Artículo publicado en el Portal de Noticias Marcha (http://www.marcha.org.ar/), en el marco de la “Semana de homenaje a Ernesto
Guevara, a 45 años de su asesinato”
Por Mariano Pacheco
Como suele ocurrir con tantos otros temas,
reflexionar, escribir sobre la relación entre política y literatura nos llevan
directamente a Ricardo Piglia, quien en su medio siglo de producción crítica y
narrativa supo abordar con ingenio estas problemáticas. Tomando como punto de
partida sus reflexiones sobre Guevara publicadas en “Rastros de lectura”, el cuarto capítulo de su libro El
último lector, quisiéramos
rescatar este costado del Che como escritor y como lector. Algo común, por otra
parte, en la tradición de los grandes referentes del marxismo a nivel mundial.
Y no estoy pensando sólo en los escritos de Marx y Engels sobre
literatura, o en el clásico Literatura y
revolución de León Trotsky, sino también en los distintos textos del “poeta”
Mao Tsé Tung sobre arte y literatura, en los manuscritos de Antonio Gramsci
(recopilados en un tomo entero de sus Cuadernos
de la cárcel), en el capítulo más largo e importante del más importante
libro del peruano José Carlos Mariátegui (Siete
ensayos de interpretación de la realidad peruana) por citar los casos más
emblemáticos.
Si bien Guevara no se dedicó a la literatura, ni a
la crítica literaria, resulta difícil afirmar que algunos de sus textos (sobre
todo los diarios), no puedan ser leídos, además de como documentos históricos,
también como literatura. Por otra parte, el Che nunca abandonó la lectura de
textos literarios. Y es en esto en donde se detiene fuertemente Piglia. Porque
aun en las condiciones en las que uno podría pensar que lo menos que haría
sería leer (y escribir), Guevara lo hace. Por ejemplo, mientras él y su grupo
son fuertemente perseguidos por el ejército boliviano y los rangers de la CIA
en las selvas bolivianas.
Piglia destaca esta persistencia del acto de lectura en Guevara, desde
que es un niño y hasta sus últimos días. De niño, en su casa, ya que debido a
su asma aprendió a leer y escribir guiado por su madre (años más tarde su
hermano Roberto recordará que “Ernestito” solía encerrarse en el baño para leer).
De joven/adolescente, en una de las primeras cartas conocidas (fechada el 21 de
enero de 1947), donde escribe a su padre: “Tengo doscientos de sueldo y casa,
de modo que mis gastos son en comer y comprar libros con que distraerme”. Son
sólo dos ejemplos tempranos, pero que grafican esa actitud que persiste con el
paso del tiempo. Una década más tarde, en 1956, cuando Guevara es un hombre y
ya lo han apodado Che, aparece nuevamente este “rastro de lectura”. Estando en
Cuba, siendo parte del reducido grupo de guerrilleros que desembarcaron con el
Granma para iniciar la revolución, se encuentra herido. Cree que va a morir, y
entonces, recuerda un relato que ha leído: “Hacer un fuego”, un cuento de Jack
London, tal como él mismo va a narrar en Pasajes de la guerra revolucionaria.
La voracidad por la lectura es algo que persiste en Guevara, decíamos.
Tanto en el campo de batalla como en las tareas de construcción cotidiana del
socialismo en Cuba. Tareas que, por cierto, lo consumen, lo agotan, sin dejarle
tiempo, a veces, para sostener una dinámica biológica mínima: comer, dormir...
y sin embargo, la literatura perdura. En la selva boliviana, finalmente,
Guevara tampoco abandonará a la literatura. Al contrario: será su gran
compañera de viaje. “Tiempo antes se había hecho una pequeña biblioteca,
escondida en una gruta, al lado de las reservas de víveres y del puesto
emisor”, recordará el intelectual francés Régis Debray. Ya detenido en Ñancahuazú,
sin fuerzas, sin zapatos, entre lo que queda de su pantalón, Guevara tiene un
cinto. En su costado derecho, colgando de él, un portafolios de cuero. Adentro,
sus libros, y su diario de campaña.
“La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído
en una ficción”, insiste Piglia, subrayando sin embargo que entre la lectura y
la vida práctica se manifiesta una fuerte tensión. Y para graficarla, pone el
ejemplo de la exigencia de movilidad como principio substancial de la guerrilla
y el estacionamiento, la pausa que implica la lectura. “Esta oposición se hace
todavía más visible si pensamos en la figura sedentaria del lector en contraste
con la del guerrillero que marcha. La movilidad constante frente a la lectura
como punto fijo en Guevara”. La experiencia de la lectura emergiendo como un
lastre del pasado, una adicción: “mis dos debilidades fundamentales: el tabaco
y la lectura”, dirá el Che. Por eso Piglia hablará de la lectura como metáfora
de la tensión entre la vida social, política y lo propio, lo privado. Ejemplo:
esa foto en Bolivia, en la que Guevara está subido a un árbol, leyendo, alejado
de los otros. Tensión entre el acto de leer y la acción política, es cierto.
Tanto como que los libros (así como los cuadernos y los lápices o las lapiceras)
se transforman en algo tan importante como su inhalador para el asma: ambos
marcan su ritmo, su cotidianeidad.
Tal vez una apuesta actual sea la de pensar a la lectura y la
escritura desde otro lugar. No como lastre. Tampoco como vicio, entendido en
sentido negativo. Sino más bien a la literatura como alimento espiritual, o como
religión profana. Porque si bien es cierto que la lectura implica cierta pausa,
cierto reposo, también podríamos preguntarnos: ¿quién toma una decisión
importante sin antes pensarla un poco? Y, ese acto de meditación, ¿no es una
pausa? ¿Y esa pausa, no es parte constitutiva del movimiento incesante de la
vida? Por otra parte, sobre todo en las grandes urbes, tenemos al acto de la
lectura también incorporado como parte de nuestra acción cotidiana. ¿O
no leemos gran parte de nuestros libros mientras viajamos, hacemos la cola para
realizar un trámite o comemos algo a las apuradas? Son maneras de leer
diferentes de las “clásicas”, pero que son cada vez más las formas de
leer que encontramos. Además, esa contraposición
acción-reposo, lectura-decisión no deja de tener algo que hace ruido. Es como
si se contrapusiera la batalla al sueño, el comer y beber a la acción directa.
El amor a la revolución. La risa a los horrores de la guerra.
En este sentido, rescato más esa otra idea de Piglia, quien en su
libro Formas breves sostiene: “La literatura permite pensar lo que existe,
pero también lo que se anuncia y todavía no es”.
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