“A Darío lo mantiene vivo la militancia
y toda esa gente que no lo olvida”
Por Mariano Pacheco*
(@PachecoenMarcha)
A 15 años de la Masacre de
Avellaneda, entrevista a Alberto, el papá de Darío Santillán: la lucha
de los familiares, las responsabilidades políticas y el legado más allá
de las idealizaciones.
Desde que con sus muletas se puso al frente de aquella inmensa
movilización que el 3 de julio de 2002 partió desde Puente Pueyrredón,
bajó la lluvia, hacia Plaza de Mayo para repudiar la represión, a hoy,
Alberto Santillán no ha cambiado ni de trabajo, ni la forma en que se
peina o se recorta la barba, ni siquiera su manera de vestirse, pero sí
su modo de hablar, que suele ser sereno, pausado y reflexivo en el “mano
a mano”, y enérgico. cuando no encendido. Al momento de hablar frente a
muchas personas. En este caso, a días de conmemorarse el decimoquinto
aniversario del asesinato de su hijo Darío, Alberto se reúne con este
cronista en un bar del barrio porteño de Monserrat, cerca de su casa y
no tan lejos de donde trabaja desde hace décadas: el hospital Argerich.
Enfermero de oficio, como la madre de Darío (Mercedes, fallecida en
el año 2000), Alberto recuerda que de chico Darío les había pedido
permiso para hacer un curso de primeros auxilios. Y que nunca pudo dejar
de pensar en eso una vez que vio la foto de su hijo, en el hall de la
estación de trenes de Avellaneda, tomándole el pulso a Maximiliano
Kosteki, el otro joven de barba ya entonces herido de muerte aquel 26 de
junio de 2002. Ese día, un operativo conjunto de la Policía Bonaerense,
la Prefectura, la Policía Federal y la Gendarmería avanzó sobre una
columna de integrantes de movimientos de trabajadores desocupados que
intentaron cortar el Puente Pueyrredón, en coordinación con otros puntos
de protesta, en una jornada en la que se reunían prácticamente todos
los movimientos sociales que entonces reclamaban un cambio en las
políticas de ajuste y represión llevadas adelante por el presidente
interino Eduardo Duhalde. La represión se cobró la vida de los dos
jóvenes militantes, pero también dejó el saldo de 33 personas heridas
con balas de plomo, disparadas por las fuerzas de seguridad en un
operativo policial que incluyó también un operativo político de
declaraciones de altos funcionarios nacionales y de la provincia de
Buenos Aires hablando de una “interna piquetera” a partir de la cual se
había desatado la violencia, e incluso un papel activo de medios
hegemónicos de comunicación, que intentaron desdibujar las evidencias de
las responsabilidades estatales, como fue el caso del diario Clarín, que tituló su edición del 27 de junio con el lema de “La crisis causó dos nuevas muertes”.
Desde entonces, un juicio que culminó en la condena a cadena perpetua
de un comisario general de la Policía Bonaerense y su chofer; el cambio
oficial del nombre de la estación de trenes donde ocurrieron los hechos
y una pelea incansable de los familiares, amigos y compañeras de
militancia de Kosteki y Santillán por denunciar la impunidad y obtener
justicia por aquellos trágicos sucesos recordados bajo el nombre de
“Masacre de Avellaneda”.
La lucha por justicia y contra la impunidad
Desde el mismo día en que tuvo que reconocer el cadáver de su hijo,
Alberto Santillán se puso al frente de la lucha por llevar a la cárcel a
los asesinos de Darío y Maximiliano. Junto con Leo (uno de los tres
hermanos de Darío) y en su momento con Mabel (mamá de Maxi, fallecida en
septiembre de 2003, quien de hecho había iniciado la causa judicial ese
mismo año), encabezaron una pelea que no sólo los vinculó de otro modo
con la historia (breve pero intensa) de sus familiares asesinados, sino
que los transformó a ellos mismos.
¿Cuáles son las luces y sombras de toda esta lucha por justicia y contra la impunidad que han emprendido como familiares?
Siempre sostengo que las condenas a Franchiotti y Acosta se han
conseguido no tanto por la acción del juez o de la fiscalía, sino por la
tremenda presión que hemos realizado los familiares, la militancia y
una parte importante de la sociedad que se manifestó entonces frente a
los tribunales de Lomas de Zamora. Porque más allá del inmenso trabajo
realizado por los abogados, fue esa presión en los cortes de calles y
otras acciones de protesta la que conquistó estas condenas a cadena
perpetua, por primera vez, a un comisario general que reprimió una
manifestación provocando dos muertes. Y creo que todo este trabajo que
hemos realizado entre los abogados, los familiares, los amigos, la
militancia de los movimientos valió la pena, porque sienta un
precedente. Aunque claro, del lado político tanto como del judicial se
ha pretendido que esto quede como un mero hecho policial, cuando ha
quedado más que demostrado que fue también y sobre todo un hecho
político. Hace poco Aníbal Fernández, fiel a su estilo de que se le va
la lengua, dijo, cuando reprimieron a los maestros, que sin una orden
clara del Estado la policía no reprime. Y bueno, él fue el que salió a
dar la cara en nombre del gobierno de Duhalde cuando mataron a Darío y a
Maxi, así que el pez por la boca muere. Haciendo un poquito de memoria,
recordemos que no solo mataron aquel día a mi hijo y a Maxi, sino que
también hirieron con bala de plomo a otros 33 manifestantes, con todo el
daño no solo físico sino psíquico que eso implica. Y Fanchiotti, si
bien pertenecía a la “maldita policía”, era un comisario de carrera. Por
eso siempre hemos denunciado que hubo una complicidad entre la policía,
el poder político y el judicial. Apenas mataron a los chicos, todo el
entorno de Duhalde y de Felipe Solá salió a decir que las muertes habían
sido producto de una interna entre piqueteros, que se mataron entre
ellos, que había armas entre los manifestantes. Así que yo siempre
insisto en que hubo una clara responsabilidad del Estado. Y hemos
insistido en plantear los crímenes de la Masacre de Avellaneda como
“delitos de lesa humanidad”, pero este reclamo no tuvo eco, porque los
jueces y fiscales nos han dicho que los crímenes de lesa humanidad
pertenecen al momento del terrorismo de Estado. Otra cuestión respecto
de la lucha por justicia es la del paso del tiempo, porque las causas
prescriben. Yo hace unos días fui al juzgado y el juez Ariel Lijo, que
lleva la causa, no estaba, pero al otro día me mandó a decir por su
secretaria que mientras él fuera el juez no iba a permitir que la causa
prescribiera.
“Las condenas a Franchiotti y Acosta se han conseguido no tanto por la acción del juez o de la fiscalía, sino por la tremenda presión que hemos realizado los familiares, la militancia y una parte importante de la sociedad”
¿Y qué pasó respecto del planteo que han hecho durante años sobre la necesidad de avanzar en un juicio contra las responsabilidades políticas de la Masacre de Avellaneda?
Bueno, ahí la justicia ha dejado mucho que desear. Recordemos que en
2010 archivaron la causa. En ese momento el fiscal Miguel Osorio y el
juez Lijo consideraron que no había elementos suficientes para apuntar o
demostrar la responsabilidad de los funcionarios del Estado Nacional y
Provincial que nosotros señalábamos como involucrados en los crímenes,
empezando por el entonces presidente Duhalde. Así que después de cuatro
largos años de lucha logramos desarchivar la causa. En el medio yo
cambié de abogado. Y el hecho de haber estado desde entonces con la APDH
de La Matanza y con la Liga Argentina por los Derechos del Hombre,
considero, nos ha ayudado a abrir muchas puertas. Pero nada fue fácil.
Una vez que logramos desarchivar la causa, después nos cambiaron tres
veces de fiscal en unos pocos meses. Y nos decían que no podían avanzar
porque no iban a ser ellos los que siguieran con la causa. Así que, como
te decía hace un rato, si no hubiese sido por el trabajo de los
abogados, de los familiares y la colaboración de la militancia, todo
hubiese quedado estancado. Y hemos avanzado en presentar siete
testimoniales. Pero la actual fiscal, Paloma Ochoa, dijo que ninguno
servía, porque eran más de lo mismo de lo que ya se había dicho y que
ella necesitaba que le dieran nombres y apellidos. Así que fuimos y
hablamos con el entonces intendente de Avellaneda, Oscar Laborde, que
después fue y declaró. Y dijo claramente las apretadas que había
recibido de parte de Juan José Álvarez y del jefe de Gendarmería, pero
no pasó nada. También había otro comisario, del cual ahora no recuerdo
el nombre, que decía que no se acordaba de nada, pero al final después
de varias preguntas punzantes de los abogados de la Procuvín sí se
acordaba. Así que tengo que reconocer que, si bien yo tengo mis
diferencias con Alejandra Gils Carbó, el hecho de que ella haya puesto a
estos abogados de la Procuvín a trabajar con la fiscalía, por orden
directa de ella como Procuradora General de la Nación, fue un gran
aporte.
Respecto de las conquistas de este proceso de lucha emprendido, también cabe destacar el hecho de que se haya cambiado el nombre de la estación Avellaneda, tal como hemos narrado alguna vez en revista Zoom. ¿Qué sentís al pasar por ahí en tren y escuchar por los autoparlantes que anuncian el arribo a la estación Maximiliano Kosteki y Darío Santillán?
En esta búsqueda de justicia de la que hablábamos uno siempre suele
mirar hacia lo que falta: meter presos a los autores intelectuales de la
masacre. Pero en ese camino a veces uno se olvida de los logros que
hemos conseguido: que se haya desarchivado la causa; que haya quedado
firme la condena a Franccioti y Acosta, cuestiones no menores, como esta
otra del cambio de nombre de la estación, que es un logro muy grande de
toda la militancia, un logro que ya es historia. Porque este fenómeno
va a ser un tema de estudio: cómo cambió el nombre de una estación que
llevaba el nombre de un genocida al de dos luchadores sociales. Y ahí se
va a saber quiénes fueron Darío Maxi, cuáles eran sus sueños, sus
peleas, y quienes fueron sus asesinos. De ahí la importancia de la
condena social, que con el paso de los años logró instalarse respecto de
Duhalde, pero también hay que enfocarse en Solá, que parece que ahora
no tuvo nada que ver, y él sin embargo era gobernador de la provincia de
Buenos Aires. Pero todo se compensa de algún modo al escuchar el
anuncio de la llegada a la estación, incluso a más de uno se les planta
un lagrimón. Porque nos recuerda dónde y cómo murieron Darío y Maxi,
pero sobre todo, como vivieron.
“Como papá yo a mi hijo lo recuerdo todos los días, lo sueño
muchas noches”
Multiplicar su ejemplo, continuar su lucha
Si bien entiendo que Darío debe estar presente cada día en tu vida, supongo que con las actividades previas al 26 de junio, todos los homenajes y conmemoraciones que se realizan, Darío está de alguna manera aún más presente. ¿Qué rescatás de él en días como estos?
Creo que no soy yo principalmente quien mantiene vivo el recuerdo de
Darío, sino la militancia y toda esa gente que no los deja caer en el
olvido. Como papá yo a mi hijo lo recuerdo todos los días, lo sueño
muchas noches. Y si bien uno sabe que está muerto, es como si estuviera
ahí, vivo. Y creo que vivo sigue en sus hermanos, en sus compañeros, en
quienes como vos fueron sus amigos, lo conocieron en la intimidad. Y
para mí vive también en cada banderita que veo con su rostro, y no solo
en el Gran Buenos Aires sino también en otros lugares del país, en los
sitios más humildes, en donde yo veo la cara de satisfacción de la gente
cuando me ven llegar, ver que ahí está el papá de Darío con ellos, eso a
mí me da también mucho orgullo. Y ahí veo que Darío no estaba
equivocado y que se encontraba en un camino en el que todos deberíamos
estar. Porque él estuvo codo a codo con los que menos tienen. Con ellos
se cagó de hambre, se cagó de frío en invierno y se cagó de calor en
verano. Y claro, Darío aparece idealizado, pero como todos era un ser
humano y tenía sus cosas también, sus errores, sus berrinches. Pero
evidentemente, en su corta pero intensa vida marcó un camino. Él se
consideraba parte de la sangre de los caídos en otras luchas, y hoy 15
años después de su asesinato veo cómo otros jóvenes recogen su ejemplo,
sus sueños, sus ideales. Su impronta la veo en su último acto, llevando a
cabo eso que él tomaba del Che y que siempre decía: tomar como propia
la injusticia ajena. Y por eso volvió a la estación. Y de no haber
vuelto se hubiese sentido seguramente traicionado por él mismo. Porque
todos sabemos que en las situaciones límites, por instinto natural, uno
quiere preservar su vida, pero Darío aprendió a vencer el miedo, algo
que aprendió en las jornadas de diciembre de 2001. Una vez me contó que
ese día un compañero se le acercó y le comentó que tenía miedo. Y él le
respondió que todos tenían miedo, pero juntos lo tenían que vencer. Y
por eso él, como tantos otros, se quedó: venció su miedo y tiró piedras y
enfrentó la represión. Y esto me recuerda qué parecidos son tantos
otros luchadores sociales: Mariano Ferreyra o el Pocho Leprati, o tantos
otros caídos. Los ves y tienen todos la misma pinta: flacos, barbudos,
de una madera muy especial. Una madera que no es para cualquiera. Como
el Pocho, levantando la mano y diciendo: “Hijos de puta, no disparen,
acá hay pibes comiendo”. Y Darío, levantando la mano y también diciendo:
“no disparen, que acá hay un pibe que se está muriendo”. Tanto amor por
el prójimo, al punto de entregar su vida para ser fieles a lo que
siempre dijeron. Y sí, siempre está el deseo de que vuelva, de que
aparezca y venga a darme esos abrazos que me daba, desde el alma. Pero
no es la primera vez que lo digo: mientras él se estaba desangrando en
la estación, estaba pariendo miles y miles de hijos, con una semilla de
conciencia distinta, que hoy se ve en el compromiso totalmente jugado de
los jóvenes, los solidarios, los que se embarran las patas y generan
conciencia de por qué nos pasa lo que nos pasa. Yo lo extraño. Se
cumplen 15 años y yo qué más quisiera que hacer el duelo y que los
responsables políticos de los asesinatos estén en donde tienen que
estar: en la cárcel; y no como están ahora, amparados por el gobierno de
turno, y los jueces y todo este aparato de los medios que le dan lugar
para que se presenten nuevamente como candidatos. Pero bueno, también a
15 años están todos esos jóvenes que leen su biografía, que ven sus
videos y retoman sus palabras, como las del video ese en donde sale
hablando en el corte de la autopista, y ya nombra a Macri como parte de
esas mafias de empresarios, y ahora lo tenemos como presidente. Así que
nada, qué te puedo decir: tengo el enorme honor de ser su papá. Y no
tengo su abrazo, pero tengo las palabras de esa gente que viene y me
dice: “Gracias. Gracias por el hijo que tuvo”. O que vienen y me
abrazan. Y en esos abrazos encuentro mucho más que si viniesen y me
dijeran mil palabras.
*Nota publicada en Revista Zoom.
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