viernes, 26 de diciembre de 2025

Deleuze sobre Sartre ("Fue mi maestro")


Tristeza de las generaciones sin “maestros”. Nuestros maestros no son sólo los profesores públicos, si bien tenemos gran necesidad de profesores. Cuando llegamos a la edad adulta, nuestros maestros son los que nos golpean con una novedad radical, los que saben inventar una técnica artística o literaria y encontrar las maneras de pensar que se corresponden con nuestra modernidad, es decir con nuestras dificultades tanto como con nuestros difusos entusiasmos. 

Sabemos que en el arte, y aun en la verdad, hay un solo valor: la “primera mano”, la auténtica novedad de lo que decimos, la “musiquita” con la que lo decimos. Sartre fue eso para nosotros (para la generación que tenía veinte años en el momento de la Liberación). Por entonces, ¿quién si no Sartre supo decir algo nuevo? ¿Quién nos enseñó nuevas maneras de pensar? Por brillante y profunda que fuera, la obra de Merleau-Ponty era profesoral y dependía en muchos aspectos de la de Sartre (a Sartre le gustaba asimilar la existencia del hombre al no-ser de un “agujero” en el mundo: pequeñas lagunas de la nada, decía. Pero Merleau-Ponty las consideraba pliegues, simples pliegues y plegamientos. De ese modo se distinguían un existencialismo duro y penetrante y un existencialismo más tierno, más reservado). Camus, ¡ay!, era la virtud inflada o el absurdo de segunda mano; Camus reivindicaba a los pensadores malditos, pero toda su filosofía nos remitía a Lalande y a Meyerson, autores que los bachilleres conocen muy bien. Los nuevos temas, un cierto estilo nuevo, una manera nueva, polémica y agresiva, de plantear los problemas, todo eso vino de Sartre. 

En medio del desorden y las esperanzas de la Liberación, lo descubríamos, lo redescubríamos todo: Kafka, la novela norteamericana, Husserl y Heidegger, los interminables ajustes de cuentas con el marxismo, el impulso hacia una nueva novela… Si todo pasó por Sartre, no fue sólo porque como filósofo tenía un sentido genial de la totalización sino porque sabía inventar lo nuevo. Las primeras representaciones de Las moscas, la aparición de El ser y la nada, la conferencia El existencialismo es un humanismo fueron acontecimientos: en ellos aprendíamos, después de una larga noche, la identidad entre el pensamiento y la libertad.

 

Los “pensadores privados” se oponen de algún modo a los “profesores públicos”. Hasta la Sorbona necesita una anti-Sorbona, y los estudiantes sólo escuchan bien a sus profesores cuando tienen también otros maestros. En su momento, Nietzsche dejó de ser profesor para convertirse en un pensador privado. También lo hizo Sartre, en otro contexto, con otra salida. Los pensadores privados tienen dos características; una especie de soledad que les pertenece siempre, cualesquiera sean las circunstancias; pero también una cierta agitación, un cierto desorden del mundo en el que surgen y en el que hablan. Y también sólo hablan en su propio nombre, sin “representar” nada; y lo que le reclaman al mundo son presencias brutas, potencias desnudas que tampoco son “representables”. Ya en ¿Qué es la literatura?, Sartre dibujaba el ideal del escritor: “El escritor retomará el mundo tal cual es, totalmente en crudo, sudoroso, maloliente, cotidiano, para presentarlo a los libertados sobre el cimiento de una libertad. No basta con concederle al escritor la libertad de decirlo todo. Es preciso que escriba para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo, lo que significa, además de la supresión de las clases, la abolición de toda dictadura, la renovación perpetua de los cuadros, la continua perturbación del orden tan pronto como tienda a fijarse. En una palabra, la literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente”. Desde el principio, Sartre concibió el escritor bajo la forma de un hombre como todos, que se dirige a los demás desde un solo punto de vista: su libertad. Toda su filosofía se insertaba en un movimiento especulativo que impugnaba la noción de representación, el orden mismo de la representación: la filosofía cambiaba de lugar, abandonaba la esfera del juicio, para instalarse en el mundo más colorido de lo “prejudicativo”, de lo “sub-representativo”. Sartre acababa de rechazar el Premio Nobel. Continuación práctica de la misma actitud, horror ante la idea de representar prácticamente algo, aunque sean valores espirituales o, como él dice, de institucionalizarse.

 

El pensador privado necesita un mundo que incluya un mínimo de desorden, aunque más no sea una esperanza revolucionaria, un grano de revolución permanente. En Sartre hay, en efecto, cierta fijación con la Liberación, con las esperanzas decepcionadas de esa época. Hizo falta la guerra de Argelia para reencontrar algo de la lucha política o de la agitación liberadora, y aun así en condiciones tanto más complejas cuanto que nosotros ya no éramos los oprimidos sino aquellos que debían alzarse contra sí mismos. ¡Ah, juventud! Ya no quedan más que Cuba y los maquis venezolanos. Pero, más grande aún que la soledad del pensador privado, está también la soledad de los que buscan un maestro, los que querrían un maestro y sólo podrían encontrarlo en un mundo agitado.

 

El orden moral, el orden “representativo” se ha cerrado sobre nosotros. Hasta el miedo atómico adoptó los aires de un miedo burgués. A los jóvenes, ahora, se les ofrece a Teilhard de Chardin como maestro de pensamiento. Tenemos lo que nos merecemos. Después de Sartre, no sólo Simone Weil sino la Simone Weil del simio. Y sin embargo no es que en la literatura actual no haya cosas profundamente nuevas. Citemos al voleo: el nouveau roman, los libros de Gombrowicz, los relatos de Klossowski, la sociología de Lévi-Strauss, el teatro de Genet y de Gatti, la filosofía de la “sinrazón” que elabora Foucault… Pero lo que hoy falta es lo que Sartre supo reunir y encarnar para la generación anterior: las condiciones de una totalización: aquella en la que la política, lo imaginario, la sexualidad, el inconsciente y la voluntad se reúnen en los derechos de la totalidad humana. Hoy nos limitamos a subsistir, con los miembros dispersos.

 

Sartre decía de Kafka: “Su obra es una reacción libre y unitaria contra el mundo judeocristiano de Europa central; sus novelas son la superación sintética de su situación de hombre, de judío, de checo, de novio recalcitrante, de tuberculoso, etcétera”. Pero es el caso de Sartre mismo: su obra es una reacción contra el mundo burgués tal como lo pone en cuestión el comunismo. Expresa la superación de su propia situación de intelectual burgués, de ex alumno de la Escuela Normal, de novio libre, de hombre feo (puesto que Sartre a menudo se presentó de ese modo), etc.: todas cosas que se reflejan y resuenan en el movimiento de sus libros.

 

Hablamos de Sartre como si perteneciera a una época caduca. ¡Ay! Somos nosotros, más bien, los que hemos caducado en el orden moral y conformista de la actualidad. Sartre, al menos, nos permite la esperanza vaga de los momentos futuros, de las reanudaciones donde el pensamiento puede reformarse y rehacer sus totalidades como potencia a la vez colectiva y privada. Por eso Sartre sigue siendo nuestro maestro.

 

El último libro de Sartre, Crítica de la razón dialéctica, es uno de los libros más bellos y más importantes que se hayan publicado en estos últimos años. Le da a El ser y la nada su complemento necesario, en el sentido en que las exigencias colectivas vienen a consumar la subjetividad de la persona. Y si volvemos a pensar en El ser y la nada, es para recuperar el asombro que supimos sentir ante esa renovación de la filosofía. Hoy sabemos aún mejor que las relaciones de Sartre con Heidegger, su dependencia de Heidegger, eran falsos problemas que descansaban en malentendidos. Lo que nos impactaba de El ser y la nada era únicamente sartreano y servía para medir el aporte de Sartre: la teoría de la mala fe, donde la conciencia, en el interior de sí misma, jugaba con su doble poder de no ser lo que es y de ser lo que no es; la teoría del Otro, donde la mirada del otro bastaba para hacer vacilar el mundo y para “robármelo”; la teoría de la libertad, donde ésta se limitaba a sí misma constituyéndose en situaciones; el psicoanálisis existencial, donde recuperábamos las elecciones básicas de un individuo en el seno de su vida concreta. Y, cada vez, la esencia y el ejemplo entraban en relaciones complejas que le daban un nuevo estilo a la filosofía. El mozo del bar, la chica enamorada, el hombre feo, y sobre todo mi amigo Pedro-que-nunca-estaba, formaban verdaderas novelas en la obra filosófica y hacían palpitar las esencias al ritmo de sus ejemplos existenciales. Por todas partes brillaba una sintaxis violenta, hecha de rupturas y estiramientos, que nos recordaba las dos obsesiones sartreanas: las lagunas de no-ser, las viscosidades de la materia.

 

El rechazo del Premio Nobel fue una buena noticia. Al fin alguien que no trata de explicar la clase de paradoja deliciosa que es para un escritor, para un pensador privado, aceptar honores y representaciones públicas. Ya hay muchos astutos que tratan de sorprender a Sartre contradiciéndose: le atribuyen sentimientos de despecho porque el premio llegó demasiado tarde; le objetan que algo, de todos modos, siempre representa; le recuerdan que sus logros, de todos modos, fueron y siguen siendo logros burgueses; se sugiere que su rechazo no es razonable ni adulto; se le propone el ejemplo de aquellos que lo aceptaron rechazándolo, sin perjuicio de destinar el dinero a buenas obras. No les conviene provocarlo demasiado; Sartre es un polemista temible. No hay genio que no se parodie a sí mismo. Pero, ¿cuál es la mejor parodia? ¿Convertirse en un viejo adaptado, una coqueta autoridad espiritual? ¿O bien querer ser el retrasado de la Liberación? ¿Verse como un académico o bien soñarse como resistente venezolano? ¿Quién no ve la diferencia de calidad, la diferencia de genio, la diferencia vital entre esas dos opciones o esas dos parodias? ¿A qué es fiel Sartre? Siempre al amigo Pedro-que-nunca-está. Ése es el destino de este autor: hacer correr aire puro cuando habla, aun si ese aire puro, el aire de las ausencias, es difícil de respirar.

 

 

Trad. Alan Pauls. Publicado originalmente en la revista Arts (28/11/1964).

 

Roberto Arlt, yo mismo- Por Oscar Masotta


 

Yo he escrito este libro, que ahora Jorge Álvarez publica bajo el título de Sexo y traición en Roberto Arlt (título comercialmente atractivo, elegido exprofeso; pero también el más sencillamente descriptivo de su contenido) hace ocho años atrás. Y cuando Álvarez me invitó a que presentara yo mismo a mi propio libro, me sentía ya lo suficientemente alejado de él y pensé que podría hacerlo. Pensé en ese tiempo transcurrido, esa distancia que tal vez me permitiría una cierta objetividad para juzgar (me); pensé que el tiempo transcurrido había convertido a mi propio libro en un “extraño” para mí mismo. No era totalmente así.

 

Pero en el hecho de tener que ser yo mismo quien ha de presentar a mi propio libro, hay una situación paradojal de la que debiera, al menos, sacar provecho. En primer lugar podría preguntarme por lo ocurrido entre 1958 y 1965; o bien, y ya que fui yo quien escribió aquel libro, ¿qué ha pasado en mí durante y a lo largo del transcurso de ese tiempo? En segundo lugar podría reflexionar sobre las causas que hicieron que durante ese tiempo yo escribiera bastante poco. Y en tercer lugar, y si es cierto que los productos de la actividad individual no se separan de la persona, podría hacerme esta pregunta: ¿quién era yo, entonces, cuando escribí ese libro?; y también: ¿qué pienso yo en el fondo y de verdad sobre ese libro?

 

Mi juicio sobre mi propio libro.: yo diría que se trata de un libro relativamente bueno. Relativamente: es decir, con respecto a los otros libros escritos sobre Arlt. Es que son malos. Pero los juicios de valor, a este nivel, no son interesantes…

 

¿Pero volvería yo a escribir ese libro, ahora, si no estuviera ya escrito?

 

Bien, creo que no podría hacerlo. Entre otras cosas, porque hoy soy un poco menos ignorante que entonces, más cauteloso. Y seguramente: una cierta indigencia cultural, de formación, con respecto a los instrumentos intelectuales que realmente manejaba, estoy seguro, fueron entonces el motor que no sólo me impulsó a planear el libro, sino que me permitió escribirlo. Pero no es que no esté de acuerdo con lo que hoy acepto publicar. Y además, también estoy seguro, de no haber escrito aquel libro, y de escribirlo hoy, no escribiría un libro mejor.

 

Pero me pongo en el lugar de ustedes que me están escuchando.

¿Sobre qué estoy hablando? O bien: ¿de qué me estoy confesando? Pues bien: de nada.

Si acepto publicar un libro que escribí hace varios años atrás es porque ese libro es bueno, para mí. Y lo es porque a mi entender cumple con el requisito sin el cual no hay crítica en literatura: acompaña las intuiciones del autor y trata de explicitarlas, a otro nivel y con otro lenguaje. Pero debo decirlo: cuando escribí el libro yo no era un apasionado de Arlt sino de Sartre. Y habiendo leído a Sartre no solamente no era difícil encontrar lo fundamental de las intuiciones de Arlt (o mejor: de esa única intuición que define y constituye su obra), sino que era imposible no hacerlo. Lean ustedes el Saint Genét de Sartre y lean después El juguete rabioso. El punto crítico, culminante, de esa novela que tengo por un gran libro, es el final. Después de leer a Sartre no era difícil encontrar el sentido de ese final, tan aparentemente sorprendente.

 

¿Por qué Astier se convertía tan repentinamente en un delator? En fin, yo diría, mi libro sobre Arlt ya estaba escrito. Y en un sentido yo no fui esencial a su escritura: cualquiera que hubiera leído a Sartre podría haber escrito ese libro.

 

Pero al revés, la factura del libro, su escritura, me depararía algunas sorpresas. Entre la programación del libro y el libro como resultado, no todo estaba en Sartre. Y lo que no estaba en Sartre estaba en mí.

 

No en mi “talento” (no hablo de eso): me refiero a las tensiones que viniendo de la sociedad operaban sobre mí a la vez que no se diferenciaban de mí, y de cuya conciencia (una cierta incompleta conciencia) extraje, creo, esa certeza que me acompaña desde hace más de quince años. Que efectivamente, tengo algo que decir. Escribir el libro me ayudó, textualmente, a descubrir el sentido de la existencia de la clase a la que pertenecía, la clase media. Una banalidad. Pero esa banalidad me había acompañado desde mi nacimiento. Pensando sobre Arlt descubría el sentido de mis conductas actuales y de mis conductas pasadas: que dura y crudamente habían estado determinadas por mi origen social. Y uso la palabra “determinación” en sentido restringido pero fuerte.

 

¿El “mensaje” de Arlt? Bien, y exactamente: que en el hombre de la clase media hay un delator en potencia, que en sus conductas late la posibilidad de la delación. Es decir: que desde el punto de vista de las exigencias lógicas de coherencia, que pesan sobre toda conducta, existe algo así como un tipo de conducta privilegiada, a la vez por su sentido y por ser la más coherente para cada grupo social, y que si ese grupo es la clase media, esa conducta no será sino la conducta de delación.

 

Actuar es vehicular ciertos sistemas inconscientes que actúan en uno, y que están inscriptos en uno al nivel del cuerpo y la conducta, sobre ciertos carriles fijados por la sociedad. Actuar es, a cada momento, a cada instante de nuestra vida, como tener que resolver un problema de lógica. En cuanto a los términos de ese problema: están dos veces a la vista (aunque no para quienes lo soportan), son dos “observables”.

 

Por un lado la sociedad nos enseña, y por otro lado estamos llamados, solicitados, constreñidos, todo a la vez, a resolver cuestiones que el medio social nos plantea. Solamente que esas cuestiones difícilmente pueden ser resueltas en la perspectiva de lo que se nos ha enseñado, de lo que ha sido sellado en nosotros por la sociedad: y la relación que va de uno a otro término, en sociedades enfermas como las nuestras, es una relación absurda (habría que precisar qué se entiende por esto) o directamente contradictoria. Pero como la capacidad lógica del hombre es infinita, siempre es posible resolver problemas imposibles: hay gente que lo hace. Son los enfermos mentales.

 

En este sentido la enfermedad mental es absolutamente lo contrario a lo que una literatura envejecida, burguesa, nos ha querido hacer entender.

 

Es exactamente lo opuesto a la incoherencia. Es más bien la puesta en práctica de la máxima exigencia de lógica y razón.

 

En este sentido digo, entonces, que la delación —y Arlt tiene razón— no constituye sino el tipo lógico de acto preferencial, en cuanto a la coherencia que arrastra, para conductas individuales determinadas por un preciso grupo social. Y solamente habría que hacer esta salvedad.

 

Que cuando hablamos de lógica y coherencia, aquí, nos referimos menos a una lógica pensada por el individuo que se enferma, que a una lógica que —no hay otro modo de decirlo— se piensa en el enfermo mental. Y en cuanto a la relación entre conducta mórbida y conducta de delación: la tesis es de Arlt. Y es profundamente verdadera.

 

Pero esto no significa moralizar; y lo que se quiere decir no es que un delator “no es más” que un enfermo mental. Sino exactamente al revés, contramoralizar, puesto que lo que Arlt denuncia es a la sociedad que produce delatores. En cuanto a la conexión entre lógica y coherencia por un lado, y enfermedad mental o delación por el otro, es cierto que necesitaría una larga explicación. Pero esa explicación existe, no es difícil, es cierta, y yo no hago metáforas. Pero relean ustedes a Arlt. Él, como novelista, tenía en cambio que usar metáforas.

 

¿No recuerdan ustedes aquellas que en sus novelas se refieren a esa necesidad “geométrica”, “matemática” o propia del “cálculo infinitesimal”, que el que humilla descubre como en negativo, y en el corazón del acto, en el momento mismo que lo planea, o un instante antes de su realización?

 

Después de estas breves reflexiones se justifica tal vez un poco más que hable de mí. ¿Quién era yo cuando escribí ese libro? O para forzar la sintaxis: ¿qué había de aparecer en aquel libro de lo que era yo?

Pueden ustedes reírse: pero ya entonces, en 1957, estaba yo un poco loco. Es decir, que pesaban sobre mí un conjunto de estructuras, un pasado, que se contradecían, las que yo intentaba estúpida e inconscientemente resolver. Es cierto, no lo sé todo sobre mí mismo, y no entiendo del todo el sentido de aquél modo de resolver mis contradicciones que fue para aquel entonces escribir sobre Arlt. Pero de cualquier modo no carezco de una cierta conciencia aguda de algunos de los términos contradictorios. Pensemos por ejemplo en el “estilo”, en la prosa de mi libro. Ya he dicho que al nivel de las ideas el libro estaba fuertemente influenciado por Sartre. Ahora bien, en lo que hace a la prosa, la influencia viene de Merleau–Ponty.

 

Yo había leído entonces todo lo que Merleau–Ponty había escrito, y me fascinaba ese estilo elegante, esa prosa consciente de su cadencia y de su ritmo, esa sobre o infra- consciencia del desenvolvimiento temporal de las palabras, ese gusto por el “tono” o por la “voz”, esas insistencias de un fraseo a veces monotemático que entiende investigar las ideas acariciando las palabras. Amaba entonces esa prosa. En mi libro sobre Arlt intentaba esa prosa, me esforzaba por establecerme en ella, o en que ella se estableciera en mí.

 

Quiero decir: que la imitaba. Y esto no es malo en sí mismo, ni me ocasiona hoy problemas de conciencia, puesto que imitar una prosa es la mejor manera de apresar desde adentro el pensamiento del autor, o como dice el mismo Merleau–Ponty, aprender a pensar lo informulado por el pensamiento, ese lugar todavía vacío hacia el que toda formulación tiende y que es el verdadero “objeto” del pensamiento. No, lo malo estaba en otra cosa.

 

Piensen: una prosa que, como la de Merleau–Ponty, se basa sobre todo en el

tono, en la “altura” de la voz, no es sino la prosa de un refinado.

Supone un alto grado de cultura, la inscripción en una tradición cultural precisa, es decir, otros tipos de prosa pertenecientes a escritores lejanos y cercanos en el tiempo, con los que ella misma forma sistema, oponiéndose y diferenciándose de unas, semejándose a otras.

 

Una prosa de refinado: una prosa de “tonos”. Y se podría pensar en una analogía con la lengua china. Efectivamente: en las lenguas chino- tibetanas los tonos de la frase no son usados como en las nuestras para expresar sentimientos, sino que sirven para nombrar objetos. Ahora bien, ese tipo de lengua aparece históricamente en sociedades muy jerarquizadas. La estructura propia de un orden social muy regimentado parece ser complementaria de la lengua de tonos. Una lengua de tonos, en una sociedad democrática, así, sería un impensable. Si se hiciera la experiencia de juntar una cosa con la otra el resultado tal vez sería alguna aberración: tal vez una sociedad de idiotas. Ahora bien, con mi libro pasaba algo parecido. Imagínense: emplear una prosa de “tonos” para hablar sobre Roberto Arlt. Claro que Merleau–Ponty había usado esa prosa para escribir sobre Hemingway. Pero yo no era Merleau–Ponty. Y la relación que va desde Merleau–Ponty a Hemingway no es homóloga a la que iba de mí a Arlt. Y no me refiero al valor de los autores ni me comparo a quien tengo por uno de los autores más importantes de nuestro tiempo. Quiero decir, que entre yo y las novelas de Arlt había una relación más estrecha, más igualitaria, que entre un alto profesor universitario parisino, y que hablaba por lo mismo, y con derecho, desde la cumbre de la cultura (y no ironizo) y un hombre con las características de Hemingway. Arlt y yo habíamos salido de la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la misma ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los mismos miedos económicos… Brevemente: apoyándome en Sartre y en Merleau–Ponty yo escribía entonces sobre Arlt. ¿Cómo decirlo?

 

Cuando escribía mi libro en verdad me sentía un poco exótico.

Y textualmente, puesto ¿qué es lo exótico sino el resultado de la unión de sistemas simbólicos que tienen poco que ver unos con otros? Pero aún aquí, y aunque con otra significación, aquél exotismo me colocaba en la línea de Arlt.

 

¿Esa imagen sobre mí mismo (prosa de “tonos” para escribir sobre Arlt) no tenía acaso mucho que ver con esa foto que se conserva de Arlt en África, vestido con ropas nativas pero calzado con unos enormes y evidentes botines?

 

Dicho de otra manera: un día me encontré con que ya el libro estaba escrito. Es decir, que me encontré con que ya algo había sido hecho en mí, o que se había hecho ya algo de mí, tal vez sin mí. ¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad “cae” sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la mañana, en un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en sociedades como las nuestras, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como se dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo.

Tampoco puedo leer. Fue la miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y también la miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que va desde el momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación.

Enfermo (aunque con el cuerpo sano) me veía obligado a pasarme las horas, los días, los meses, con la cara contra la almohada, oliendo el neutro y espantoso olor a las sábanas (me parecía espantoso: lo era) regando de saliva el género.

 

¿Cuánto tardaría en idiotizarme por completo? No podía leer, no podía trabajar, no podía estudiar, no podía escribir. No podía nada, salvo atender a ese pánico psicótico que me habitaba. Tenía miedo de todo, de cualquier cosa, de ver, por ejemplo, brotar el agua del agujero de una canilla. ¿Y los otros? Yo temía que se aburrieran pronto y que me mandaran al demonio. Temía, digo, puesto que quería curarme y necesitaba de ellos, “apoyarme” en ellos. Mi mujer (esto antes de mandarme al demonio) me explicaba, con la mejor voluntad, que puesto que yo quería curarme era seguro que me curaría. Pero yo entonces me acordaba de esas historias clínicas de esquizofrénicos que también se quieren curar y que no lo logran jamás.

 

Era seguro: yo era un esquizofrénico.

 

¿Pero tiene sentido que un autor hable de sus enfermedades, que las use para “racionalizar” sobre su vida, para justificarse? No sé bien, y sólo recuerdo ahora un escritor que a veces lo hace (y dejo de lado el exaltamiento pueril de la locura a lo Alex Guinsberg): es George Bataille. Recuerdo su tono, bajo y lento, en el prólogo de un libro en el que relata el tiempo real, el suyo, de la redacción del libro. Dice que una enfermedad, a la que no nombra, le dificulta las cosas, le obliga a escribir lentamente. Un tono quejoso: y no estaba mal, porque servía al menos para recordar al lector que un libro ha sido hecho con el tiempo real, cotidiano, del escritor. De cualquier modo, y tratándose de quejas: yo prefiero reservarme el derecho para mi vida privada. Pero mi enfermedad está ahí —estuvo ahí— y tal vez no es malo, ahora, reflexionar sobre ella. En ese sentido, la experiencia de la enfermedad —la mía— podría resumirse así: padecer algo que se hizo afuera de uno, la experiencia de “soportar” algo. Pero aun en el interior mismo de esa experiencia había un nido de víboras: ¿yo, que amaba a Sartre, cómo podía olvidar que uno “hace” su enfermedad? Recordaba entonces un párrafo de Merleau–Ponty sobre el Greco: las deformaciones de las figuras que pintaba, no podían ser explicadas a partir del astigmatismo que el artista padecía, sino al revés, las figuras explicaban su astigmatismo, revelaban el carácter “intencional” de la enfermedad. El Greco había hecho su astigmatismo para explorar el mundo a su manera. Su arte y su enfermedad no eran más que dos aspectos de una misma cosa, dos manifestaciones de un mismo “estilo” de vivir y de comprometerse en el mundo.

Pero en el momento mismo en que soportaba mi enfermedad, en que ella no se traducía más que en mi imposibilidad de vivir, en el momento en que me veía arrancado de mi trabajo, trabado y presa de la mirada de los otros, arrastrado por añadidura a la miseria económica, ¿cómo entender que yo “había hecho” (y por lo mismo, querido) todo eso? Uno hace su enfermedad, ¿pero qué podía sacar yo ahora de eso que yo había hecho de mí? No entendía nada. Era un infierno.

 

De vez en cuando, y en medio del tiempo de mis pánicos, de mis obsesiones, de mi aislamiento, me repetía una frase de Freud: “la enfermedad mental es inútil”. Fantaseaba que con el reconocimiento de su inutilidad tal vez me curaría. Como no podía leer, y encerrado, caminaba, incansablemente, caminaba. Tenía el mundo reducido a imágenes despedazadas metido dentro de los ojos.

 

Para comprender algo hay que pensarlo todo, ¿pero cómo pensar algo cuando no se comprendía nada? Poco a poco. Tenía que “darme tiempo”. Ante todo: ¿qué era lo que había ocasionado la enfermedad?

 

Eso estaba a la vista: la muerte de mi padre. Se lo podría decir así: cuando supe que él iba a morir, yo ya no pude vivir más. ¿Cómo dos amantes? Tal vez, pero nuestro amor había estado escondido (y no ironizo).

 

Mi padre no tuvo una muerte dura: fue una muerte como la que él siempre había deseado. En esto fue un hombre con suerte, murió en su cama. Y además tuvo otra ventaja, puesto que siempre había temido a la muerte: no darse cuenta que se moría. Estaba en la cama, conversando de cualquier cosa, enfermo de leucemia (pero él lo ignoraba) y sonriendo tal vez, cuando lo sorprendió la muerte.

 

Sonriendo digo, puesto que cuando lo vi en el cajón y envuelto en sus mortajas, tenía un ricto de tranquilidad y de alegría en la boca. Para entonces yo ya había enfermado, y habría preferido no acercarme al cajón: pero mis parientes me arrastraron a él. No puedo olvidar la impresión que me causó su rostro: por detrás de [94] la insobornable certeza de que yo amaba esa cara, una mezcla de indignación y repulsión… Ahora ya está, me decía, este hombre ha terminado y se ha llevado con él y de una buena vez al empleado bancario, sus “miedos de fin de mes” (como decía Arlt), los rasgos pusilánimes de su carácter, su ignorancia, su mala fe ideológica, su ceguera y su cobardía, su antisemitismo. Durante más de una interminable hora y media tuve que simular, ante la mirada vigilante de mis parientes, junto a la dura realidad de la carne muerta de mi padre. Yo no amo a los muertos, pero como me obligaban a simular respeto, sentí, además recuerdo, que tampoco respetaba ese cadáver, ya que me acordaba del hombre, y lo execraba. Pero las cosas estaban así: mi padre había muerto y yo había “hecho” una enfermedad, en “ocasión” de esa muerte. Y desde el día que “caí” enfermo (fue de la noche a la mañana) me tuve que olvidar de golpe de Merleau–Ponty y de Sartre, de las ideas y de la política, del “compromiso” y de las ideas que había forjado sobre mí mismo. Tuve entonces que buscarme un psicoanalista. Y me pasé un año discutiendo con él, sobre si mi enfermedad era una histeria o una esquizofrenia. Yo entonces confundía el aislamiento que padecía con el aislamiento como conducta de corte con lo real, y como no podía o no quería observarme desde afuera, afirmaba que estaba esquizofrénico. Al cabo acepté la opinión de mi analista. Aparté los índices somáticos, una sordera creciente, un horrible y continuo silbido que taladraba mis oídos desde el interior de mi cabeza, la perturbación de mi equilibrio: mi psicoanalista tenía razón. La tendencia a la seducción como rasgo constante de mi conducta, la representación, la teatralización del sufrimiento, la tendencia al chantaje. Yo aceptaba: era un pavo que debía tragarse todas las nueces. La discusión, sin embargo, no terminaba: se me ocurría que el analista observaba bien el lado representación de mis conductas, pero que extremaba el juicio sobre él. En el fondo yo sentía que me quería hacer creer lo que yo temía. Que yo no era más que un farsante. Pero entonces —en su presencia, o en la soledad— yo me rebelaba. Me decía entonces que no era del todo así, puesto que ahí estaba ese trabajo sobre Arlt, y que el trabajo no es farsa.

Después comprendí que lo que pasaba era que mi analista usaba conmigo la técnica neoanalista de la frustración. Pero cuando me frustraba yo me ponía de pronto intransigente, y en cambio de responder con una reacción regresiva (según el esquema técnico que seguramente usaba) me ponía lúcido con respecto a él, no le perdonaba lo que mis ojos veían, su ceguera con respecto a las determinantes de clase, de trabajo y de dinero, que pesaban tanto sobre él como sobre mí. Cuando me frustraba, yo en cambio de regresar hacia mis estructuras arcaicas, progresaba, hacia el marxismo. La situación no tenía salida, y en medio de un análisis en el que había puesto las esperanzas de la cura, me aburría. Es cierto que no se podía culpar al psicoanalista ni al psicoanálisis de mi imposibilidad de salir adelante. Pero en mis choques con ese hombre todo se ponía en juego. De pronto me encontraba despreciándolo tanto como a mi padre.

 

¿Pero no revelaba tal cosa la constitución de un lazo de transferencia? No sabía nada. Recuerdo que una vez le pregunté por quién votaba. Me contestó que por los socialistas de Ghioldi. Por favor, no me diga más, le dije. Era suficiente y ridículo. ¿Y yo esperaba la cura de ese hombre? Estaba solo. Finalmente mandé “vis à vis”, como dicen los franceses, al psicoanálisis y al psicoanalista, a la histeria y a mis discusiones de psiquiatría social con el analista. Iba aprendiendo y comenzaba a curarme. La enfermedad había puesto al descubierto la ligazón con mi padre, y la ligazón de esa ligazón con el dinero. Durante la enfermedad me había hecho adulto de un golpe, había hecho la experiencia de la dura realidad del dinero. El dinero existe y vale. Y esa prostituta, como le dice Marx, fue “el lugar” donde me hice adulto porque supe lo que era la vergüenza. Si uno no tiene dinero, o se muere de hambre o lo pide. Yo, como elegía vivir, a cada instante, lo pedía.

 

Después no podía devolverlo. Tenía entonces que explicarme ante quienes me lo habían prestado. A veces me creían, a veces se reían un poco paternalmente de mí, a veces se enfurecían. En una oportunidad alguien a quien yo quería bastante llega a mi casa y con violencia me comunica que quería el dinero que le debía, o se llevaría mi máquina de escribir: tuve que pagarle con libros. También tuve que pedir dinero al Fondo de las Artes: leyeron mis trabajos y me lo dieron. Era lamentable: yo sentía que era como pedir limosna. Entre mis amigos, algunos me juzgaban. Es que para pedir ese dinero, tenía que pedir antes “cartas de presentación”: una vez a Murena. Ese hombre, personalmente cortés y bueno, no me la niega, y yo uso entonces su prestigio, ideológicamente aceptable en los medios oficiales, para no morirme de hambre. Explico esto a mis amigos, pero ellos no dejan de juzgarme: la cortesía, y la bondad, incluso, la bondad que significaba en Murena el dejarse usar ideológicamente, no son más que virtudes individuales. Las que ama la derecha. Tenían razón. Pero en esos momentos yo estaba más cerca del cálculo infinitesimal que de la razón, me parecía más a un personaje de Arlt que a mí mismo. O a mí mismo más que a ninguna otra cosa.

 

¿Pero quién era yo? Según el entonces rector de la Universidad de Buenos Aires, Rizieri Frondizi, yo había muerto. Quiero decir: que había fallecido. Es que mientras se encontraba en sus funciones le pedí también a él una carta de presentación para el Fondo de las Artes. Cuando le hago llegar el pedido, a través de su secretaria, se niega, y dice que jamás había leído nada mío. Pero además, extrañado, le pregunta que cómo era, que si yo no había muerto. Tenía razón: es que yo había intentado suicidarme dos veces, y habrían llegado seguramente a él algunos rumores sobre la cuestión (y les ruego a ustedes que me excusen nuevamente: me refiero al impudor con que nombro la palabra suicidio cuando ella se refiere a intentos reales míos). Ante el relato de la secretaria del Rector, me quedé impávido. Pensé entonces esa frase conocida: “El relato de mi fallecimiento es considerablemente exagerado”. Pero no pude pronunciarla.

 

Pero no sé si se entiende: no estoy contando anécdotas. Sino mejor, contando algunas coordenadas reales de una situación concreta, la mía. La enfermedad, a raíz de la muerte de mi padre, la vergüenza, la vergüenza económica, la buena voluntad de mis intenciones intelectuales, mis influencias intelectuales, las mejores, Sartre, la relación de compromiso entre el sostenimiento de las ideas y la exigencia de coherencia con uno mismo cuando se trata de jugar los roles en el interior de la sociedad concreta, la relación personal al nivel más concreto cuando uno se relaciona con otros intelectuales. El desorden no es más que aparente.

 

Hay aquí pocas vías hacia las cuales todo converge, y desde donde brota, seguramente, todo lo que nos determina.

 

Y hay dos, fundamentales, que están en la base del hombre concreto: el sexo y la economía. O como decía Pavese: dinero, mujeres, prestigio. Yo no creo haber endurecido, ¿pero es que hay otras cosas?

 

Los marxistas en general y los comunistas en particular suelen tomar con ligereza la noción de alienación. Pero la alienación no es una noción. Por lo mismo hay que comenzar ya a entender de una buena vez la realidad que comenta esta vieja idea: la idea de destino. Hay que arrancarles a los escritores de derecha el uso exclusivo que hacen de ella. Quien ha comenzado esa empresa es Pavese. La muerte, la violencia, la locura, el hambre, el suicidio, existen en el mundo, y están presentes en todos lados, aun ahí donde aparentemente no. Por eso Rozitchner tiene razón cuando afirma con desprecio que hay más filosofía en su libro sobre los invasores de Playa Jirón que en toda la filosofía Universitaria.

 

A mi vuelta de los infiernos, mientras de modo paulatino iba reintegrándome a la vida y a mi trabajo, a medios que pagan mi trabajo y me permiten seguir escribiendo y leyendo, volvía a encontrarme con mis amigos. Tuve entonces la alegría de comprobar qué cosa es poder mirar a la gente en los ojos. Cuando estaba enfermo, no podía hacerlo.

 

Y cuando lo lograba, era sólo por esfuerzo: sostenía la mirada, que de por sí, tendía a bajar. ¿No se han fijado ustedes que la gente que adquiere una enfermedad mental adquiere al mismo tiempo una manera huidiza de mirar? A veces, cuando miro a ciertos ojos, me parece saber de qué se trata. Pero ya no es mi caso. Y dentro de poco mi caso no seta más que un cuento al que cualquiera tendrá derecho a poner en duda.

 

Me reencontraba con mis amigos: Correas, Sebreli, Lafforgue, Rozitchner, David Viñas, Ismael, Verón, Marín, León Sigal. Durante mi estadía en el infierno los había visto poco. Algunos, supe, me evitaban, tenían razón. Otros no pudieron acercarse a mí, aunque tal vez lo deseaban. Es que tenían miedo, no de mí, sino de la imagen de ellos mismos que tal vez podrían descubrir, como en espejo, en mí. También tenían razón. Otros respondían con la conducta inversa: se acercaban y con una mezcla de piedad y lucidez me decían lo que era cierto: que no había diferencia entre la enfermedad mía y la salud de ellos. También tenían razón. Cuando yo me puse tratable, pienso, todos respiramos, y fue bueno para todos volverse a tratar.

 

Reaparecían entonces para mí las cuestiones fundamentales que ciñen la vida del intelectual contemporáneo: la política y el Saber. No hablaré de ellas aquí. Con respecto a la primera, diré que el problema de la militancia, al menos en la Argentina, aparece intocado. La cuestión fundamental está en pie. ¿Debe o no un intelectual marxista afiliarse al Partido Comunista? Yo no me he afiliado: primero, porque los cuadros culturales del partido no resistirían mis objetivos intelectuales, mis intereses teóricos. El psicoanálisis, por ejemplo. Y en segundo lugar porque hasta la fecha disiento con los análisis y las posiciones concretas del P.C. Por estas razones no me he afiliado, y no sé si lo haré algún día. Pero respeto a quienes lo hacen o lo han hecho.

 

Pero, además, ¿dónde militar? ¿Con qué grupos trabajar? ¿Qué hacer?

 

En lo que se refiere al Saber: en estos años he “descubierto” a Lévi– Strauss, a la lingüística estructural, a Jacques Lacan. Pienso que hay en estos autores una veta para plantear, en sus términos profundos, el problema de la filosofía marxista. Lo que significa que ya no estoy tan seguro sobre la utilidad de las posiciones filosóficas, teóricas, sartreanas, como lo estaba hace ocho años atrás. Es que en esos ocho años, al nivel del saber, han pasado algunas cosas: entre otras, un cierto naufragio de la fenomenología. Recién hoy comienzo a comprender que el marxismo no es, en absoluto, una filosofía de la conciencia; y que, por lo mismo, y de manera radical, excluye a la fenomenología. La filosofía del marxismo debe ser reencontrada y precisada en las modernas doctrinas (o “ciencias”) de los lenguajes, de las estructuras y del inconsciente. En los modelos lingüísticos y en el inconsciente de los freudianos. A la alternativa: ¿o conciencia o estructura?, hay que contestar, pienso, optando por la estructura. Pero no es tan fácil, y es preciso al mismo tiempo no rescindir de la conciencia (esto es, del fundamento del acto moral y del compromiso histórico y político).

 

Cuando Álvarez me invitó a que presentara mi libro, me fue difícil atinar en el primer momento a darme un tema que no fuera banal.

 

Ante todo, porque lo que estoy estudiando en este momento es Freud, y no Arlt. Por otra parte, hace tiempo que no releo a Arlt. Además, lo que pienso sobre él lo he escrito en el libro. ¿De qué hablar? Creo que de alguna manera he disuelto el problema. Pero si he hablado de mí, es porque estoy seguro que esta manera de hacerlo me acerca a Arlt, me coloca en su línea. Solo que al principio había ideado hacerlo de otra manera. Pensé que muy bien podría aprovechar la ocasión para reordenar algunas notas de un trabajo autobiográfico que tal vez escriba. Tal vez, digo. Y les leeré a ustedes el comienzo de la redacción (y solo el comienzo) de un libro, que, de escribirse alguna vez, ustedes releerán, en algún sentido, puesto que habrán tenido una primera experiencia de su tono, de su estilo, y para hablar como Barthes, también de su “escritura”.

 

Leo:

¿Violencia o comunicación? Con mayor o menor conciencia siempre supe que ésa era la alternativa. Esos dos polos se hallan en todas partes, y si uno no los descubre a raíz de cada cuestión, corre el peligro de convertirse en un ángel. Pero yo quería ser histórico. O bien: sabía que lo era. ¿Pero cómo convertirse en eso que uno es? No había otra manera que ésta: darse una vocación. Lo hice a los veintiún años: sería escritor.

 

Salía del servicio militar, donde había perdido un año, como se dice, limpiando caballos; mientras leía en los momentos de descanso a Faulkner, a John Dos Passos, a Hemingway. Durante ese año rumiaba también una novela que al año siguiente escribí, y que resultó perfectamente mala. Mientras la escribía, recuerdo, pensaba en mi edad y me decía, fuertemente ansioso, que con un poco de suerte “publicaría antes de lo que lo habían hecho cualquiera de los norteamericanos (Faukner, Dos Passos, Hemingway). No imaginaba entonces que pasarían catorce años antes de poder publicar mi primer libro. Catorce años: durante ese entretiempo aprendí a rumiar otro tipo de libros.

Autobiografías. ¿Es que me sentía tan interesante para mí mismo?

 

En absoluto. Lo que ocurría era que mi fe en la literatura se iba deteriorando. Quiero decir: lo que se deterioraba era la aceptación de esa mala fe necesaria para creer en la palabra escrita, o para escribir ficción. Pero puesto que pensaba todavía en escribir una autobiografía, mi fe no se había terminado de quebrar. Es que me había salvado por la lectura. Si podía pensar en escribir no era a causa de la vida, sino de los libros. Dos ensayistas franceses me sugerían el camino: Maurice Blanchot y Michel Leyris. Sobre todo la lectura de un libro de este último: La edad del hombre. Aprendí de él que para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás. Y hay entre otras (puesto que si se redacta un panfleto político el peligro es bastante inminente, policial y real) una manera de hacerlo.

 

Escribir sobre uno mismo. Para desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo. Confesarse, así, es convertirse de alguna manera en un pasatista, y en un moralista. ¿Será éste mi caso? Y por otra parte, es difícil sortear el peligro de la falta de peligro. Es necesario decidirse entonces a sumarse en todos estos peligros para intentar sortearlos.

Habrá entonces que comenzar por el comienzo. Y si uno se quiere escritor el comienzo es su primer libro. “Todo” comienza entonces a los veintiún años. Yo llenaba entonces, y trabajosamente, las hojas de un grueso cuaderno “Avón” mientras que, manipuleando palabras, hacía una cierta experiencia del mundo, a cuyo sentido, o contenido, llamaré de esta manera: lo siniestro. Esto significa: que quería ser escritor y que cuando intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre de las cosas. Que no conocía ninguna palabra, por ejemplo, que sirviera para distinguir el estilo a que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un edificio. Si el personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba la mano mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la “baranda” o en la “barandilla”? Y si el personaje miraba a través de un balcón, ¿Cómo nombrar a los “travesaños” del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez “barrotes”.

Pero me perdía entonces en el sonido material de las palabras y me parecía grotesco y desmesurado llamar, por ejemplo, “barrotes” a esos “travesaños”. Y si me decidía por la palabra “travesaños” me parecía de pronto pobremente descriptiva para contentarme con ella. Si mi personaje debía caminar por la calle, y creía imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un determinado momento del día, había que decir “que caminaba bajo los árboles”. ¿Pero qué árboles? ¿“Pitas” o “cipreses”? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía miedo.

 

Ese miedo nunca me ha abandonado. O mejor: el miedo nunca me ha abandonado. Es aquél ese miedo que se reflejaba en una más que sugestiva fotografía de la época. Se ve en ella una cara irregular y un poco mofletuda. La nariz levemente torcida. La frente, sin arrugas, pero con surcos, cae fláccidamente sobre las cejas, las que se juntan a la altura del comienzo de la nariz. La mirada, floja, como incapaz de penetrar nada. Y una mezcla de estupor y de disgusto (de disgusto concreto, como si estuviese frente a un plato de comida un poco repugnante) envuelve la zona de la boca, el labio inferior ancho y un poco caído, una comisura lateral empujando al labio superior hacia arriba. Y como todavía no había aprendido la ventaja que consiste en ocultar el tamaño de las orejas

llenando de cabello los costados de la cabeza, las orejas aparecían en su tamaño natural, largas y un poco separadas. Cuando vi por primera vez la foto me acuerdo, me asusté bastante. No era que temiese a mi fealdad: la conocía. Lo que me inquietaba era como la presencia en la foto de algún germen congénito de anormalidad…

 

Esa sensación me acompañó durante mucho tiempo. Aunque sospechaba que lo que temía congénito, no se originaba en la naturaleza ni en la biología, sino en la cultura y en la sociedad. Esa atmósfera vagamente mórbida de mi rostro de aquella fotografía tenía que ver conmigo y con el dinero, con el dinero y con el trabajo, con el trabajo y con el trabajo de mi padre, con el “status” de mi padre, con mi conciencia y con mis deseos. Me basta ahora mirar la parte inferior de la fotografía para cerciorarme de ciertos datos que tienen que ver con el origen de mis “rasgos de carácter” y también de mi temperamento. La ropa que llevaba: un traje cruzado, oscuro, de franela, a rayas blancas.

Además, una camisa blanca y una corbata oscura. Se dirá: un conjunto banal, en el cual es posible leer bastante poco. Pero si se mira la foto con cuidado se puede observar un cierto corte de las solapas, que el saco se estrechaba en el pecho, que “cruzaba” bastante más de lo normal. En verdad —como yo decía—: un saco de corte perfecto. Y lo era: lo había hecho Anselmo Spinelli. Pero ese sastre no lo había hecho para mí: habrían sido necesarios más de dos sueldos enteros de mi padre para pagarle la hechura. Ese traje, sobre mi cuerpo, era ya una locura sociológica, por decirlo así. Yo lo había comprado —después de rogarle para que me lo vendiera— a un compañero en el servicio militar.

 

El hijo de un juez de la Capital y de una familia dueña de algunos campos en la provincia de Buenos Aires. Pero yo sabía todo esto. Sin embargo, no podía dejar de despreciar a mi padre puesto que “carecía de gusto”. Y efectivamente: se vestía con el gusto mediocre de un bancario. El me contestaba que era cuestión de dinero. Pero yo sabía que no era así, o que era una cuestión de dinero pero no en el sentido que lo entendía mi padre: mi padre ignoraba los principios más generales de un dandismo a la inglesa que yo en cambio me sabía de memoria.

 

Los había aprendido mirando, fascinado, la ropa de Marcelo Sánchez Sorondo (lujo) que había sido mi profesor de historia en la escuela secundaria. Yo no sabía entonces quién era en verdad mi profesor de historia. Mientras despreciaba a mi padre. En cuanto a la ropa inglesa, “clásica”, todavía hoy me fascina. Y en cuanto a la época de la foto, es seguro que todo esto no podía no desfigurarme, no enfermarme, a la larga, o en aquel momento, ya, de algún modo…

 

David Viñas: "escribir aquí es como preparar una revolución de humillados"



Las solapas como las dedicatorias son un género literario. Claro: no tienen la espectacularidad de los textos publicitarios ni la irritante crispación de los yingles, pero se acercan a lo clandestino de los anónimos. Por su redacción son monopolio exclusivo y oblicuo de los autores de los libros, aunque habría dos variantes: cuando la redacción es de algún amigo al que se le solicita y la firma o en los casos en que interviene un redactor de la editorial. Pese a eso, el autor siempre verifica que dicen de él y propone cambios, retoca las pruebas, introduce un adjetivo sagaz, suprime algún adverbio o traslada el movimiento del texto al presente inmediato para hacerlo más cálido sin dejar de sentirse histórico. En fin, que el autor del libro es el autor de la solapa. O, si se prefiere, la solapa es prolongación de la obra y dónde el autor indirectamente muestra como quiere ser visto. La solapa, pues, es la imagen que de sí mismo propone el autor. Sin embargo, en un movimiento cargado de ambigüedades, escamotea su responsabilidad; es una coartada que implica querer ser visto de determinada forma, pero como si esa perspectiva fuese totalmente espontánea. Las intenciones que supone redactar un texto sobre uno mismo serían el producto natural de un redactor eficiente y abstracto, en este caso la editorial como estructura gigantesca y sin rasgos. O, con mayor precisión: el autor pretende hacer pasar la imagen que de sí mismo ha elaborado como visión espontánea segregada por su comunidad. Y no. De ahí que sea indispensable que el autor asuma el texto de la solapa. “El estado soy yo” decía un rey francés. Pues bien: mi solapa soy yo, mis libros, un capítulo más que me pertenece por entero.

 

Y ahora a utilizarla: podría ser tradicional y escribir “Me llamo Viñas, David Viñas, nací cuando el crak de Wall Street y la caída de Irigoyen”. Podría enternecerme con mi pasado: “Publiqué varios libros -escribiría- Cayó sobre su rostro, Los años despiadados, Un dios cotidiano, Los dueños de la tierra, dar la cara”. También podría ... En realidad podría hacer muchas cosas. Pero prefiero usar mis solapas en otra cosa: primero, para decir por qué escribo (por humillación y para salir de eso). Alguna vez dije que escribía por venganza; pero para salir de la humillación una literatura de venganza no puede ser arbitraria ni abstracta. Mi humillación está condicionada por vivir en un país ambiguamente humillado: la Argentina no es una colonia; es algo más equívoco: una semicolonia. Así mi humillación es compleja y la tensión por arrancármela se carga con una ambigüedad mayor. En segundo término, cómo escribo: asumiendo esa situación de sometido, de esclavo (peor, esclavo a medias en tanto puedo actuar con cierta autonomía y creerme que no lo soy). Y sabiendo que es una faena de todos los días, mezcla de paciencia e impaciencia que exige élan y encarnizamiento y no se parece en nada (o casi nada) a las revoluciones burguesas espectaculares, bruscas y triunfantes. No. Escribir aquí es como preparar una revolución de humillados: opaca, empecinada, dura y cotidiana. O, mejor, casi opaca, casi empecinada, casi dura y casi cotidiana. Como vivo en un país semicolonial soy un semihombre y un casi escritor que escribe una literatura a medias. O lo que es lo mismo ¿para quienes escribo? Por ahora para los que tienen mí mismo sabor de boca. Es decir, ni especulo sobre un posible público populista ni me interesan los bienpensantes. Más claro aún, pretendo escribir para los cuadros. Y lo correlativo, ¿para qué escribo? Muy simple. Para que esos posibles lectores que se me parecen contribuyan al movimiento que los arranque y me arranque de la humillación, para superar ese nivel de casi país que padecemos y para que nuestra literatura sea algo completo. Y para que yo, usted y los hombres de aquí dejemos de ser casi hombres para serlo en totalidad.

 *Solapa de Las malas costumbres (cuentos)

viernes, 19 de diciembre de 2025

Spinoza/ Nietzsche: filosofía y salud mental (Taller)

 



LECTURAS SINTOMÁTICAS DE VERANO

 Martes de 20 a 22 horas- Quincenal-

13 y 27 de enero; 10 y 24 de febrero

Virtual- Arancelado


Coordinación: Mariano Pacheco

Consultas: palabrasprofanas@gmail.com

 

¡Lo sorprendente es el cuerpo!, sentenció Nietzsche. Y Spinoza se preguntó: ¿qué puede un cuerpo? Famosa interrogación que retomó Gilles Deleuze para afirmar: “un cuerpo deviene junto a otros cuerpos produciendo, afirmando relaciones, encuentros y conexiones”.


La salud como punto de vista sobre la enfermedad en Nietzsche, las acusaciones de sus detractores por su locura y la relación entre soledad y amistad como ejes disparadores para intentar pensar algo de aquello que, en la jerga de Spinoza, podemos denominar como una “economía ontológica de los encuentros”.


¿Hay algo así como una “función medicinal” de la filosofía en Spinoza, algún tipo de “remedio para el alma”, como él mismo lo llamaba, que pueda ponerse en serie con las conceptualizaciones, las prácticas y los legados de eso que hoy llamamos el campo de la salud mental?


¿Cuánto de aquello que Nietzsche denomina como “voluntad de salud, de vida” de su filosofía contribuye a fortalecer una mirada para abordar la dificultad de la existencia?


¿Cómo situar estos clásicos de la filosofía en un diálogo productivo con las problemáticas subjetivas contemporáneas?


Si Spinoza y Nietzsche son nuestros contemporáneos, decimos, es porque su pensamiento contribuye a pensar nuestras subjetividades desde otras coordenadas a las dominantes, y habilitan a trazar una cartografía de aquello que podemos hacer para dejar de ser eso que hicieron de nosotros, de nosotras.

 


Vamos a leer a Spinoza y Nietzsche, pero también a Deleuze, Enrique Carpintero y a Diego Tatián para pensar las coordenadas actuales y latinoamericanas de del entrecruzamiento entre filosofía y salud mental.

 

LECTURAS


I- NIETZSCHE: LA FILOSOFÍA COMO VOLUNTAD DE SALUD

Selección de Ecce homo, Así habló Zaratustra, La gaya ciencia, El Anti Cristo, Más allá del bien y del mal y El crepúsculo de los ídolos.

 

II- SPINOZA- NIETZSCHE: LAS LECTURAS DE DELEUZE

Recortes de Nietzsche; Spinoza, filosofía práctica; En medio de Spinoza; Nietzsche y la filosofía.

 

III- SPINOZA EN ARGENTINA: ENTRE LA FILOSOFÍA Y EL PSICOANÁLISIS

Extractos de la Ética de Spinoza y un acercamiento a las contribuciones de Enrique Carpintero (Las pasiones alegres en Freud y Spinoza; El erotismo de vivir; Spinoza militante de la potencia de vivir) y Diego Tatián (Spinoza: una introducción; Spinoza disidente; Spinoza y el arte; Spinoza: el don de la filosofía; Spinoza: filosofía terrena).

 

IV- DESAFÍOS PARA EL SIGLO XXI

Cartografía de lecturas e intervenciones contemporáneas.

 

miércoles, 10 de diciembre de 2025

Escribir es una forma de querer la libertad


LITERATURA, FILOSOFÍA Y POLÍTICA

 EN JEAN PAUL SARTRE (Taller de verano)

  

 

LABORATORIO DE EXPERIMENTACIÓN CRÍTICO NARRATIVA

Escuela Autogestiva de Literatura A. F. Oliva (ciclo enero- febrero)

 

 

¿Qué es un escritor?, se pregunta Sartre en su autobiografía Las palabras. Y responde: “un hombre entre los hombres”. Más allá de la referencia de género, que hoy no pude ser sino problematizada, nos queda su vocación por situar a la escritura como un oficio, entre otros. Escribir, nos dice, también es actuar. Y porque la palabra es acción, puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra, entonces, puede ser un arma en el combate por la emancipación. En tiempos oscuros donde la libertad tiende a ser bastardeada por las derechas, nos proponemos leer, conversar y escribir sobre este término, bajo la premisa sartreana de que la literatura pude ser un llamamiento. Si se escribe para que otrxs lean, no se escribe para esclavxs. Escribir, por lo tanto, es una forma de querer la libertad… y de luchar por ella.

 

Miércoles de 20 a 22 horas- Quincenal

07 y 21 de enero; 04 y 18 de febrero

Virtual- Arancelado

 

Coordinación: Mariano Pacheco

Consultas: palabrasprofanas@gmail.com

 

En cada encuentro trabajaremos en torno a una selección de textos, que irá acompañado de una consigna para ejercitar la escritura. Pondremos énfasis (aunque no de manera exclusiva) en la producción de relatos y microensayos.


 

PRIMER ENCUENTRO:

“ESCUELAS Y MAESTRXS”

 

Sartre como maestro: Gilles Deleuze

Sartre profesor: J.B. Pontalis

El manifiesto sartreano-argentino de David Viñas

El Arlt de Masotta y el Jean Genet de Sartre

 

 

SEGUNDO ENCUENTRO:

“FILOSOFÍA Y REVOLUCIÓN”

 

El prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon

La polémica Sartre/ Camus

“Materialismo y revolución”

 


TERCER ENCUENTRO:

“LITERATURA Y SITUACIÓN”

 

Hpótesis crítico-sartreanas en:

¿Qué es la literatura? y Un teatro de situaciones

 

CUARTO ENCUENTRO:

“ESCRITURA Y LIBERACIÓN”

 

El infierno, ¿son los otros?: dilemas en el teatro de Sartre

Bajo la sombra del nazi-fascismo: los ensayos “París bajo la ocupación” y “La república del silencio”

 

 

EJERCICIOS DE ESCRITURA

 

Relato: “El homenaje a…”

Polémica: “El contrapunto con…”

Ensayo: “Los caminos de la libertad”

 

sábado, 6 de diciembre de 2025

Sobre "La teoría de la bolsa de ficción", de Ursula Le Guin

 

“La persona prehistórica media podía llevar una buena vida trabajando alrededor de 15 horas semanales”, escribe Ursula Le Guin en “La teoría de la bolsa de ficción”. Y luego agrega: “los más inquietos decidieron escaparse y cazar mamut”. Los hábiles cazadores volverían entonces, nos dice, con un montón de carne, mucho marfil y un relato. “No fue así la carne lo que marcó la diferencia. Fue el relato”.

 

Para Donna Haraway, que escribe el prólogo de este libro publicado en Argentina en una bella edición de Rara Avis (que cuenta además con ilustraciones de Martín Franhoc Halley realizadas especialmente para la ocasión), lo que Le Guin escribe son bolsas amplias de historias para juntar y llevar a la narración las cosas del vivir. “Cada mochila nace de (y exige una respuesta a) preguntas urgentes acerca de cómo contar historias que ayuden a reescribir la historia para los tipos de vida y de muerte que merecen mejores presentes y futuros fértiles”.

 

Se trata entonces de contar historias, no como un lujo, sino como una suerte de bordado que permita aumentar la empatía, la perspectiva hospitalaria hacia otres. “Cuestión apremiante respecto a cómo unirnos para contar historias necesarias, construir los mundos necesarios y hacer enmudecer a los mortíferos”, agrega Haraway.

 

La ficción sería así una forma de intentar describir lo que de hecho está sucediendo, lo que la gente hace y siente, cómo la gente se relaciona. “Es una suerte de realismo extraño”, dice Le Guin, porque la realidad “es extraña”. Contra la forma imperial –como caracteriza a la novela del héroe– se postula el “relato saco”, bolsa, ya que un libro guarda palabras y, las palabras, guardan cosas, portan significados (este apartado me hizo acordar mucho a “El guardapalabras”, el libro de memorias del obrero ferroviario y militante sindical argentino Juan Carlos “El Negro” Cena).

 

Una novela, desde esta perspectiva, sería un atado (en el sentido sudamericano de bulto de tela o de cuero, según se deja consignar en el texto) que mantiene las cosas “en una relación particular y poderosa, las unas con las otras y con nosotras”. Escribir para sostener una memoria, entonces, que pueda ser retomada para seguir la narración.