Tanto el asesinato de Mariano Ferreyra como los 51 muertos y más de 700 heridos
de la tragedia de Once pusieron sobre el tapete temas estratégicos, centrales,
que, pasado un tiempo, parecen haber caído en cierto olvido.
Para empezar habría
que señalar que la privatización de los ferrocarriles urbanos ha dado sobradas
muestras de que fue una ecuación que cierra redonda para los empresarios y los
burócratas sindicales (en muchos casos devenidos empresarios ellos mismos) y
perjudica fatalmente tanto a los trabajadores (fundamentalmente a la fracción
de “tercerizados”) como a los usuarios.
Esos trenes “de
morondanga”, “latas de sardinas sin mantenimiento”, según calificó en su
momento el secretario de redacción del diario Tiempo Argentino Roberto
Caballero a las formaciones de la empresa Trenes de Buenos Aires (TBA),
trasladan unos 300 mil pasajeros por día. Por eso resultaron desconcertantes, o
indignantes para muchos, las declaraciones realizadas horas más tarde por el
entonces secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi –ex jefe de campaña de
Macri–, quien al intentar explicar los hechos declaró que el problema más grave
había sido que, al ser un día laboral y en horario pico, la formación venía con
una alta carga de pasajeros. “Si esto hubiera ocurrido ayer, que era un día
feriado, seguramente hubiera sido una cosa mucho menor y no de la gravedad
que fue hoy, que lo constituyó en un accidente extremísimo”. De allí la
importancia de las palabras de la familia de Lucas Menghini –el muerto número
51, que permaneció durante 57 horas sin que lo encontraran– quienes aseveraron
de entrada que lo sucedido en Once “no fue un accidente sino una tragedia
previsible”, y luego repudiaron la declaración emitida por el Ministerio de
Seguridad de La Nación, conducido por Nilda Garré, quien declaró que “el cuerpo
de Lucas estaba en la cabina del motorman, lugar vedado para los pasajeros”,
dando a entender que la responsabilidad sobre lo sucedido era de la víctima.
Los posicionamientos
de cada uno de los actores dan cuenta de toda la trama que teje estos
negociados que, amparados por las políticas de Estado, tiene estas funestas
consecuencias. Desde TBA, de entrada, sostuvieron distintas hipótesis,
contradictorias entre sí muchas de ellas, pero que coincidían todas en
autoeximirse de responsabilidades, cargando las tintas sobre el motorman que
conducía el tren.
Por otra parte, el
rol de los sindicatos –o al menos de sus conducciones– en lo que se refiere a
garantías para los trabajadores y seguridad para los usuarios, es uno de los
puntos que saltaron claramente a la vista de todos. Socios partícipes de las
empresas durante el proceso de privatizaciones, han permanecidos mudos ante los
reclamos de los trabajadores, cuando no actuando en complicidad con las
patronales, contra sus propias bases. Pero no todo es así en el mundo de los
rieles. Un mes antes de la tragedia –el mismo mes en que TBA recibió del Estado
Nacional casi 77 millones de pesos en subsidio– los delegados vinculados al
honesto y combativo dirigente Rubén “Pollo” Sobrero hicieron una denuncia sobre
el mal funcionamiento del sistema eléctrico de las vías. Como desde hace varios
años viene sucediendo con otras tantas denuncias que realizaron (acerca de la
falta de mantenimiento de las formaciones, por ejemplo) poco o nada han sido
escuchadas por los organismos competentes: la CNRT, la Subsecretaría de
Transporte Ferroviario y la Secretaría de Transporte, entre otros. De allí que
el gran interrogante que surge en este tema, es por qué, en casi una década de
gobierno, el kirchnerismo no ha tomado como uno de los pilares del modelo, de
su profundización, el tan mentado legado peronista de administrar los trenes
desde el Estado. Propiedad del grupo Cometrans, TBA recibió la concesión de la
ex línea Sarmiento en 1995, en épocas de auge del neoliberalismo. Pasadas casi
dos décadas, cabe preguntarse si el neoliberalismo ferroviario –como se dijo en
esos días– no ha llegado a su fin. Y cómo obrar en consecuencia.
El incendió de uno de
los coches en la estación Castelar, como consecuencia de un desperfecto en el
sistema eléctrico en marzo de 2005 (que provocara la furia de los pasajeros),
los incidentes desatados en la estación Haedo, en noviembre del mismo año, luego
de que se cancelara un servicio y los usuarios quemaran algunas formaciones y
el más grave incidente aun, en septiembre de 2011, cuando un tren se llevó
puesto un colectivo y luego chocó contra otra formación en Flores, provocando
11 muertos y 228 heridos, son algunos de los antecedentes más sobresalientes de
un servicio de transporte que deja a las claras que la privatizaciones lejos
están de haber generado algún tipo de mejora en el bien común de los usuarios
que día a día se transportan por este medio.
Por eso, que se le quite
la concesión a TBA está perfecto, aunque es difícil no preguntarse: ¿para
dársela a quién? ¿A los mismos que vienen administrando, tan pésimamente como
TBA, el resto de las líneas? El tema en debate es si no es hora de que se realice
una reestatización, que tenga en cuenta la importancia social de que una Nación
tenga en sus manos un servicio tan importante como el de traslado de pasajeros.
Porque hasta ahora, la
consecuencia de la intervención a TBA fue que los trenes pasaron a ser
administrados por el conglomerado de empresas que administra el resto de líneas
ferroviarias, incluyendo al Grupo Roggio, que continúa con la concesión del
subterráneo y la línea Urquiza. El grupo Cirigliano, por otra parte, sigue con
sus ganancias a través de las líneas de colectivos de larga, media y corta
distancia, como el grupo Plaza, por citar el más conocido (es dueño, además, de
21 de las 135 líneas de colectivos urbanos).
La cuestión del
transporte debería –de una vez por todas– pasar a ser una “Cuestión Nacional”.
Volver a un Sistema Integrado de Transporte, Comunicaciones e Industrias
administrado por el Estado Nacional, que cumpla su función social como servicio
público, debería ser no sólo una bandera de las demandas populares, sino una
política de Estado. Que el Estado recupere allí soberanía es fundamental.
Porque el transporte –y particularmente el ferrocarril– debería ser nuevamente una
herramienta estratégica de la Nación. Si su rol dinamizador del desarrollo
social, económico y geopolítico del país desapareció con el ferrocidio –como ha
llamado el escritor-ferroviario Juan Carlos Cena a las privatizaciones de este
sector–, debería hoy más que nunca retornar al Estado. Porque fin único de
estas empresas fue, es y será el lucro. Recuperarlo para la Nación es una tarea
de vital importancia para el presente y el futuro del pueblo argentino.
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