Por Mariano Pacheco*
Con
sus bares, cines, teatros y librerías, el epicentro de la cultura porteña
alguna vez supo estar en la Avenida Corrientes, pero -y más allá de que esos
negocios perduren- ¿sigue estando ahí? Es una pregunta que requiere un viaje en
el tiempo. Como en una película de Woody Allen, Mariano Pacheco se mete y sale
del subte atravesando un portal temporal para visitar a los espectros de su
propia formación cultural.
Hace
poco volví a ver Medianoche en París. No recordaba de esa
película un diálogo en el que, sin embargo, reparé al volver a verla, al punto
que transcribí en un cuaderno (y ahora paso “en limpio”), esa escena en la que
Marion Cotillard y Owen Wilson (interpretando los papeles de Adriana y Gil
Pender) conversan en el rincón de un bar.
Han
llegado allí luego de un “viaje en el tiempo” con un taxi antiguo. Pender es en
2010 un exitoso pero desilusionado guionista de Hollywood que viaja rumbo a
París para pasar allí unas vacaciones con su mujer y sus adinerados suegros,
pero en su mente sólo aparece la obsesión por terminar de escribir su primera
novela. Paseando por la ciudad, medio borracho, se sube una noche a ese taxi y
termina en los “gloriosos años veinte”, cuando “París era una fiesta”, al decir
del escritor Ernest Hemingway, uno de los tantos “notables” con los que Gil se
cruza al traspasar las fronteras temporales, como Scott y Zelda Fitzgerald,
Salvador Dalí y Luis Buñel. También allí estaba Adriana (entonces amante de
Pablo Picasso), de quien nuestro protagonista se siente fuertemente atraído y
con quien viaja a su vez desde los años 20 a la Belle Époque (hacia
1890) donde ella –fascinada– quiere quedarse. Es entonces cuando se
produce el diálogo entre ambos:
-Ella:
el presente es aburrido.
-Él:
traté de escapar de mi presente, tal como tú tratas de escapar del tuyo a una
Edad de Oro.
-Ella:
¿no creerás que los años 20 son una edad de oro?
-Él:
¡sí, para mí, sí!
-Ella:
pero soy de los años 20 y te digo que la Edad de Oro es La Belle Époque.
-Él:
míralos a ellos, su Edad de Oro fue el Renacimiento. Ellos cambiarían La Belle
Époque por pintar al lado de Tiziano y de Miguel Ángel. Y es probable que ellos
pensasen que la vida era mejor en épocas del Kubla Khan. Acabo de darme cuenta
de algo. No es nada grande, pero explica la ansiedad que tuve en un sueño.
-Ella:
¿qué sueño?
-Él:
la otra noche tuve una pesadilla en la que me quedé sin antibióticos. Fui al
dentista y no tenía anestesia. ¿Me entiendes? Estas personas no tienen
antibióticos.
-Ella:
¿de qué hablas?
-Él:
si te quedas aquí y esto se convierte en tu presente, muy pronto comenzarás a
imaginarte otra época, que sea en verdad tu edad de oro. Así es el presente. No
es del todo satisfactorio porque la vida tampoco lo es.
***
El
personaje de Woody Allen termina haciendo de sus viajes a través del tiempo en
París todo un ritual. ¿Quién no tiene el suyo? El mío es caminar por la
calle Corrientes, desde Callao hasta 9 de Julio. Lo sostengo al menos desde
hace veinticinco años: ¿En qué consiste ese berretín? Simple: ingresar a las
librerías –sobre todo de usados y saldos– para revolver las estanterías y ver
si el destino me sorprende con alguna maravilla (muchos de los libros que hoy
conforman mi biblioteca los encontré así). También sentarme un rato a tomar
algo en un bar (casi religiosamente, La Giralda) o comer alguna porción de
muzza (con fainá) o unas empanadas, de parado, en la barra de alguna pizzería,
por lo general Güerrín, donde el morfi siempre va acompañado de una pinta
de cerveza (es parte del ritual). Los años que viví en Córdoba extrañaba mucho
eso: los bares de Buenos Aires, sus librerías y pizzerías (¡no hay fainá en esa
provincia! ni una calle que concentre librerías y bares). Cada vez que
regresaba de visita a “la ciudad de la furia” repetía el ritual.
Alguna
vez, en una de esas librerías, me crucé con un ejemplar de La historia de
la calle Corrientes, de Marechal, pero no lo compré (no sé si era una primera
edición o qué, pero estaba carísimo). La mayor parte del tiempo realicé esas
caminatas como parte del “paseo de pobre”, porque aunque ni siquiera puedas
comprar un libro o comerte una porción de pizza o parar en un bar a tomar un
café, la magia del ritual se sostiene. Claro que durante el último cuarto de
siglo hubo tiempos mejores y peores; algunos, excepcionalmente buenos desde el
punto de vista económico. En mi caso, 2007-2011, mientras trabajé como boletero
del subte. ¿Dónde? ¡En la Línea B! (sí, sí, la de la calle Corrientes). Era
franquero, así que laburaba sábados y domingos, y lunes (o viernes). En los
ratos de descanso, por lo general, “subía” para tratar de hacer un rato ese
recorrido. Pero en esos años en que contaba con más dinero, nunca me crucé con
el ejemplar de Don Leopoldo dedicado a la emblemática avenida porteña que había
visto aquella vez, durante los años del malestar.
En
el mismo corredor de Corrientes, entre Callao y el Obelisco, entre 2004 y 2011,
vi gran parte de las películas “extranjeras” que más me marcaron en la vida
(las nacionales, por lo general, las veía –y aún las veo– en el Espacio Incaa
Km 0, el cine Gaumont de Congreso, a unas pocas cuadras), o en el piso 10 del
Teatro San Martín (más conocido como la “Sala Lugones”). Ahí, por ejemplo, vi
todo Pasolini, en un ciclo que se sostuvo durante algunas semanas y en la que
proyectaron la totalidad de sus películas.
También
sobre la avenida Corrientes, pero en una zona más alejada del centro, vi en
otro momento todo Wong Kar Wai, en un ciclo que se llevaba adelante en el
primer piso de una casona antigua donde proyectaban películas de autor. Y sobre
la misma avenida, pero no en ese Cine Club, ni en la Lugones, ni en El Lorca o
El Cosmos (donde también concurría a menudo), sino en otra sala que estaba
adentro del Teatro Astral (al lado de donde practicábamos kendo), vi varios
films de Woody Allen, como La mirada de los otros, Match
Point o Medianoche en París.
***
Recuerdo
con gratitud algunas experiencias de finales de la década del noventa e inicios
de la siguiente: salir del cine Lorca, después de ver el documental Cazadores
de utopías (sobre la historia de Montoneros) y al pasar por la puerta
de la librería Ghandi descubrir que era el mismo sitio desde el que había visto
dar testimonio a uno de los protagonistas del film; o leer novelas del Turco
Jorge Asís (como Los reventados), o relatos walsheanos como La
voluntad de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, o Buscada, de
Laura Giusani (con la historia de Lili Masaferro), y descubrir que muchos de
los sitios de los que se hablaban en esas producciones aún existían: el bar
Politeama, La Paz, Liberarte o La Giralda.
En
La giralda, tomando algo un día con un amigo setentista (militante devenido
filósofo), este me contó que el señor que nos había servido el café era el
mismo que lo había atendido esa tarde en que se reunió por última vez con sus compañeros
del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), previo a ser herido en un
operativo guerrillero, episodio que derivó en su exilio. Habrá sido en 2003 o
2004. Habían pasado unos treinta años entre un episodio y otro. Más allá de las
tres décadas de distancia, también fue parte de mi experiencia sentarme en ese
bar a leer y mirar por la ventana, conversar de tanto en tanto con ese mozo,
disfrutar del encanto que el sitio conservaba. Lamenté profundamente todo ese
tiempo en que la confitería permaneció cerrada y no sabíamos si volvería a
abrir. Quizás hubiese sido mejor que permaneciera cerrada, pienso ahora, porque
cuando se reabrió y volví a pisar el lugar no pude dejar de lamentar que se
haya transformado en ese sitio ruidoso, con carteles luminosos, personal que ya
no sostiene los ademanes del oficio y sólo te topes con todo ese afán
consumista por tomar submarino y comer churros, incluso a precio de permanecer
sentado en una mesa cubierta por plástico en plena vereda.
De
La Paz nunca fui habitué, pero recuerdo mi sorpresa de haber visto, a
principios de los 2000, a David Viñas sentado en una mesa del bar tomando café,
leyendo el diario mientras de tanto en tanto levantaba la cabeza y miraba para
afuera. Ahora en la esquina de Corrientes y Montevideo, hay un local de Sushi
y, por un tiempo, se montó incluso un maxi-kiosco en el mismo sitio en donde se
sentaba el autor que revolucionó la crítica literaria en los años
sesenta.
Creo
que hasta su muerte, ocurrida en marzo de 2011, David concurrió a ese bar a
tomar café y fumar mientras hojeaba algún libro (sí, hasta diciembre de 2010
aún estaba permitido fumar en lugares cerrados) o leer La Nación y subrayar
ciertas notas con sus lapiceras de colores, porque –como decía– al “enemigo”
hay que estudiarlo bien (¡que diría Viñas de los tiempos actuales, donde no hay
generaciones intelectuales ni enemigos). No sé si en La Paz también
persistieron los mismos mozos a través de los años, pero estoy seguro que
incluso hasta esa primera década del nuevo siglo mantuvieron tradiciones del
oficio, de las que sostenía “la vieja guardia de mozos”, quienes nunca se
olvidaban de llenar el vaso con agua al servir un café (según cuenta María
Moreno en su libro Black out). No me lo imagino a David levantando
la mano por minutos, o pegando un grito con su vozarrón, pidiendo un café de
especialidad o que le trajeran agua, mientras observa que en la mesa de al lado
alguien está comiendo sushi.
El
tiempo pasa, las personas mueren, los sitios se renuevan, claro. El bar
Politeama hace años ya no está (creo que también allí hay un maxi-kiosco o un
local de helados o hamburguesas). En lugar del Liberarte hay un negocio de
comics, con muñecos con rasgos japoneses. Pervive La academia, sobre Callao,
casi llegando a Corrientes, pero la última vez que me tomé un café con
medialunas ahí casi me intoxico y creo que tampoco funciona como lugar de
encuentro de militancias e intelectualidad crítica.
No
deja de quedarme un sabor amargo por esas ausencias. ¿Se habrá desplazado hacia
otros sitios esa magia?
***
No
sé si la segunda mitad de la década del noventa fue mejor a esta época, pero sí
estoy seguro que había algo atractivo en el hecho de que, incluso después de
los desastres que implicaron las políticas implementadas por la última
dictadura cívico-militar y el menemato, aún podíamos –quienes entonces
entrábamos en la juventud– reconocernos en lugares que hacían a una determinada
tradición de la ciudad, y que habían sido sitios emblemáticos de generaciones
anteriores.
La
crisis económica ha transformado el café con leche en un bar o las porciones de
muzza con faina y pintas de cerveza en una pizzería casi en un lujo que sólo
algunos pueden darse de tanto en tanto. Ni qué hablar de comprarse libros,
sobre todo si vienen de España. Es común escuchar que cada vez se lee menos y
que lo digital va enterrando lo analógico, que las series han matado el cine de
autor, los films clásicos, de culto. Sin embargo, las librerías perviven y aún
se sostienen algunas salas de cine en donde proyectan films fundamentales y
producciones independientes actuales.
Hace
poco, sin ir más lejos, pude ver en la Sala Lugones una gran cantidad de films
que me conmovieron, en un ciclo sobre cine francés contemporáneo, y también
volver a disfrutar de una vieja película de Godard que proyectaron en el
Cosmos, así como el Gaumont sigue combinando estrenos con reestrenos (disfruté
mucho al ver Blondi, de Dolores Fonzi y descubrí con una década de
retraso a Medianeras).
Durante
las últimas vacaciones de invierno compartí el ritual con mi hija, que ya tiene
doce años: fuimos a ver una peli al Gaumont y después, a recorrer librerías,
antes de merendar en La ópera. Ella, que vino desde Alta Gracia, se fascinó con
la sala Leonardo Favio del espacio Incaa y yo de compartir ese momento. Ella
encontró en una librería de saldos un libro que venía buscando hace tiempo; yo
me topé con uno de los tomos de las memorias de Simone de Beauvoir, que había
leído hacía años y no había vuelto a encontrar en esa misma edición, que pude
comprar por muy poca plata. De tanto en tanto recupero así libros que he leído
prestados y me encantaron, y puedo sumarlos a mi biblioteca, en la que aún
sigue ausente La historia de la calle Corrientes de
Marechal.
Quizás,
de acá a unas décadas, las librerías y las salas de cine se extingan, o tal vez
pervivan para nichos de jóvenes curiosos y viejos incautos. Quién sabe. El
mundo neoliberal, con su afán de novedad (como dijo el viejo Heidegger en
tiempos del viejo capitalismo de inicios del siglo pasado), presenta como
caducas muchas prácticas que han visto pasar una sucesión de formas de
organización social. Todo lo sólido se desvanece en el aire, sí, pero ese mismo
aire que respiramos supo inspirar obras de teatros y escrituras filosóficas y literarias
que ya llevan más de dos mil años. ¡Así que atención, nostálgicos y
aceleracionistas! No todo pasado ha sido luminoso y no creo que todo futuro
próspero –de existir algo así próximamente– se vaya a conquistar de espaldas a
los legados. Tal como enseñaron gran cantidad de maestros y maestras, Argentina
ha sido un país en donde los términos de vanguardia y tradición suelen
combinarse a menudo para parir lo nuevo, que, al fin y cabo, nunca es del todo
nuevo.
*Nota publicada en Tierra roja