna bajo el modo de un síntoma. Dicho de otro
modo: Borges construye en “Poema conjetural” una mirada en la cual esas lanzas
y esos cuchillos de los sanguinarios carniceros, son enterrados en las
gargantas del culto enemigo, en ese momento, pero no sólo: con ese acto cierran
el círculo del destino sudamericano, que
no es más que el incesante triunfo de la barbarie sobre la civilización. Y este
será, justamente, el gran tema de “La fiesta del monstruo”.
Relato escrito por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares en 1947, bajo el pseudónimo jocoso de H. Bustos Domecq, “La fiesta del
monstruo” fue publicado por la revista Marcha
en Uruguay, recién tras la caída del peronismo, en septiembre de 1955.
Resulta paradójico que la mirada borgeana haya calificado al peronismo de una
manera tan categórica y temprana, y que no haya vuelto a revisar esa
perspectiva. Como puede leerse, el texto está escrito desde un desprecio enorme
hacia los otros que, en este caso, se transforman, son transformados, en el
Otro absoluto.
En el relato, que pretende ser la descripción de un 17 de
octubre por la boca de un grasa,
“lo importante es la fiesta, el
tumulto, el judío muerto a pedradas, los bajos
instintos, la grosería”, según remarcó tempranamente Ismael Viñas, en el
artículo (“De las obras y los hombres. La fiesta del monstruo”), que publicó en
1956 en el N° 7-8 de la revista Contorno,
bajo el pseudónimo de V. Sanroman. El narrador es un militante peronista, quien le cuenta
a su novia, Nelly, los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a
escuchar el discurso del Monstruo, es decir, de Perón. En el camino se cruzan
con un judío de anteojos, que camina distraído, con un libro entre sus manos, y
lo matan.
Como puede detectarse, “La fiesta…” está
construido como una
reescritura de los argumento de “El matadero”, de Esteban Echeverría, pero
según el tono excesivo de “La refalosa”, de Hilario Ascasubi. De hecho, el
cuento se inicia con un epígrafe de “La refalosa”, que dice así “Aquí empieza
su aflición”. Recordemos que en el poema de Ascasubi aparece esta dicotomía
incruenta entre una víctima, el unitario, y sus verdugos, los mazorqueros. Los
salvajes –quienes no van a parar de acusar de salvaje al hombre culto, siempre
desde la mirada del autor– van a divertirse y reírse ante las torturas –entre
ellas la refalosa– que le infringen a su enemigo, con el único objetivo de
domesticarlo, y hacerlo gritar “Viva la Federación”. Algo similar sucede en el
relato de Borges-Bioy, cuando los seguidores del monstruo intentan hacer algo
similar con el judío. No en vano, en su
clásico libro El género gauchesco. Un
tratado sobre la patria, Josefina Ludmer se refiere a “La Refalosa” como la primera fiesta
del monstruo, en la cual “se deja leer la construcción de una lengua asesina y
brutal”. Una construcción que divide las voces entre baja, salvaje, o bárbara,
y otra civilizada, introduciendo una diferencia jerárquica en la lengua del
desafío, que baja una orilla y pasa de lo animal directamente al cuerpo del
enemigo”. Esto es así, en gran medida, porque “el desafío y el mundo animal se
implican mutuamente en el género”. Así, los bárbaros y salvajes federales no
sólo degüellan animales, sino que son unos animales que degüellan y sacrifican hombres
como si fueran animales, tal como sugiere Esteban Echeverría en “El matadero”.
De este modo, la escritura –“las bellas letras”–, la palabra autorizada del
escritor, aporta a la animalización del Otro iletrado, transformándolo en un
monstruo, en alguien que –a decir de Michel Foucault– no es ni siquiera un
animal, sino que es casi animal y casi hombre.
Por
supuesto, no es nuevo el hecho de que existan letrados que con sus plumas
aporten a la estigmatización de los sectores pobres de la población. Mucho más
cuando estos sectores tienen el tupé de insubordinarse. Es que para entender un poco mejor el clima de época
en que fue escrito “La fiesta…”, y las representaciones que estos escritores
tenían respecto del peronismo, tal vez valga la pena rescatar las declaraciones
que el propio Bioy hiciera años más tarde: “Este relato está escrito con un tremendo odio.
Estábamos llenos de odio durante el peronismo”.
Tal vez haya sido ese odio el motor de “El
simulacro”, relato de Borges incluido en su libro El hacedor, de 1960. Con este dos texto podemos complementar la
visión borgeana del peronismo.
Ese
odio que algunos de estos escritores sienten por el avance de las masas les
ciega la mirada. Y desde esa ceguera desrealizan, en su literatura, todo
aquello que no pueden aceptar como un dato de la realidad que los rodea. Así
como el peronismo pudo significar el sueño de los humillados y ofendidos por la
Argentina oligárquica, para otros, el peronismo se convirtió en una especie de
reverso de ese sueño, es decir, fue vivido como una pesadilla. Por eso Borges,
que comparte este juicio, narra su cuento como una alucinación: voluntad
estética de realización que es el correlativo de su juicio político.
Y
es esta caracterización del peronismo como irreal la que lleva a Borges a recrear
en su texto un velatorio de Evita. Imitación, en un rincón remoto de la
provincia de Chaco, del velatorio real que se sucedió en Buenos Aires. Tal vez
por eso el narrador se pregunte: “¿Qué suerte de hombre ideó y ejecutó esa
fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico?
¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro?”. La
respuesta, como el lector se podrá imaginar, es más terrible que la pregunta: “La historia es increíble pero ocurrió y
acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias
locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo
de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El
enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero
tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo
nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el
crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.
Es
decir, el peronismo no es más que ese retorno de las lanzas y esos cuchillos
que asesinaron a Laprida. La barbarie que regresa, para mostrar que a pesar de
esa fachada de modernidad, de europeísmo, la culta Buenos Aires lleva en sus
entrañas a los cabecitas negra, esos inmigrantes y provincianos incultos que
ahora pueblan las fábricas, los barrios cercanos a la Gran Capital y que, para
colmo, cuentan con poderosos sindicatos, y con el visto bueno de un Estado
dirigido por otro bárbaro descendiente de esos gauchos.
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