Macrismo, kirchnerismo, izquierdas y
movimientos sociales
Por Mariano Pacheco
El
momento político que atraviesa el país nos impone un enorme desafío: construir
la capacidad de coordinar políticas de unidad para enfrentar al macrismo (con
todos sus ribetes conservadores y antipopulares), junto a todos los sectores
dispuestos a enfrentarlo, sin por eso dejar de librar una crítica a la larga
década kirchnerista y el giro a la derecha del progresismo y los
nacional-populismos que han cambiado la histórica tríada del nacionalismo
popular revolucionario por un nacionalismo popular “democrático”, y que han
trocado la reivindicación de los mejores momentos del peronismo (el costado
tierno, irreverente y contestatario de Evita, los caños de la resistencia
obrera, el socialismo de Cooke a la Tendencia Revolucionaria), en combinación
con las mejores tradiciones libertarias y de izquierda, por un peronismo
acrítico que se redescrubre en Perón y se “transversaliza” en un cruce con el
alfonsinismo, gestando una suerte de “neofrepasismo tardío” (al decir del Truco
Asís), ahora pejotizado (y en algunos casos esgrimiendo altas dosis de macartismo),
todo a la luz de un pragmatismo que pareciera tener como único horizonte la
gestión del gobierno, es decir, que reduce toda su estrategia a un estatismo
acérrimo (y que se expresa en la falta de autocrítica, cuyo máximo lema es la
consigna “Vamos a volver”, como si nada hubiese pasado en el medio).
Y
aquí es fundamental entrar en una polémica no solo con la derecha, sino también
con el progresismo (más “blanco” o más “negro”, lo mismo da), e incluso un
sector de las izquierdas, que hacen de la táctica electoral un horizonte
estratégico, lo digan o no, cayendo en un electoralismo endémico.
Si
la política es conflicto, como tantas veces repitió el kirchnerismo más lúcido,
o el kirchnerismo en sus momentos más lúcidos, no debería espantar (nos) este
(aparente) antagonismo. Es decir, debería ser posible “golpear juntos y caminar
separados”, como sostenía un viejo lema. El tema es si hay voluntad política,
por parte de lo que quede de eso que ha dado en llamarse kirchnerismo, para
enfrentar en las calles las políticas del macrismo. Y aquí es donde entran en
contradicción las líneas, los sentidos que se le puede dar a la resistencia
(que no está hoy, a la vista de todos, sino apenas esbozadas en una serie de
luchas parciales y micropolíticas de movimientos sociales que vienen creando
nuevas lógicas y enfrentando dinámicas neoliberales desde mucho antes del 10 de
diciembre de2015). Resistencia que hoy más que nunca es una tarea, y no mera
enunciación (la reducción de la política al discurso es una de las cuestiones
del período anterior que deberíamos poder abordar críticamente).
Para
algunos, resistencia es un término canchero para nombrar lo que entienden por
oposición (“seria, responsable”, es decir, que no saque los pies del plato, que
no haga olas, como se dice popularmente). Para otros, la resistencia no es solo
estrategia de bloqueo de las políticas antipopulares que se gestan desde la
sima misma del Estado, sino también (sobre todo), creación de alternativas a
las políticas de muerte que impulsa y sostiene el capitalismo financiero y
territorializado de la actualidad. Es impugnación de los modos de vida
centrados en las lógicas de exclusión, pero también, de “inclusión para el
consumo”.
Agujerear
los consensos de la época
“Dentro de la ley, todo. Fuera
de la ley, nada”. La frase es de Perón. No del líder popular exiliado que decía
que “Guevara era uno de los nuestros”, ni el estratega antidictatorial que
sostenía que, de ser más joven, “andaría poniendo bombas por ahí”, sino del
General de la Nación que es presiente constitucional y, como tal, no está
dispuesto a permitir desbordes, por más que su propio movimiento siempre se
haya sostenido sobre el precipicio de los desbordes (no solo a fines de los 60
y principios de los 70, con el “socialismo nacional”, sino antes, en los 40-50,
cuando se sostenía como “momento de la revolución nacional”).
Esa máxima parece ser hoy el
lema de la época. La ley de la democracia parlamentaria, que se parece tanto a
la paz de los cementerios. Parece que hemos caído en una gran amnesia, como
sostenía Walter Benjamin, y olvidamos la violencia sobre la que se asienta el
parlamento (y que le dio origen). De allí que, tal como supo plantear Jaques
Derrida –leyendo a Benjamin– deberíamos poder interrogarnos críticamente sobre
qué es, para nosotros hoy, la democracia liberal-parlamentaria. Deberíamos
poder –siguiendo las pistas esbozadas por Michel Foucault– preguntarnos cuales
son las líneas de guerra que están por detrás de las instituciones y de las
relaciones de poder. Y no olvidar –ya que estamos en épocas de memorialismo
incuestionable– que esta ley en que se han transformado las democracias hoy, no
es más que la expresión solapada de una victoria: la del terrorismo de Estado
por sobre las voluntades revolucionarias.
Conjurar y combatir los
consensos conservadores de la época, entonces, parece ser un desafío para todos
aquellos que nos situamos de este lado de la barricada. En este sentido, no
solo habría que pensar en el amplio apoyo popular (con altísimos pisos
electorales) que conquistan proyectos que en otras épocas sólo se sostenían a
través de golpes de Estado, sino también a los límites que los denominados
progresismos le imponen a la imaginación política contemporánea. Es más: habría
que preguntarse si, en alguna medida, la derecha que se está instalando con
fuerza, no solo en Nuestra América sino también en Europa, no es la cosecha de
la siembra del progresismo.
Reactualizar el deseo
revolucionario y conjurar el trauma de la derrota parecen ser tareas
estratégicas, de largo plazo, pero insoslayables en la construcción del día a
día de cualquier política de emancipación que se precie de tal.