El
22 de enero de 1891 nacía en Italia quien se transformaría en un militante
revolucionario que fundó revistas y organizaciones políticas, pero que también,
escribió miles de páginas en prisión, donde fue encerrado por el fascismo por una
década, donde mostró una vocación inquebrantable para sostener una resistencia
a través de la lectura, la escritura y la elaboración estratégica, pensando
temas fundamentales para la teoría y la práctica política (inescindibles en su
concepción de “filosofía de la praxis”, bien en la línea con las “Tesis sobre
Feuerbach” de Marx, donde comprender el mundo implica, valga la redundancia,
implicarse para transformarlo).
Entre ellos, uno de los temas que asombra por su actualidad es la relación intelectuales/pueblo. Su concepción de “intelectualidad orgánica” (de una de las “clases fundamentales”) implica la constitución de ese lazo estratégico para contribuir a la gestación de una voluntad colectiva nacional-popular capaz de protagonizar una reforma intelectual y moral, en clara confrontación con la concepción del mundo de las clases dominantes. Ese aporte a la construcción de hegemonía (o de contrahegemonía popular), implica para Gramsci asumir funciones organizadoras, “constructoras”, de educación, difusión y dirección para contribuir al desarrollo de la conciencia y la homogeneidad necesarias para la formación molecular de una nueva civilización.
Tamaña tarea no es posible llevarla adelante si en primer lugar no se comienza por elaborar críticamente la propia actividad intelectual. Por eso en el centro de sus reflexiones aparece el problema de la eficacia: cómo la filosofía de la praxis, esa concepción de mundo superadora de la de la burguesía un arraigo popular a nivel nacional que no puede pensarse a su vez sino en su estrecha relación con una proyección internacional.
Frente
academicismo y el anti-intelectualismo contemporáneo, Gramsi reaparece como un
espectro que incita a repensarnos en medio de la catástrofe de un mundo al
borde del colapso civilizatorio, para poner en pie esa consigna con la que
Nancy Fraser supo titular uno de sus libros: ¡Contrahegemonía ya!
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