Leí “Rengo yeta” (Reservoir books, 2025), de César
González, con atención y una secreta curiosidad, que pasaba por una doble
inquietud. Por un lado, respecto del modo en que trabajaba la perspectiva
autobiográfica, inundades como estamos por el mercado de las literaturas del
yo. Por otro lado, me interesaba “leer” abordajes del mundo carcelario por
alguien que atravesó esa situación, inundades como estamos por el mercado de
las producciones audiovisuales de las plataformas internacionales (debo
confesar que entre Tumberos y El marginal/ En el barro, me quedo con la primera
historia, a pesar de que pasaron ya 25 años de su estreno).
Por su título –y conociendo la obra literaria y
cinematográfica del autor, además de su recorrido vital– intuía una filiación
arltiana. Si bien el libro puede ser leído en una cierta atmósfera compartida
con la producción de Roberto Arlt, “Rengo yeta” debe su título a la lógica
interna de la propia historia, como queda claro al leerlo y como el propio
González me confirmó en la entrevista que hicimos para el suplemento Cultura
del diario Perfil que será publicada en las próximas semanas: “¿Sabías que en
cana los rengos son yeta?”; “Demostrar que no era un rengo yeta, que mi cuerpo
no era ningún instrumento de la mala suerte”, escribe respecto de sí, ya que
llegó a un Instituto de menores herido en una pierna, luego de ser capturado
por la policía tras un intento de secuestro extorsivo.
Pero la mirada respecto a este tema, como a todos los
demás que aborda, no tienen nada de perspectiva “miserabilista”. También
aparecen historias como la del “Rengo Carlitos”, el papá del Peca, a quien Gonzáles
dice haber visto “pelear mano a mano con cualquiera” e incluso “bailar rocanrol
muchas veces, haciendo piruetas con las muletas, con más destrezas que aquellos
que tenían las dos piernas”. Lo mismo sucede cuando se refiere a los “cuerpos
populares” en general, sin nombres propios, y escribe: “cuerpos desmenuzados
que siguen bailando como si nada. Cuerpos con un extenso umbral de dolor.
Mutilaciones que no perturban el alma. Cuerpos habitados por balas, clavos,
prótesis, drenados por bolsitas de colostomía. Cuerpos curtidos, que resisten
al tiempo sin desgarrarse ni deprimirse”.
Algo similar sucede cuando se refiere a la pobreza material,
que no siempre va asociada a la infelicidad (“en la calle había lujuria, había
aventura”) y a esa capacidad de realizar descripciones cruda, sin rencor (“la
vida en la calle es demasiado intensa y fugaz como para estar pensando en los
que están presos”… “Ya me había acostumbrado a que mis amigos prometieran cosas
que no cumplían”… “Nadie se animaba a decir la verdad. Que si estás preso, no
existías”).
Por último, me interesó mucho ese recurso narrativo que
en cine se denomina flashback, a partir del cual César González da cuenta en el
libro de su primer tramo en la estancia carcelaria y, al mismo tiempo, de parte
del pasado reciente a ese momento, con recuerdos que se presentan bajo el modo
de la conversación entre detenidos.
Si bien no ingresa en la cronología el período de
detención en el que el autor toma el nombre de Camilo Blajakis (combinando una
doble tradición resistente, nacional y latinoamericana) y se sumerge en el
mundo de la lectura y la escritura, ya aparecen aquí unos indicios muy potentes
de ese doble movimiento: a través de un defensor oficial que comienza a
prestarle libros y a través de las cartas que comienza a escribirle a una chica
que trabaja en la limpieza de la enfermería y las oficinas del Instituto de
detención en el que se encuentra, que ve e intenta seducir a través de la
palabra a distancia.
Con lo dicho hasta aquí, queda claro que César González
logra trabajar la cuestión carcelaria y la narración en primera persona
sorteando dos “taras” de la cultura contemporánea: las literaturas del yo
(puesto que quien narra da cuenta de un recorrido vital que a su vez da cuenta
de un contexto y habilita un conjunto de otras voces) y la espectacularización (muchas
veces, también, “caricaturización”) de la cuestión carcelaria, retomando a su
modo esa máxima planteada por Walter Benjamin, quien insistía en que mientras
los fascistas estetizaban la política, quienes pujaran por la emancipación
debían, por el contrario, politizar el arte.
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