domingo, 19 de octubre de 2025

Acerca de "Rengo yeta", último libro de César González


 Por Mariano Pacheco

 

Leí “Rengo yeta” (Reservoir books, 2025), de César González, con atención y una secreta curiosidad, que pasaba por una doble inquietud. Por un lado, respecto del modo en que trabajaba la perspectiva autobiográfica, inundades como estamos por el mercado de las literaturas del yo. Por otro lado, me interesaba “leer” abordajes del mundo carcelario por alguien que atravesó esa situación, inundades como estamos por el mercado de las producciones audiovisuales de las plataformas internacionales (debo confesar que entre Tumberos y El marginal/ En el barro, me quedo con la primera historia, a pesar de que pasaron ya 25 años de su estreno).

 

Por su título –y conociendo la obra literaria y cinematográfica del autor, además de su recorrido vital– intuía una filiación arltiana. Si bien el libro puede ser leído en una cierta atmósfera compartida con la producción de Roberto Arlt, “Rengo yeta” debe su título a la lógica interna de la propia historia, como queda claro al leerlo y como el propio González me confirmó en la entrevista que hicimos para el suplemento Cultura del diario Perfil que será publicada en las próximas semanas: “¿Sabías que en cana los rengos son yeta?”; “Demostrar que no era un rengo yeta, que mi cuerpo no era ningún instrumento de la mala suerte”, escribe respecto de sí, ya que llegó a un Instituto de menores herido en una pierna, luego de ser capturado por la policía tras un intento de secuestro extorsivo.

 

Pero la mirada respecto a este tema, como a todos los demás que aborda, no tienen nada de perspectiva “miserabilista”. También aparecen historias como la del “Rengo Carlitos”, el papá del Peca, a quien Gonzáles dice haber visto “pelear mano a mano con cualquiera” e incluso “bailar rocanrol muchas veces, haciendo piruetas con las muletas, con más destrezas que aquellos que tenían las dos piernas”. Lo mismo sucede cuando se refiere a los “cuerpos populares” en general, sin nombres propios, y escribe: “cuerpos desmenuzados que siguen bailando como si nada. Cuerpos con un extenso umbral de dolor. Mutilaciones que no perturban el alma. Cuerpos habitados por balas, clavos, prótesis, drenados por bolsitas de colostomía. Cuerpos curtidos, que resisten al tiempo sin desgarrarse ni deprimirse”.

 

Algo similar sucede cuando se refiere a la pobreza material, que no siempre va asociada a la infelicidad (“en la calle había lujuria, había aventura”) y a esa capacidad de realizar descripciones cruda, sin rencor (“la vida en la calle es demasiado intensa y fugaz como para estar pensando en los que están presos”… “Ya me había acostumbrado a que mis amigos prometieran cosas que no cumplían”… “Nadie se animaba a decir la verdad. Que si estás preso, no existías”).

 

Por último, me interesó mucho ese recurso narrativo que en cine se denomina flashback, a partir del cual César González da cuenta en el libro de su primer tramo en la estancia carcelaria y, al mismo tiempo, de parte del pasado reciente a ese momento, con recuerdos que se presentan bajo el modo de la conversación entre detenidos.

 

Si bien no ingresa en la cronología el período de detención en el que el autor toma el nombre de Camilo Blajakis (combinando una doble tradición resistente, nacional y latinoamericana) y se sumerge en el mundo de la lectura y la escritura, ya aparecen aquí unos indicios muy potentes de ese doble movimiento: a través de un defensor oficial que comienza a prestarle libros y a través de las cartas que comienza a escribirle a una chica que trabaja en la limpieza de la enfermería y las oficinas del Instituto de detención en el que se encuentra, que ve e intenta seducir a través de la palabra a distancia.

 

Con lo dicho hasta aquí, queda claro que César González logra trabajar la cuestión carcelaria y la narración en primera persona sorteando dos “taras” de la cultura contemporánea: las literaturas del yo (puesto que quien narra da cuenta de un recorrido vital que a su vez da cuenta de un contexto y habilita un conjunto de otras voces) y la espectacularización (muchas veces, también, “caricaturización”) de la cuestión carcelaria, retomando a su modo esa máxima planteada por Walter Benjamin, quien insistía en que mientras los fascistas estetizaban la política, quienes pujaran por la emancipación debían, por el contrario, politizar el arte.

 


 

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