Las solapas como las dedicatorias son
un género literario. Claro: no tienen la espectacularidad de los textos
publicitarios ni la irritante crispación de los yingles, pero se acercan a lo
clandestino de los anónimos. Por su redacción son monopolio exclusivo y oblicuo
de los autores de los libros, aunque habría dos variantes: cuando la redacción
es de algún amigo al que se le solicita y la firma o en los casos en que
interviene un redactor de la editorial. Pese a eso, el autor siempre verifica
que dicen de él y propone cambios, retoca las pruebas, introduce un adjetivo
sagaz, suprime algún adverbio o traslada el movimiento del texto al presente
inmediato para hacerlo más cálido sin dejar de sentirse histórico. En fin, que
el autor del libro es el autor de la solapa. O, si se prefiere, la solapa es
prolongación de la obra y dónde el autor indirectamente muestra como quiere ser
visto. La solapa, pues, es la imagen que de sí mismo propone el autor. Sin
embargo, en un movimiento cargado de ambigüedades, escamotea su
responsabilidad; es una coartada que implica querer ser visto de determinada
forma, pero como si esa perspectiva fuese totalmente espontánea. Las
intenciones que supone redactar un texto sobre uno mismo serían el producto
natural de un redactor eficiente y abstracto, en este caso la editorial como
estructura gigantesca y sin rasgos. O, con mayor precisión: el autor pretende
hacer pasar la imagen que de sí mismo ha elaborado como visión espontánea
segregada por su comunidad. Y no. De ahí que sea indispensable que el autor
asuma el texto de la solapa. “El estado soy yo” decía un rey francés. Pues
bien: mi solapa soy yo, mis libros, un capítulo más que me pertenece por
entero.
Y ahora a utilizarla: podría ser
tradicional y escribir “Me llamo Viñas, David Viñas, nací cuando el crak de
Wall Street y la caída de Irigoyen”. Podría enternecerme con mi pasado: “Publiqué
varios libros -escribiría- Cayó sobre su rostro, Los años despiadados,
Un dios cotidiano, Los dueños de la tierra, dar la cara”. También
podría ... En realidad podría hacer muchas cosas. Pero prefiero usar mis
solapas en otra cosa: primero, para decir por qué escribo (por humillación y
para salir de eso). Alguna vez dije que escribía por venganza; pero para salir
de la humillación una literatura de venganza no puede ser arbitraria ni
abstracta. Mi humillación está condicionada por vivir en un país ambiguamente
humillado: la Argentina no es una colonia; es algo más equívoco: una
semicolonia. Así mi humillación es compleja y la tensión por arrancármela se
carga con una ambigüedad mayor. En segundo término, cómo escribo: asumiendo esa
situación de sometido, de esclavo (peor, esclavo a medias en tanto puedo actuar
con cierta autonomía y creerme que no lo soy). Y sabiendo que es una faena de
todos los días, mezcla de paciencia e impaciencia que exige élan y
encarnizamiento y no se parece en nada (o casi nada) a las revoluciones
burguesas espectaculares, bruscas y triunfantes. No. Escribir aquí es como
preparar una revolución de humillados: opaca, empecinada, dura y cotidiana. O,
mejor, casi opaca, casi empecinada, casi dura y casi cotidiana. Como vivo en un
país semicolonial soy un semihombre y un casi escritor que escribe una
literatura a medias. O lo que es lo mismo ¿para quienes escribo? Por ahora para
los que tienen mí mismo sabor de boca. Es decir, ni especulo sobre un posible
público populista ni me interesan los bienpensantes. Más claro aún, pretendo
escribir para los cuadros. Y lo correlativo, ¿para qué escribo? Muy simple.
Para que esos posibles lectores que se me parecen contribuyan al movimiento que
los arranque y me arranque de la humillación, para superar ese nivel de casi
país que padecemos y para que nuestra literatura sea algo completo. Y para que
yo, usted y los hombres de aquí dejemos de ser casi hombres para serlo en
totalidad.
*Solapa de Las malas costumbres (cuentos)

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