Un posteo al paso
Por Mariano Pacheco
(@PachecoenMarcha)-
Anoche fui a Documenta
a ver “Frida”, de Camila Sosa Villada.
Quedé impresionado,
no solo por la actuación, el vestuario, la puesta en escena, sino también por
los dotes de cantante de la actriz y directora de la obra. Gran manejo de la
voz, y del cuerpo sobre el escenario, y una gran capacidad para abordar una
figura que se ha “puesto de moda”. Y ahí, precisamente ahí, es en donde radica
la mayor potencia de la pieza. Porque esta versión de Frida Kalo no solo
pivotea sobre los modos de sublimación del dolor a través del arte, de las
historias de amor y des-amor entre la pintora y Diego Rivera, sino también –sobre
todo- de un modo crítico de abordar la historia, pero también el presente de
nosotros, l@s Latinoamerican@s. En la
obra aparecen Frida, Rivera (un simpático muñeco de elefante, solo reducido a
su cabeza), los ecos de la revolución mexicana de 1910 y la rusa de 1917, pero
también, los modos de funcionamiento de la máquina-Frida en la actualidad: el
devenir fetiche de su figura. En este sentido aparece también una crítica a la “museificación”
de los personajes históricos disruptivos (¿subversivos?). Por ejemplo, Camila
se ríe del museo de Frida en México, de los bolsos, y tazas, y remeras, y
camisones, y lapiceras, y muñequitas y un largo etcétera de “mercancías-Frida”
que circulan hoy en día, y que incluyen hasta un culote y una tanga (tal vez la
excepción, no puesta por ella pero sí por este “espectador”, podría ser el
libro de la colección “Antiprincesas”, que escribió la compañera Nadia Fink y
publicó la editorial Sudestada para librar la “batalla cultural” con l@s más “peques”).
La obra también es una crítica a la hipocresía social reinante: esa que se
refugia en la “moralidad de las costumbres” para cuestionar la diversidad de
opciones sexuales, esa que se refugia en el catolicismo para cuestionar el
derecho a decidir sobre el propio cuerpo (por ejemplo, respecto de realizar o
no un aborto), esa que rescata a la pintora edulcorando sus posiciones
políticas. De allí que no resulte extraño que en un momento de la obra aparezca
una bandera roja con la hoz y el martillo estampado en amarillo, símbolo de la
teoría y las prácticas que durante todo el siglo XX y parte del XIX, pugnaron
por cambiar el mundo y edificar otro nuevo sobre otras bases, donde la
explotación del trabajo ajeno y la dominación de unos pocos sobre las grandes
mayorías no fuera eje de estructuración de la sociedad. En fin, quienes
entienden de teatro seguramente encuentren otros elementos, más ligados a las
prácticas escénicas, que pueden rastrearse en la obra. Como también sucede con el
grupo Zéppelin, da gusto ir a ver una obra de teatro independiente y
encontrarse en la fila a periodistas “del palo” y militantes de los movimientos
sociales. Hay algo en este tipo de arte que interpela no solo a quienes suelen
ir al teatro, sino también a un público más amplio. Bienvenido sea.
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