Yo he escrito este libro, que ahora
Jorge Álvarez publica bajo el título de Sexo y traición en Roberto Arlt (título
comercialmente atractivo, elegido exprofeso; pero también el más sencillamente
descriptivo de su contenido) hace ocho años atrás. Y cuando Álvarez me invitó a
que presentara yo mismo a mi propio libro, me sentía ya lo suficientemente
alejado de él y pensé que podría hacerlo. Pensé en ese tiempo transcurrido, esa
distancia que tal vez me permitiría una cierta objetividad para juzgar (me);
pensé que el tiempo transcurrido había convertido a mi propio libro en un
“extraño” para mí mismo. No era totalmente así.
Pero en el hecho de tener que ser yo
mismo quien ha de presentar a mi propio libro, hay una situación paradojal de
la que debiera, al menos, sacar provecho. En primer lugar podría preguntarme
por lo ocurrido entre 1958 y 1965; o bien, y ya que fui yo quien escribió aquel
libro, ¿qué ha pasado en mí durante y a lo largo del transcurso de ese tiempo?
En segundo lugar podría reflexionar sobre las causas que hicieron que durante
ese tiempo yo escribiera bastante poco. Y en tercer lugar, y si es cierto que
los productos de la actividad individual no se separan de la persona, podría
hacerme esta pregunta: ¿quién era yo, entonces, cuando escribí ese libro?; y
también: ¿qué pienso yo en el fondo y de verdad sobre ese libro?
Mi juicio sobre mi propio libro.: yo
diría que se trata de un libro relativamente bueno. Relativamente: es decir,
con respecto a los otros libros escritos sobre Arlt. Es que son malos. Pero los
juicios de valor, a este nivel, no son interesantes…
¿Pero volvería yo a escribir ese
libro, ahora, si no estuviera ya escrito?
Bien, creo que no podría hacerlo.
Entre otras cosas, porque hoy soy un poco menos ignorante que entonces, más
cauteloso. Y seguramente: una cierta indigencia cultural, de formación, con
respecto a los instrumentos intelectuales que realmente manejaba, estoy seguro,
fueron entonces el motor que no sólo me impulsó a planear el libro, sino que me
permitió escribirlo. Pero no es que no esté de acuerdo con lo que hoy acepto
publicar. Y además, también estoy seguro, de no haber escrito aquel libro, y de
escribirlo hoy, no escribiría un libro mejor.
Pero me pongo en el lugar de ustedes que
me están escuchando.
¿Sobre qué estoy hablando? O bien: ¿de
qué me estoy confesando? Pues bien: de nada.
Si acepto publicar un libro que
escribí hace varios años atrás es porque ese libro es bueno, para mí. Y lo es
porque a mi entender cumple con el requisito sin el cual no hay crítica en
literatura: acompaña las intuiciones del autor y trata de explicitarlas, a otro
nivel y con otro lenguaje. Pero debo decirlo: cuando escribí el libro yo no era
un apasionado de Arlt sino de Sartre. Y habiendo leído a Sartre no solamente no
era difícil encontrar lo fundamental de las intuiciones de Arlt (o mejor: de
esa única intuición que define y constituye su obra), sino que era imposible no
hacerlo. Lean ustedes el Saint Genét de Sartre y lean después El juguete rabioso.
El punto crítico, culminante, de esa novela que tengo por un gran libro, es el
final. Después de leer a Sartre no era difícil encontrar el sentido de ese
final, tan aparentemente sorprendente.
¿Por qué Astier se convertía tan
repentinamente en un delator? En fin, yo diría, mi libro sobre Arlt ya estaba
escrito. Y en un sentido yo no fui esencial a su escritura: cualquiera que
hubiera leído a Sartre podría haber escrito ese libro.
Pero al revés, la factura del libro,
su escritura, me depararía algunas sorpresas. Entre la programación del libro y
el libro como resultado, no todo estaba en Sartre. Y lo que no estaba en Sartre
estaba en mí.
No en mi “talento” (no hablo de eso):
me refiero a las tensiones que viniendo de la sociedad operaban sobre mí a la
vez que no se diferenciaban de mí, y de cuya conciencia (una cierta incompleta
conciencia) extraje, creo, esa certeza que me acompaña desde hace más de quince
años. Que efectivamente, tengo algo que decir. Escribir el libro me ayudó,
textualmente, a descubrir el sentido de la existencia de la clase a la que
pertenecía, la clase media. Una banalidad. Pero esa banalidad me había
acompañado desde mi nacimiento. Pensando sobre Arlt descubría el sentido de mis
conductas actuales y de mis conductas pasadas: que dura y crudamente habían
estado determinadas por mi origen social. Y uso la palabra “determinación” en
sentido restringido pero fuerte.
¿El “mensaje” de Arlt? Bien, y
exactamente: que en el hombre de la clase media hay un delator en potencia, que
en sus conductas late la posibilidad de la delación. Es decir: que desde el
punto de vista de las exigencias lógicas de coherencia, que pesan sobre toda
conducta, existe algo así como un tipo de conducta privilegiada, a la vez por
su sentido y por ser la más coherente para cada grupo social, y que si ese
grupo es la clase media, esa conducta no será sino la conducta de delación.
Actuar es vehicular ciertos sistemas
inconscientes que actúan en uno, y que están inscriptos en uno al nivel del
cuerpo y la conducta, sobre ciertos carriles fijados por la sociedad. Actuar
es, a cada momento, a cada instante de nuestra vida, como tener que resolver un
problema de lógica. En cuanto a los términos de ese problema: están dos veces a
la vista (aunque no para quienes lo soportan), son dos “observables”.
Por un lado la sociedad nos enseña, y
por otro lado estamos llamados, solicitados, constreñidos, todo a la vez, a
resolver cuestiones que el medio social nos plantea. Solamente que esas
cuestiones difícilmente pueden ser resueltas en la perspectiva de lo que se nos
ha enseñado, de lo que ha sido sellado en nosotros por la sociedad: y la
relación que va de uno a otro término, en sociedades enfermas como las
nuestras, es una relación absurda (habría que precisar qué se entiende por esto)
o directamente contradictoria. Pero como la capacidad lógica del hombre es
infinita, siempre es posible resolver problemas imposibles: hay gente que lo
hace. Son los enfermos mentales.
En este sentido la enfermedad mental
es absolutamente lo contrario a lo que una literatura envejecida, burguesa, nos
ha querido hacer entender.
Es exactamente lo opuesto a la
incoherencia. Es más bien la puesta en práctica de la máxima exigencia de
lógica y razón.
En este sentido digo, entonces, que la
delación —y Arlt tiene razón— no constituye sino el tipo lógico de acto
preferencial, en cuanto a la coherencia que arrastra, para conductas
individuales determinadas por un preciso grupo social. Y solamente habría que
hacer esta salvedad.
Que cuando hablamos de lógica y
coherencia, aquí, nos referimos menos a una lógica pensada por el individuo que
se enferma, que a una lógica que —no hay otro modo de decirlo— se piensa en el
enfermo mental. Y en cuanto a la relación entre conducta mórbida y conducta de
delación: la tesis es de Arlt. Y es profundamente verdadera.
Pero esto no significa moralizar; y lo
que se quiere decir no es que un delator “no es más” que un enfermo mental.
Sino exactamente al revés, contramoralizar, puesto que lo que Arlt denuncia es
a la sociedad que produce delatores. En cuanto a la conexión entre lógica y
coherencia por un lado, y enfermedad mental o delación por el otro, es cierto
que necesitaría una larga explicación. Pero esa explicación existe, no es
difícil, es cierta, y yo no hago metáforas. Pero relean ustedes a Arlt. Él,
como novelista, tenía en cambio que usar metáforas.
¿No recuerdan ustedes aquellas que en
sus novelas se refieren a esa necesidad “geométrica”, “matemática” o propia del
“cálculo infinitesimal”, que el que humilla descubre como en negativo, y en el
corazón del acto, en el momento mismo que lo planea, o un instante antes de su
realización?
Después de estas breves reflexiones se
justifica tal vez un poco más que hable de mí. ¿Quién era yo cuando escribí ese
libro? O para forzar la sintaxis: ¿qué había de aparecer en aquel libro de lo
que era yo?
Pueden ustedes reírse: pero ya
entonces, en 1957, estaba yo un poco loco. Es decir, que pesaban sobre mí un
conjunto de estructuras, un pasado, que se contradecían, las que yo intentaba
estúpida e inconscientemente resolver. Es cierto, no lo sé todo sobre mí mismo,
y no entiendo del todo el sentido de aquél modo de resolver mis contradicciones
que fue para aquel entonces escribir sobre Arlt. Pero de cualquier modo no
carezco de una cierta conciencia aguda de algunos de los términos
contradictorios. Pensemos por ejemplo en el “estilo”, en la prosa de mi libro.
Ya he dicho que al nivel de las ideas el libro estaba fuertemente influenciado
por Sartre. Ahora bien, en lo que hace a la prosa, la influencia viene de
Merleau–Ponty.
Yo había leído entonces todo lo que
Merleau–Ponty había escrito, y me fascinaba ese estilo elegante, esa prosa
consciente de su cadencia y de su ritmo, esa sobre o infra- consciencia del
desenvolvimiento temporal de las palabras, ese gusto por el “tono” o por la
“voz”, esas insistencias de un fraseo a veces monotemático que entiende
investigar las ideas acariciando las palabras. Amaba entonces esa prosa. En mi
libro sobre Arlt intentaba esa prosa, me esforzaba por establecerme en ella, o
en que ella se estableciera en mí.
Quiero decir: que la imitaba. Y esto
no es malo en sí mismo, ni me ocasiona hoy problemas de conciencia, puesto que
imitar una prosa es la mejor manera de apresar desde adentro el pensamiento del
autor, o como dice el mismo Merleau–Ponty, aprender a pensar lo informulado por
el pensamiento, ese lugar todavía vacío hacia el que toda formulación tiende y
que es el verdadero “objeto” del pensamiento. No, lo malo estaba en otra cosa.
Piensen: una prosa que, como la de Merleau–Ponty,
se basa sobre todo en el
tono, en la “altura” de la voz, no es
sino la prosa de un refinado.
Supone un alto grado de cultura, la
inscripción en una tradición cultural precisa, es decir, otros tipos de prosa
pertenecientes a escritores lejanos y cercanos en el tiempo, con los que ella
misma forma sistema, oponiéndose y diferenciándose de unas, semejándose a
otras.
Una prosa de refinado: una prosa de
“tonos”. Y se podría pensar en una analogía con la lengua china. Efectivamente:
en las lenguas chino- tibetanas los tonos de la frase no son usados como en las
nuestras para expresar sentimientos, sino que sirven para nombrar objetos.
Ahora bien, ese tipo de lengua aparece históricamente en sociedades muy
jerarquizadas. La estructura propia de un orden social muy regimentado parece
ser complementaria de la lengua de tonos. Una lengua de tonos, en una sociedad
democrática, así, sería un impensable. Si se hiciera la experiencia de juntar
una cosa con la otra el resultado tal vez sería alguna aberración: tal vez una
sociedad de idiotas. Ahora bien, con mi libro pasaba algo parecido. Imagínense:
emplear una prosa de “tonos” para hablar sobre Roberto Arlt. Claro que
Merleau–Ponty había usado esa prosa para escribir sobre Hemingway. Pero yo no
era Merleau–Ponty. Y la relación que va desde Merleau–Ponty a Hemingway no es
homóloga a la que iba de mí a Arlt. Y no me refiero al valor de los autores ni
me comparo a quien tengo por uno de los autores más importantes de nuestro
tiempo. Quiero decir, que entre yo y las novelas de Arlt había una relación más
estrecha, más igualitaria, que entre un alto profesor universitario parisino, y
que hablaba por lo mismo, y con derecho, desde la cumbre de la cultura (y no
ironizo) y un hombre con las características de Hemingway. Arlt y yo habíamos
salido de la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la
misma ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los
mismos miedos económicos… Brevemente: apoyándome en Sartre y en Merleau–Ponty
yo escribía entonces sobre Arlt. ¿Cómo decirlo?
Cuando escribía mi libro en verdad me
sentía un poco exótico.
Y textualmente, puesto ¿qué es lo
exótico sino el resultado de la unión de sistemas simbólicos que tienen poco
que ver unos con otros? Pero aún aquí, y aunque con otra significación, aquél
exotismo me colocaba en la línea de Arlt.
¿Esa imagen sobre mí mismo (prosa de
“tonos” para escribir sobre Arlt) no tenía acaso mucho que ver con esa foto que
se conserva de Arlt en África, vestido con ropas nativas pero calzado con unos
enormes y evidentes botines?
Dicho de otra manera: un día me
encontré con que ya el libro estaba escrito. Es decir, que me encontré con que
ya algo había sido hecho en mí, o que se había hecho ya algo de mí, tal vez sin
mí. ¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la mañana
mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad “cae” sobre mí. Me veo
convertido entonces, y de la noche a la mañana, en un objeto social: hago la
experiencia de lo que significa, en sociedades como las nuestras, ser un
enfermo mental. Hago esa experiencia, como se dice, desde adentro. Enfermo, no
puedo ya seguir escribiendo.
Tampoco puedo leer. Fue la miseria de
aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y también la
miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que va desde el
momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación.
Enfermo (aunque con el cuerpo sano) me
veía obligado a pasarme las horas, los días, los meses, con la cara contra la
almohada, oliendo el neutro y espantoso olor a las sábanas (me parecía
espantoso: lo era) regando de saliva el género.
¿Cuánto tardaría en idiotizarme por
completo? No podía leer, no podía trabajar, no podía estudiar, no podía
escribir. No podía nada, salvo atender a ese pánico psicótico que me habitaba.
Tenía miedo de todo, de cualquier cosa, de ver, por ejemplo, brotar el agua del
agujero de una canilla. ¿Y los otros? Yo temía que se aburrieran pronto y que
me mandaran al demonio. Temía, digo, puesto que quería curarme y necesitaba de
ellos, “apoyarme” en ellos. Mi mujer (esto antes de mandarme al demonio) me
explicaba, con la mejor voluntad, que puesto que yo quería curarme era seguro
que me curaría. Pero yo entonces me acordaba de esas historias clínicas de
esquizofrénicos que también se quieren curar y que no lo logran jamás.
Era seguro: yo era un esquizofrénico.
¿Pero tiene sentido que un autor hable
de sus enfermedades, que las use para “racionalizar” sobre su vida, para
justificarse? No sé bien, y sólo recuerdo ahora un escritor que a veces lo hace
(y dejo de lado el exaltamiento pueril de la locura a lo Alex Guinsberg): es
George Bataille. Recuerdo su tono, bajo y lento, en el prólogo de un libro en
el que relata el tiempo real, el suyo, de la redacción del libro. Dice que una
enfermedad, a la que no nombra, le dificulta las cosas, le obliga a escribir
lentamente. Un tono quejoso: y no estaba mal, porque servía al menos para
recordar al lector que un libro ha sido hecho con el tiempo real, cotidiano,
del escritor. De cualquier modo, y tratándose de quejas: yo prefiero reservarme
el derecho para mi vida privada. Pero mi enfermedad está ahí —estuvo ahí— y tal
vez no es malo, ahora, reflexionar sobre ella. En ese sentido, la experiencia
de la enfermedad —la mía— podría resumirse así: padecer algo que se hizo afuera
de uno, la experiencia de “soportar” algo. Pero aun en el interior mismo de esa
experiencia había un nido de víboras: ¿yo, que amaba a Sartre, cómo podía
olvidar que uno “hace” su enfermedad? Recordaba entonces un párrafo de
Merleau–Ponty sobre el Greco: las deformaciones de las figuras que pintaba, no
podían ser explicadas a partir del astigmatismo que el artista padecía, sino al
revés, las figuras explicaban su astigmatismo, revelaban el carácter
“intencional” de la enfermedad. El Greco había hecho su astigmatismo para
explorar el mundo a su manera. Su arte y su enfermedad no eran más que dos
aspectos de una misma cosa, dos manifestaciones de un mismo “estilo” de vivir y
de comprometerse en el mundo.
Pero en el momento mismo en que
soportaba mi enfermedad, en que ella no se traducía más que en mi imposibilidad
de vivir, en el momento en que me veía arrancado de mi trabajo, trabado y presa
de la mirada de los otros, arrastrado por añadidura a la miseria económica,
¿cómo entender que yo “había hecho” (y por lo mismo, querido) todo eso? Uno
hace su enfermedad, ¿pero qué podía sacar yo ahora de eso que yo había hecho de
mí? No entendía nada. Era un infierno.
De vez en cuando, y en medio del
tiempo de mis pánicos, de mis obsesiones, de mi aislamiento, me repetía una
frase de Freud: “la enfermedad mental es inútil”. Fantaseaba que con el
reconocimiento de su inutilidad tal vez me curaría. Como no podía leer, y
encerrado, caminaba, incansablemente, caminaba. Tenía el mundo reducido a
imágenes despedazadas metido dentro de los ojos.
Para comprender algo hay que pensarlo
todo, ¿pero cómo pensar algo cuando no se comprendía nada? Poco a poco. Tenía
que “darme tiempo”. Ante todo: ¿qué era lo que había ocasionado la enfermedad?
Eso estaba a la vista: la muerte de mi
padre. Se lo podría decir así: cuando supe que él iba a morir, yo ya no pude
vivir más. ¿Cómo dos amantes? Tal vez, pero nuestro amor había estado escondido
(y no ironizo).
Mi padre no tuvo una muerte dura: fue
una muerte como la que él siempre había deseado. En esto fue un hombre con
suerte, murió en su cama. Y además tuvo otra ventaja, puesto que siempre había
temido a la muerte: no darse cuenta que se moría. Estaba en la cama,
conversando de cualquier cosa, enfermo de leucemia (pero él lo ignoraba) y
sonriendo tal vez, cuando lo sorprendió la muerte.
Sonriendo digo, puesto que cuando lo
vi en el cajón y envuelto en sus mortajas, tenía un ricto de tranquilidad y de
alegría en la boca. Para entonces yo ya había enfermado, y habría preferido no
acercarme al cajón: pero mis parientes me arrastraron a él. No puedo olvidar la
impresión que me causó su rostro: por detrás de [94] la insobornable certeza de
que yo amaba esa cara, una mezcla de indignación y repulsión… Ahora ya está, me
decía, este hombre ha terminado y se ha llevado con él y de una buena vez al
empleado bancario, sus “miedos de fin de mes” (como decía Arlt), los rasgos
pusilánimes de su carácter, su ignorancia, su mala fe ideológica, su ceguera y
su cobardía, su antisemitismo. Durante más de una interminable hora y media
tuve que simular, ante la mirada vigilante de mis parientes, junto a la dura
realidad de la carne muerta de mi padre. Yo no amo a los muertos, pero como me
obligaban a simular respeto, sentí, además recuerdo, que tampoco respetaba ese
cadáver, ya que me acordaba del hombre, y lo execraba. Pero las cosas estaban
así: mi padre había muerto y yo había “hecho” una enfermedad, en “ocasión” de
esa muerte. Y desde el día que “caí” enfermo (fue de la noche a la mañana) me
tuve que olvidar de golpe de Merleau–Ponty y de Sartre, de las ideas y de la política,
del “compromiso” y de las ideas que había forjado sobre mí mismo. Tuve entonces
que buscarme un psicoanalista. Y me pasé un año discutiendo con él, sobre si mi
enfermedad era una histeria o una esquizofrenia. Yo entonces confundía el
aislamiento que padecía con el aislamiento como conducta de corte con lo real,
y como no podía o no quería observarme desde afuera, afirmaba que estaba
esquizofrénico. Al cabo acepté la opinión de mi analista. Aparté los índices
somáticos, una sordera creciente, un horrible y continuo silbido que taladraba
mis oídos desde el interior de mi cabeza, la perturbación de mi equilibrio: mi
psicoanalista tenía razón. La tendencia a la seducción como rasgo constante de
mi conducta, la representación, la teatralización del sufrimiento, la tendencia
al chantaje. Yo aceptaba: era un pavo que debía tragarse todas las nueces. La
discusión, sin embargo, no terminaba: se me ocurría que el analista observaba
bien el lado representación de mis conductas, pero que extremaba el juicio sobre
él. En el fondo yo sentía que me quería hacer creer lo que yo temía. Que yo no
era más que un farsante. Pero entonces —en su presencia, o en la soledad— yo me
rebelaba. Me decía entonces que no era del todo así, puesto que ahí estaba ese
trabajo sobre Arlt, y que el trabajo no es farsa.
Después comprendí que lo que pasaba
era que mi analista usaba conmigo la técnica neoanalista de la frustración.
Pero cuando me frustraba yo me ponía de pronto intransigente, y en cambio de
responder con una reacción regresiva (según el esquema técnico que seguramente
usaba) me ponía lúcido con respecto a él, no le perdonaba lo que mis ojos
veían, su ceguera con respecto a las determinantes de clase, de trabajo y de
dinero, que pesaban tanto sobre él como sobre mí. Cuando me frustraba, yo en
cambio de regresar hacia mis estructuras arcaicas, progresaba, hacia el
marxismo. La situación no tenía salida, y en medio de un análisis en el que
había puesto las esperanzas de la cura, me aburría. Es cierto que no se podía
culpar al psicoanalista ni al psicoanálisis de mi imposibilidad de salir
adelante. Pero en mis choques con ese hombre todo se ponía en juego. De pronto
me encontraba despreciándolo tanto como a mi padre.
¿Pero no revelaba tal cosa la
constitución de un lazo de transferencia? No sabía nada. Recuerdo que una vez
le pregunté por quién votaba. Me contestó que por los socialistas de Ghioldi.
Por favor, no me diga más, le dije. Era suficiente y ridículo. ¿Y yo esperaba
la cura de ese hombre? Estaba solo. Finalmente mandé “vis à vis”, como dicen
los franceses, al psicoanálisis y al psicoanalista, a la histeria y a mis
discusiones de psiquiatría social con el analista. Iba aprendiendo y comenzaba
a curarme. La enfermedad había puesto al descubierto la ligazón con mi padre, y
la ligazón de esa ligazón con el dinero. Durante la enfermedad me había hecho
adulto de un golpe, había hecho la experiencia de la dura realidad del dinero.
El dinero existe y vale. Y esa prostituta, como le dice Marx, fue “el lugar”
donde me hice adulto porque supe lo que era la vergüenza. Si uno no tiene
dinero, o se muere de hambre o lo pide. Yo, como elegía vivir, a cada instante,
lo pedía.
Después no podía devolverlo. Tenía
entonces que explicarme ante quienes me lo habían prestado. A veces me creían,
a veces se reían un poco paternalmente de mí, a veces se enfurecían. En una
oportunidad alguien a quien yo quería bastante llega a mi casa y con violencia
me comunica que quería el dinero que le debía, o se llevaría mi máquina de
escribir: tuve que pagarle con libros. También tuve que pedir dinero al Fondo
de las Artes: leyeron mis trabajos y me lo dieron. Era lamentable: yo sentía
que era como pedir limosna. Entre mis amigos, algunos me juzgaban. Es que para
pedir ese dinero, tenía que pedir antes “cartas de presentación”: una vez a
Murena. Ese hombre, personalmente cortés y bueno, no me la niega, y yo uso
entonces su prestigio, ideológicamente aceptable en los medios oficiales, para
no morirme de hambre. Explico esto a mis amigos, pero ellos no dejan de juzgarme:
la cortesía, y la bondad, incluso, la bondad que significaba en Murena el
dejarse usar ideológicamente, no son más que virtudes individuales. Las que ama
la derecha. Tenían razón. Pero en esos momentos yo estaba más cerca del cálculo
infinitesimal que de la razón, me parecía más a un personaje de Arlt que a mí
mismo. O a mí mismo más que a ninguna otra cosa.
¿Pero quién era yo? Según el entonces
rector de la Universidad de Buenos Aires, Rizieri Frondizi, yo había muerto.
Quiero decir: que había fallecido. Es que mientras se encontraba en sus
funciones le pedí también a él una carta de presentación para el Fondo de las
Artes. Cuando le hago llegar el pedido, a través de su secretaria, se niega, y
dice que jamás había leído nada mío. Pero además, extrañado, le pregunta que
cómo era, que si yo no había muerto. Tenía razón: es que yo había intentado
suicidarme dos veces, y habrían llegado seguramente a él algunos rumores sobre
la cuestión (y les ruego a ustedes que me excusen nuevamente: me refiero al
impudor con que nombro la palabra suicidio cuando ella se refiere a intentos
reales míos). Ante el relato de la secretaria del Rector, me quedé impávido.
Pensé entonces esa frase conocida: “El relato de mi fallecimiento es
considerablemente exagerado”. Pero no pude pronunciarla.
Pero no sé si se entiende: no estoy
contando anécdotas. Sino mejor, contando algunas coordenadas reales de una
situación concreta, la mía. La enfermedad, a raíz de la muerte de mi padre, la
vergüenza, la vergüenza económica, la buena voluntad de mis intenciones
intelectuales, mis influencias intelectuales, las mejores, Sartre, la relación
de compromiso entre el sostenimiento de las ideas y la exigencia de coherencia
con uno mismo cuando se trata de jugar los roles en el interior de la sociedad
concreta, la relación personal al nivel más concreto cuando uno se relaciona
con otros intelectuales. El desorden no es más que aparente.
Hay aquí pocas vías hacia las cuales
todo converge, y desde donde brota, seguramente, todo lo que nos determina.
Y hay dos, fundamentales, que están en
la base del hombre concreto: el sexo y la economía. O como decía Pavese:
dinero, mujeres, prestigio. Yo no creo haber endurecido, ¿pero es que hay otras
cosas?
Los marxistas en general y los
comunistas en particular suelen tomar con ligereza la noción de alienación.
Pero la alienación no es una noción. Por lo mismo hay que comenzar ya a
entender de una buena vez la realidad que comenta esta vieja idea: la idea de
destino. Hay que arrancarles a los escritores de derecha el uso exclusivo que
hacen de ella. Quien ha comenzado esa empresa es Pavese. La muerte, la
violencia, la locura, el hambre, el suicidio, existen en el mundo, y están
presentes en todos lados, aun ahí donde aparentemente no. Por eso Rozitchner
tiene razón cuando afirma con desprecio que hay más filosofía en su libro sobre
los invasores de Playa Jirón que en toda la filosofía Universitaria.
A mi vuelta de los infiernos, mientras
de modo paulatino iba reintegrándome a la vida y a mi trabajo, a medios que pagan
mi trabajo y me permiten seguir escribiendo y leyendo, volvía a encontrarme con
mis amigos. Tuve entonces la alegría de comprobar qué cosa es poder mirar a la
gente en los ojos. Cuando estaba enfermo, no podía hacerlo.
Y cuando lo lograba, era sólo por esfuerzo:
sostenía la mirada, que de por sí, tendía a bajar. ¿No se han fijado ustedes
que la gente que adquiere una enfermedad mental adquiere al mismo tiempo una
manera huidiza de mirar? A veces, cuando miro a ciertos ojos, me parece saber
de qué se trata. Pero ya no es mi caso. Y dentro de poco mi caso no seta más
que un cuento al que cualquiera tendrá derecho a poner en duda.
Me reencontraba con mis amigos:
Correas, Sebreli, Lafforgue, Rozitchner, David Viñas, Ismael, Verón, Marín,
León Sigal. Durante mi estadía en el infierno los había visto poco. Algunos,
supe, me evitaban, tenían razón. Otros no pudieron acercarse a mí, aunque tal
vez lo deseaban. Es que tenían miedo, no de mí, sino de la imagen de ellos
mismos que tal vez podrían descubrir, como en espejo, en mí. También tenían
razón. Otros respondían con la conducta inversa: se acercaban y con una mezcla
de piedad y lucidez me decían lo que era cierto: que no había diferencia entre
la enfermedad mía y la salud de ellos. También tenían razón. Cuando yo me puse
tratable, pienso, todos respiramos, y fue bueno para todos volverse a tratar.
Reaparecían entonces para mí las
cuestiones fundamentales que ciñen la vida del intelectual contemporáneo: la
política y el Saber. No hablaré de ellas aquí. Con respecto a la primera, diré
que el problema de la militancia, al menos en la Argentina, aparece intocado.
La cuestión fundamental está en pie. ¿Debe o no un intelectual marxista
afiliarse al Partido Comunista? Yo no me he afiliado: primero, porque los
cuadros culturales del partido no resistirían mis objetivos intelectuales, mis
intereses teóricos. El psicoanálisis, por ejemplo. Y en segundo lugar porque
hasta la fecha disiento con los análisis y las posiciones concretas del P.C.
Por estas razones no me he afiliado, y no sé si lo haré algún día. Pero respeto
a quienes lo hacen o lo han hecho.
Pero, además, ¿dónde militar? ¿Con qué
grupos trabajar? ¿Qué hacer?
En lo que se refiere al Saber: en
estos años he “descubierto” a Lévi– Strauss, a la lingüística estructural, a
Jacques Lacan. Pienso que hay en estos autores una veta para plantear, en sus
términos profundos, el problema de la filosofía marxista. Lo que significa que
ya no estoy tan seguro sobre la utilidad de las posiciones filosóficas,
teóricas, sartreanas, como lo estaba hace ocho años atrás. Es que en esos ocho
años, al nivel del saber, han pasado algunas cosas: entre otras, un cierto
naufragio de la fenomenología. Recién hoy comienzo a comprender que el marxismo
no es, en absoluto, una filosofía de la conciencia; y que, por lo mismo, y de
manera radical, excluye a la fenomenología. La filosofía del marxismo debe ser
reencontrada y precisada en las modernas doctrinas (o “ciencias”) de los
lenguajes, de las estructuras y del inconsciente. En los modelos lingüísticos y
en el inconsciente de los freudianos. A la alternativa: ¿o conciencia o
estructura?, hay que contestar, pienso, optando por la estructura. Pero no es
tan fácil, y es preciso al mismo tiempo no rescindir de la conciencia (esto es,
del fundamento del acto moral y del compromiso histórico y político).
Cuando Álvarez me invitó a que
presentara mi libro, me fue difícil atinar en el primer momento a darme un tema
que no fuera banal.
Ante todo, porque lo que estoy
estudiando en este momento es Freud, y no Arlt. Por otra parte, hace tiempo que
no releo a Arlt. Además, lo que pienso sobre él lo he escrito en el libro. ¿De
qué hablar? Creo que de alguna manera he disuelto el problema. Pero si he
hablado de mí, es porque estoy seguro que esta manera de hacerlo me acerca a
Arlt, me coloca en su línea. Solo que al principio había ideado hacerlo de otra
manera. Pensé que muy bien podría aprovechar la ocasión para reordenar algunas
notas de un trabajo autobiográfico que tal vez escriba. Tal vez, digo. Y les
leeré a ustedes el comienzo de la redacción (y solo el comienzo) de un libro,
que, de escribirse alguna vez, ustedes releerán, en algún sentido, puesto que
habrán tenido una primera experiencia de su tono, de su estilo, y para hablar
como Barthes, también de su “escritura”.
Leo:
¿Violencia o comunicación? Con mayor o
menor conciencia siempre supe que ésa era la alternativa. Esos dos polos se
hallan en todas partes, y si uno no los descubre a raíz de cada cuestión, corre
el peligro de convertirse en un ángel. Pero yo quería ser histórico. O bien:
sabía que lo era. ¿Pero cómo convertirse en eso que uno es? No había otra
manera que ésta: darse una vocación. Lo hice a los veintiún años: sería
escritor.
Salía del servicio militar, donde
había perdido un año, como se dice, limpiando caballos; mientras leía en los
momentos de descanso a Faulkner, a John Dos Passos, a Hemingway. Durante ese
año rumiaba también una novela que al año siguiente escribí, y que resultó
perfectamente mala. Mientras la escribía, recuerdo, pensaba en mi edad y me
decía, fuertemente ansioso, que con un poco de suerte “publicaría antes de lo
que lo habían hecho cualquiera de los norteamericanos (Faukner, Dos Passos,
Hemingway). No imaginaba entonces que pasarían catorce años antes de poder
publicar mi primer libro. Catorce años: durante ese entretiempo aprendí a
rumiar otro tipo de libros.
Autobiografías. ¿Es que me sentía tan
interesante para mí mismo?
En absoluto. Lo que ocurría era que mi
fe en la literatura se iba deteriorando. Quiero decir: lo que se deterioraba
era la aceptación de esa mala fe necesaria para creer en la palabra escrita, o
para escribir ficción. Pero puesto que pensaba todavía en escribir una
autobiografía, mi fe no se había terminado de quebrar. Es que me había salvado
por la lectura. Si podía pensar en escribir no era a causa de la vida, sino de
los libros. Dos ensayistas franceses me sugerían el camino: Maurice Blanchot y
Michel Leyris. Sobre todo la lectura de un libro de este último: La edad del
hombre. Aprendí de él que para defenderse de la gratuidad del acto de escribir
había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que
lo descolocaran ante los demás. Y hay entre otras (puesto que si se redacta un
panfleto político el peligro es bastante inminente, policial y real) una manera
de hacerlo.
Escribir sobre uno mismo. Para
desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y
para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo.
Confesarse, así, es convertirse de alguna manera en un pasatista, y en un
moralista. ¿Será éste mi caso? Y por otra parte, es difícil sortear el peligro de
la falta de peligro. Es necesario decidirse entonces a sumarse en todos estos
peligros para intentar sortearlos.
Habrá entonces que comenzar por el
comienzo. Y si uno se quiere escritor el comienzo es su primer libro. “Todo”
comienza entonces a los veintiún años. Yo llenaba entonces, y trabajosamente,
las hojas de un grueso cuaderno “Avón” mientras que, manipuleando palabras,
hacía una cierta experiencia del mundo, a cuyo sentido, o contenido, llamaré de
esta manera: lo siniestro. Esto significa: que quería ser escritor y que cuando
intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre de las cosas. Que no
conocía ninguna palabra, por ejemplo, que sirviera para distinguir el estilo a
que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un edificio.
Si el personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba la mano
mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la “baranda” o en la “barandilla”? Y
si el personaje miraba a través de un balcón, ¿Cómo nombrar a los “travesaños”
del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez “barrotes”.
Pero me perdía entonces en el sonido
material de las palabras y me parecía grotesco y desmesurado llamar, por
ejemplo, “barrotes” a esos “travesaños”. Y si me decidía por la palabra
“travesaños” me parecía de pronto pobremente descriptiva para contentarme con
ella. Si mi personaje debía caminar por la calle, y creía imprescindible
envolverlo en la atmósfera propia de un determinado momento del día, había que
decir “que caminaba bajo los árboles”. ¿Pero qué árboles? ¿“Pitas” o
“cipreses”? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de
aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía
miedo.
Ese miedo nunca me ha abandonado. O
mejor: el miedo nunca me ha abandonado. Es aquél ese miedo que se reflejaba en
una más que sugestiva fotografía de la época. Se ve en ella una cara irregular
y un poco mofletuda. La nariz levemente torcida. La frente, sin arrugas, pero
con surcos, cae fláccidamente sobre las cejas, las que se juntan a la altura
del comienzo de la nariz. La mirada, floja, como incapaz de penetrar nada. Y
una mezcla de estupor y de disgusto (de disgusto concreto, como si estuviese
frente a un plato de comida un poco repugnante) envuelve la zona de la boca, el
labio inferior ancho y un poco caído, una comisura lateral empujando al labio
superior hacia arriba. Y como todavía no había aprendido la ventaja que
consiste en ocultar el tamaño de las orejas
llenando de cabello los costados de la
cabeza, las orejas aparecían en su tamaño natural, largas y un poco separadas.
Cuando vi por primera vez la foto me acuerdo, me asusté bastante. No era que
temiese a mi fealdad: la conocía. Lo que me inquietaba era como la presencia en
la foto de algún germen congénito de anormalidad…
Esa sensación me acompañó durante
mucho tiempo. Aunque sospechaba que lo que temía congénito, no se originaba en
la naturaleza ni en la biología, sino en la cultura y en la sociedad. Esa
atmósfera vagamente mórbida de mi rostro de aquella fotografía tenía que ver
conmigo y con el dinero, con el dinero y con el trabajo, con el trabajo y con
el trabajo de mi padre, con el “status” de mi padre, con mi conciencia y con
mis deseos. Me basta ahora mirar la parte inferior de la fotografía para
cerciorarme de ciertos datos que tienen que ver con el origen de mis “rasgos de
carácter” y también de mi temperamento. La ropa que llevaba: un traje cruzado,
oscuro, de franela, a rayas blancas.
Además, una camisa blanca y una
corbata oscura. Se dirá: un conjunto banal, en el cual es posible leer bastante
poco. Pero si se mira la foto con cuidado se puede observar un cierto corte de
las solapas, que el saco se estrechaba en el pecho, que “cruzaba” bastante más
de lo normal. En verdad —como yo decía—: un saco de corte perfecto. Y lo era:
lo había hecho Anselmo Spinelli. Pero ese sastre no lo había hecho para mí:
habrían sido necesarios más de dos sueldos enteros de mi padre para pagarle la
hechura. Ese traje, sobre mi cuerpo, era ya una locura sociológica, por decirlo
así. Yo lo había comprado —después de rogarle para que me lo vendiera— a un
compañero en el servicio militar.
El hijo de un juez de la Capital y de
una familia dueña de algunos campos en la provincia de Buenos Aires. Pero yo
sabía todo esto. Sin embargo, no podía dejar de despreciar a mi padre puesto
que “carecía de gusto”. Y efectivamente: se vestía con el gusto mediocre de un
bancario. El me contestaba que era cuestión de dinero. Pero yo sabía que no era
así, o que era una cuestión de dinero pero no en el sentido que lo entendía mi
padre: mi padre ignoraba los principios más generales de un dandismo a la
inglesa que yo en cambio me sabía de memoria.
Los había aprendido mirando,
fascinado, la ropa de Marcelo Sánchez Sorondo (lujo) que había sido mi profesor
de historia en la escuela secundaria. Yo no sabía entonces quién era en verdad
mi profesor de historia. Mientras despreciaba a mi padre. En cuanto a la ropa
inglesa, “clásica”, todavía hoy me fascina. Y en cuanto a la época de la foto,
es seguro que todo esto no podía no desfigurarme, no enfermarme, a la larga, o
en aquel momento, ya, de algún modo…