Breve aporte
al debate sobre el pensamiento crítico
Por Mariano
Pacheco para http://www.marcha.org.ar
La
concepción moral y la concepción ética de la política. Dos miradas que dividen
aguas respecto a cómo entender el mundo que habitamos. Dos caminos diferentes a
la hora de actuar.
La separación tajante de las acciones a partir de un
a-priori que divide entre lo que está bien y lo que está mal es uno de los
presupuestos desde los cuales parte la concepción moral de la política. Dicho a
priori desconoce que no hay política previa a su realización. Por el contrario,
la concepción ética de la política, no evalúa si una generalidad se aplica bien
o mal a cada caso particular. Ya que más que juzgar, la ética pregunta.
Retomando el conocido lema Spinoza (“No sabemos
nunca lo que un cuerpo puede”), Gilles Deleuze plantea que, definiendo las
experiencias a partir de la pregunta por lo que pueden, se abre la posibilidad
de la experimentación. ¿De qué soy capaz? ¿Qué es lo que pueden nuestros
pensamientos, nuestras pasiones y nuestras acciones? Por supuesto, de lo que
somos capaces, no depende de un simple acto de voluntad, sino de una serie de
combinatorias de las cuales, el tener en cuenta dónde y de qué modo estoy
situado, se torna fundamental. De allí que Deleuze rescate que la mirada de
Spinoza sobre la ética se centra más en las potencias (las acciones y las
pasiones de las que es capaz un cuerpo) que en las esencias, como lo hace la
moral (“qué puedo, más que qué debo”).
Entendida así, como experimentación, la política se
torna fundamentalmente anti-jerárquica, desde el momento en que cuestiona la
división entre los que saben y los que no. Es que la concepción ética de la
política -a diferencia de la concepción
moral, que es absolutamente jerárquica- no se encuentra atada a una escala de
valores. No procede juzgando (“esto se acerca más al bien, esto otro, se aleja”).
Desde ya, esto no implica no diferenciar entre lo bueno y lo malo, pero dicha
diferencia tiene que ver más con la autenticidad de las experiencias que con un
deber-ser.
En esta anti-jerarquía fundamental pierde sentido el
lugar privilegiado del sabio –aquel que dictamina que está bien y qué está mal,
cual es el mejor tipo de sociedad y cuáles son los pasos que hay que dar para
conquistarla– o, más bien, se torna prescindible. El lugar del sabio, por
supuesto, adquiere distintas posturas de acuerdo a los lugares, las épocas y
los contextos. Puede ser el sabio en términos de aquél que tiene más experiencias,
el que más leyó, o simplemente, aquél que aprueba o desaprueba lo que hacen o
dicen los demás. De allí su lugar reaccionario. Y de allí que, lecturas como
las mencionadas, ayuden a pensar en conjurar su función. Y abrir el campo de
posibilidades a experiencias impensadas desde las lógicas morales y
moralizantes.
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